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Literatura y res publica. Sigüenza y Góngora y el archivo americano* * Las ideas vertidas en este texto fueron presentadas en mayo de 2019 en el Seminario permanente de crónicas novohispanas y andinas (siglos XVI y XVII) - Dirección de Estudios Históricos (INAH - México), coordinado por las Dras. Clementina Battcock y Patricia Escandón. Agradezco los comentarios de estudiantes, docentes e investigadores presentes, así como el diálogo generoso y atento de las coordinadoras, que han enriquecido el presente articulo.

Literature and res publica. Sigüenza y Góngora and the latin american archive

Resumen

La obra y la figura de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) presentan recurrentemente un problema doble de inscripción en la literatura de América: en términos críticos, obra y figura son percibidas y concebidas, ya en el vasto y diverso campo histórico que definieran las crónicas de Indias, ya en el todavía difuso pero revolucionario espacio de una ciencia de presunta modernidad; en términos históricos, son puestas, curiosa pero no casualmente, en series que las alejan del siglo XVII y su barroco, tan urbano como letrado. El presente artículo se propone, además de estudiar dicha inscripción, señalar cómo es ella la que adquiere fundamental importancia en la edición de sus textos, en la concepción y práctica de su literatura y en la capacidad de todo ello para articular, en América, redes diversas y renovadas de agentes, acontecimientos e ideas que hoy surgen bajo el signo del archivo.

Palabras claves:
Sigüenza y Góngora; archivo; crítica textual; poesía; res publica

Resumo

A obra e a figura de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) apresentam repetidamente um duplo problema de inscrição na literatura latino-americana: em termos críticos, ambas são percebidas e concebidas no vasto e diversificado campo histórico definido pelas crónicas de Indias, já no espaço ainda difuso, mas revolucionário, de uma ciência da suposta modernidade; em termos históricos, a obra e a figura de Sigüenza y Góngora foram colocadas, curiosamente, mas não por acaso, em séries que as afastam do século XVII e de seu barroco, tão urbano quanto letrado. O presente artigo propõe estudar aquela inscrição e indicar como ela adquire importância fundamental na edição de seus textos, na concepção e prática de sua literatura e na capacidade de tudo isso para articular, na América, redes agentes, eventos e ideias distintos e renovados que surgem hoje sob o signo do arquivo.

Palavras-chave:
Sigüenza y Góngora; arquivo; crítica textual; poesia; res publica

Abstract

The work and figure of Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) recurrently appear doubly inscribed in Latin American literature: firstly, in critical terms, work and figure are perceived and conceived within the vast and diverse historical field that defined the crónicas de Indias, and in the still vague but revolutionary space of a presumably modern science; secondly, in historical terms, work and figure are also curiously but not casually placed in different series that distance them from the 17th century and its Baroque, which was both urban and literate. Besides studying this last inscription, this article also seeks to point out how this inscription gains fundamental importance in the edition of his texts, in the conception and practice of his literature and in the capacity these elements generate to articulate, in Latin America, diverse and renewed networks of agents, events and ideas that today appear under the guise of the archive.

Keywords:
Sigüenza y Góngora; archive; textual criticism; poetry; res publica

Algunos meses antes que Carlos de Sigüenza y Góngora dictara su testamento, Juan Ignacio de Castorena y Ursúa terminaba de reunir los preliminares y textos que compondrían el último volumen de las obras de sor Juana Inés de la Cruz, titulado finalmente Fama y Obras Posthumas, que -en sus palabras- salía “a luz sobretarde, pero a buen tiempo”, señalando así el pesar por la reciente muerte de la poeta, ocurrida en abril de 1695, e indicando que los siglos producen “tardos” el asombro, razón de que ese libro amaneciera solo “al rayar el setecientos” (ALATORRE, 2007ALATORRE, Antonio. Sor Juana a través de los siglos. México: El colegio de México-UNAM, 2007., p. 306). Curiosa pero no casualmente, el volumen, contrastando con su título, presentaba mucha fama y pocas obras póstumas: entre el nutrido florilegio de alabanzas a la décima musa y su literatura, que abría y cerraba el tomo, apenas despuntaba un puñado de “obras”, que no solo no sumaba ni dos docenas, sino que, por si fuera poco, cuestionaba el carácter póstumo de las mismas pues -como la muy célebre Respuesta a sor Filotea- si bien se imprimían por primera vez, circulaban manuscritas desde tiempo atrás, evidenciando que la “publicación” y la “publicidad” -ayer como hoy- pueden tener mucho en común, pero nunca se solapan ni confunden complemente. Esto, por supuesto, no pasaba inadvertido al editor que, en uno de sus prólogos, escribe que sin duda “[t]uviera más alma este cuerpo” (en ALATORRE, 2007ALATORRE, Antonio. Sor Juana a través de los siglos. México: El colegio de México-UNAM, 2007., p. 310) si su espíritu fuera dilatado por otro conjunto de escritos, ya perdidos, ya extraviados. De las obras ausentes ofrecía entonces una breve lista y pedía al piadoso lector que, de ser heredero de alguna de estas “preseas”, con generosa mano le extendiera una copia.

Quizá no sorprenda que en esta lista de herederos de joyas extraviadas aparezca Carlos de Sigüenza y Góngora, quien, cuenta Castorena, le había informado poseer un borrador del -todavía inhallable- Equilibrio moral, posible tratado de ética de sor Juana. Pero si bien esto pueda no ser una novedad, dado el vínculo que unía a ambos escritores novohispanos, llama la atención la caracterización que, inmediatamente, hace Castorena de esta custodia y, más aún, del custodio, a quien llama “curioso tesorero de los más exquisitos originales de la América” (ALATORRE, 2007ALATORRE, Antonio. Sor Juana a través de los siglos. México: El colegio de México-UNAM, 2007., p. 310). Dejo, de momento, la analogía flagrante entre escritos y tesoros, una de las obvias razones para que todo archivo y toda biblioteca nacional caractericen la parte menos pública o más privilegiada de su colección, así como uno de los tópicos que históricamente evidencian la situación “colonial” de extracción en la que se encontraban -y encuentran- muchas de nuestras riquezas naturales e intelectuales, y paso a considerar dos cuestiones por las que encuentro llamativa esta descripción: por un lado, el carácter “curioso” de la figura del custodio, extravagancia que potencia, e imanta también, el valor “exquisito” de sus tesoros, como si todo ello -más allá del encomio hiperbólico de rigor- subrayara la distinción supina que tesoro y tesorero componen, ese compuesto inédito que forman Sigüenza y sus tesoros, rozando casi la legendaria historia de Alí Babá y la cueva en Las mil y una noches; por otro lado, quizá más notable aún, el hecho de que ya “al rayar el setecientos” ciertas obras y ciertas cosas fueran reputadas como “originales de América” y que, incluso entre ellas, ya resultara sensible o evidente que las había exquisitas, esto es, no solo de una calidad extraordinaria sino de una fragilidad o delicadeza ostensibles, dignas de un “curioso tesorero”. Esta imagen inolvidable de Sigüenza como “curioso tesorero de los más exquisitos originales de la América” es cierto que no era -en el siglo XVII- una novedad estricta, habida cuenta que en 1685 Francisco de Florencia en La milagrosa invención de un tesoro escondido ya lo acreditaba como “archivo animado de doctas y eruditas noticias de aqueste reino” (1685: f.20v). De todos modos, no puede pasarse por alto la diferencia que media entre “doctas y eruditas noticias” y “exquisitos tesoros”; o también -más aún- entre “aqueste reino” y “América”. Vale decir: la distinción americana de una red que, al rayar el setecientos, ya había encontrado en Sigüenza y Góngora su más cabal -y curiosa- figura.

La distinción, sobra decirlo, hace patente la sintonía: entre “archivo animado” y “curioso tesorero”, la figura de Sigüenza proyecta no solo una vitalidad singular o anómala sino, paradójicamente, la matriz que regularizaría su imagen en los siglos siguientes: la del archivista o anticuario, la del custodio o perito en cánones. Y esta no solo es una figura que paulatinamente va perdiendo “curiosidad” -en tanto esta cualidad se ve desplazada hacia lo que atesora, describiendo más los tesoros que guarda que a la persona que los reúne o dispone su conjunto- sino también una figura que, progresivamente falta de animación o curiosidad, fue quedando solapada por su archivo, presa “de los más exquisitos originales de la América”, sujeta -por tanto- a los vaivenes de la prosa ajena. Apenas unas décadas después de muerto, ya Juan José de Eguiara y Eguren lamentaba la desaparición de buena parte de sus escritos a los que hacía “sepultados en una especie de pozo de Demócrito”, resaltando así su importancia capital (su valor de verdad oculta), tanto como su destino ignoto, lo que consideraba un “daño irreparable para la república de las letras” (1986EGUIARA Y EGUREN Juan José. Biblioteca Mexicana (versión española de Benjamín Fernández Valenzuela). México: UNAM, 1986., p. 725). Aquí, en la Bibliotheca Mexicana de 1755, no es difícil situar uno de los momentos clave de lo que hoy llamamos el “archivo Sigüenza”, momento en el cual, si bien sus obras aún no han perdido interés -para el investigador- frente a las de otros por él reunidas o atesoradas, ya se vislumbra nítidamente el aura de sospecha e incerteza que ceñirá su catálogo y posterior recorrido: ese “pozo de Demócrito”, cuyas dimensiones midieron con diversa suerte Burrus (1959BURRUS, Ernest J. Clavigero and the Lost Siguenza y Góngora Manuscripts. Estudios de Cultura Náhuatl, n. I, 1959, p. 59-90.) y Trabulse (1988TRABULSE, Elías. Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora. México: Colegio de México, 1988.), poco a poco fue absorbiendo y dispersando varias hipótesis y muchos textos hasta eclipsar la figura del escritor novohispano que -sostiene Burrus y acompaña Trabulse- se halla sobrevaluada. Una vez más momento clave, aunque ya no tanto del archivo como de la figura que lo anima: la idea de una figura sobrevaluada o sobrevalorada, de una estimación incorrecta de la singularidad del novohispano y de su obra, es quizá una de las marcas más distintivas de Sigüenza y Góngora, especialmente en las lecturas críticas, como si algo en él resultara siempre incómodo, siempre fuera de lugar, o también, como si algo en su figura señalara justamente una hendidura, la fuga o el resquicio por donde -inevitablemente- aparece, o puede aparecer, otra cosa inesperada, pero definitiva. En cualquier caso, la condición de “figura sobrevaluada” ha ido corriendo el eje de interés de los estudios, primero atentos a su vida y obra y, poco después, centrados en el archivo al que ambas dieron lugar, eclipsando así, no solo la figura de un escritor impar, sino la lógica de una obra incomparable y fundadora.

En este sentido, o incluso por esto, la figura incómoda de Sigüenza es también la del historiador que nunca llega efectivamente a serlo, pues se pierde entre papeles de un pasado que termina confundiéndolo. Al mismo tiempo, es la del escritor que, siguiendo una moda pero sin destreza, fracasa y sus obras pasan a engrosar cierta arqueología de la literatura pero no la literatura misma. Como tantos otros historiadores -afirma Trabulse (1988TRABULSE, Elías. Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora. México: Colegio de México, 1988., p. 14)- Sigüenza había estado demasiado preocupado en reunir obra ajena como para ocuparse de hacer la propia y -agrega Burrus (1959BURRUS, Ernest J. Clavigero and the Lost Siguenza y Góngora Manuscripts. Estudios de Cultura Náhuatl, n. I, 1959, p. 59-90., p. 60)- a la vista de lo impreso en vida, tampoco resulta manifiesto que tuviera un punto de vista novedoso o excepcionalmente penetrante. A fin de cuentas, había escrito Ramírez en sus Adiciones a la Biblioteca de Beristáin,

la corona que ciñó [Sigüenza] como humanista se marchitó con su siglo. Hoy se conserva esa parte de sus producciones como objeto de curiosidad, o bien como ejemplo para no imitarlo, suerte común a la generalidad de sus contemporáneos. Todo lo que pudo sernos útil, esto es, lo relativo a la historia nacional ha desaparecido (2002RAMÍREZ, José Fernández. Obras históricas IV. México: UNAM, 2002., p. 231).

Una vez más el pozo de Demócrito no solo marca la fuga de la obra y el eclipse de la figura sino que expone la futilidad de lo que no fue objeto de su voracidad. Pero, más que nunca, obra y figura de Sigüenza, en y para la crítica (literaria e histórica), evidencian ese “Imperio del Medio” donde crecen “cuasi-objetos” (Latour, 2007Latour, Bruno. Nunca fuimos modernos (trad. Víctor Goldstein). Buenos Aires: Siglo XXI, 2007., p. 79 y 86), esos híbridos donde naturaleza y cultura no dejan de imbricarse y referirse, donde toda figura es figura de paso, que despliega y no devela, que agrega y no sustrae: mediación e intercambio, rodeo e intervención. Moderno no moderno, obra y figura conjuran un “archivo” donde cada cosa se torna cuasi-objeto: “Reales como la naturaleza, narrados como el discurso, colectivos como la sociedad, existenciales como el Ser, tales son los cuasi-objetos que los modernos hicieron proliferar” (2007Latour, Bruno. Nunca fuimos modernos (trad. Víctor Goldstein). Buenos Aires: Siglo XXI, 2007., p. 133), aunque se negaron a seguirlos de la misma manera, de modo que no moderno es “aquel que considera a la vez la Constitución de los modernos y los asentamientos de híbridos que ella niega.” (2007Latour, Bruno. Nunca fuimos modernos (trad. Víctor Goldstein). Buenos Aires: Siglo XXI, 2007., p. 77) La imagen marchita de un Sigüenza humanista, la supervivencia de curiosidades, no ya de “tesoros”, el valor nacional que una producción debe tener para acceder al interés de la historia, rematan -o dimensionan, otra vez, el vasto Imperio del Medio- ese supuesto error de medida o sobreestimación que describe o persigue a Sigüenza, aquella sobrevaluación de su figura que -comenta inconfundible Ramírez- lo exhibe “como ejemplo para no imitarlo”.

Este ejemplo de lo que no hay que imitar, dice Ramírez, no obstante “ocupa un lugar preeminente en nuestro antiguo panteón literario” (2002RAMÍREZ, José Fernández. Obras históricas IV. México: UNAM, 2002., p. 231). Con dudosa cortesía, que se repite también en Marcelino Menéndez y Pelayo, ambos conjurados contra un gongorismo que habría azotado el siglo XVII como la peste a Europa en el siglo XIV, Ramírez manda a Sigüenza y Góngora no solo al panteón de la literatura que -palabras más, palabras menos- no deja de ser un cementerio ilegible de letras galantes, sino al antiguo panteón, vale decir, a prudente (si no máxima) distancia de aquí y ahora, del presente, esto es, tanto de los lectores del presente, como de lo que esa ruina funeraria pudiera causar o sugerir en el presente. Pero allí, con borgeana elegancia, Ramírez le da un lugar preeminente: allá lejos y hace tiempo. Enseguida Fernando del Paso y Troncoso y, en otro sentido, también Alfredo Chavero, reaccionan y buscan rehabilitar la lectura de Sigüenza y de su obra -sobre todo la de sus últimos años, donde se destaca la polémica en torno a la Bahía de Pensacola, es decir, la polémica en torno a la jurisdicción de un imperio en crisis y a la injerencia que los locales tenían en política exterior (cf. Fumagalli y Ruiz 2019FUMAGALLI, Carla y Facundo Ruiz. Ciencia política: la polémica bahía de Pensacola. Queja de Arriola y Respuesta de Sigüenza de Góngora. Telar, n. 22, 2019, p. 171-209.)- no obstante esto, el gesto de Ramírez sigue siendo clave: poner a distancia a Sigüenza. Poner distancia entre Sigüenza y el presente es -entiendo- lo que junto con la idea de una figura sobrevaluada termina de configurar el problema crítico que todavía hoy actúa en la lectura y acercamiento a la obra y vida de Carlos de Sigüenza y Góngora.

Incluso de su mismo presente es separado. Así Menéndez y Pelayo, al decir que “vale mucho menos como poeta (…) [que] por sus escritos en prosa” pues estos “bastan y sobran para comprender a qué grado de cultura científica habían llegado algunos escritores hispano-americanos de fines del siglo XVII, es decir, de la época más desdeñada y peor reputada, no solo en la historia de literatura colonial, sino en la general historia de España” (1948MENÉNDEZ Y PELAYO, Marcelino. Historia de la poesía hispano-americana. Madrid: Consejo superior de investigaciones científicas, 1948., p. 62 y 64), no solo separa al escritor barroco del poeta gongorino, echando luz donde reinaban las lóbregas y entenebrecidas sombras de esa escuela innombrable, sino que va perfilando “un varón de los más ilustres que ha producido México” (1948MENÉNDEZ Y PELAYO, Marcelino. Historia de la poesía hispano-americana. Madrid: Consejo superior de investigaciones científicas, 1948., p. 63). Ilustre varón que, naturalmente y como terminó de confirmar el pionero estudio de Leonard de 1929, es nada menos que un varón ilustrado, es decir, un sabio que hacia atrás “ofrece más de un paralelo con los sabios del Renacimiento” (Leonard 1984LEONARD, Irving Albert. Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo XVII (trad. Juan José Utrilla). México: Fondo de Cultura Económica, 1984., p. 87) y que hacia delante vislumbra “un pensador” que, en aquella “atmosfera que era esencialmente medieval” (1984LEONARD, Irving Albert. Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo XVII (trad. Juan José Utrilla). México: Fondo de Cultura Económica, 1984., p. 189), consigue elevar su espíritu a “las alturas de la razón” (1984LEONARD, Irving Albert. Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo XVII (trad. Juan José Utrilla). México: Fondo de Cultura Económica, 1984., p. 15). Una vez más Sigüenza se muestra fuera de lugar (ya último polizón renacentista, ya primer iluminista sin soberanía) pero ahora, y quizá por eso mismo, distante también de su propia época, de su presente: ya indagando en el caos primordial prehispánico, ya elucubrando la postrera patria del criollo. A fin de cuentas se trata de movimientos críticos complementarios: aquella desigualdad señalada entre el archivo y el archivero (entre lo atesorado y lo escrito, entre el escritor y el historiador, entre la fama y las obras póstumas) opera según la misma lógica que mantiene al escritor distante del presente (ya en el pasado más antiguo, ya en el futuro más remoto). Y esto se vuelve tangible al contrastar, así sea rápidamente, la imagen estereotípica con la que todavía hoy contrapuntean Sor Juana y Sigüenza: mientras la monja aparece como el non plus ultra de una cultura clásica que la poeta hace estallar en una modernidad artística incomparable, el burócrata instituye el sine qua non de una modernidad ilustrada, que no podía inaugurarse sin la figura del científico y del historiador y, en América, sin la figura del archivo colonial que tan bien venía a representar Sigüenza.

En esta red de figuraciones, destiempos y dislocaciones, en esta red donde simultáneamente emergía “ese americano señor barroco” -dijo Lezama Lima- como alguien “firmemente amistoso de la Ilustración” (2014, p. 230), no podía sino crecer exponencialmente el “valor cultural” de Sigüenza y Góngora, como si el panteón literario al que lo enviara Ramírez terminara por resultar acotado para contener la magnánima importancia mexicana del novohispano. Fue este valor el que en 1967 llevó a Sigüenza y Góngora a protagonizar -paradigmáticamente- el número 160 de la revista de historietas Vidas ilustres, donde ya habían aparecido, entre otros: Houdini, Virgilio, Einstein, Napoleón, Graham Bell, Freud y Cuauhtémoc. En la tapa de la revista, inolvidable, se lo mostraba abrazando unos libros en medio de un incendio voraz y se lo presentaba con la exclamativa y melodramática frase: “¡Se lanzó a las llamas… y rescató la cultura!”. Este heroísmo letrado -fundado en su participación en el tumulto del 8 de junio de 1692 o, también, en la crónica que de dichos sucesos hizo el mismo Sigüenza en el célebre Alboroto y motín de los indios de México, heroísmo ya notablemente asentado en Los tres siglos de México (1852CAVO, Andrés. Los tres siglos de México. México: Imprenta de J. N. Navarro, 1852., p.113) del jesuita Andrés Cavo, quien lo enarbola glorioso- resume y traslada del siglo XVIII al XIX la figura de un personaje raigal para la construcción de una identidad nacional conflictiva y bifronte (cf. Rubial y Escamilla 2002RUBIAL, Antonio e Iván Escamilla. “Un Edipo ingeniosísimo. Carlos de Sigüenza y Góngora y su fama en el siglo XVIII”. In: Mayer, Alicia(ed.), Carlos de Sigüenza y Góngora. Homenaje 1700-2000. México: UNAM, 2002, p. 205-222.). Identidad cuyo valor “ilustrado” no dejó de extenderse rápidamente a otros campos, como el científico, afirmando allí un Sigüenza, cuya heroicidad, lentamente, comienza a ser críticamente interrogada (cf. González González 2002GONZÁLEZ GONZÁLEZ, Enrique. “Sigüenza y Góngora y la Universidad: crónica de un desencuentro”. In: Mayer, Alicia (ed.), Carlos de Sigüenza y Góngora. Homenaje 1700-2000. México: UNAM, 2002, p. 187-231. y Del Piero 2017DEL PIERO, Gina. Apuntes para releer el vínculo entre la literatura y la ciencia en la obra de Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Exlibris, n. 6, 2017, p. 64-72.), sin por ello menguar su “valor cultural”, como da cuenta la novela El mercurio volante (2018), de Carlos Chimal, que toma la vida de Sigüenza y su obra -especialmente científica- como protagonistas.

De esta manera, si por un lado obra y autor iban simbolizando hacia el siglo XX las luces (cada vez más incendiarias) que pretendían dejar atrás un oscuro y escolástico siglo barroco para vislumbrar la era prístina de la razón, por otro lado esta misma imagen “ilustrada” de Sigüenza iba -mientras tanto- determinando el rescate, valoración, estudio y edición de su obra, que así era colocada por la crítica -histórica y literaria- a prudente distancia del “barroco” y, por ende, de su propio siglo. No solo era cada vez menos “curioso” el tesorero y más “rico” pero sospechoso o desigualmente sorprendente su archivo, sino que bajo este signo “inactual” se leía sistemáticamente la obra de un escritor, esto es, tanto los textos particulares, y según sus particularidades, como la noción de obra que los tramaba y circunscribía a una red en la cual Sigüenza construía -deliberadamente, al igual que sor Juana- su “figura pública” de escritor, figura donde sujeto histórico y sujeto civil adquieren voz y sentido en relación con la res publica.

En este punto, dos o tres problemas quizá requieran cierta atención y si no me propongo desarrollarlos extensamente, sí quiero comentarlos en virtud de posibles maneras de replantear (o volver a tramar) este tejido de siglos que ha dejado a Sigüenza y su obra no solo bastante inarticulados -y presuntamente sobrevaluados- en términos críticos, sino desacompasados de su tiempo y, peor aún, del nuestro. En primer lugar surge la cuestión del “archivo Sigüenza” y la idea de archivo que, aunque recientemente muy visitada y discutida por la crítica, continúa concibiéndose para Sigüenza no solo pasivamente, sino desde cierta ajenidad que encuentra, tanto en su vida como en su obra, la fuente -lugar de extracción o fondo documental- que con relativa gracia reúne y emana información al futuro interesado que, estudio tras estudio, no suele ser otro que la Nación (mexicana) o el (sujeto) Criollo, entidades ambas que buscan confirmar la soberanía de la conciencia y su función fundadora. Esta concepción, en cuya genealogía no es difícil percibir cierta economía -como decía al principio- colonial y de tipo extractivo, forma parte de lo que Foucault propuso pensar como el dominio epistemológico de la riqueza, emergente en los siglos XVII y XVIII y que constituye -como el archivo- un “saber oscuro que no se manifiesta por sí mismo en un discurso” (2002FOUCAULT, Michel. Las palabras y las cosas (trad. Elsa Cecilia Frost). Buenos Aires: Siglo XXI, 2002., p. 164) objeto de la arqueología (2015FOUCAULT, Michel. La arqueología del saber (trad. Aurelio Garzón del Camino). Buenos Aires: Siglo XXI, 2015., p. 173). Saber oscuro o riqueza que habilita una función tutelar, como la ejercida por la crítica sobre la obra y vida de Sigüenza, cuya “minoridad” queda siempre expuesta (es el archivero, no el escritor, aunque tampoco el arconte; quien reúne y administra obras, más que quien hace-obra, etc.), confirmando siempre el paisaje sobre la figura. Esta es también una concepción paisajística del archivo, donde los “fondos documentales” se explican tal cual entendía Wölfflin la pintura “clásica”, en la cual fondo y forma -como archivo e investigación, documento y presente- no solo nunca se confunden, sino que se recortan (fondo-figura), delineando una perspectiva clara, esa transparente distancia que proyecta una “armonía de partes autónomas o libres” (Wölfflin 2007WÖLFFLIN, Heinrich. Conceptos fundamentales de la historia del arte (trad. José Moreno Villa). Madrid: Espasa-Calpe, 2007., p. 39), que -una vez más y estudio tras estudio- conduce al futuro, sea el ilustrado, el nacional o el identitario. En este sentido, la idea de archivo más o menos enfáticamente queda ligada -como “fuente”- a cierta inspiración, a aquello que desde fuera (o “desde antes”) estimula e impulsa al investigador o la investigación, bañándolos de una luz casi aurática, para transportarlos a un más allá inadvertido.

Sea riqueza natural, paisaje o inspiración, esta idea de archivo parece inasimilable a la que opera en Sigüenza y Góngora, e incluso inasimilable su pasividad o minoridad a “los archivos” y sucesos de la época (cf. Silva Prada 2007SILVA PRADA, Natalia. La política de una rebelión: los indios frente al tumulto de 1692 en la Ciudad de México. México: El Colegio de México, 2007. ) y a la vida misma del novohispano (cf. Battcock y Escandón 2015BATTCOCK, Clementina y Patricia Escandón. “Don Carlos de Sigüenza y Góngora. La vida material y emotiva de un erudito”. In: Cinco siglos de documentos notariales en la historia de México. Época virreinal. México: Colegio de Notarios del Distrito Federal, 2015, p. 137-145.). Inasimilable, sobre todo, porque desactiva el carácter de agente del archivo de Sigüenza, su actividad deliberada: ya la búsqueda precisa de efectos singulares, distinto de la aglomeración de cosas y palabras, ya el encuentro fortuito de objetos que liberan, inventan o interrumpen, las condiciones de estudio, pues ¿qué filiación evidente (o previa) podría hallarse entre varios códices prehispánicos, un microscopio y el pedazo de mandíbula de elefante con una muela para el que pide expresamente, en su testamento, sea hecho un cajón de cedro de La Habana? En este sentido, resulta sugerente el estudio de More (2013MORE, Anna. Baroque Sovereignty. Carlos de Siguenza y Gongora and the Creole Archive of Colonial Mexico. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2013.), que propone pensar dicha desconexión o discontinuidad del archivo de Sigüenza como aquella que no solo corresponde al pasaje de una soberanía imperial a una política local (nuevo, aunque singular, “Imperio del Medio”), sino como la que diseña el archivo -más que como riqueza de una tradición- como el marco conceptual que permite reunir los fragmentos y vestigios dispersos, incompletos e inconexos, para trazar una genealogía general y prospectiva o, como también sugería el Inca, para perfilar una herencia no heredada: la de América.

En segundo lugar, pero en estrecha relación con esta imagen de “archivo-musa” (y sin olvidar que, antiguamente, el Museion era el lugar no solo destinado a las musas sino donde se hallaba, como una de sus dependencias, la “biblioteca de Alejandría” que justamente había querido fundar Alejandro, tras vencer a los persas, para iluminar al mundo e irradiar civilización a la humanidad), se encuentra el remanente y medular asunto de la distinción y vínculo de historia y poesía. Aristotélicamente distinguidos en el capítulo IX de la Poética, donde el estagirita prescribe el célebre “el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (…) sino porque el uno dice las cosas que ocurrieron y el otro dice las cosas como podrían ocurrir” (ARISTÓTELES, 2006ARISTÓTELES, - Poética (trad. Eduardo Sinnott). Buenos Aires: Colihue, 2006., p. 66), desde entonces historia y poesía miden sus capacidades no tanto en términos formales cuanto por su situación referencial, esto es, según digan lo particular o lo universal o -mejor aún- según el vínculo que su trama (mythos) mantenga con la realidad. Este vínculo, histórica y conceptualmente variable, no solo opera sobre modalidades enunciativas, sino, fundamentalmente, sobre el conocimiento filosófico o científico que cada uno habilite y que, en ambos casos, señala una distancia respecto de la doxa u opinión común, pues tanto historia como poesía -entendía Aristóteles- constituían formas posibles de la episteme, en tanto condicionaban rigurosamente el campo del saber. Y es justamente esta superficie del saber y esta distancia de la doxa lo que dirime el devenir político de la episteme histórica y poética, lo que articula saber y res publica. Por eso Platón no duda en echar de su República a los poetas: entendido como arte de las Musas, cuya fuente o don de inspiración es el furor divino, los poetas -dice- no componen siguiendo reglas, sino gracias a esta intervención externa, omnipotente y arbitraria, semejante a profetas y sibilas y por tanto, arrastrado el “poeta” (melopoios, cf. Guerrero 1998GUERRERO, Gustavo. Teorías de la lírica. México: FCE, 1998.) fuera de sí, su campo viene a ser el de lo irracional, lo insondable y lo asistemático, donde resulta imposible defender la condición de verdadero saber (sophia), tanto como de auténtico arte (techne). Platón reconoce al poeta una opinión verdadera (eudaxia) muy distinta del verdadero conocimiento (episteme). Así, el poeta platónico queda no solo fuera de la res publica, sino distante del archivo (ἀρχεῖον), es decir, de la arjé. Por ello es Aristóteles quien, concediéndole estatuto epistemológico y concibiéndola como conocimiento posible, involucra la poesía en el terreno de la polis, es decir, a un tiempo en la cosa política y en la cosa pública.

Historia y poesía alternan conjuros y sociedades, y la literatura, en buena medida, ha ido definiéndose en la articulación de esas disputas y complicidades. Así Quintiliano señala que la historia es muchas veces como un suelo para los poetas aunque, mientras escribe su muy famoso tratado para la educación del orador (De institutione oratoria), la oratoria iba dejando de cumplir una función política y jurídica en la vida romana del Imperio y la retórica, que atendía las reglas de un discurso eficaz, pasaba a ocuparse de las de un discurso ornado, convirtiéndose así en parte de la educación y la cultura de los ciues romani. Quizá entonces un “habla ficticia” (adjudicada a los poetas) comienza a contrapuntear notoriamente con un “habla fingida” (adjudicada a los retóricos) y se perfile para la literatura, una vez más, un terreno complejo pero tan sugerente y potente como el que -sin duda- se percibe en las Tristes (Tristia) y Pónticas (Epistulae ex Ponto) de Ovidio. En cualquier caso, y a sabiendas de lo desigual o cambiante (vía la Biblia, pero también Dante; vía Juan Luis Vives, pero también los tratados de arte storica italianos, como los de Francesco Patrizi y su maestro, el influyente Robortello), dos redes persisten en el vínculo entre historia y poesía: la red en la cual res publica e imperio no cesan de consolidarse según los límites que fijen para la participación de la episteme histórica y poética, esto es, para la articulación pública de lo que saben los historiadores y lo que saben los poetas; y la red en la cual lo ficticio y lo fingido no solo mide los niveles de un conflicto social y lo que de él es posible decir públicamente, sino que configuran las prácticas de lo histórico y lo poético al operar sobre su registro, puntualmente, al obligar a la historia y a la poesía a pensarse en función de la escritura más que del habla. Pero si esto ya es sugerido en la misma Poética por Aristóteles y definitivo tras la revolución historiográfica que produce Lorenzo Valla en el siglo XV al demostrar filológicamente la falsedad de la “Donatio Constantini”, es singular cómo esta cuestión se configura en el siglo XVII. Así, el Quijote dice a Sancho que “[l]a historia es como cosa sagrada, porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad, está Dios, en cuanto verdad” y advierte: “A escribir de otra suerte, no fuera escribir verdades, sino mentiras, y los historiadores que de mentiras se valen habían de ser quemados como los que hacen moneda falsa” (Cervantes 2004CERVANTES, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. San Pablo: RAE, 2004., p. 572). Este lazo crucial entre historia y economía -lazo que intercepta el terreno de la riqueza propuesto por Foucault y que confirma al archivo como fondo o reserva no solo documental- señala, al mismo tiempo, el lazo que existe entre narración de relatos y acuñación de moneda o, para ser más preciso, entre escritura y circulación de valor (con o sin respaldo) y de un valor (con o sin referente): si poner a circular historia sin respaldo es -dice el Quijote- igual que acuñar moneda sin fondo, el límite de lo que hace (la) poesía o historia es palpablemente menos artístico que político. Y no otra cosa dirá, al mismo tiempo que Cervantes, el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales -obra que podría ser leída sin mayor conflicto como un estudio en torno a la oikos-nomia incaica-americana (cf. Agamben 2008)- donde se ocupa de tasar las historias españolas, de sopesar la circulación de valores (incaicos, conquistados o conquistables), de justipreciar un imperio y valuar aquella cultura, vale decir, esa acuñación. En este sentido, pensar la historia como medio (valor de cambio) de operaciones sociales y cotidianas es, especialmente en América, pensar la escritura en relación al espacio público y de lo público: el vínculo entre literatura y res publica. Y esto para Sigüenza era moneda corriente: Sigüenza escribe e inventa un archivo no solo al mismo tiempo y hasta como facetas de una misma tarea o de una misma “historia” (como sucede con Infortunios de Alonso Ramírez), sino deliberadamente como formas de intervención o participación de su literatura en el espacio público, en el espacio de lo público y perfilando el público para un espacio que ya era -al decir de Rama- el de la ciudad letrada, pero que también comenzaba a ser cada vez más el de una polis inédita, diría Martí: la de nuestra América.

En tercer y último lugar, quisiera proponer un problema que -hasta ahora- ha sido poco privilegiado, si no desatendido, al abordar y estudiar la obra y figura de Sigüenza y Góngora, pero que, amén de evidenciar un estrechísimo vínculo con las cuestiones antes dichas (las que hacen al archivo y las que articulan historia y poesía), permite también una entrada muy sugerente para replantear o volver a tramar el tejido de siglos que es hoy para la crítica, y para nuestro presente, Sigüenza y su obra. Me refiero al problema editorial, a cómo han sido editados y presentados sus textos, así como a qué textos ha quedado asociada su figura y labor. En fin, ya no me refiero a cómo leemos a Sigüenza, sino a cómo podemos leerlo, de qué base material (textual) disponemos, sobre la cual apoyamos nuestros estudios, a la hora de especular y analizar su obra, su figura y su lugar en América. Y con esto -adelanto- no apunto solo a un problema filológico, de crítica textual o ecdótica, sino también a un problema crítico, de la crítica (literaria e histórica), pues si en toda edición de textos hay una hipótesis de obra, no puede pensarse la publicación, restauración o recuperación de textos de Sigüenza al margen de las articulaciones conceptuales y coyunturales que la hacen posible y, muchas veces, la condicionan materialmente. Así, si bien insoslayable, el pasaje del manuscrito al impreso es apenas una de las instancias que caracterizan el proceso editorial de un texto, no siendo menos relevante -aunque mucho menos relevada- la tarea que describe, concibe y articula como “obra” publicable un “texto” escrito. Y esto, que resulta tangible en las reescrituras de la Historia de verdadera de Bernal Díaz del Castillo, tanto como en la organización de la Historia General de Sahagún o de la Nueva corónica y buen gobierno de Guamán Poma, esto que nos sigue interrogando al leer las “cartas” de Cortés, tanto como el Popol Vuh, piezas estas de una obra desigual y a todas luces no solo textual, encuentra en Sigüenza plena relevancia, principalmente por las dos razones ya comentadas: en primer lugar, porque han sido las figuras del anticuario y el archivista, del historiador y el científico pre-iluminista (o anti-barroco) las que guiaron ostensiblemente la edición de su obra, no solo concentrando la atención en aquellos textos (propios o ajenos) que documentaban una época sino privilegiando, en la presentación y fijación de los mismos, criterios que ni reponían la densidad literaria de su escritura ni contemplaban la organización conceptual y material que los tramaba en una red muy singular (la de su archivo, y la del americano por él pergeñado); en segundo lugar, porque esta obra y sus textos, así leídos y constituido su acceso, limitaron o redujeron notablemente su vínculo político con la polis, ya al distanciarlos de su presente, ya al subordinarlos sin reparos a una estructura burocrática colonial, vale decir: suponiendo que la obra de Sigüenza está siempre o “fuera de tiempo” o conformando apenas el registro de sus oficios, mundanos y accesorios. En este sentido, la obra y figura de Sigüenza y Góngora todavía esperan estudios que no solo la contemplen como totalidad inconclusa, sino según el vínculo que, siempre problemático y más aún en América, han sostenido y sostienen literatura y res publica.

Partiendo de la singular idea de Gianfranco Contini en su Breviario di ecdótica de que el equivalente del original es una hipótesis de trabajo mayormente de certeza discontinua, una posibilidad cierta es entonces -para volver a tramar el estudio de Sigüenza y Góngora desde lo editorial- platear cómo esa hipótesis es y ha sido fundamentalmente crítica y señalar su certeza discontinua, lo que traza la historia de una lectura y lo que suele solapar el carácter hipotético, esto es: crítico, de la misma labor ecdótica. Según esta perspectiva y metodología, el texto crítico, es decir, el texto que una edición fija u ofrece como “original”, ya no es concebido como texto primero, sino exhibido como texto reconstruido. Y este texto definitivo, a diferencia del original y como ocurría con el Gran Vidrio de Duchamp -roto al ser trasladado-, se convierte así en una obra definitivamente inacabada, donde dicha apertura, fisura o fuga, no solo alienta la hipótesis, ese trabajo del vínculo siempre provisional y necesariamente accidentado, sino que trasparenta la historia, aunque una historia cuyo pasado el texto (documento o monumento) asume siempre como una hipótesis de presente, e incluso: como hipótesis de presencia, sin la cual no puede obrar o, valga la redundancia, convertirse en obra.

Especialmente sugestiva para la literatura y la crítica latinoamericanas, esta noción ecdótica quizá permita pensar o reconsiderar, histórica y teóricamente, que lo que se encuentra en su origen no es la ausencia del primer diario de Colón, ni la intraducible diferencia de las composiciones de Nezahualcóyotl, ni la falta de una versión unificada del encuentro de Cajamarca, ni una edición completa de las Historias de Cristóbal del Castillo, sino, o justamente, una potencia definitivamente inacabada que los vuelve obra y los hace obrar críticamente como “nuestra” literatura. Por ello Cornejo Polar proponía, en Escribir en el aire, reemplazar la idea de origen por la de comienzo para nuestra literatura y nuestra historia literaria, un comienzo que más que grado cero -decía- era pura potencia, puro inacabar el origen y que llamaba -por eso- “punto de fricción total” (1994, p.26CORNEJO POLAR, Antonio. Escribir en el aire. Lima: Horizonte, 1994.), allí donde no se encuentra el principio o final de una línea sino el cruce de innumerables y, por tanto, donde resulta más visible una heterogeneidad insubordinable, la de América. Este lezamiano “puro recomenzar”, esta herencia como red de agujeros que cantaban los indios en náhuatl mientras se desplomaba en español Tenochtitlan, alienta al mismo tiempo una posibilidad y una concepción filológica productivamente americanas, posibilidad y concepción según las cuales el texto se torna definitivo si obra y obra, justamente, porque se constituye como una hipótesis de certeza discontinua.

Que esta provisionalidad teórica e histórica de discontinuidad de su certeza permitan pensar obras como Operación masacre de Walsh, O Guesa de Sousândrade, los cuentos de Lucia Berlin y Hospital Británico de Viel Temperley, tanto como la Respuesta a sor Filotea de Sor Juana, Oración de María Moreno, los Comentarios reales del Inca Garcilaso, Paterson de William Carlos Williams, Cien años de soledad de García Márquez o Los hijos de Sánchez de Óscar Lewis indica quizá -y entre otras cosas- que la tradicional y cuestionada distinción aristotélica entre historia y poesía, entre certeza y provisionalidad, entre sucesos y excesos, entre ficción y no ficción, tiene en América ningún grado cero, ningún origen, ninguna infancia -como sugería Haroldo de Campos para el barroco-, apareciendo entonces intempestiva como una serie heterogénea y por eso visible -dice Cornejo Polar- de múltiples puntos de fricción total. Que entre ellos, notable por su provisionalidad como por su discontinuidad, surja la obra y figura de Sigüenza y Góngora resulta menos simple que evidente, y no solo por textos como Alboroto y motín de los indios de México -que discontinúa de punta a punta el ovillo de América- sino por la capacidad que cada vez y cada objeto -escrito o recuperado, bocetado o perdido, catalogado o especulado por Sigüenza- tiene de trastornar la realidad con la que entra en contacto, de alterar y remover sus condiciones y modos de vida, de -en fin- rearticular el (reticulado) archivo americano, siempre definitivamente inacabado, sacándolo del origen para volverlo a su radical, eso que no pertenece a la raíz solamente sino que las extrae también: matemática, histórica, métricamente.

Quizá por eso el verso de Rosario Castellanos sea tan preciso en 1968: “No hurgues en los archivos pues nada consta en actas”. Quizá por eso también, al leer “Vi los zapatos tirados en las zanjas entre los restos prehispánicos” la imagen -que en 2012 recuerda Poniatowska (2015PONIATOWSKA, Elena. La noche de Tlatelolco. Buenos Aires: Marea editorial; Era, 2015., p. 12) al prologar la crónica de ese mismo 1968, cuando una vez más se hizo evidente, pero no simple, el vínculo entre literatura y res publica-, esa imagen tan americana como discontinua, manifieste con exactitud sigüencista la porosidad de nuestra historia y nuestra literatura, una porosidad tan indeleble como la que Ernesto -protagonista de Los ríos profundos de Arguedas- siente al pasar la mano por el muro incaico de piedras peruanas, de donde salta un origen que obra, todavía y pese a todo, inacabado y furioso, ensangrentado y vital. Quizá por eso, multánime y definitivamente inacabado, polémico e inesperadamente presente, Sigüenza y Góngora y el archivo americano parezcan continuamente obligar a la historia y a la poesía a optar entre abandonar la especulación anecdótica para intervenir la polis bajo un signo distinto o volver al ostracismo custodiado por arcontes ajenos.

Referencias

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    Las ideas vertidas en este texto fueron presentadas en mayo de 2019 en el Seminario permanente de crónicas novohispanas y andinas (siglos XVI y XVII) - Dirección de Estudios Históricos (INAH - México), coordinado por las Dras. Clementina Battcock y Patricia Escandón. Agradezco los comentarios de estudiantes, docentes e investigadores presentes, así como el diálogo generoso y atento de las coordinadoras, que han enriquecido el presente articulo.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    30 Mar 2020
  • Fecha del número
    Jan-Apr 2020

Histórico

  • Recibido
    12 Set 2019
  • Acepto
    30 Oct 2019
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