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Políticas de la lectura

CONFERÊNCIA

Políticas de la lectura

Horacio González

RESUMO

O autor carateriza três estilos de leitura, aos que denomina pastoral, científico e autorreflexivo. As políticas de leitura traçadas pelo Estado na atualidade não podem ignorar que esses estilos coexistem na América Latina.

Palavras-chave: leitura; América Latina; Políticas culturais.

ABSTRACT

The author distinguishes three styles of reading, name its pastoral, cientifi c and autorreflexive. The politics of reading that the State formulates today can't to ignore the co-existence of these styles in Latin America.

Key words: reading; Latin American; cultural politics.

RESUMEN

El autor caracteriza tres estilos de lectura a los que denomina pastoral, científico y autorreflexivo. Las políticas de lectura trazadas por el Estado en la actualidad no pueden ignorar la coexistencia de dichos estilos en los países latinoamericanos.

Palabras llave: lectura; América Latina; políticas culturales.

Pensar contra si mesmo

O texto a seguir é "quase a transcrição" da exposição realizada por Horacio González na mesa-redonda do IV Congresso Brasileiro de Hispanistas, realizado em setembro de 2006 na UERJ, ao redor do tema de "Políticas da leitura". González é um professor universitário, como ele mesmo se define neste texto, e naquela ocasião participava dessa mesa como Diretor da Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Um dia antes, o escritor Eduardo Galeano optara por ler seus próprios textos nesse mesmo evento, para cuja abertura havia sido convidado. Horacio, com a finalidade de designar e interpretar formas de ler no mundo contemporâneo, retomou em sua exposição o ritual encarnado pela cena do escritor que lê para um grande público: com determinada impostação de voz, produz uma escuta de maciça identificação por parte do auditório e não apela ao debate pois, justamente, explora uma certa capacidade de produzir identificação.

Dizemos que se trata de uma "quase transcrição" porque na matéria do texto escrito fizemos o possível para deixar as marcas da reflexão de Horacio, realizada - como é seu hábito - "na hora", desvinculada de um texto ou de qualquer roteiro sobre o papel, vinculada ao ritmo da memória do que está por vir. Assim, tentamos preservar no texto transcrito o traço do ritmo da palavra arrancada dessa reflexão, as marcas da repetição que avança, a inflexão do esforço pela procura da coincidência da enunciação com o pensamento quando se tem - gesto habitual na fala de Horacio - o olhar fixo, procurando num recorte do vazio a formulação precisa do que estava sem dizer, contornando o já dito para provocar uma subversão ou para realizar a síntese que, neste caso, por exemplo, percorre vários séculos. Queríamos que na letra permanecessem a respiração e a voz do corpo que alentou essa enunciação.

No cerne desse modo de exposição que gostaríamos de chamar de "horaciana" há um exercício constante, inflexível por parte desse professor universitário: pensar contra si mesmo - ressoam aqui fragmentos de "Respiração Artificial", de Ricardo Piglia -, sem automatismos, submetendo o pré-construído a uma comoção, submetendo o fio do dizer a efeitos de sustentação sob o regime de novas ordens e relações metonímicas. Não submetendo o conhecimento, enfim, a uma mera trasmisão-reprodução.

Como leitores, gostaríamos de lembrar que na ocasião de sua exposição compartilhamos suas palavras com uma platéia que se identificou com a escuta laboriosa produzida a partir dessa posição que é um pouco a de um outsider. Os sentidos, como a chuva de átomos de Epicuro - estamos afetados por Althusser - se afastavam, se aproximavam ou colidiam com estremecimentos, rapidez e vigor.

Cabe tentar reproduzir essa cena, talvez com o intuito de desatar um processo pelo qual esses sentidos comecem a se agrupar e tomem corpo em formas de dizer que façam sentido em nossas sociedades, neste momento vertiginoso de uma contemporaneidade perturbadora. Agora, resta apenas convidar o leitor a protagonizar uma nova versão da cena que aqui tentamos evocar.

Maite Celada

La expresión "Políticas de lectura" recuerda la presencia del Estado, de los funcionarios, de los que diseñan un conjunto de decisiones a partir de un problema. No es una expresión antigua, se la escucha en la última década. "Política de lectura" tiene un poco el sabor de la filosofía francesa. Políticas de la escritura, políticas del deseo... Políticas de la lectura, traduzcamos por una pregunta: ¿qué hacer con la lectura y quién es el lector? Me parece que eventualmente eso puede interesar para definir qué es la política de la lectura o las políticas de la lectura. El plural - "políticas de la lectura" - anuncia cierta ambigüedad, la capacidad de elegir entre varias opciones y también implica el mundo incierto en el que se mueve este concepto. ¿Está desapareciendo la lectura?, ¿cuál será el porvenir del libro?, ¿hay una mutación histórica en la figura arcaica y venerable del lector? son preguntas que nos persiguen con una sombra de preocupación y a veces de catástrofe.

Me pareció que era interesante definir tres momentos o tres estilos de la lectura, tal como habitualmente la practicamos y tal como se la practica ante nosotros. Voy a tomar un ejemplo que ayer fue muy notorio: la exposición de Eduardo Galeano. Hay un tipo de lectura implícito en ese tipo de exposición; la llamo "lectura pastoral". Hay una pastoral en ese tipo de expresión y tiene una eficacia bien reconocida. Se supone que hay alguien que tiene una fuerza mediadora entre un conjunto de textos que tienen autor, en este caso escritos por el mismo conferenciante, y recogen viejos ejemplos de la aventura moral de la humanidad. Ese es el tema, el tema tiene una cierta herencia vinculada a la fuerte conjunción entre la lectura y el mundo de lo sagrado. La lectura es la vía por la cual se introduce a un sujeto, a un sujeto dramático, a un mundo de valores que muchas veces son valores sagrados. Pueden ser valores laicos, pero por detrás, o persiguiendo lo laico de una manera volátil pero efectiva, está lo sagrado. En el caso de este tipo de lectura, que tiene una fuerte tradición evangélica también, el lector participa de alguna manera de una escena que tiene algún tipo de impregnación con una misa, y eso es, como todos concordaríamos muy fácilmente, un espacio comunitario donde la lectura aparece enhebrando las conciencias, a modo de generar un momento colectivo de fuerte emoción. La lectura emotiva en plaza pública, de la cual se deriva el teatro y que es una fuerte herencia de los pueblos más antiguos - es sabido el papel que tiene el teatro en la fundación de la idea moral de la sociedad antigua - genera en el mundo moderno una profunda sensación de nostalgia respecto a ese momento luminoso de la humanidad, en el cual la lectura genera sujetos comunitarios o, como se dijo muchos siglos después, genera ciudadanos. Todo el aparato educativo surge de aquí, el aparato religioso surge de aquí, todo el ensayo pedagógico surge de aquí, todo el ideal pedagógico descansa en la idea de que hay una lectura a través de un expositor laico que, de una manera remota pero no difícil de reconocer, cumple ciertos papeles sacerdotales.

Esa lectura nos gusta, pero al mismo tiempo genera una inquietud que no puede disimularse, porque es la forma más arcaica de la lectura. Es la lectura por parábolas, es la lectura por la enseñanza inmediata que transporta la palabra con su propia carga moral. Cuando leemos en nuestra vida diaria, cuando leemos en la universidad o fuera de la universidad, esa lectura nunca está ausente. Los que practican esa lectura - que a veces se vinculan a la industria editorial de los best-sellers -, si manejan con cierta teatralidad el momento de revelación que esta tiene, pueden convertirse en figuras interesantes que, sin evitar clichés o sin evitar remover el viejo baúl de la humanidad, el viejo conjunto de conocimientos ya establecidos sin modificarlos para nada, consiguen emocionar.

No es de ninguna manera absurdo que en el lector universitario, en el lector científico, en el lector especializado, en el lector que, según el modelo de la universidad actual, dice "estoy trabajando un texto", la lectura se convierta en un modelo laboral, en un modelo disciplinario y en un modelo industrial. La expresión universitaria "estar trabajando un texto" está siendo utilizada por un lector que tiene también la nostalgia del viejo estilo pastoral.

El viejo estilo pastoral tiene la virtud de permitir un fuerte reconocimiento comunitario y, al mismo tiempo, debe postular la lectura a través de un despojamiento muy grande de su capacidad crítica y reflexiva, y de esa ambigüedad que tenemos todos ante un expositor; yo, por lo menos, la tengo. Ocurrió ayer con Galeano y ocurre con tantos otros: Galeano citó a un escritor argentino, Osvaldo Bayer, que tiene también una fuerte adscripción a esa lectura pastoral con fuertes modelos morales y con la recreación de un público que no disoció la idea del libro de la idea de misal. Frente a esa situación, el alumno universitario que dice que trabaja un texto también se siente involucrado, puesto que todos nos sentimos involucrados en una experiencia de lectura de esta índole aunque la sometemos a muchos ejercicios. Después decimos que vamos a trabajar un texto de Bajtin; entonces, aceptamos un modelo de lectura de fuerte cuño evangélico y una hora después trabajamos un texto de Bajtin o un texto de Foucault. Es decir, somos lectores que convivimos con la idea de que un texto con el medium pastoral nos involucra y nos hace revivir, muy remotamente, la idea de un rezo, de una plegaria; nadie está dispuesto a abandonar esa idea, y el funcionario estatal que forja políticas de lectura lo deberá tener en cuenta. Al mismo tiempo no estaríamos totalmente satisfechos si nos entregáramos enteramente a ese modelo de lectura. Ese modelo de lectura, como tiene un pequeño grano o grumo de demagogia, también hace de nuestra conciencia una conciencia que se entrega al pastor y, al mismo tiempo, se pregunta si esa entrega posee las precondiciones de emancipación adecuadas. Por eso, siempre en la lectura está en juego el dilema de la emancipación y también puede estarlo cuando trabajamos un texto y después lo leemos ante colegas que están especializados en la misma inquietud. Y sentimos que eso es un ámbito reducido, inexpresivo y sin conmoción moral, a pesar de la importancia que pudo tener nuestro trabajo.

Por eso, en nuestra calidad de lectores contemporáneos, creo que ninguno de nosotros está dispuesto a despojarse de la idea de que hay que hacer a veces, cuando se la solicita o cuando nos vemos sumergidos en ella, la experiencia pastoral, que es, de alguna manera, la experiencia de la televisión. Es el tipo de lectura que hacemos frente a la televisión, frente a la pantalla del computador, porque la idea del hipertexto, del texto conectado a todos los textos, es una idea que está sometida a una fuerte carga modernizadora y al mismo tiempo vuelve el texto a una edad muy arcaica, es decir, vuelve el texto a una comunión general de los textos, como decía aquí Muniz Sodré, donde la escena de la lectura, que es una escena finita, puede ser el teatro, el libro como objeto, puede ser la plaza pública, el orador de barricada, el discurso del político. Estoy pensando la lectura como un empleo amplio de la voz y al mismo tiempo la situación de la lectura frente al texto. En la situación evangélica o pastoral del lector - y la televisión no hace más que postular modelos de divulgación de la lectura que forman parte de esa pastoral - la oralidad está también presente de una manera ostensible y a veces estimulante. Pero la oralidad es un peligro para el texto, es un peligro para la escritura y es un peligro para la lectura, a no ser que volvamos a leer en voz alta como cuando en los monasterios medievales se descubrió que había que leer en voz alta. Es decir, que el sujeto, al leer, está reclamando también un vínculo comunitario a través de la voz. En la exposición de ayer de Eduardo Galeano, la oralidad y la teatralidad soplaban permanentemente, alguien había leído previamente, pero la oralidad acosaba. Tampoco estamos dispuestos a dejar que la oralidad deje de acosarnos, nunca estamos dispuestos a abandonar la oralidad. Sin embargo, y pese a ello, si sólo la oralidad contuviese nuestra pasión intelectual, comenzaríamos a añorar el texto, a pensar que algo se nos estará robando o que estamos siendo expulsados del paraíso de los textos.

Entonces, cuando se produce un acontecimiento como el de ayer, en una sala donde hay dos mil personas, que tiene una fuerte impregnación comunitaria, sentimos - debería decir "siento", pero estoy seguro de que "sentimos" - el momento originario en el que se recrea la fuerza de la lectura y el sentimiento de angustia que nos produce un empleo del estilo pastoral o evangélico que recrea la comunidad pero que no deja de hacerlo con cierta fuerza coactiva. Nos gusta, lo aplaudimos y nos reímos, pero también de alguna manera nos retira el gran poder emancipatorio de los textos. Es una discusión importante, ¿no es cierto? No dejo de estimarlo a Galeano, pero al mismo tiempo yo tengo también una discusión con él y creo que esa discusión es necesaria. Y no estoy diciendo nada que pueda ser desagradable, porque la atmósfera que crea este debate recuerda con armas legítimas que habría que revisar en cada caso la escena primitiva comunitaria de la pastoral y de eso no podemos despojarnos, no podemos estar todo el día trabajando textos, no podemos estar todo el día con operaciones textuales, con narraciones textuales o con saberes narrativos. No podemos estar todo el día imaginando que los textos son una materia prima que pasa disciplinadamente por nuestros aparatos de tornería mecánica, los que llamamos retórica, gramática o crítica literaria. Bueno, pero me parece, entonces, que hoy se puede hablar de un modelo de lectura tal como lo promueve la televisión, la industria editorial y que, en general, los aparatos pedagógicos de nuestros países no saben muy bien qué hacer con esto, qué libro proveer para la educación; aun sabiendo que la universidad es el lugar del pluralismo de los textos, la entrada a la lengua puede ser el lugar de un único libro. Este es un dilema que creo que nuestros países aún no han resuelto y que tiene que ver con lo que se llama habitualmente el libro de texto, con una expresión abarcadora, curiosa e interesante.

Bueno, yo pensé en otro lector que también me parece que no es el lector operativo que están promoviendo las universidades de toda América Latina hoy. Traté de darle un nombre, no sé si el más adecuado, el lector científico, el lector que trabaja los textos. No lo digo con ironía y no considero que esa sea una mala entrada a la idea del lector. Pero trabajar los textos supone antes, de alguna manera, construir un sujeto crítico que me da la impresión de que lo estamos construyendo en nuestras universidades: el sujeto crítico de la crítica cultural, literaria o histórica. Lo estamos construyendo con un lenguaje que ha perdido, en gran medida, la capacidad de la conmoción moral.

Cité a Bajtin por citar a alguien y, en su caso, esta capacidad no se perdió. En su caso está el drama de qué significaba ser un intelectual en la Rusia de los años 30, de los años 40; está totalmente el drama del intelectual ruso en un momento difícil. Sin duda este momento también es difícil, todos los momentos lo son. Entonces, me parece que en mundo de la crítica, de la pedagogía crítica, que quisiéramos para nuestros países, el que podamos dialogar de una manera productiva con el lector pastoral es un proyecto político, es un gran proyecto político. Casi me animaría a decir que es un proyecto político de emancipación y de liberación crear ese lector, que no es meramente crear un ciudadano, es algo más que crear un ciudadano.

"Promover lectores, promover ciudadanía", dice una idea de la Secretaría de Cultura de mi país. Bueno, sí, pero hay algo más ahí. A veces es promover algo que es lo contrario. Si promovemos sólo ciudadanos vamos a trabajar ciudadanos y vamos a homogeneizar de un modo inadecuado la idea de la ciudadanía. Si ciertas lecturas son realmente lecturas del límite, o sea, donde se desgarra el espíritu humano, puede no crearse un ciudadano, puede crearse una persona muy angustiada, pero eso no está mal. En realidad, ciudadanía sin angustia no va bien. La ciudadanía es el efectivo desarrollo de una situación de angustia que es el modo en que todos los días nos vemos obligados a elegir situaciones morales, o éticas, digo mejor. Digo morales en el sentido de crear nuestra propia voz para intervenir, aunque sea con una opinión, sin clichés y sin jergas, que son justamente los abusos del pastor, inevitables. Por eso, también el crítico interviene en su propio lenguaje con una cierta coacción liberadora, que lo obliga a recaer menos veces en su propio trabajo ya hecho, es decir, en su propia jerga, en sus propias decisiones lingüísticas ya tomadas. Es imposible hablar sin estructuras dadas, pero no es posible que nuestra vida ciudadana o no ciudadana, o la vida de nuestra angustia privada recaiga sólo en el uso de las estructuras lingüísticas previas. Somos en ellas y debemos ser contra ellas también. Ahora bien, me parece que hay un tercer lector, es el lector de la autorreflexión. Me pareció que hay que hablar de tres lectores: el lector científico, el lector pastoral y el lector de la autorreflexión.

Para finalizar, sólo diría con relación a nuestro trabajo en la Universidad, que el lector que se genera en ella debe tomar de todos estos ámbitos, sin despreciar ninguno. Por eso mis palabras, rememorando lo ocurrido ayer, no tienen ningún efecto de desdén. Galeano está muy tranquilo con su trabajo, me parece que hay que comentarlo en la universidad. Diría que se trata entonces del lector autorreflexivo - y este no es el lector pedagógico: nos gusta también ser lectores pedagógicos, aprender, nos gusta aprender, hay una satisfacción en saber que se sabe, descubrir que de repente algo cambió en nuestra vida -, lo que supone algo muy difícil. Sin duda lo digo por mí, pero sin duda todos nosotros sabemos lo difícil que es cambiar nuestra vida. La lectura es un instrumento de cambio, poderosísimo, pero para sentirlo realmente es necesario embarcarse en aventuras de lecturas que no siempre son pedagógicas. La pedagogía, es decir, la paidéia, aquello de lo que sabían muy bien los pueblos antiguos, era crear sin duda un ciudadano, pero un ciudadano trágico, es decir, capaz de verse como no ciudadano en algún momento de su vida y, por lo tanto, de seguir la búsqueda más allá del efecto de ciudadanía. Si nuestros procesos políticos, populares, solo crearan ciudadanía, aunque entiendo lo importante que es eso en cuanto elevar los niveles de justicia para quienes no tienen nada, también es cierto que muchas veces ciudadanizar a personas que tienen pensamientos populares de envergadura, es a veces hacerle perder algo de esa envergadura, de esa creatividad salvaje. Nuestros ministerios pedagógicos y nuestras políticas de lectura deben evitarlo.

Deben evitarlo porque es sabido que en las vidas menos pedagógicas, donde hay sabiduría, residen muchas veces elementos de una enorme fuerza creativa que a veces se pierden en la universidad. Lo digo con angustia porque soy un universitario de la Argentina, quizá no sea ninguna otra cosa que eso: ese lector, que somos nosotros mismos cuando leemos las grandes literaturas del siglo o de los años más remotos. Somos un poco herederos de Montaigne: la lectura como una renovación del alma, y el escribir como una búsqueda del sí mismo, del sí mismo más libre. El efecto que produce Montaigne con la idea de escritura atraviesa hasta nuestros años totalmente la vida intelectual de nuestros países. De Argentina sin duda. Hasta hoy se escribe bajo su influencia en la gran tradición del ensayo argentino. Pero basta pensar acá, en Brasil - sé que a algunos les puede no gustar - en Gilberto Freyre, Sérgio Buarque de Hollanda, basta pensar cómo escriben muchos periodistas en Brasil, basta pensar en Grande Sertão, de Guimarães, para percibir, con la complejidad del caso, que la vieja herencia de la escritura que sirve para liberarse a sí mismo y mostrar una aventura intelectual sin límites están presentes en nuestros países.

Entonces tenemos que pensar pedagogías que no excluyan al lector de esas grandes novelas, que es la herencia de la escritura que rehace el sí mismo del lector. De lo contrario sería una política chata, sí, para generar ciudadanía, perfecto, los dejamos tranquilos a los sociólogos, vamos a generar ciudadanía, pero hay que generar nuestra posibilidad de intervenir en las grandes convulsiones y también en la convulsión de nuestro espíritu. De ahí el giro a la sociología que tuvo la idea de las políticas culturales, aceptable para mejorar nuestras imperfectas democracias, pero lo perfeccionable tiene que ver con las aspiraciones de no retirar nuestra aventura de lector de ninguna de las aventuras posibles, de ninguna de las grandes innovaciones de la letra. Y por eso pensé, ya para terminar, entre las tantas cosas que podría mencionar, en un libro que siempre me gustó: "La teoría de la novela" de Luckács. No lo cito para jactarme de lecturas, porque ese es otro tema, la mención de las lecturas que uno hizo; hay que hacerlo con cuidado y, a veces, es preferible no mencionar que mencionar. Bueno, pero ya lo hice. En la Argentina se leyó mucho en los años 60, aquí se leyó mucho también. Carlos Nelson Coutinho y Leandro Konder fueron luckacsianos. Glauber Rocha - a quien admiré mucho y que se equivocaba mucho, pero se equivocaba de una forma luminosa - decía "mis amigos, Carlos Nelson Coutinho y Leandro Konder, saben mucho de Luckács, pero nunca han escrito nada sobre Jorge Amado". Es un problema, pero no quisiera abaratar el tema, porque cualquiera de estas dos personas escribiría muy bien sobre Jorge Amado. El tema es la cita, la cita universitaria, eso es lo que entiendo de Glauber Rocha, no que él se equivocara de una forma fácil de equivocarse. Por supuesto que estas personas que mencioné pueden escribir algo muy bueno sobre Jorge Amado. Pero el tema también es cómo escribimos nuestra lengua en el lugar en el cual somos. Y el verdadero lector no tiene un lugar muy fácil, es un lugar discutible.

Citar cinco veces a Luckács en una tarde ya compromete lo que se vaya a decir. Ya lo cité más de una vez y lo voy a citar de nuevo para que vean que lo que digo debe ser sometido a su propio cuestionamiento. Pero la "Teoría de la novela" también inventa un lector de tipo irónico, un lector de las "eras sin Dios" o algo así. El lector que tiene que someterse a la idea de que ya no hay soportes para la experiencia burguesa, para la experiencia ciudadana, y que solo se puede escribir de una forma irónica y que solo se puede leer de una forma irónica, es decir, en condiciones de disputar a nuestro mismo "yo lector" la conciencia lectora, la conciencia amable con la que lee y someterlo a un enjuiciamiento radical: esto que estás leyendo puede no ser cierto y puede no tener ningún valor pedagógico. Estamos en la era en la cual se han retirado los dioses, dice Luckács bajo la influencia de aquella época.

Entonces, estas son para mí todas las posibilidades de lectura, la que llamé pastoral, sin querer ser injusto con nadie; la que llamé científica, sin querer, mucho menos, ser injusto con el modelo de lectura metodológico, que tienen las universidades; y el modelo de lectura que llamé autorreflexivo, que construye el sujeto en el abismo. De esos tres yo me animaría a extraer si fuera posible para nuestros países, que la merecen, una gran política de lectura que sea, además, popular y democrática.

Datas de Publicação

  • Publicação nesta coleção
    25 Ago 2008
  • Data do Fascículo
    Jun 2008
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