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En recuerdo de Darcy Ribeiro* * Este texto fue tomado, con licencia del autor, del número especial de Plural, boletín de la Asociación Latinoamericana de Antropología. Julio, 1997.

El nombre de Darcy Ribeiro pareciera invocar a muchas personas y no sólo a una. Para algunos fue un reconocido y tenaz político brasileño, para otros un destacado educador fundador de instituciones tales como la Universidad de Brasília, no pocos recordarán en él a un original novelista: pero para mí, al igual que para muchos otros colegas, fue uno de los más distinguidos antropólogos de América Latina. Conocí a Darcy hace ya más de 25 años en la isla caribeña de Barbados: integrábamos un grupo de trabajo sobre relaciones interétnicas en América Latina, que adoptó el nombre de la isla en la cual nos reuníamos. En los últimos cinco años hemos perdido a dos de nuestros más queridos miembros, primero fue Guillermo Bonfil Batalla y ahora Darcy Ribeiro; sus nombres están reunidos no sólo por las obras en las que colaboramos todos los del Grupo de Barbados, sino también por el afecto que se profesaban mutuamente.

Ambos compartían un rasgo poco común en la antropología latinoamericana: la capacidad del pensamiento original y autónomo, que no requería del constante amparo de los modelos referenciales provenientes de los países metropolitanos. Pero esto no suponía una xenofobia nacionalista propia de aquellos que ven amenazados sus pequeños feudos de conocimiento y buscan en la exclusión de los otros una endeble autoafirmación; por el contrario, pocos como ellos abiertos a la relación con colegas de todo el mundo. Darcy amaba al Brasil, pero como a él le gustaba repetir, los uruguayos lo habían domesticado y enseñado a ser latinoamericano; supo, en ese sentido, sacar alguna venta del exilio después de vivir en países tales como Chile, Perú o Venezuela. Y por esa vocación latinoamericana, tanto Guillermo como Darcy tuvieron la audacia de ejercer la imaginación utópica; pensando, escribiendo y luchando por un futuro para los pueblos indios de toda América Latina.

En forma contradictoria, aunque sus ensayos de historia social son conocidos en todo el mundo, la obra etnológica de Darcy ha tenido relativamente poca respuesta en la antropología mexicana. Cierta tradición provinciana, propia de todas las antropologías nacionales, hace que no se considere necesario leer sobre los grupos de la selva tropical sudamericana. Se supone que son realidades tan ajenas a las locales, que no servirían para iluminarlas; si siguiéramos a ultranza ese criterio ignoraríamos los trabajos claves de la antropología mundial realizados en Polinesia, África o Australia. Sin embargo, sospecho que la razón es otra: tal vez no podamos aceptar que un antropólogo latinoamericano haya realizado trabajos sobre la mitología o el parentesco, que ya son clásicos de la literatura antropológica mundial; solemos estar más dispuestos a reconocer las aportaciones de los colegas metropolitanos. Pero también es necesario mencionar que ha estado presente la descalificación política apresurada y gratuita, producto más del desconocimiento de otros contextos nacionales, que de propuestas coherentes. Darcy Ribeiro, al igual que todos los colegas de Barbados, ha sido calificado como etnicista o etnopopulista dentro de las pueriles tipologías acuñadas o aceptadas por antropólogos tan ideologizados como desinformados, y cuyas propuestas no resisten ni merecen una crítica formal.

Precisamente Darcy, un hombre que había realizado trabajo de campo durante 10 años con los pueblos de la selva, se indignaba contra los que él denominaba “gigolos” del drama indígena. Contra aquellos portadores de apresurados discursos totalizadores, que han hecho de la tragedia indígena un modo de vida adecuado para sus carreras profesionales, sin haberse involucrado jamás, ni física ni existencialmente, con los pueblos objetos de sus intereses académico-políticos.

Quiero rescatar con estas observaciones la pasión y la furia de Darcy; no fue un hombre sumiso, ni respetuoso, salvo de las causas que amaba. Y supo amarlas con pasión absoluta, como lo demostró al utilizar su cáncer como su caballo de Troya interno, para regresar al Brasil autoritario que lo había exiliado. La misma pasión de Darcy, le granjeó no pocas enemistades e incomprensiones; para no exponer su corazón a los cuervos solía recurrir a una aparente soberbia, que desorientaba tanto a sus interlocutores individuales como colectivos. Con esa supuesta arrogancia no pretendía sólo descalificar sino también motivar a sus ocasionales antagonistas; a su propia manera los invitaba a compartir una misma pasión, no sólo quería su comprensión sino también su cariño. Hace un par de años nuestro grupo se reunió nuevamente en Rio de Janeiro y Darcy nos invitó a su casa. En una larga noche de caipirinhas y espetas, hablamos de nuestras respectivas actividades, pero lo que más motivaba a Darcy no eran sus realizaciones pasadas sino sus infinitos proyectos de futuro; hace pocos meses estaba diseñando un innovador sistema educativo. Ya no era un hombre joven, pero la muerte no entraba en sus planes; seguía su plena aventura existencial cuando este año se cayó del caballo. La tierra lo llamó a sosiego, pero espero que su pasión siga viva, insuflando aliento vital a todas las causas por las que luchara.

San Felipe del Agua, Oaxaca, Julio de 1997.

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    Este texto fue tomado, con licencia del autor, del número especial de Plural, boletín de la Asociación Latinoamericana de Antropología. Julio, 1997.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    Oct 1997
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