La importancia que tiene la ciencia médica occidental en las sociedades contemporáneas es un hecho innegable. Sus alcances, logros y también sus riesgos no han dejado de ampliarse desde el siglo XVIII y la han convertido en una presencia ubicua en la vida de billones de seres humanos. Y si bien este proceso abarca ya más de tres siglos, en las últimas décadas se ha intensificado la ocurrencia de un conjunto de fenómenos que llaman la atención de quienes desde la historia y las ciencias sociales se ocupan de la medicina: los procesos de medicalización, definidos como aquellos mediante los que en cada vez mayor número y diversidad de condiciones, conductas y experiencias son categorizados como enfermedades o desórdenes y que por ende se incorporan al campo de los saberes y del ejercicio de los profesionales de la biomedicina.
La medicalización implica la elaboración de categorías y estándares que informan normas, discursos y prácticas de ámbitos cada vez más amplios de la vida. Estos procesos se llevan a cabo de formas muy diversas: la medicina es hoy en día una gran industria transnacional; un ámbito de investigación científico-tecnológica intensiva; un sistema de la gran mayoría de los estados nacionales; un poderoso discurso sobre la vida, la muerte, el bienestar. En su conjunto estas dimensiones de la medicina han posibilitado la expansión de su jurisdicción a un grado en el que, a decir de algunos analistas, este fenómeno constituye “una de las más potentes transformaciones de la última mitad del siglo XX en Occidente” (Clarke, 2003, mencionado en Conrad, 2007, p.4).1 Respondiendo a este proceso, el concepto mismo de medicalización ha dejado de ocupar un lugar periférico en el estudio de la relación entre la medicina y la sociedad y es hoy central para este campo. En este tránsito ha sufrido importantes transformaciones semánticas y teóricas.
América Latina no ha sido ajena a los fenómenos de medicalización como ha sido mostrado por la historiografía de la medicina (Armus, 2005, 2002; Hochman, Armus, 2004). Sin embargo, el análisis desde las ciencias sociales de las particularidades que adquieren en los países de la región es incipiente. A pesar de ello, es posible hacer ya un primer balance que dé cuenta del estado de la cuestión, enfocado, principalmente, en los estudios de corte sociológico. Los estudios sobre la medicalización se entrecruzan en algunos puntos con otras agendas de investigación como la historia de la medicina y de la salud pública con las que evidentemente tienen puntos de contacto pero que no son idénticos (Armus, 2005, 2002; Espinosa, 2013; Birn, Necochea, 2011). Este análisis reconoce los aportes de la historiografía pero éstos no son su objeto.
Con el objetivo de centrarse en las investigaciones científico-sociales latinoamericanas, este artículo está estructurado de la siguiente manera: en un primer momento, se da cuenta de los cambios teóricos relacionados con el concepto de medicalización, registrados en los contextos en los que tuvo su origen. En un segundo momento, nos ocupamos del análisis de las formas en que el concepto ha sido apropiado por las ciencias sociales latinoamericanas para dar cuenta de los diversos fenómenos asociados a la medicalización en el subcontinente. Esta segunda parte, se basa en el análisis de los trabajos, de publicación reciente, que abordan dichos procesos en América Latina.2
El concepto de medicalización
En los últimos cuarenta años, el tema de la medicalización ha cobrado relevancia para las ciencias sociales en general y para la sociología médica en particular.3 A lo largo de su historia, el concepto mismo, así como los fenómenos a los que hace referencia han cambiado sustancialmente, generando una polisemia que da cuenta de las diferentes posturas frente al proceso y una diversidad de agendas de trabajo y estrategias de investigación. Según Joseph Davis (2010), dicha polisemia resulta, por un lado, de la dificultad de establecer fronteras nítidas entre la medicina y otros discursos y prácticas que utilizan el lenguaje de lo normal y lo patológico, pero no la terapéutica ni el modelo médico y, por otro lado, de la ampliación de la jurisdicción médica en esferas que no eran de su competencia.4 Como precedente indispensable a nuestro objetivo central, haremos una revisión breve de las transformaciones del concepto.
Antecedentes teóricos del concepto de medicalización
Son dos las tradiciones de pensamiento que confluyen en la emergencia del concepto de medicalización en el ámbito de la academia anglosajona. La primera es producto de los desarrollos intelectuales de la contracultura y de la nueva izquierda que detonaron a finales de los años 1950 y particularmente los 1960. En esta coyuntura de crítica social surgió la antipsiquiatría, movimiento que cuestionó a la institución psiquiátrica y su explicación de la salud y enfermedad mentales.5 Entre sus exponentes destacan las aportaciones de Thomas Szasz (1960) cuyas concepciones de la psiquiatría como una institución de control social y de la enfermedad mental como un mito ejercieron amplia influencia en la tradición del pensamiento sociológico crítico.
A los antipsiquiatras se unieron voces que extendieron la crítica del ámbito de lo mental para ampliarla a la hegemonía del discurso y la práctica médica en su conjunto, entre las que se encuentran aquellas emanadas de las ciencias sociales. En esta línea destaca el trabajo de Ivan Illich (1975), quien en Némesis médica acuñó el concepto de “iatrogénesis social” refiriéndose al uso de categorías médicas para la comprensión y tratamiento de problemas de la vida cotidiana. Illich sostiene que el sistema médico de las sociedades occidentales modernas no sólo no cura, sino que posibilita la generación de enfermedades.
Dentro de esta tradición no se puede dejar de mencionar la influencia de la nueva historia de la psiquiatría legada por Foucault (1976), quien analizó la medicalización del comportamiento denominado locura. Aunque más adelante expondremos con mayor detalle la influencia de las tesis de este autor, por ahora vale la pena mencionar que en sus trabajos de la década de los años 1970 caracterizó a la medicina como un dispositivo de control social que ejerce una mirada vigilante y normalizadora sobre los sujetos y desde ahora podemos afirmar que esta tesis ha sido muy influyente en América Latina.6
La segunda tradición de pensamiento que abonó a la construcción del concepto proviene de la sociología y tiene, como fundamento, las nociones de enfermedad y enfermo propuestas por Talcott Parsons (1951). Al igual que al crimen, este autor entiende a la enfermedad como un comportamiento desviado. Sin embargo, a diferencia del criminal, el enfermo no es culpado por su condición, aunque sí es responsable de coadyuvar a su propia curación. Es decir, la sociedad exige que éste asuma el rol de paciente, poniéndose en manos de los médicos y cumpliendo con el tratamiento que dicten.
A principios de los años 1960, surgieron posturas críticas de las concepciones parsonianas. Si bien retomaron el concepto de rol del paciente, argumentaron que la desviación no radica en el sujeto, sino en la sociedad que lo define como tal con el fin de controlarlo. Este desplazamiento teórico, que va del sujeto al orden social, impactó la comprensión que se tenía de la institución médica, lo que dio lugar a la incorporación de la “teoría de la etiquetación” (labelling theory) y a estudios sociológicos sobre la salud (Davis, 2010, p.214). Destacan en esta línea los aportes de Erving Goffman (1961) sobre la carrera moral del paciente.
El término medicalización apareció en el ámbito de la sociología por primera vez en 1968 en un capítulo elaborado por Jesse Pitts (1968) y fue rápidamente incorporado por otros autores como Irving Zola (1972), primero en argumentar que este proceso no era privativo de la psiquiatría. Eliot Freidson, por su lado, analizó el crecimiento de la jurisdicción de la medicina (Conrad, 2013, p.196). Ambos criticaron sus pretensiones de neutralidad y objetividad, aduciendo que la medicina, en los hechos, impone comportamientos y nociones de normalidad propias de la sociedad.
Los trabajos sociológicos sobre la medicalización llevados a cabo en la década de los 1970 y principios de los 1980 compartían una concepción negativa de este proceso. La “tesis de la medicalización” criticó las pretensiones universalistas e imperialistas de la medicina, el enfoque reduccionista relacionado con esos postulados, así como el privilegio que otorga al estudio y al tratamiento de la sintomatología localizada en el individuo en detrimento de los factores sociales que intervienen en los procesos de salud y enfermedad (Ballard, Elston, 2005).
Desde esta postura, la institución médica y los médicos aparecen como omnipresentes y omnipoderosos y la medicalización como un proceso de crecimiento ilimitado, inevitable e irreversible (Davis, 2010, p.213) que convierte a los pacientes en sujetos pasivos, indefensos y dependientes del modelo y de los tratamientos. Este fenómeno, al mismo tiempo, surgía de sí mismo y afianzaba el poder de una institución médica que sirve a diferentes intereses, ya sea del Estado, del capital y/o de la propia profesión.
Siguiendo “la tesis de la medicalización”, destacan en esta época los trabajos procedentes del marxismo y del feminismo que tematizaron el carácter autoritario de la medicina y el papel que juegan sus profesionales en la construcción de un orden capitalista y patriarcal.
Desde la perspectiva marxista se entiende la práctica médica en clave de dominación de clase: la institución médica aparece como uno de los motores que impulsan este proceso y como un engranaje más del capitalismo (Navarro, 1976; Waitzkin, Waterman, 1974). Uno de los beneficios que la medicalización reporta al capitalismo radica en su capacidad de presentar problemas emanados de situaciones sociales de desigualdad como patologías individuales. Esto se traduce en una búsqueda de soluciones personales – en lugar de políticas – para lo que en realidad son, desde esta óptica, problemas de clase producidos por el orden social. También se sostiene que un aumento de enfermedades implica un mayor consumo de todo tipo de tratamientos que favorece tanto a los médicos, en particular, como al capital, en general.
Por su parte, las feministas han denunciado las pretensiones expansionistas de la medicina abocándose a investigar específicamente los discursos y las prácticas dirigidas a las mujeres. Reflexionan sobre la manera en que la institución médica se apropió de sus cuerpos y experiencias. Destacan los trabajos sobre la usurpación y control de los médicos, en su mayoría varones, de la reproducción y del parto (Ballard, Elston, 2005, p.234). Tampoco escapan a la crítica, los discursos y prácticas médicas relacionadas con la salud mental de las mujeres que coadyuvan al mantenimiento del sistema patriarcal (Chesler, 2005; Showalter, 1987; Busfield, 2011).
Los 1990: emergencia de una visión compleja de la medicalización
A principios de los 1990, como resultado de investigaciones referidas a fenómenos concretos de medicalización, emergió una visión mucho más compleja y rica de este proceso que devino, en gran medida, de un giro conceptual que dejó de asumirlo como intrínsecamente negativo. Surgieron autores que defienden la necesidad de dejar de lado una mirada normativa del proceso que resulta, entre otras cosas, de caracterizar a la medicalización siempre como sobre medicalización (Conrad, 2013, p.199) y de entenderla como sinónimo de control médico y de medicamentalización.7 Entre los posicionamientos más significativos encontramos el argumento de que se sobreestimó la capacidad y el dominio de la medicina8 y comenzó a tematizarse la pérdida de poder de sus discursos y prácticas.
Se cuestiona la ampliación inexorable de la jurisdicción médica, reconociendo que existen también procesos de desmedicalización impulsados por una diversidad de sujetos y se critica una visión de la medicina que enfatiza únicamente sus capacidades normativas y homologantes, que la reduce a un dispositivo de control social dejando de lado su potencial curativo. En ese sentido, y a pesar de la crítica implacable a la que han sometido a la medicina moderna autores como Foucault, Illich y Szasz, resulta imposible ignorar que su expansión se relaciona con su éxito. Éste se fundamenta en las relaciones que se establecieron desde el siglo XVII entre la medicina y la mirada objetivante de la ciencia, relaciones que suponen concepciones inéditas sobre el cuerpo, su funcionamiento y las causas de la enfermedad, así como también presupuestos meta-médicos sobre el significado de esta última (Worsley, 1999). Los avances durante el siglo XIX de la química orgánica, la bioquímica y la bacteriología; el nacimiento de la farmacología moderna, así como el desarrollo posterior de potentes tecnologías de intervención quirúrgica y visualización médica (Ortega, 2010) han posibilitado la prevención y el tratamiento de múltiples condiciones. Y aunque efectivamente, como afirman sus críticos, los riesgos y límites de la biomedicina han sido y siguen siendo sistemáticamente infravalorados, sus capacidades curativas – y no sólo su dimensión biopolítica – resultan centrales para comprender por qué se ha convertido en el modelo médico hegemónico (MMH),9 a pesar de las consecuencias negativas de esta hegemonía. Siguiendo esta línea, también se revaloran las capacidades reflexivas y de agencia de las personas, reconociendo que ellas participan activamente, ya sea resistiendo o promoviendo la medicalización de sus condiciones, de manera que no puede considerárseles sujetos inermes frente a los procesos.10
En estrecha relación con esta revaluación de la agencia se produjo un cambio conceptual importante porque se reconoce que la medicalización es un proceso que puede ser impulsado por diferentes actores y fuerzas – profesionales de la salud, sujetos legos,11 grupos de defensa de los pacientes,12 empresas farmacéuticas, ONGs (Frenk, Gómez-Dantés, 2007, p.160), organizaciones internacionales, gobiernos (Elbe, 2012), compañías de seguros etc. – que se disputan el terreno de la definición, dado que en los procesos de medicalización ésta constituye un elemento central. El término alude precisamente a un proceso en el que un problema se define como una condición médica, utilizando las nociones de salud y enfermedad, el léxico de la medicina y la idea de terapéutica. La definición constituye un proceso negociado entre diferentes actores que se disputan la jurisdicción sobre la descripción, la explicación y el derecho de intervenir en un fenómeno. En esta negociación no todos los participantes tienen la misma proporción de recursos e influencia para instituir sus demandas.13
Los estudios sobre la medicalización abordan cuatro tipos de fenómenos que actualmente se definen dentro de la jurisdicción de la medicina: originalmente, el sociólogo Peter Conrad, referencia fundamental en este tema, reconoció dos: comportamientos definidos como desviados por las normas sociales (Conrad, Schneider, 1980) – la locura, las adicciones, la homosexualidad, entre otros – y eventos o procesos naturales de la vida – la calvicie, la menopausia y la andropausia – (Conrad, 2007). Estas condiciones o eventos se entienden como naturales en el sentido de que ocurren frecuentemente o son esperables en ciertos momentos de la vida y su carácter patológico no resulta obvio. A esta tipología Davis (2010, p.220) añade otros dos que empiezan a ser tematizados desde hace poco más de diez años. El primero está relacionado con problemas de la vida cotidiana y experiencias problemáticas – como la timidez o la obesidad – que anteriormente eran considerados molestos e indeseables pero no de la pertinencia médica y para los cuales actualmente existen tratamientos de diferente índole. El segundo, conocido en inglés como enhancement – perfeccionamiento, mejora o realce – alude a productos utilizados por personas saludables con el objetivo de mejorar ciertos aspectos de su cuerpo y/o de sus capacidades mentales. Las cirugías estéticas y los medicamentos que mejoran la concentración son casos ejemplares de este tipo de fenómenos. Este tema adquiere mayor relevancia para las ciencias sociales en la medida en que los avances tecno científicos posibilitan intervenciones que van de los órganos y sistemas hasta los genes. Si bien la tipología de Conrad y Davis es amplia y permite situar y diferenciar procesos específicos de medicalización, no cubre todas las posibilidades. En este sentido, como ellos y otros autores señalan, es necesario mantenerse alerta a las formas emergentes de la medicalización (Clarke et al., 2010).
Resultado de los cambios teóricos descritos, los estudiosos del tema insisten en la necesidad de analizar las características específicas de los procesos concretos de medicalización. Como se ha afirmado desde la historia sociocultural de las enfermedades14 sólo el reconocimiento de que existen condiciones particulares – históricas, sociales, culturales y económicas – permite dar cuenta de su complejidad y dinamismo, de los múltiples actores que participan y de las características locales que adquieren (Bianchi, 2010). Hacia este punto dirigimos ahora nuestra atención, analizando el estado que guarda el estudio de los procesos de medicalización en América Latina.
Estudios sobre la medicalización en América Latina: la tensión esencial
Los estudios sobre los procesos de medicalización en América Latina abrevan de los desarrollos teóricos presentados anteriormente. Sin embargo, no muestran la misma progresión: el uso de autores y concepciones que han sido criticados y enriquecidos en los países centrales siguen usándose de manera mecánica, aunque algunos trabajos comienzan a apropiarse de los conceptos y discusiones actuales.
En los estudios sobre la medicalización de la región prevalecen como trasfondo teórico las tesis foucaultianas sobre la medicina como estrategia biopolítica del Estado moderno. Concebida así, esta práctica constituye una tecnología de control solamente comparable a la ley en su capacidad de categorizar a las personas y los comportamientos. Una tecnología que se implanta en la sociedad de manera cada vez más profunda, abarcando el cuerpo y la mente de los sujetos; que tiene dimensiones epistémicas, morales y políticas y que se impone, mediante vías formales e informales, como una de las instituciones cruciales en el ordenamiento de la vida colectiva de las naciones.
Una de las maneras en que se extendió la medicalización en América Latina fue la marginación de modos alternativos de hacer frente a las dolencias, “incluyendo tanto terapias de eficacia probada empíricamente como las formas desprofesionalizadas de todo tipo de procesos que van desde el parto hasta la muerte” (Márquez, Meneu, 2007, p.65). En este proceso el papel del Estado ha resultado crucial en la medida en que el MMH se convirtió hasta muy recientemente en el único autorizado para hacer frente a la salud pública.
Si bien esta relación entre la medicina – entendida no sólo como un cúmulo de saberes, sino como una profesión que requiere ser acreditada por el Estado – y la política es una dimensión insoslayable para comprender la hegemonía adquirida por la biomedicina, no podría dejarse de lado tampoco la dimensión cultural del fenómeno relacionada con autoridad epistémica de la que goza la ciencia en las sociedades contemporáneas a la que se ha asociado, tradicionalmente, al progreso. En ese sentido, los procesos de consolidación de los Estados nacionales modernos se acompañaron de la edificación de sistemas de salud bajo los principios del MMH. En los países que componen Latinoamérica se procuró emular – con los obstáculos que supone implementar instituciones y prácticas que fueron concebidas en contextos con condiciones sociopolíticas, económicas y culturales muy distintas – el camino abierto por Europa y los EEUU cuando durante el siglo XIX se iniciaron dichos procesos. La historiografía sobre la salud publica en América Latina confirma que “la medicina pública aparece en clave progresista, como un feliz resultado de la asociación de la ciencia biomédica con una organización racional de la sociedad” (Armus, 2002, p.42).
La relación entre la medicina y la política dio, a decir de Foucault (1996), un giro muy pronunciado durante la Segunda Guerra Mundial, específicamente en 1942, cuando en Inglaterra el Plan Beveridge consagró el derecho a la salud. En este documento se estableció que en ese país se proveería – además de prestaciones familiares y pleno empleo – tratamiento médico que cubriría todos los requerimientos de los ciudadanos a través de un servicio nacional de salud. Aunque evidentemente los propósitos del plan no se cumplieron a cabalidad, tuvo una muy amplia influencia en la definición de la agenda para la seguridad social en otros países, convirtiendo a la salud en un derecho (Abel Smith, 2002) y la medicina – como otras instituciones modernas – se mueve desde entonces en constantes e irresolubles tensiones. Fuente a un tiempo de beneficios y riesgos; instrumento de normalización y control y simultáneamente derecho por el que los individuos y grupos luchan y por medio del que se constituyen como ciudadanos (Stolkiner, 2010) De la medicina no es posible hacer una evaluación unilateral que desconozca esta naturaleza bifronte, como llama Anthony Giddens (1993) a esta paradoja constitutiva de las instituciones modernas. Los estudios producidos en América Latina hacen eco de estas tensiones de forma clara, de manera que encontramos textos en los que si bien se sostiene una visión muy crítica de la expansión del MMH, al mismo tiempo exige al Estado el cumplimiento de su obligación de proveer servicios de salud a la población, y constituyen tan sólo una muestra de como la medicina se ha convertido en objeto de luchas que pueden tener objetivos no sólo diversos, sino contradictorios. Así, mientras que por un lado los avances de la investigación biomédica se mueven en direcciones que ponen en el centro de la discusión dilemas morales relacionados con la definición misma de lo humano,15 por el otro, siguen muriendo millones de personas a causa de enfermedades prevenibles y curables.
En América Latina, los análisis existentes muestran que los procesos de medicalización adquieren características que se suman a las seculares desigualdades de la región: el derecho a la salud no se cumple porque grandes sectores de la población tienen un acceso limitado a servicios y medicamentos básicos. Al mismo tiempo, existe un sobreuso de fármacos y servicios por parte de los sectores económicamente más favorecidos y con mayor educación, sectores que replican el consumismo sanitario estadounidense (Alcántara, 2012), de manera que la medicina transita entre los extremos de la exclusión de algunos sectores y la sobremedicalización y el hiperconsumo de medicamentos de otros (Natella, 2008). Entre estas antípodas se mueven hoy en día las discusiones sobre la medicina, discusiones que involucran, de manera saliente, dimensiones económicas que son subrayadas por la investigación latinoamericana.
Medicina y macroeconomía
Con el cambio que se produjo a mediados del siglo XX, la medicina entró de lleno no solamente en el ámbito de la lucha política sino también de la macroeconomía de una manera que también muestra dos caras. Asegurar el acceso a servicios y medicamentos que cubran las necesidades básicas de la población se inscribe, como ya se señaló, dentro de las tareas del Estado. Sin embargo, la producción y distribución de los fármacos la llevan a cabo, en gran medida, industrias transnacionales que representan intereses privados, y frente a los cuales, en muchas ocasiones, los Estados latinoamericanos se limitan a ejercer funciones regulatorias (o en muchos casos desregulatorias) cuyos alcances están supeditados al comportamiento de los mercados financieros y comerciales globalizados.
Uno de los cambios que registran los trabajos sobre el sector salud aborda las transformaciones que desde la década de los 1990 se han producido por la disputa por los recursos entre el capital financiero y la industria farmacéutica. Si bien esta última, tradicionalmente, ha ejercido el papel de principal aliada de los profesionales de la medicina, quienes constituían sus interlocutores privilegiados, el creciente protagonismo del capital financiero en la administración de los recursos destinados a la cobertura de servicios médicos públicos y privados ha tenido el efecto de que el complejo médico-industrial, en algunos países de la región, haya respondido a este desafío implementando estrategias de marketing que, además de que se dirigen directamente a los consumidores – haciendo a un lado la intervención del médico –, presionan a las agencias reguladoras estatales para que reconozcan nuevas enfermedades, riesgos y tratamientos medicamentosos (Iriart, 2008; Ferguson, 1981; Cabral Barros, 2008; Faraone et al., jun. 2009, 2010).16
Esta creciente influencia de la industria farmacéutica y del capital financiero en los procesos de medicalización le permite afirmar a autores latinoamericanos que se ha producido un giro hacia una biopolítica de nuevo cuño (Rodríguez Zoya, 2010) en la que los intereses del mercado juegan el papel central en la medida en que los servicios de salud se transforman de derechos en bienes de mercado y, paralelamente, los pacientes se convierten en consumidores. Ahora bien, esta creciente presencia de las farmacéuticas en América Latina durante las últimas décadas, también se vincula a escena nuevos actores y fenómenos en los procesos de medicalización en la región que se relacionan con fenómenos de descentralización de prácticas asociadas a los saberes médicos ya presentes en las primeras etapas dado que “en muchos países en desarrollo … donde los salarios son bajos y el personal médico occidental capacitado es escaso [los encargados de las farmacias] suelen funcionar como fuentes primarias de los consejos de cuidado de la salud y su tratamiento” (Ferguson, 1981, p.108), descentrando, como se afirma arriba, el papel del médico y favoreciendo la automedicación y el uso excesivo de fármacos.
Un fenómeno vinculado que constituye una novedad en Latinoamérica es la aparición y proliferación de un modelo de comercialización de medicinas de bajo costo que involucra atención médica también de muy bajo costo. Este modelo, que surgió en México finalizando el siglo pasado, se ha expandido a Centro y Sudamérica y cuenta actualmente con más de 3.900 puntos de consulta-venta en los que, bajo el principio de facilitar el acceso a la atención primaria a las clases populares, constituye una muestra de cómo actualmente se está redefiniendo la relación entre el médico y la sociedad “que se encuentra atrapado entre las fuerzas del Estado y del mercado” (Leyva, Pichardo, 2012, p.144). A este respecto resulta importante destacar que el descentramiento del médico certificado no implica la desmedicalización de la condición para la que se busca consejo y/o tratamiento. Por el contrario, el hecho de que se recurra a prácticas y/o saberes médicos para tratar algún síntoma o dolencia con independencia del experto autorizado – o sin prescindir de él, pero acudiendo a él con el único fin de obtener una receta que posibilite el acceso a medicamentos controlados – constituye un indicador de la internalización por parte de la población de la mirada médica y, por tanto, del avance del proceso.
La medicalización ¿sin límites?
El aspecto más novedoso, enfatizado por teóricos influyentes (Conrad, 2007; Rose, 1990; Davis, 2010), de los cambios que ha experimentado la medicina a partir de la segunda mitad del siglo XX, y quizá el que más injerencia tiene en su expansión, es que abandona el que había constituido su ámbito de acción legítima, la enfermedad, para ampliar su influencia a la salud y a la prevención. Se produce un deslizamiento que va del binomio enfermedad/curación hacia el de malestar/calidad de vida (Arizaga, 2007), de manera que los objetivos de la medicina no se limitan ya a restaurar la salud, sino que actualmente la medicina se ocupa de mejorar el rendimiento y las capacidades de los individuos; de incorporar saberes y prácticas médicos o fármacos a sus elecciones de estilo de vida y de prevenir no sólo la pérdida de la salud sino de intervenir en el curso de condiciones naturales de la vida como la alimentación,17 la sexualidad (Jones, Gogna, 2012), el embarazo y el parto (Cecchetto, 1994), la menopausia (Pelcastre, Garrido, 2001), el envejecimiento (Parales, Dulcey, 2002) que empiezan a ser analizadas en América Latina.
Si bien estos procesos permiten a algunos autores afirmar que la medicalización parece no tener límites, en otras latitudes la visión unidireccional de este proceso se ha remplazado por una concepción bidireccional que reconoce que, aunque menos frecuente, es posible que se den procesos de desmedicalización de algunas condiciones. El ejemplo paradigmático sigue siendo la homosexualidad, que en 1973 dejó de ser considerada una patología por la American Psychiatric Association.18
La desmedicalización también supone una gradación que puede darse a diferentes niveles.19 Como ejemplo, Karen Ballard y Mary Ann Elston (2005, p.238) argumentan que el auto-cuidado puede ser entendido como una desmedicalización en el sentido interaccional del término, es decir, una reducción del uso de tratamientos médicos, sin suponer el abandono del modelo médico de explicación de la salud y la enfermedad.
La emergencia del tema de la desmedicalización ha llevado a cuestionar el carácter inexorable de la expansión del proceso, que aparece ya no como algo dado sino como un problema a resolver. Como resultado emergen posturas encontradas en cuanto su futuro. Según algunas, la medicalización ha comenzado ya a mostrar sus límites y existen indicios que apuntan a una progresiva desmedicalización de muchos fenómenos (Elston et al., 2002). En América Latina, sin embargo, prevalece una visión unidereccional del proceso que apunta a su expansión.
Más allá de la biopolítica y la macroeconomía
Las tesis foucaultianas sin lugar a dudas abrieron vías de reflexión que han revolucionado la manera en que las ciencias sociales y las humanidades piensan la relación entre el cuerpo y el poder. Las generalizaciones sobre los mecanismos e instrumentos de la biopolítica suponen una sobre determinación de las estructuras económicas y políticas que hacen poco menos que desaparecer la agencia de los individuos y los grupos. Sin embargo, cuando se va más allá de la aplicación mecánica de estas tesis y se producen acercamientos empíricos que analizan las formas en que los sujetos individuales y/o colectivos se apropian de la medicina, las imágenes de pasividad y verticalidad ceden su lugar a procesos mucho más complejos. Se observa que los agentes medicalizados negocian las normas y resignifican el discurso médico; que se produce una mezcla entre el conocimiento biomédico y otros saberes; que algunos grupos pugnan por la medicalización de sus afecciones; y que se disputa la experticia del médico acreditado. Si como afirma Latour (1987, p.208), “la forma más simple para que una afirmación se difunda es dejar un margen de negociación para que cada uno de los actores lo transforme para que se adapte a las circunstancias locales”, encontramos, en los análisis de caso que abordan los diversos contextos latinoamericanos, evidencia de las distintas formas en que se produce la negociación del discurso y de los saberes médicos, entre las que destacan:
(a) “La apropiación del saber médico” por parte de los sujetos medicalizados. Esta apropiación forma parte del fenómeno más amplio de la comprensión popular de la ciencia, y si bien trae consigo los riesgos aparejados a la incorporación en la vida cotidiana de discursos y prácticas relacionados con la salud que no se conocen a profundidad, supone, al mismo tiempo, un cierto nivel de democratización del saber médico (Collins, Evans, 2007). A este respecto destaca el papel de las mujeres, quienes asisten con mayor frecuencia a consulta y se convierten después en transmisoras de conocimientos e inclusive en administradoras de fármacos en el contexto familiar (Observatorio…, 2007).
(b) “La medicalización inacabada” que ocurre cuando “condiciones históricas hacen que los médicos no terminen de ganar la autoridad cultural necesaria para gobernar totalmente los asuntos de la enfermedad, ni el poder de conquistar las decisiones de los ‘pacientes’ con respecto del control de sus cuerpos” (Platarrueda, 2008, p.189). A este respecto destacan dos fenómenos de diferente naturaleza. Por un lado, la crisis parcial del MMH y la creciente popularidad de terapéuticas alternativas (Menéndez, 1994). Por otro, la pervivencia de las medicinas tradicionales en la gran mayoría de los países de la región, en donde se ha transitado de la marginación, que imperó durante los procesos de construcción de los sistemas de salud, a su parcial integración en marcos que regulan su práctica (Nigenda et al., 2001).
(c) “La emergencia del paciente autodidacta” posibilitada por los medios masivos de comunicación y la literatura de divulgación de los saberes médicos, que permiten a los individuos informarse sobre sus condiciones, participar en foros de consulta y discusión, y que al hacerlo se colocan frente al médico en una posición ya no de entera subordinación, sino con la pretensión de negociar el diagnóstico y/o el tratamiento.20
(d) “La movilización de individuos y grupos” de recursos de distinta índole (simbólicos, materiales, de organización social y política) que evidencian su capacidad de agencia frente a situaciones tan diversas como el padecimiento de una enfermedad; la participación en la elaboración de políticas de salud; la pertenencia a grupos de afectados y/o de apoyo (Grimberg, 2002). La diversidad de estos fenómenos inciden en procesos que van desde la formación de la identidad de los sujetos (Lima Carvalho, 2011; Rohden, 2012), hasta la coproducción del conocimiento científico.
Considerando estos fenómenos en su conjunto, queda claro que si bien no se contradice el avance de la medicalización en América Latina, ésta, como se afirmó en un principio, no puede evaluarse sin considerar las muchas dimensiones que involucra, y aunque una de éstas sin lugar a dudas la constituye el poder normalizador de la práctica y del saber médico, éstos constituyen hoy en día derechos por los que se lucha y conocimientos de los que los sujetos se apropian de una manera que actualiza su agencia.
Consideraciones finales
“Medicalización” nació como un concepto crítico. Ésta constituye la primera e ineludible consideración al acercarse a los estudios que se producen en América Latina sobre el (los) fenómeno(s) que abarca. La tradición crítica de las ciencias sociales de la región es muy profunda y fructífera. Sin embargo, habría que reconocer que, como todo concepto crítico, la tensión entre descripción/explicación – evaluación/crítica recorre los estudios sobre la medicalización en América Latina.21 En este sentido, dichos estudios siguen mostrando una fuerte influencia de las tesis foucaultianas sobre la biopolítica que en muchas ocasiones no evaden la tentación de su aplicación sin que medie una investigación empírica que muestre su adecuación para la comprensión de los procesos en la región. Sin embargo, siguiendo los pasos de la nueva historiografía de la medicina (Armus, 2002) empiezan a producirse estudios que – haciendo en su mayoría uso de acercamientos cualitativos a los hechos – arrojan luz sobre las particularidades de este multidimensional fenómeno.
Los análisis empíricos coinciden en mostrar una imagen más compleja de los procesos de medicalización, en los que la agencia de los actores juega un papel importante en la adaptación de los recursos y saberes a los que consideran sus necesidades e intereses. Estos procesos, como tantos otros de las sociedades contemporáneas, implican ventajas y riesgos, pero contradicen la completa ausencia de alternativas frente al innegable poder de la medicina. Aparece así el carácter complejo y paradójico del proceso de medicalización que puede generar consecuencias en múltiples sentidos y devenir a un mismo tiempo en posibilidades, recursos y formas de control y autocontrol. En América Latina esta comprensión compleja comienza apenas a evidenciarse en estudios de caso. Queda como asignatura pendiente analizar la conexión entre las macro estructuras y los fenómenos de pequeña escala – un problema que, claramente, no es privativo del tema, pero que se muestra en éste con mucha evidencia –, así como la incorporación de las herramientas teóricas más novedosas que posibilitan análisis de las múltiples dimensiones involucradas.