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Describir los cuerpos. Entre la mirada diagnóstica y la escritura etnográfica

Describing bodies. Between the diagnostic gaze and ethnographic writing

Resumen

Este artículo propone estudiar la relación entre quehacer etnográfico y elaboración textual de los cuerpos y corporalidades de las y los interlocutores. En particular, busca hurgar en la tensión entre la “mirada diagnóstica” que recae sobre los cuerpos de las personas con discapacidad y las posibilidades de la descripción etnográfica. El tema emerge de una investigación con personas con y sin discapacidad en espacios de prácticas artísticas “inclusivas” en Buenos Aires y Montevideo. El artículo sitúa a la descripción y la narrativa como prácticas políticas y recurre para su análisis a fragmentos de textos etnográficos “clásicos” y “contemporáneos” y a notas de campo de la autora.

Palabras clave:
descripción; cuerpo; discapacidad; etnografía

Abstract

This article proposes to study the relationship between ethnographic work and textual elaboration of the bodies and corporealities of the interlocutors. In particular, it seeks to explore the tension between the “diagnostic gaze” that falls on the bodies of disabled people and the possibilities of ethnographic description. The topic arises from a research with people with and without disabilities in spaces of “inclusive” artistic practices in Buenos Aires and Montevideo. The article situates description and narrative as political practices and draws for its analysis on fragments of “classical” and “contemporary” ethnographic texts and the author’s field notes.

Keywords:
description; body; disability; ethnography

Introducción

En mayo de 2019 concurrí a un evento artístico organizado por uno de mis interlocutores, un artista plástico, usuario de silla de ruedas, que convive con lo que en términos biomédicos se nombra “distrofia muscular”. Tiempo más tarde, revisando mis notas, releí el registro que había generado de ese acontecimiento, que iniciaba así: “Camino apurada para llegar en hora, pienso que el evento no terminará muy tarde por una cuestión de accesibilidad (es decir, de menor accesibilidad) en la noche de las personas con discapacidad que tal vez concurran. Cuando estoy a una cuadra de distancia veo una silla de ruedas que va entrando y me doy cuenta que es él. Entonces aminoro el paso. Al llegar miro rápidamente por la ventana, veo un grupo de personas saludándose, e ingreso…”. Las notas continúan narrando lo sucedido esa noche, pero me detengo bruscamente sobre un pasaje de mi escritura que ahora me interpela y que hallo impreciso: al decir “veo una silla de ruedas que va entrando” he descrito a mi interlocutor como si fuese la silla de ruedas, una especie de (con)fusión con ese objeto.

Evidentemente no pensaba que eso fuera así, pero lo había escrito de ese modo y en el momento no reparé en semejante descuido. Todavía podía conformarme diciendo que se trató de un giro metonímico de la escritura. Sin embargo, tomar ese atajo resultaba por lo menos cómodo y lo cómodo es enemigo de la “duda radical” que exige la labor etnográfica. Dicha duda debe abarcar también los usos orales y escritos del lenguaje, que funciona como “un inmenso depósito de preconstrucciones naturalizadas” (Bourdieu; Wacquant, 1995BOURDIEU, P.; WACQUANT, L. Respuestas: por una antropología reflexiva. México D.F.: Grijalbo, 1995., p. 180). Pero también era cómodo porque el lenguaje escrito es nuestro medio más importante de representación de otros y, como tal, constituye -si bien atravesado por prácticas de reflexividad- uno de los lugares de autoridad más arraigados en la producción de conocimiento sociocientífico y en particular etnográfico (Clifford, 1991CLIFFORD, J. Sobre la autoridad etnográfica. In: REYNOSO, C. (comp.). El surgimiento de la antropología posmoderna. Barcelona: Gedisa, 1991. p. 141-170.).

El suceso que acabo de contar hizo que fijara la atención en un asunto que ya me preocupaba, pero que todavía no dimensionaba en su real magnitud, a saber: la relación entre la experiencia y la escritura etnográfica en lo que refiere a la descripción de los cuerpos, en especial cuando se trata de cuerpos sobre los que pesa la matriz capacitista (Campbell, 2001CAMPBELL, F. K. Inciting legal fictions. ‘Disability’s date with ontology and the ableist body of the law. Griffith Law Review, [s. l.], v. 10, n. 1, p. 42-62, 2001.) y el “imperativo normal” (Moscoso, 2009MOSCOSO, M. La ‘normalidad’ y sus territorios liberados. Dilemata, [s. l.], v. 1, n. 1, p. 57-70, 2009.).

El cuerpo, como categoría de análisis y como entidad simbólica, sensible y material múltiple, tiene en mi investigación un lugar clave, pues ésta transcurre en ámbitos de prácticas artísticas “inclusivas”.1 1 La noción de inclusión puede remitirnos a distintas dimensiones (de clase, étnicas, territoriales, generacionales, de género, etc.), pero en general se la emplea para aludir a espacios que promueven la participación de personas con discapacidad. No es objeto de este artículo ahondar en ella, basta con señalar que es aquí introducida como una categoría nativa. No obstante, sería provechoso reflexionar acerca de que su uso puede acentuar un sentido estigmatizante de la diferencia en contextos donde se busca lo contrario. Desde 2018 al presente he realizado trabajo de campo en espacios de danza que integran a personas con y sin discapacidad (es decir, espacios no separatistas). También me he vinculado con artistas plásticos, músicas/os, actores/s y actrices con discapacidad, en las ciudades de Buenos Aires y Montevideo.

Ello ha conllevado, entre otras cosas, ponderar en el análisis la tensa relación que se suscita entre la “mirada diagnóstica” (Kuppers, 2000 apudSandahl; Auslander, 2008SANDAHL, C.; AUSLANDER, P. (ed.). Bodies in commotion: disability & performance. Ann Arbor: The University of Michigan Press, 2008., p. 130) -que se introduce como una perspectiva totalizante del cuerpo de las personas- y la narrativa y descripción etnográfica, que si bien procuran desplegar multiplicidades y mundos de sentido, no están desligadas de los marcos históricos y socioculturales donde se producen. De acuerdo a Kuppers (2004)KUPPERS, P. Visions of anatomy: exhibitions and dense bodies. Differences: a journal of feminist cultural studies, [s. l.], v. 15, n. 3, p. 123-156, 2004., la “mirada diagnóstica” o “mirada médica” es un dispositivo de visualidad que reduce al sujeto con discapacidad a un objeto descontextualizado y estrictamente biológico. Retomando a Foucault, Kuppers (2004KUPPERS, P. Visions of anatomy: exhibitions and dense bodies. Differences: a journal of feminist cultural studies, [s. l.], v. 15, n. 3, p. 123-156, 2004., p. 124, mi traducción) menciona que “el paso de la historia natural del siglo XVIII a la biología del siglo XIX engendró un cambio de énfasis observacional del exterior al interior”. Así, la visualidad cobró un lugar preponderante, entre otras cosas a partir de la creación de una serie de máquinas especializadas en la producción de imágenes sobre el cuerpo. La mirada diagnóstica permea los imaginarios sociales. De ahí que en todo encuentro con una persona con discapacidad se insiste por preguntar (ya sea de forma explícita o con la gestualidad corporal), “¿qué te pasó?” (Garland-Thomson, 2000GARLAND-THOMSON, R. Staring back: self-representations of disabled performance artists. American Quarterly, [s. l.], v. 52, n. 2, p. 334-338, 2000.).

En la elaboración de narrativas, descripciones y datos etnográficos, la vista ha sido ponderada con respecto a los demás sentidos. Así, podríamos decir que tanto la mirada diagnóstica como las narrativas etnográficas constituyen dispositivos de visualidad y la tensión entre ellas no es antojadiza. La clasificación de los cuerpos como normales o patológicos -y junto con ello las identidades- constituye una suerte de obsesión de la cultura occidental moderna de larga data, ejercicio donde la biomedicina y el biopoder han ocupado una posición estructurante desplazando hacia los márgenes saberes y experiencias populares y heteróclitas (Canguilhem, 1971CANGUILHEM, G. Lo normal y lo patológico. Buenos Aires: Siglo XXI, 1971.; Foucault, 2007FOUCAULT, M. Los anormales: curso en el Collège de France (1974-1975). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007.; Hocquenghem, 2009HOCQUENGHEM, G. El deseo homosexual. Santa Cruz de Tenerife: Melusina, 2009.; Moscoso, 2009MOSCOSO, M. La ‘normalidad’ y sus territorios liberados. Dilemata, [s. l.], v. 1, n. 1, p. 57-70, 2009.). En particular en lo que atañe a sujetos estigmatizados debido a sus estados y atributos corporales, mediante la observación y descripción minuciosa del cuerpo “se ha trabado una nueva alianza” (Foucault, 2001FOUCAULT, M. El nacimiento de la clínica: una arqueología de la mirada médica. México, D.F.: Siglo XXI, 2001., p. 5) orientada a espacializar y verbalizar un orden clasificatorio sobre las localizaciones y manifestaciones de lo patológico.

Con estas coordenadas, una de las opciones que me planteé a la hora de escribir fue no privilegiar el diagnóstico u otras clasificaciones biomédicas de las personas. Sospechaba que estas categorías antes que abrir sus vivencias a la comprensión colectiva, las clasifican y encasillan con criterios que no siempre son relevantes en su transcurrir cotidiano y en sus ámbitos de sociabilidad. Sin embargo, como veremos, aun cuando buscamos discutir cómo se construye el conocimiento biomédico, éste resultaba difícil de eludir o era incluso colocado por mis interlocutores. Por tanto, no privilegiar no significa desechar sino poner en perspectiva con otros datos. Como contrapartida, emergió un nuevo dilema relativo a cómo visibilizar los cuerpos y las corporalidades, narrar y describir la fisicalidad, gestualidad y expresión de mis interlocutores sin quedar entrampada en un lenguaje capacitista y en representaciones exotizantes u objetificantes de ellos.

Entre las personas con discapacidad, como entre quienes integran otros colectivos disidentes, el lenguaje es un terreno clave de la disputa política por el significado. Los colectivos tienen sus propios diccionarios y gramáticas que pueden contener expresiones políticamente correctas, pero también otras con gran potencia subversiva. Estas formas de adutoadscripción son muy valiosas y nos informan de configuraciones identitarias, modos de sentir, percibir y reconocerse en el propio cuerpo y posicionamientos políticos. Pero, otra vez, la descripción etnográfica no se agota en ellas y puede explorar otros terrenos, afrontando el desafío de decir las cualidades, estados y atributos de los cuerpos.

En la medida que la etnografía acontece como “teoría vivida” (Peirano, 2008PEIRANO, M. Etnografia, ou a teoria vivida. Ponto Urbe, São Paulo, n. 2, 2008.), deshaciendo la distinción arbitraria y hegemónica entre lo teórico y lo empírico, este emergente de mis notas de campo lejos de ser una mera anécdota se planteó como un asunto sustantivo, como si fuera una semilla que debía cuidar con delicadeza si quería lograr que germinara. Queda en evidencia, por un lado, que tener una postura ético-política en contra de la estigmatización y estar comprometida con las luchas de mis interlocutores no alcanzaba para que la mirada, y luego la escritura, se despojen de expresiones indeseables. Y por otro, que con cada “caso” etnográfico la elaboración narrativa merece renovada atención en aras de contribuir a dilucidar problemas generales. En palabras de Fonseca (1999FONSECA, C. Quando cada caso não é um caso. Pesquisa etnográfica e educação. Revista Brasileira de Educação, [s. l.], v. 10, n. 1, p. 58-78, 1999., p. 76, mi traducción),

nunca podemos prever de antemano que el modelo que construimos será “la clave de la comprensión” o siquiera relevante cuando lidiamos con casos específicos [pero] sirve para ofrecer una alternativa, para abrir el abanico de posibles interpretaciones.

Por lo dicho hasta aquí, este artículo tiene por objetivo explorar algunas dimensiones del ensamblaje entre experiencia, percepción y narrativa de los cuerpos y las corporalidades en el quehacer etnográfico, hurgando en particular en la tensión entre la “mirada diagnóstica” que recae sobre los cuerpos de las personas con discapacidad y las posibilidades de la descripción etnográfica. El texto no pretende resolver ninguno de los hondos dilemas antropológicos en torno a la representación, la descripción o la autoridad etnográfica. En cambio, moviliza a estas páginas la intención más elemental de exponer incertidumbres y explorar, en diálogo con otros textos, los caminos hacia una escritura respetuosa de nuestros interlocutores en cuanto al modo de describir sus cuerpos y corporalidades y colocarlos en la trama de la narrativa etnográfica. Para su desarrollo recurro al análisis de descripciones de textos etnográficos “clásicos” y “contemporáneos” y de mis propias notas de campo, procurando compartir la “cocina” del trabajo artesanal de la escritura y propiciar el diálogo comparativo.

El artículo se conforma por cuatro secciones además de esta introducción. La primera sitúa a la descripción y la narrativa etnográfica como problemas de la antropología y transcurre por momentos donde fueron tratadas de diferentes maneras. La segunda, muestra a través de fragmentos de textos etnográficos cómo son aludidos y trabajados los cuerpos y corporalidades de sujetos interlocutores. En la misma dirección, la tercera sección presenta y analiza notas de mi investigación, deteniéndose en las decisiones en cuanto a la elaboración narrativa. Por último, se presentan reflexiones que procuran dar síntesis a los principales emergentes.

El problema de la descripción y narrativa etnográfica

En su trayecto histórico, la etnografía halló en la representación de la alteridad y anexo a ello, en la tarea de la descripción, dos de sus problemas sustantivos. Qué y cómo observamos,2 2 La observación es una técnica hegemónica en la labor etnográfica, pero no es la única ni se produce de forma aislada o independiente del sujeto cognoscente y su contexto. Aunque la vista -y por extensión el modo como observamos- contienen una naturaleza encarnada, “ha sido utilizad[a] para significar un salto fuera del cuerpo marcado hacia una mirada conquistadora desde ninguna parte” (Haraway, 1995, p. 324). La antropología no escapó a las reglas del canon positivista de fines de siglo XIX e inicios del siglo XX, de acuerdo al cual la visión se encuentra a la base de un supuesto acto de conocimiento científico. Más bien, podríamos decir, buscó deliberadamente integrarse a él y logró hacerlo ponderando una supuesta observación objetiva mediada únicamente por la razón y otorgando mínimo valor epistémico a la escucha, el olfato o el tacto. Aquí utilizo el término “observación” de forma genérica, pero como intentaré elaborar a lo largo del texto, advierto, por un lado, que las descripciones y narrativas etnográficas involucran la mirada tanto como otros sentidos, y por otro, que no se producen en una relación lineal con una exterioridad que aprehendemos de forma instantánea y nítida. desde qué posiciones y enfoques, necesariamente se verá enlazado a cómo lo narramos y lo compartimos públicamente mediante la escritura o la imagen. Aquí se mezclan los imperativos, estilos y convenciones de la producción socio-científica en cada momento histórico, pero también tienen su cuota las inquietudes narrativas y apuestas de quienes desenvuelven investigación.

El modelo positivista malinowskiano delineado en Los Argonautas, dominante durante la primera mitad del siglo XX y referencia disciplinar hasta la actualidad, postuló que “los resultados de una investigación científica, cualquiera que sea su rama del saber, deben presentarse de forma absolutamente limpia y sincera” (Malinowski, 1986MALINOWSKI, B. Los argonautas del Pacífico occidental. Barcelona: Planeta-Agostini, 1986., p. 20). Sería valioso dar la discusión acerca de qué es (y qué no) una descripción “limpia y sincera”, sobre todo tomando en cuenta que el propio autor excluyó de su texto etnográfico muchos de los dilemas que registró en su diario personal. Pero bastará, de momento, con mencionar que en su perspectiva pareciera no haber mediaciones entre la “realidad”, la observación participante y la escritura etnográfica (o si las había, evitó explicitarlas). Del modelo malinowskiano se desprende que podemos describir de diferentes maneras, pero que una de ellas será la correcta por ser la más próxima a la realidad, es decir un tipo de descripción donde la distancia entre lo observado y su representación escrita se reducen al mínimo, y donde es posible dar cuenta de las prácticas y acontecimientos de nuestros interlocutores desde un lugar neutro, que es en verdad ningún lugar. En la crítica de Haraway (1995HARAWAY, D. Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra, 1995., p. 324),

ésta es la mirada que míticamente inscribe todos los cuerpos marcados, que fabrica la categoría no marcada que reclama el poder de ver y no ser vista, de representar y de evitar la representación. Esta mirada significa las posiciones no marcadas de Hombre y de Blanco.

Décadas más tarde, en los años ochenta, desde el modelo interpretativista se puso en cuestión los fórceps usados en las décadas precedentes para incluir a las ciencias sociales en los marcos epistemológicos de las ciencias naturales y de las “humanidades de gabinete”. Clifford Geertz y otros colegas de su camada generacional contestaron el punto de vista del “padre de la etnografía” señalando que “a nuestro modo de ver lo que escribimos y lo que leemos le ha llegado el momento de un ajuste distintivamente democrático” (Geertz, 1991GEERTZ, C. Géneros confusos. La refiguración del pensamiento social. In: REYNOSO, C. (comp.). El surgimiento de la antropología posmoderna. Barcelona: Gedisa, 1991. p. 63-77., p. 64).

También aquí podríamos dar la discusión sobre las implicancias de dicho “ajuste democrático” en la disciplina, en especial considerando el lugar geopolítico de enunciación de Geertz. Pero dejaré tal discusión para otra ocasión y subrayaré que, a su criterio, este ajuste significaba una liberación de los cientistas sociales que ahora podían “dar a su trabajo la forma que deseen en términos de sus necesidades, más que en términos de ideas heredadas sobre la forma en que eso debe o no debe ser hecho” (Geertz, 1991GEERTZ, C. Géneros confusos. La refiguración del pensamiento social. In: REYNOSO, C. (comp.). El surgimiento de la antropología posmoderna. Barcelona: Gedisa, 1991. p. 63-77., p. 65).

James Clifford también colocó interrogantes acerca de las mediaciones ignoradas por Malinowski, en los siguientes términos: “Si la etnografía produce interpretaciones culturales a partir de intensas experiencias de investigación, ¿cómo es que la experiencia, no sujeta a reglas, se transforma en informe escrito autorizado?” (Clifford, 1995CLIFFORD, J. Dilemas de la cultura: antropología, literatura y arte en la perspectiva posmoderna. Barcelona: Gedisa, 1995., p. 42). Para Clifford (1995CLIFFORD, J. Dilemas de la cultura: antropología, literatura y arte en la perspectiva posmoderna. Barcelona: Gedisa, 1995., p. 44), durante la primera mitad del siglo XX ocurrió una nueva fusión entre “teoría general e investigación empírica, de análisis cultural con descripción etnográfica” y ésta encorsetó la escritura. Por eso, lo que debía hacerse con la observación participante -en tanto técnica que se había instalado como distintiva del quehacer etnográfico y que proveía buena parte de las circunstancias a ser descritas- era “reformularla en términos hermenéuticos como una dialéctica entre la experiencia y la interpretación” (Clifford, 1995CLIFFORD, J. Dilemas de la cultura: antropología, literatura y arte en la perspectiva posmoderna. Barcelona: Gedisa, 1995., p. 53).

Estas discusiones también estaban manifestándose más allá de la antropología, dando cuenta de una interpelación de época. Así, de manera más o menos contemporánea a los descentramientos paradigmáticos de la antropología posmoderna, el conocimiento feminista académico introdujo la idea de las “perspectivas parciales” (Haraway, 1995HARAWAY, D. Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra, 1995.). Esta propuesta transformó el modo de concebir las ciencias (incluidas las sociales) porque en lugar de desplazar o subordinar la posición de quien produce esta actividad y este conocimiento a los cánones, la incorporó como elemento sustantivo e ineludible del proceso y su resultado. A partir de ese giro, las escrituras y estrategias de representación en las ciencias sociales en general, pero especialmente en la producida por mujeres y sujetos disidentes, transparentaron que estaban impregnadas de corporalidad y contexto. Tales dimensiones aluden a la posicionalidad del sujeto como herramienta elemental para pensar la “verdad”, pero también las emociones, sensaciones y la diversidad de cuerpos desde y con los cuales se investiga. “Desenmascaramos las doctrinas de la objetividad porque amenazaban nuestro embrionario sentido de la subjetividad y de la función colectiva histórica y nuestras definiciones de verdad”, sostuvo Donna Haraway (1995HARAWAY, D. Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra, 1995., p. 319), aludiendo a la inquietud, de carácter histórico, que dio lugar a esa pateadura de tablero y poniendo de manifiesto las hondas razones políticas que su postura involucraba.

Para retornar al terreno de la antropología, cabe recordar que desde mediados de los años setenta en adelante -con la creciente influencia de los estudios de género y de la fenomenología, que también cuestionaron la idea de un sujeto cognoscente único asociado a un también único modo de percepción y representación de la realidad-, se consolidaron derivas disciplinares que reenfocaron al cuerpo como un asunto de relevancia. Por ejemplo, en el estudio de su vínculo con las emociones y como forma de estar-en-el-mundo (Csordas, 1994CSORDAS, T. (ed.). Embodiment and experience: the existential ground of culture and self. New York: Cambridge University Press, 1994.) y con las prácticas y la conformación de habitus (Bourdieu, 1991BOURDIEU, P. El sentido práctico. Madrid: Taurus, 1991.); con respecto a la salud, al sustrato biológico y el padecimiento (Lock, 1993LOCK, M. E ncounters with aging: mythologies of menopause in Japan and North America. Berkeley: University of California Press, 1993.; Lock; Scheper-Hughes, 1987LOCK, M.; SCHEPER-HUGHES, N. The mindful body: a prolegomenon to future work in medical anthropology. Medical Anthropology Quarterly, [s. l.], v. 1, n. 1, p. 6-41, 1987.) y a la relación entre los fluidos corporales, los alimentos, el territorio y la construcción de la identidad de la persona y los grupos (Godelier; Panoff, 1998GODELIER, M.; PANOFF, M. (ed.). La production du corps: approches anthropologiques et historiques. Amsterdam: Éditions des Archives contemporaines, 1998.), entre otros. Digo reenfocó, pues no olvidemos que el cuerpo, en tanto dimensión a observar y tematizar, no estuvo ausente de la producción etnográfica “clásica” al tratar técnicas, prácticas sexuales, deseos y éticas culturalmente situadas (Benedict, 2003BENEDICT, R. El crisantemo y la espada: patrones de la cultura japonesa. Madrid: Alianza Editorial, 2003.; Leenhardt, 1997LEENHARDT, M. Do Kamo: la persona y el mito en el mundo melanesio. Barcelona: Paidós, 1997.; Mauss, 1979MAUSS, M. Sociología y antropología. Madrid: Tecnos, 1979.), como tampoco de los textos socio-antropológicos de mediados del siglo XX que ponderaron la diferencia en términos de estigma (Goffman, 2006GOFFMAN, E. Estigma: la identidad deteriorada. Buenos Aires: Amorrortu, 2006.).

A pesar de la diversidad con la que el cuerpo ha sido pensado, el estudio de la alteridad corporal y en especial lo que se nombra como “discapacidad” tardó en consolidarse como tema de estudio. Si observamos el trayecto del interés antropológico en la materia, no sorprende que los primeros antecedentes de mediados del siglo XX pusieron énfasis en los procesos de estigmatización (Edgerton, 1963EDGERTON, R. A patient elite: ethnography in a hospital for the mentally retarded. American Journal of Mental Deficiency, [s. l.], n. 68, p. 372-497, 1963., 1967EDGERTON, R. The cloak of competence: stigma in the lives of the mentally retarded. Berkeley: University of California Press, 1967.) y buena parte de los aportes posteriores se generaron desde la antropología médica e indagaron la rehabilitación (Hershenson, 2000HERSHENSON, D. Toward a cultural anthropology of disability and rehabilitation. Rehabilitation Counseling Bulletin, [s. l.], v. 43, n. 3, p. 150-157, 2000.). Resulta llamativo que hasta hace no mucho lxs antropólogxs os continuaran utilizando “discapacidad” como una categoría dada, en contraste con la atención otorgada en las últimas décadas a dimensiones como “género” o “raza” (Oliver, 1990 apudCushing, 2006CUSHING, P. Anthropology. In: ALBRECHT, G. (ed.). Encyclopedia of disability. Thousand Oaks: Sage, 2006. p. 104-112., p. 106). En la medida en que evidenciamos prejuicios aún muy arraigados en el modo de percibir y tratar desde la disciplina a las personas con discapacidad, sigue siendo necesario interrogarnos acerca de la descripción etnográfica de los cuerpos y de las prácticas de estos sujetos.

Cuerpos y corporalidades hechas letra

Para materializar las discusiones teóricas de larga data recién mencionadas, exploraré ahora cómo se hacen presentes los cuerpos y las corporalidades de los interlocutores en las tramas de los textos etnográficos.3 3 A los fines del análisis y de una mejor comprensión de los contenidos de las descripciones etnográficas, cabe mencionar la distinción entre cuerpo y corporalidad. En los términos de Zandra Pedraza (2004, p. 66), “el cuerpo seguiría estando marcado por una materialidad inerte y conceptualmente sólo funge como operador lingüístico para poner de manifiesto la escisión que caracteriza la antropología de la modernidad, en cuya epistemología el cuerpo es sustancia física -soma, res extensa- sujeta a reglas que examinan y determinan las ciencias exactas y las disciplinas biomédicas. En la palabra cuerpo sólo podríamos reconocer, pese a todos los esfuerzos, las dimensiones físicas, somáticas del cuerpo, aquellas producidas por conocimientos expertos como la física, la química, la fisiología, la anatomía y la biología, y cuya principal fuente de saber son el cadáver y la materia inerte. Corporalidad es un término capaz de aprehender la experiencia corporal, la condición corpórea de la vida, que inmiscuye dimensiones emocionales y, en general, a la persona, así como considerar los componentes psíquicos, sociales o simbólicos; en ella habitan las esferas personal, social y simbólica, a saber, el cuerpo vivo y vivido. La corporalidad remite a la dimensión del cuerpo en la que se realiza la vida corporal, más allá de sus cualidades puramente orgánicas, por cuanto le permite al ser humano ser consciente de ella a través de la cenestesia y, luego, establecer vínculos emocionales mediante el cuerpo”. Distinguiré dos momentos, uno en el que inscribiré los textos “clásicos” y otro que hace lo propio con relación a contribuciones contemporáneas. Esta distinción responde a un ordenamiento del artículo más que a un rígido “antes” y “después”, si bien como fuimos viendo de manera paulatina se instaló una inquietud respecto a esta temática, atravesada por las discusiones teóricas acerca de la autoridad y la representación en la disciplina.

Volver a los “clásicos”

Durante la primera mitad del siglo XX no se definió en la antropología un sub-campo específico que tuviera al cuerpo como asunto principal. No obstante, éste fue tratado y colocado en escena. Veamos algunos ejemplos. Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, una etnografía pionera, emblemática de la antropología cultural norteamericana y realizada por una mujer, es un texto fuertemente descriptivo, en el cual Margaret Mead (1993)MEAD, M. Adolescencia, sexo y cultura en Samoa. Barcelona: Paidós, 1993. recorre distintos aspectos de la vida cotidiana, la organización social y las relaciones generacionales de la población samoana. En su elaboración narrativa es “el pueblo” el que está siendo recreado en la etnografía, “las montañas”, “el niño”, “la familia”, “la adolescente primitiva”. No hay interlocutores identificados con nombre propio como tampoco diferenciaciones corporales, sino un sujeto genérico que muestra variaciones también genéricas de acuerdo a su sexo y a su edad.

Algunos años después, en Sexo y temperamento en las sociedades primitivas, Mead (1973MEAD, M. Sexo y temperamento en las sociedades primitivas. Barcelona: LAIA, 1973., p. 39) escribió:

Mientras la gente de la montaña es delgada, de cabeza pequeña y con poco pelo, la gente de las llanuras es rechoncha, fuerte, con enormes cabezas y barbas pobladas en forma de orla debajo de sus feas mejillas rasuradas.

En esta ocasión, si bien vuelve al recurso del sujeto genérico (y continuará con este estilo en textos posteriores), introduce un pequeño matiz de adjetivación al apreciar que las mejillas rasuradas de la gente de las llanuras son “feas”.

Del otro lado del Atlántico y desde la “escuela” de etnología francesa, Maurice Leenhardt (1997)LEENHARDT, M. Do Kamo: la persona y el mito en el mundo melanesio. Barcelona: Paidós, 1997. ofreció otra aproximación en Do Kamo: la persona y el mito en el mundo melanesio. Aunque la obra fue publicada promediando la primera mitad del siglo XX, el trabajo de campo tuvo lugar de forma ininterrumpida en Nueva Caledonia entre 1902 y 1926. Do Kamo tiene al mito y el lenguaje como ejes temáticos y Leenhardt le dedica el segundo capítulo a “la noción de cuerpo”, no sin antes ofrecer una “presentación del melanesio”, donde en un pasaje dice:

La antropología física ha demostrado cómo el neocaledonio tiene en su estructura física, esqueleto y músculos, detalles que recuerdan los del hombre de Neanderthal […] Su mandíbula cuadrada, sus órbitas, sus pies de dedos gordos curvados -lo que explica por qué, hoy en día, los canacos golpean la pelota de fútbol con los dedos sin torcérselos- y muchas otras particularidades, han llevado a Sarasin a ver en ellos un grupo distinto de aquel que alcanza al Homo sapiens. (Leenhardt, 1997LEENHARDT, M. Do Kamo: la persona y el mito en el mundo melanesio. Barcelona: Paidós, 1997., p. 29).

Ya en el capítulo aludido el autor refiere al cuerpo del melanesio evocando el punto de vista de sus interlocutores. Es decir, a diferencia de Mead, donde lo que apreciamos es una descripción desde la percepción de la observadora, ahora nos encontramos con la concepción del cuerpo que produce los melanesios. En este ejercicio se destaca que el autor logra mostrar el vínculo entre las lenguas de los melanesios y sus convenciones lingüísticas y la representación del cuerpo. De este modo, diferencia entre

los sustantivos que caracterizan la fisonomía (cabeza, cara, nariz, porte, etc.); los sustantivos que dibujan el contorno o marcan los rasgos (las partes del cuerpo, los huesos largos, las ramas y el tronco del árbol, el aparejo de la piragua); los sustantivos que singularizan y caracterizan la individualidad (los adornos personales: plumas - para el árbol: la flor y el fruto); los sustantivos que sitúan en el clan materno o en el dominio mítico (los parientes por línea materna, el tótem); los sustantivos que corresponden a sustitutos del hombre (la efigie, la descendencia, el hígado). (Leenhardt, 1997LEENHARDT, M. Do Kamo: la persona y el mito en el mundo melanesio. Barcelona: Paidós, 1997., p. 38).

Con estilos e intereses diferentes, Mead y Leenhardt comparten una representación distante y sincrónica del cuerpo (más que de la corporalidad) de sus interlocutores, tono narrativo habitual en ese momento. Y si bien ambos sostuvieron un enfoque relativista y comparativo respecto a sus sociedades de origen, en sus textos encontramos un cuerpo que permanece en una suerte de limbo temporal y espacial de alteridad.

Es que, en definitiva, en la representación del cuerpo se juega un aspecto sustancial de la relación Nosotros-Otros y del estatus de cada uno. Y aquí estamos en presencia de una alteridad compacta, sin otra diversidad del cuerpo más que la dada por el sexo y la edad. Asimismo, el recurso del sujeto genérico, presente en ambos, es de suma utilidad para lograr ese efecto que produce la distancia: la de que hay, entre ellos y nosotros, un tiempo irrecuperable y que estamos situados respectivamente en el pasado y en el presente (Fabian, 2014FABIAN, J. Time and the other: how anthropology makes its object. New York: Columbia University Press, 2014.).

Narrativas contemporáneas

Otros acentos narrativos vinculados a nuevas inquietudes políticas comienzan a aparecer en décadas más recientes. Estudiando las prácticas de maternaje, la pobreza extrema y la mortalidad infantil, Nancy Scheper-Hughes (1997SCHEPER-HUGHES, N. La muerte sin llanto: violencia y vida cotidiana en Brasil. Barcelona: Ariel, 1997., p. 131-132) compartió en La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil, escenas como ésta:

Una tarde después de comer, mientras Nailza, Zé Antônio y yo estábamos descansando, escapando del infierno del mediodía, alguien nos importunó llamando a la puerta. Pensando que tal vez fuera algo importante, salté de mi hamaca y abrí la parte de arriba de la puerta de la calle. Una mujer pequeña, cuyo rostro inexpresivo no reconocí en el momento, estaba de pie con un fardo en sus brazos que al instante adiviné se trataba de un niño enfermo. Antes de que pudiera cerrar la puerta y decirle antipáticamente que volviera a una hora más conveniente, la mujer ya había abierto la limpia arpillera de azúcar para mostrar a un niño de aproximadamente un año de edad (a menudo resulta difícil saberlo) con las extremidades tan raquíticas que hacía que pareciera una gran cabeza pegada a unos palos; unos auténticos huesos vivientes. Estaba vivo pero impasible, y miraba, recuerdo, intensa y fijamente. Tenía todos los dientes, lo cual era extraño en un niño desnutrido.

Al leer este y otros pasajes semejantes, no pude más que evocar la solicitud de Malinowski de presentar los datos de forma “limpia y sincera”, pero intuyo que él no estaría de acuerdo con que ésta descripción encaja en su propuesta. Para mí, sin embargo, Scheper-Hughes relata con honestidad y sin tapujos lo que parece haber sido su primera impresión visual de aquel niño: “una gran cabeza pegada a unos palos”. En esta ocasión, hay un recurso metafórico combinado con una descripción de partes del cuerpo que captaban la atención de la etnógrafa (que, recordemos, primero se había formado en el campo de la salud), como los dientes y la mirada.

La autora no presenta esta descripción de manera ingenua, de hecho, lo pone en claro en más de una ocasión. En el prólogo menciona que “el etnógrafo, como el artista, acomete un tipo especial de búsqueda visual por medio de la cual forjamos una interpretación específica de la condición humana, toda una sensibilidad” (Scheper-Hughes, 1997SCHEPER-HUGHES, N. La muerte sin llanto: violencia y vida cotidiana en Brasil. Barcelona: Ariel, 1997., p. 10). Y algunas páginas más adelante recupera el asunto afirmando:

El antropólogo es un instrumento de la traducción cultural que necesariamente es imperfecto y parcial. No podemos liberarnos del yo cultural que llevamos con nosotros al campo, de la misma forma que no podemos dejar de reconocer como propios los ojos, la piel y los oídos a través de los cuales asimilamos nuestras percepciones intuitivas del medio, nuevo y extraño, en el que hemos entrado. […] Así que a pesar de la burla de Clifford Geertz (1988) hacia el “yo-testifical” antropológico, pienso que todavía vale la pena intentar “decir al poder la verdad”. (Scheper-Hughes, 1997SCHEPER-HUGHES, N. La muerte sin llanto: violencia y vida cotidiana en Brasil. Barcelona: Ariel, 1997., p. 38).

Y la “verdad”, en el contexto donde trabajó Scheper-Hughes, admitía (o quizás demandaba) un estilo narrativo crudo, penetrante, incluso sombrío, donde las descripciones de los cuerpos, desnutridos y enfermos, junto a las de las precarias chozas, los basurales y las aguas putrefactas, dan paso a un realismo etnográfico que busca ser “moralmente responsable”, como defiende la autora.

En un estilo semejante, pero más cerca en el tiempo, João Biehl (2005)BIEHL, J. Vita: life in a zone of social abandonment. Berkeley: University of California Press, 2005. ofreció en Vita: life in a zone of social abandonment una inmersión al universo simbólico de las personas que permanecían abandonadas en un asilo en la ciudad de Porto Alegre. A Catarina, su principal interlocutora, él la presenta del siguiente modo:

“En mi pensamiento, veo que la gente me ha olvidado”. Catarina me dijo esto mientras estaba sentada pedaleando una vieja bicicleta de ejercicio y sosteniendo una muñeca. Esta mujer de modales amables, con una mirada penetrante, tenía unos treinta y tantos años; su habla era un poco confusa. […] Era una persona aparentemente carente de sentido común; su voz fue anulada por un diagnóstico psiquiátrico. […] Traté de pensar en ella no en términos de enfermedad mental sino como una persona abandonada que, contra todo pronóstico, reclamaba la experiencia en sus propios términos. […] Mientras Catarina reflexionaba sobre lo que le había impedido vivir, el grado de inarticulación de su pensamiento y su voz no estaba determinado únicamente por su propia expresión: nosotros, los voluntarios y el antropólogo, carecíamos de los medios para comprenderlos. (Biehl, 2005BIEHL, J. Vita: life in a zone of social abandonment. Berkeley: University of California Press, 2005., p. 1-5, mi traducción).

En Vita, como en otras publicaciones, Biehl acompaña la narrativa con un impactante trabajo visual a cargo de un fotógrafo profesional. En verdad, este recurso no es nuevo, constituyó una forma de registro de las primeras etnografías y una manera de atestiguar la presencia del etnógrafo en el campo y más tarde, como en el caso de Scheper-Hughes, una estrategia para dar a conocer, de acuerdo a cómo ella lo coloca, a esas personas cuyas voces han sido silenciadas. Pero en este caso, no estamos frente a un registro testimonial sino a un registro artístico, mediante el cual también se produce una representación de las corporalidades. De hecho, las fotografías no se acompañan de una descripción, como es habitual, están “en silencio”, pero “diciendo cosas”. En este sentido, entre las primeras fotografías que comparte en el libro hay una serie de primeros planos en blanco y negro, de partes del cuerpo, en particular manos, rostros, pies, ojos que aparecen vendados, lastimados y percudidos. El blanco y negro realza los contrastes y permite apreciar el detalle de la piel reseca y escamada, de la tierra impregnando las vendas y la proximidad genera la sensación de casi estar tocando esas manos, esos pies y esos rostros abandonados y sus texturas. Estas fotografías constituyen una auténtica “descripción densa” de esas presencias corporales y, sirviéndose de ellas, el etnógrafo traslada al observador la posibilidad de describir esos cuerpos con sus propias impresiones.

Quisiera introducir un último ejemplo antes de llegar a mi propio registro. En el año 2000, Gelya Frank publica Venus on wheels: two decades of dialogue on disability, biography, and being female in America. Se trata de un atrapante estudio antropológico que hace uso del método de la historia de vida para dar cuenta de la experiencia de Diane, a quien la autora introduce como “una mujer que nació con todo el equipamiento físico y mental que necesitaría para vivir en nuestra sociedad, excepto brazos y piernas” (Frank, 2000FRANK, G. Venus on wheels: two decades of dialogue on disability, biography, and being female in America. Berkeley: University of California Press, 2000., p. 1, mi traducción). Se conocieron en un curso en la Universidad de California, donde Gelya trabajaba como asistente y Diane cursaba sociología, en 1976. El libro recoge algo más de veinte años de diálogos entre ambas mujeres, un aspecto que considero no menor en cuanto a su incidencia en el tono y los énfasis de la narrativa del texto. Antes de introducirse en el relato de la historia de vida de Diane, Frank (2000FRANK, G. Venus on wheels: two decades of dialogue on disability, biography, and being female in America. Berkeley: University of California Press, 2000., p. 1, mi traducción) también dice:

Desde mi posición privilegiada en la parte trasera de la sala de conferencias vi a una mujer rubia entrar en el aula en una silla de ruedas eléctrica. Parecía estar en la plenitud de la feminidad, con un top blanco sin mangas y con tirantes estrechos. Los muñones de sus brazos cónicos parecían expuestos, y la misteriosa configuración de sus caderas estaba envuelta en unos vaqueros que terminaban donde sus piernas deberían haber empezado.

Lejos de eludirlas, Frank enfoca rápidamente las formas corporales de Diane, tanto las que quedan a la vista (como los muñones de los brazos) y las que no (las caderas), sin pasar por alto cómo, en conjunto con la vestimenta, su apariencia generaba la impresión de una mujer que se encontraba en “la plenitud de la feminidad”. La autora pareciera arribar a una suerte de equilibrio descriptivo entre dar cuenta de lo que estaba frente sus ojos, un cuerpo en sí mismo y su relación con una imagen canónica de normalidad y completud corporal, por ejemplo, cuando alude al lugar donde “sus piernas deberían haber empezado” (Frank, 2000FRANK, G. Venus on wheels: two decades of dialogue on disability, biography, and being female in America. Berkeley: University of California Press, 2000., p. 2, mi traducción), o cuando, bien al inicio, refiere a Diane como una mujer nacida con todo lo física y mentalmente necesario para vivir en nuestra sociedad, “excepto brazos y piernas” (Frank, 2000FRANK, G. Venus on wheels: two decades of dialogue on disability, biography, and being female in America. Berkeley: University of California Press, 2000., p. 2, mi traducción). Este pasaje también denota un esfuerzo de parte de la autora por desestigmatizar el cuerpo de Diane, para lo cual le atribuye a sus extremidades un lugar secundario. Pero esta misma presentación nos permite suponer que así como hay cuerpos nacidos con lo física y mentalmente necesario para vivir en sociedad, hay otros cuerpos que serían “insuficientes”.

El libro también incluye fotografías facilitadas por su interlocutora, referentes a distintos momentos de su trayectoria vital. Estas no aparecen inmediatamente de la descripción de su cuerpo, sino más adelante intercaladas en el transcurso de la narrativa, pero en cualquier caso permiten una asociación y visualización de lo que la autora va escribiendo. En una de ellas está Diane bebé en bazos de su madre junto a su padre, que las abraza desde atrás. En otra se la ve ya con tres años de edad sobre una especie de vehículo para niños o boogie. Estas fotografías en blanco y negro, son testimoniales y a cada una la autora ha añadido una breve descripción.

Las etnografías de Scheper-Hughes, Biehl y Frank transcurren por distintos senderos temáticos y teóricos, pero aun así podemos identificar una preocupación común por dar cuenta de los cuerpos y corporalidades de sus interlocutores. Sheper-Hughes necesitó describir esos pequeños cuerpos piel y hueso para tratar el problema de la pobreza y el amor maternal. Biehl, necesitó mostrar a Catarina y las demás personas que se encontraban en Vita para abordar sus sentimientos, lenguajes y construcciones simbólicas, pero también para denunciar el (des)trato que recibían. Y Frank necesitó decir y mostrar cómo era el cuerpo de Diane, para que se comprendiera su especificidad dentro del universo de la discapacidad y el desarrollo de su trayecto de vida.

Las etnografías clásicas no tenían la misma necesidad de abundar en las configuraciones de alteridad corporal a la interna de los grupos que estudiaban, tal vez porque sus interlocutores eran conjuntamente un Otro que se contraponía a un Nosotros. En las etnografías contemporáneas la relación Nosotros-Otros es más próxima, aun cuando lxs antropólogxs viajaban a sitios distantes de sus lugares de origen para dar cuenta de ello, como en el caso de Scheper-Hughes.

Creo, no obstante, que este acercamiento corporal a sujetos que ocupan una posición de alteridad nos enfrenta a otros dilemas. Por ejemplo, el hasta dónde mostrar y el cómo hacerlo sin caer en eufemismos ni en un uso acrítico de las categorías de la medicina hegemónica, en revictimizaciones y en un tono voyeurista que dé como resultado una narrativa que genere el efecto opuesto al que procuramos. Intentaré explorar estas cuestiones, compartiendo ahora algunos fragmentos de mi propio registro.

Algunas notas desde mi campo

En mayo de 2019 comencé a participar en un grupo de danza inclusiva en la ciudad de Buenos Aires (Argentina), buscando conocer las experiencias de personas con discapacidad a través del movimiento. Luego, durante 2020 y 2021, repliqué esta experiencia con otro grupo de danza inclusiva en Montevideo (Uruguay). A medida que me involucraba en estos espacios, conocí las dos principales categorías nativas que distinguen a las personas asistentes: convencionales y rengos. Convencionales es empleada para referir a personas sin discapacidad y rengos es un término de autoadscripción que emplean algunas personas con discapacidad, en particular aquellas con discapacidades motrices. También hay quienes no se nombran ni convencional, ni rengo, ni de ninguna otra forma que no sea con su nombre, así como hay quienes eligen contar cuál es la causa de su discapacidad. Estos grupos tienen en común que jamás se pregunta por el diagnóstico médico que define la condición corporal de cada persona. Esto, sin duda, desdibuja la díada “nosotros” convencionales y los “otros” rengos. Explorar esta configuración y los usos de categorías nativas es una parte sustantiva de mi quehacer en este terreno. Pero las categorías no se agotan en su enunciación, pues las personas las performan, desbordan e incluso las interpelan. Así, la tarea etnográfica demanda una atención precisa a la relación entre las prácticas y corporalidades de los sujetos y dichas categorías. En esta dirección, comparto entonces algunos fragmentos de notas de campo, un registro habitado por primeras impresiones, prejuicios, búsquedas y omisiones que aún está en construcción.

10 de la mañana. Voy por primera vez al taller de Danza Integradora […] Por avenida Belgrano, en la cuadra antes de llegar, veo una señora de unos 50 años que empuja una silla de ruedas donde va una muchacha de unos 30 años o más. Pienso que estamos yendo hacia el mismo sitio […] De espaldas observo que la señora tiene el pelo desteñido y se le notan las canas. Mi pensamiento se dispara hacia la sobrecarga de cuidados de las mujeres-madres de personas con discapacidad, aunque ella no tiene por qué ser la madre de la usuaria de silla de ruedas. […] Llego al mismo tiempo que ellas y allí no hay nadie más, les pregunto si saben dónde es el taller de danza y me guían hasta la entrada del salón. Esperamos. Elena, la señora, tiene un gesto amable y los lentes le sientan bien en su rostro con boca pequeña y cachetes prominentes. Es de baja estatura y robusta y luego, al bailar con ella durante el taller, veré que en su danza expresa cautela, delicadeza y quizá también algo de contención. Elena es una mujer cis. Tania, su hija, también. Ella tiene una voz seca y ágil y suele hacer bromas sobre su condición de “renga”. Tiene unos cabellos negros, lacios que le llegan por debajo de los hombros. Su cuerpo es pequeño, la silla de ruedas que usa pareciera rodearla. Tania baila moviendo sus brazos, contorsionándose en la silla y tomando sus piernas entre sus manos para levantarlas y moverlas (Diario de campo, Buenos Aires, 27 de abril de 2019).

Me gusta ver a Javier danzar. Tiene un gesto como suplicante, con la boca y los ojos bien abiertos. Su compostura física también suma a esa expresividad: tiene el cabello enrulado y prácticamente blanco, una barba tupida y blanca y una piel rojiza en algunas partes y muy blanca en otras. Javier es un varón cis, muy delgado y alto. Siempre fue delgado, eso lo supe por fotos que me mostró, pero quizá una de sus discapacidades, que es “visceral”, también lo propicie, en verdad no lo sé. Javier es de hablar despacio y su voz no es grave sino más bien áspera y de volumen bajo. Le gusta dar abrazos y lo hace de forma sostenida. En el transcurso del taller la profesora destaca lo que él está haciendo en varias ocasiones y en la ronda final, donde conversamos, le dice “hoy hiciste maravillas”, pero él no está convencido. Dice que se siente torpe. Javier se mueve lento y con cuidado, parece frágil, pero se muestra fuerte. Tuvo un “accidente cerebro vascular” hace algunos años y ha recuperado parte de su movilidad (Diario de campo, Buenos Aires, 6 de julio de 2019).

Conocí a Bautista en el taller de danza. Tiene 35 años. En una ocasión, su madre, que eventualmente concurre al taller, contó que nació con lo que el conocimiento biomédico define “parálisis cerebral”. Trato de dar cuenta de su cuerpo escurriéndome de etiquetas médicas, pero no me es fácil. Diría que es un muchacho simpático, está siempre de buen humor y con ganas de conversar. Tiene los cabellos negros, cortos y lacios y los ojos y dientes grandes. Su tez es clara y nunca lleva barba. El cuerpo de Bautista se manifiesta con rigidez, sus músculos permanecen tensos (o tal vez ¿debo decir que tiene espasticidad?). Es usuario de silla de ruedas. Usa una silla más alta y con ruedas más pequeñas que las que he visto entre otras personas. Allí queda como sentado en un trono, con apoyabrazos. En esa silla es su asistente quien lo lleva la mayor parte del tiempo, pero en el espacio de danza él llega a movilizarse un poco solo y con lentitud respecto el resto. También se desplaza solo en otra silla que es eléctrica, pero esa no la lleva al taller de danza, porque limita la interacción. Al hablar lo hace despacio y sus brazos se mueven hacia adelante y arriba, estirados. Con frecuencia dice que la danza hace que sus neuronas se despierten y bailen y que eso le produce bienestar. Él baila desde su silla de ruedas, solo una vez lo vi salir de la silla e “ir al piso”, con el apoyo de su asistente que es bailarín y también participa de los talleres de danza (Diario de campo, Buenos Aires, 11 de julio de 2019).

Luego de meses de danza virtual debido a la pandemia, hoy me encuentro por primera vez con lx compañerxs del grupo en una actividad presencial a la que nos invitaron a danzar. La actividad es en un parque público. Llegué, busqué donde dejar mi bicicleta y como no veía a nadie conocido me paré debajo de un árbol, a la sombra porque el sol estaba muy intenso. Unos minutos después veo sentada en un banco a alguien que me parece que es Chachi, así que me fui acercando mientras nos mirábamos. Parecía que ella también me conocía, al menos me observaba de forma sostenida. Al llegar le pregunté si era ella y me dijo que sí, tenía puesto un tapaboca y nos sentamos a conversar y esperar juntas. Ahora, al conocerla en persona, pienso que debe tener algo más que cuarenta años. Yo le hablaba y ella me contestaba “sí”. A la vez, me observaba. Noté cómo recorría mi rostro, mis manos y brazos con su mirada y traté de no incomodarme. Chachi es de mediana estatura y apenas corpulenta, su cuello es pequeño, sus cachetes son grandes y su corte de pelo es como el de Mafalda. Chachi convive con lo que la biomedicina llama “discapacidad intelectual”. Luego fueron llegando otros compañeros y nos reunimos de a poco. Estaba Juana, una mujer joven, usuaria de silla de ruedas, pienso que tiene entre treinta y cuarenta años, su piel es muy blanca, sus ojos son celestes y sus cabellos enrulados y rojizos, los lleva atados en la parte baja de la nuca. Su voz es clara y se mueve con mucha suavidad. Juana permaneció de tapabocas todo el tiempo. Luego llegaron Esteban, Claudio, Raquel y más tarde Mary. Todas son personas cis, algunas con discapacidad y otras sin. Esteban es flaco y alto, a primera vista es una persona sin discapacidad. Tiene los cabellos lacios, negros y a la altura de los hombros. Llevaba también tapabocas. Raquel es una mujer de unos cincuenta años, de mediana estatura y complexión delgada en el torso y con las caderas más anchas. Entre sus cabellos aparecen algunas canas y lucen algo alborotados, no son lacios ni enrulados, es un “entre”. Usa lentes. Noto que sus ojos se mueven diferentes entre sí, como enfocando hacia distintos lugares. Luego, veo que tiene una cicatriz debajo de la garganta. Cuando llegó no me conoció, a pesar que nos habíamos encontrado virtualmente muchas veces. Tiempo más tarde Raquel me contó que su discapacidad es muy “íntima” y que no es fácil de percibir para el resto. Ella tuvo un accidente de tránsito en el cual sufrió múltiples fracturas, su rostro se vio muy dañado y si bien mediante sucesivas cirugías se recuperó, perdió una de sus vistas (Diario de campo, Montevideo, 24 de octubre de 2020).

Estos fragmentos son notas que surgen de encuentros con mis interlocutores. Las descripciones pueden ser de distinto tipo y movilizar sensaciones, emociones o representaciones visuales. Creo que éstas se asemejan más a las últimas, en la medida en que buscan que a través suyo los cuerpos y corporalidades de las personas cobren presencia.

Esta es una decisión que hilvana aspectos narrativos, estéticos, metodológicos y también políticos, pues ninguna descripción es ingenua y producen efectos simbólicos. Ello me condujo a lidiar con un insistente dilema durante el trayecto etnográfico que se resume en la tensión entre dos supuestos: uno que sostiene que describir los cuerpos puede implicar profundizar el estigma que recae sobre estas personas debido al lugar estructurante de la “mirada diagnóstica”, y otro que indica que no es posible desandar esta mirada sin visibilizar la diversidad que cada cuerpo añade a un colectivo. La línea que separa estos supuestos es delgada y el riesgo es grande, pues las descripciones visuales pueden asemejarse a los artefactos y máquinas médicas que producen imágenes que objetifican a las personas. Tal como lo refiere Kuppers (2004KUPPERS, P. Visions of anatomy: exhibitions and dense bodies. Differences: a journal of feminist cultural studies, [s. l.], v. 15, n. 3, p. 123-156, 2004., p. 124, mi traducción)

Los cuerpos son desordenados, desconocidos, repudiados en su materialidad en gran parte de la vida cotidiana. […] El objeto, “el cuerpo”, acechaba la […] visión diagnóstica, ya que la “vida” del cuerpo sólo podía traducirse mediante diversas representaciones.

Pero si el conocimiento biomédico produce dispositivos de visualidad que impactan en el modo como las personas son socialmente percibidas, entonces la representación escritural es un terreno a disputar, antes que a ceder. En este sentido, la apuesta es la de colocar -y politizar- en la escena etnográfica la materialidad y sensibilidad de los cuerpos de mis interlocutores.

Releyendo con atención las notas que he compartido identifico formas estéticas que se enlazan indefectiblemente a mi experiencia en el campo y a la proximidad. Por ejemplo, la alusión a las variantes entre sillas de ruedas, objetos que no son el cuerpo de las personas pero que funcionan como apoyos necesarios, incluso como extensiones y que inciden en los movimientos, las danzas y las posibilidades de contacto corporal. También noto los zigzagueos de mi atención selectiva que enfoca en los gestos, formas del rostro, las manos y en aquellos lugares donde se exacerba la diferencia. Está claro que se trata de una mirada exterior, por más próxima o empática que busque ser. Hay una intencionalidad en este modo escritural y éste no tiene que ver, como he intentado argumentar, con reafirmar la diferencia como una manifestación per se, sino que está relacionada a la inquietud por dar cuenta de cómo mis interlocutores se presentan en la vida cotidiana.

Reflexiones finales

En un breve artículo publicado en 1934, Ruth Benedict defendió la tesis de que la normalidad y por consiguiente la anormalidad, son productos culturales. La autora se preguntaba en qué medida podemos considerar relaciones particulares y situadas como universales. La interrogante de Benedict es por cierto interpelante, pero quizá el aspecto más notable de este temprano texto sea la consideración de que “el concepto de normalidad es propiamente una variante del concepto de bien. Es aquello que la sociedad ha aprobado” (Benedict, 1934BENEDICT, R. Anthropology and the abnormal. The Journal of General Psychology, [s. l.], v. 10, n. 1, p. 59-82, 1934., p. 4, mi traducción). Esto resulta evidente en la sociedad occidental, donde, como mencionamos al comienzo, lo anormal ha sido ensamblado a lo patológico y éste a su vez al “mal”. Por extensión, los sujetos marcados como tales sufren el desprecio colectivo.

No hace falta argumentar aquí que las personas con discapacidad son clasificadas dentro de la “anormalidad”. La bibliografía al respecto es abundante. Y si bien a estas clasificaciones podemos rastrearlas en sus trayectos históricos e intentar desarmarlas, es esperable que en tanto dispositivo cultural lo reproduzcamos incluso sin querer hacerlo. El lenguaje y la escritura también son terrenos fértiles para las clasificaciones in-corporadas.

En este artículo he intentado plantear la pregunta acerca de por qué es importante politizar en la escritura etnográfica las descripciones de lo que socialmente se sitúa dentro de los márgenes de la alteridad corporal. Y la respuesta que puedo ofrecer es porque se trata de un espacio de poder irrenunciable, que no debemos dejar librado al dominio de otros esquemas disciplinares, ni a perspectivas capacitistas o moralizantes. Desde las texturas narrativas podemos disputar e interpelar, junto a nuestros interlocutores, las violencias que en ellos se vuelven carne. Que no dejemos librado este terreno a esquemas que buscamos discutir no significa, sin embargo, que nuestras propias formas no contengan problemas. De ahí entonces que un frente de batalla anticapacitista debe desplegarse en nuestras propias gramáticas.

Desde las posiciones más ortodoxas del “modelo social” de la discapacidad, que deja a un lado el cuerpo de las personas y pone énfasis en que la discapacidad es socialmente producida, se me señalará, quizá, que al ponderar la descripción de los cuerpos desplazo la atención del locus principal del problema: la sociedad. A mi entender ocurre justamente lo contrario, puesto que no se trata simplemente de “decir los cuerpos” sino de revisar cómo y por qué lo hacemos.

Quizás, las anotaciones que he hecho con respecto a mi propio registro estén indicando un hecho un tanto obvio, pero que por momentos perdemos de vista: que nuestra capacidad de representar mediante la escritura es fragmentaria y está enlazada a las situaciones, los ángulos y posibilidades de observación (y no hablo de la observación como el acto de mirar con los ojos, sino en un sentido más amplio y metafórico que comprehende la información sensible que nos proveen los distintos sentidos, estados emocionales que nos habitan y vínculos que entablamos en el campo). En otras palabras, si las perspectivas son parciales, como indicó Haraway (1995)HARAWAY, D. Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra, 1995., es evidente que las representaciones de nuestros interlocutores también lo serán. Sin embargo, esa parcialidad o posiconalidad no está dada, puesto que somos agentes activos en nuestra propia experiencia. Percibimos, observamos y escribimos, pero el contenido de estas actividades humanas no puede estar previamente establecido, pues de otra forma, no habría intersticios ni espacios fértiles para la transformación. En otras palabras, cada emprendimiento etnográfico seguirá demandando andar un camino que incluye un minucioso examen y labor sobre nuestros modos de decir, en este caso el cuerpo.

Hago propia la postura de Fabian (1990FABIAN, J. Presence and representation: the other and anthropological writing. Critical Inquiry, [s. l.], v. 16, n. 4, p. 753-772, 1990., p. 755, mi traducción) quien, analizando la representación como un asunto de poder e imperialismo, propuso localizar el problema “no en una diferencia entre la realidad y sus imágenes sino en una tensión entre la re-presentación y la presencia”. El autor enfoca la representación como una práctica o actividad inherentemente humana y a la alteridad como una elaboración, no como una entidad, persona o cosa que encontramos (Fabian, 1990FABIAN, J. Presence and representation: the other and anthropological writing. Critical Inquiry, [s. l.], v. 16, n. 4, p. 753-772, 1990.). Fabian habla de la presencia necesaria para elaborar representaciones, de un compartir que posibilita atravesar procesos que transforman, modelan y crean. En esta dirección, creo que uno de los desafíos de las etnografías contemporáneas está en profundizar las copresencias en el campo como en las tramas escriturales. Es posible poner en cuestión, desde la descripción de los cuerpos y corporalidades, el arraigado vínculo entre las díadas normalidad/bien y anormalidad/mal y proponer otros (des)órdenes.

Referencias

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  • PEDRAZA, Z. Intervenciones estéticas del yo. Sobre estético-política, subjetividad y corporalidad. In: LAVERDE, M. C.; DAZA, G.; ZULETA, M. (ed.). Debates sobre el sujeto: perspectivas contemporáneas. Bogotá: Universidad Central-DIUC: Siglo del Hombre, 2004. p. 31-72.
  • PEIRANO, M. Etnografia, ou a teoria vivida. Ponto Urbe, São Paulo, n. 2, 2008.
  • SANDAHL, C.; AUSLANDER, P. (ed.). Bodies in commotion: disability & performance. Ann Arbor: The University of Michigan Press, 2008.
  • SCHEPER-HUGHES, N. La muerte sin llanto: violencia y vida cotidiana en Brasil. Barcelona: Ariel, 1997.
  • 1
    La noción de inclusión puede remitirnos a distintas dimensiones (de clase, étnicas, territoriales, generacionales, de género, etc.), pero en general se la emplea para aludir a espacios que promueven la participación de personas con discapacidad. No es objeto de este artículo ahondar en ella, basta con señalar que es aquí introducida como una categoría nativa. No obstante, sería provechoso reflexionar acerca de que su uso puede acentuar un sentido estigmatizante de la diferencia en contextos donde se busca lo contrario.
  • 2
    La observación es una técnica hegemónica en la labor etnográfica, pero no es la única ni se produce de forma aislada o independiente del sujeto cognoscente y su contexto. Aunque la vista -y por extensión el modo como observamos- contienen una naturaleza encarnada, “ha sido utilizad[a] para significar un salto fuera del cuerpo marcado hacia una mirada conquistadora desde ninguna parte” (Haraway, 1995HARAWAY, D. Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra, 1995., p. 324). La antropología no escapó a las reglas del canon positivista de fines de siglo XIX e inicios del siglo XX, de acuerdo al cual la visión se encuentra a la base de un supuesto acto de conocimiento científico. Más bien, podríamos decir, buscó deliberadamente integrarse a él y logró hacerlo ponderando una supuesta observación objetiva mediada únicamente por la razón y otorgando mínimo valor epistémico a la escucha, el olfato o el tacto. Aquí utilizo el término “observación” de forma genérica, pero como intentaré elaborar a lo largo del texto, advierto, por un lado, que las descripciones y narrativas etnográficas involucran la mirada tanto como otros sentidos, y por otro, que no se producen en una relación lineal con una exterioridad que aprehendemos de forma instantánea y nítida.
  • 3
    A los fines del análisis y de una mejor comprensión de los contenidos de las descripciones etnográficas, cabe mencionar la distinción entre cuerpo y corporalidad. En los términos de Zandra Pedraza (2004PEDRAZA, Z. Intervenciones estéticas del yo. Sobre estético-política, subjetividad y corporalidad. In: LAVERDE, M. C.; DAZA, G.; ZULETA, M. (ed.). Debates sobre el sujeto: perspectivas contemporáneas. Bogotá: Universidad Central-DIUC: Siglo del Hombre, 2004. p. 31-72., p. 66), “el cuerpo seguiría estando marcado por una materialidad inerte y conceptualmente sólo funge como operador lingüístico para poner de manifiesto la escisión que caracteriza la antropología de la modernidad, en cuya epistemología el cuerpo es sustancia física -soma, res extensa- sujeta a reglas que examinan y determinan las ciencias exactas y las disciplinas biomédicas. En la palabra cuerpo sólo podríamos reconocer, pese a todos los esfuerzos, las dimensiones físicas, somáticas del cuerpo, aquellas producidas por conocimientos expertos como la física, la química, la fisiología, la anatomía y la biología, y cuya principal fuente de saber son el cadáver y la materia inerte. Corporalidad es un término capaz de aprehender la experiencia corporal, la condición corpórea de la vida, que inmiscuye dimensiones emocionales y, en general, a la persona, así como considerar los componentes psíquicos, sociales o simbólicos; en ella habitan las esferas personal, social y simbólica, a saber, el cuerpo vivo y vivido. La corporalidad remite a la dimensión del cuerpo en la que se realiza la vida corporal, más allá de sus cualidades puramente orgánicas, por cuanto le permite al ser humano ser consciente de ella a través de la cenestesia y, luego, establecer vínculos emocionales mediante el cuerpo”.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    24 Oct 2022
  • Fecha del número
    Sep-Dec 2022

Histórico

  • Recibido
    29 Oct 2021
  • Acepto
    27 Jun 2022
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