Resumen
Históricamente, la educación especial ha sido abordada desde una perspectiva biomédica, donde la discapacidad se concibe como una deficiencia individual que debe ser diagnosticada, clasificada y tratada. Este enfoque ha generado prácticas educativas centradas en la normalización de los sujetos y en su adaptación a un sistema educativo que, paradójicamente, no ha sido diseñado para la diversidad. Foucault (1999) plantea que el saber y el poder están intrínsecamente ligados, y en el caso de la educación especial, esto se manifiesta en el control institucional que se ejerce sobre los cuerpos y las mentes de las personas con discapacidad. Este texto tiene como propósito problematizar las lógicas desde las cuales se emplazan las prácticas de una educación especial, apuntando a los retos epistemológicos y metodológicos que tiene el trabajar desde un saber multidisciplinar. Se parte del supuesto que, si bien hay avances en el conocimiento que rodea a la educación especial, no se ha reflexionado lo suficiente sobre las mediaciones que se hacen presentes cuando dichos conocimientos pasan de un espacio determinado a la práctica educativa específica y concreta.
Palabras clave
Educación especial; Educación inclusiva; Discapacidad; Metodología; Epistemología
Abstract
Historically, special education has been approached from a biomedical perspective, where disability is conceived as an individual deficiency that must be diagnosed, classified, and treated. This approach has generated educational practices focused on the normalization of individuals and their adaptation to an educational system that, paradoxically, was not designed for diversity. Foucault (1999) argues that knowledge and power are intrinsically linked, and in the case of special education, this is manifested in the institutional control exercised over the bodies and minds of people with disabilities. This text aims to problematize the logics underlying the practices of special education, pointing to the epistemological and methodological challenges involved in working from a multidisciplinary knowledge base. It is based on the assumption that, although there have been advances in the knowledge surrounding special education, there has not been sufficient reflection on the mediations that arise when such knowledge moves from a specific context into concrete educational practice.
Keywords
Special Education; Inclusive Education; Disability; Methodology; Epistemology
Resumo
Historicamente, a educação especial tem sido abordada a partir de uma perspectiva biomédica, na qual a deficiência é concebida como uma deficiência individual que deve ser diagnosticada, classificada e tratada. Essa abordagem gerou práticas educacionais focadas na normalização dos indivíduos e em sua adaptação a um sistema educacional que, paradoxalmente, não foi concebido para a diversidade. Foucault (1999) argumenta que conhecimento e poder estão intrinsecamente ligados e, no caso da educação especial, isso se manifesta no controle institucional exercido sobre os corpos e mentes das pessoas com deficiência. Este texto tem como objetivo problematizar as lógicas subjacentes às práticas da educação especial, apontando os desafios epistemológicos e metodológicos envolvidos em trabalhar a partir de uma base de conhecimento multidisciplinar. Parte-se do pressuposto de que, embora tenha havido avanços no conhecimento em torno da educação especial, não houve reflexão suficiente sobre as mediações que surgem quando esse conhecimento transita de um contexto específico para a prática educacional concreta.
Palavras-chave
Educação Especial; Educação Inclusiva; Deficiência; Metodologia; Epistemologia
Introducción
¿Qué implica hablar hoy de educación especial? ¿Desde qué posicionamientos teórico- disciplinares se está construyendo conocimiento en el campo? ¿Cómo este conocimiento es interpretado y puesto en acto a través de prácticas determinadas? ¿Qué efectos tienen esas prácticas en las condiciones materiales y simbólicas de existencia? ¿Qué relación tiene la educación especial con la educación inclusiva? ¿Cuál es el lugar que ocupa la educación especial en los discursos políticos y jurídicos?
En algún momento, la educación especial, en México, fue señalada como una forma de educación atravesada por una carga fuerte de discriminación:
En el comunicado No. 123/2018 de la SCJN, publicado hoy 3 de octubre, se informa la determinación de la Segunda Sala con respecto al Amparo. Sobre el derecho a la educación inclusiva, determina que “todos los niños, niñas y adolescentes con discapacidad pertenecen y deben integrarse al sistema educativo “general u ordinario” -sin reglas ni excepciones-, por lo que cualquier exclusión con base en esa condición resultará discriminatoria y, por ende, inconstitucional”, y sostienen que “en el Estado mexicano no se puede concebir la existencia de dos sistemas educativos: uno regular, para todos los alumnos, y otro especial, para las personas con discapacidad”.
(CDHDF, 2018)
Lo anterior es producto de una reducción que va de un saber al lugar en donde se realizan determinadas prácticas de intervención, encaminadas a favorecer procesos educativos y escolares. Cabe señalar que, en México, todavía existen espacios dedicados a atender a estudiantes con discapacidad, como los Centros de atención Múltiple (CAM), además de brindar servicios de atención a la escuela regular (Unidades de Servicios de apoyo a la Educación Regular). Son los primeros los que han merecido la crítica señalada en la cita anterior, puesto que todavía constituyen espacios segregados que no se articulan con un ideal de inclusión que sostenga a todos los estudiantes en los mismos lugares educativos, sin hacer distinción alguna, ni siquiera por el tipo y severidad de la discapacidad o el trastorno del neurodesarrollo.
No obstante, la disputa por el lugar donde se lleva a cabo el acto educativo adolece de un reduccionismo, al no permitir reflexionar sobre el potencial epistemológico que puede subyacer a las formas en que se ha producido conocimiento desde el plano de “lo especial”, restringiendo el debate solo al lugar/espacio y no así a los fundamentos de las prácticas realizadas.
En las últimas décadas, el avance en el conocimiento de problemáticas que están relacionadas con el desarrollo humano, llámese de índole cognitivo, neurológico, conductual, genético, etc., ha sido significativo y está en aumento. En este marco, los avances de las neurociencias y la neuropsicología han colocado al centro nuevas disputas por el contenido que conformará las explicaciones en torno a cómo deben abordarse las problemáticas de la educación especial (Caballero, 2019; Garnett, 2020; Garrido, 2014; Landivar, 2012; Mora, 2013; Ortiz, 2009; Rotger, 2017). De tal suerte que se ha hecho necesario el cambio nominal y nosológico de varios de los ahora llamados “trastornos del neurodesarrollo” (situaciones discapacitantes) y la discapacidad. Además de impactar las lógicas desde las cuales se produce conocimiento sobre este tema.
En este marco, los diseños experimentales, cuasiexperimentales y modelos animales han jugado un papel importante para la comprensión de los criterios etiológicos, las formas de organización y construcción de los diagnósticos y, por ende, las lógicas de abordaje e intervención (Rodríguez, 2005; Skrtic, 2009). Sin duda, esta generación de conocimiento ha contribuido a la comprensión de síndromes y trastornos que, para el caso que aquí interesa, representan retos significativos en materia educativa, sobre todo en México, en donde la apuesta por una educación inclusiva es un eje que atraviesa las propuestas curriculares y las prácticas que se llevan a cabo a lo largo y ancho del país.
No obstante, lo neuro como forma hegemónica, no solo de conocimiento del cerebro, sino de maneras en que se puede realizar la educación escolar, además de representar un avance en el conocimiento, implica un orden discursivo que enfatiza una forma de hacer investigación en el campo. Donde el conocimiento es aquel que se obtiene mediante la observación de fenómenos y el establecimiento de relaciones de causalidad, lo que lleva a la idea que el cambio o transformación puede darse a partir de la comprensión de aquellas variables que participan directamente en el acto de aprendizaje (Skrtic, 2009).
Sin embargo, la pregunta que queda todavía como una incógnita y que puede ser poderosa para reflexionar a profundidad sobre el impacto del conocimiento en las prácticas educativas y, sobre todo, en las formas de existencia, relación y experiencia al interior de los espacios educativos es: ¿Cómo este conocimiento se ha traducido en una mejora para las personas con discapacidad o con alguna situación discapacitante? En otras palabras, cómo lo que se produce en la investigación del campo de la educación en general y, en específico, de la educación inclusiva, representa mejoras en la vida de las personas.
Lo anterior representa un reto heurístico y epistemológico y no solo práctico. Es decir, dicha mejora en la vida no únicamente requiere que las prácticas realizadas por los profesionales de la educación, ya sea profesores de aula regular o de educación especial, sean más pertinentes, profesionales y de calidad. Implica revisar los elementos de orden simbólico que permiten el emplazamiento de estas acciones, lo cual demanda la superación de reduccionismos ahí donde la complejidad parece ser abundante.
Por ejemplo, no reducir lo educativo (refiere a las condiciones mediante las cuales es posible ser educado) al aprendizaje, el cual, en muchos casos, puede imaginarse como una cuestión individual, cognitiva, orgánica y, en últimos tiempos, neurológica. El primero parece preocuparse por la complejidad del fenómeno educativo, analizando las diversas dimensiones que pueden favorecer que el segundo pueda darse. En otras palabras, no se conforma con conocer el sistema fisiológico, orgánico o neurológico, además busca relaciones con los medios sociales y simbólicos que facilitan u obstaculizan que este acto educativo se lleve a cabo.
Con lo anterior, no se niega la potencialidad de los resultados de trabajos que apuntan a la comprensión de las cuestiones de índole “orgánico”, es decir, de todos los elementos que parecen servir de base para que el aprendizaje pueda darse. La crítica está en el necesario deslizamiento epistemológico que pase de pensar que las condiciones de posibilidad de una educación están en el sujeto (organismo biológico) y no en relación con un medio o contexto. O es lo biológico lo que permite la educación o, más bien, la cuestión implica una relación en donde no es suficiente un estado de “salud” para posibilitar un acto educativo, si las condiciones y situaciones no están alineadas.
No cabe duda de que gozar de una buena salud es determinante para poder participar en la vida social. No obstante, como ya Barton (1998) apuntaba, reducir la “calidad de vida” o bienestar de una persona (por ejemplo, con discapacidad) a un estado de salud reducido a la ausencia de enfermedad no permite superar un paradigma centrado en el déficit, limitando la existencia plena a la existencia de servicios de salud, rehabilitación o asistencia.
La preocupación por la salud no puede totalizar el espacio de vida de ninguna persona, más bien debe entenderse como una condición de posibilidad, pero no como la posibilidad misma de poder participar, ser y estar en este mundo. Si bien la educación especial puede ser considerada como una práctica educativa (social), no solo como un lugar, acción que también implica un ejercicio profesional (profesión) y un saber disciplinario (Gallego; Rodríguez, 2012), lo cierto es que escasamente se indaga sobre su estatuto ontológico y epistemológico (Skrtic, 2009). Así, en muchos casos, se ha hecho foco en la necesaria transformación de las propuestas de mejora (a nivel profesional y práctico) dejando intacto el conocimiento y saber desde el cual dichas acciones se emplazan.
En otras palabras, no se ha reflexionado lo suficiente sobre la articulación, traducción e interpretación que se lleva a cabo cuando el saber proveniente de disciplinas como la psicología y todo lo prefijado como “neuro”, así como perspectivas venidas del amplio campo médico, se hacen presentes en las prácticas de los profesionales de la educación especial. Por ejemplo, cómo pasa lo obtenido en los diseños experimentales a las aulas y a la atención de personas de carne y hueso; cómo impacta en la subjetividad e identidad de cada uno de ellos, o qué mediaciones son necesarias realizar para pasar de un resultado de investigación a una puesta en acto en escenarios no artificiales como los laboratorios, incluso las propias escuelas.
Si partimos del supuesto que todo conocimiento tiene un matiz construido (Knorr, 2005; Solís, 1994), es decir, que es resultado de los posicionamientos teóricos, ideológicos y metodológicos de los sujetos que los realizan, y que, por otra parte, son reproducidos (traducidos, interpretados) por otros sujetos en diferentes espacios, con fines similares, pero no idénticos (Becker, 2011), se puede argüir que no hay saber que pueda considerarse totalmente objetivo. Pues aquello que es producido está delimitado por ciertas condiciones espaciotemporales, intereses y objetivos que, al trasladarse a otros contextos, entran en relación en los mismos, dando como resultado nuevas interpretaciones y no así réplicas de lo que ya se había pensado como dado (una verdad que no requiere revisión).
Este texto tiene como propósito problematizar las lógicas desde las cuales se emplazan las prácticas de una educación especial, apuntando a los retos epistemológicos y metodológicos que tiene el trabajar desde un saber multidisciplinar. Se parte del supuesto que, si bien hay avances en el conocimiento que rodea a la educación especial, no se ha reflexionado lo suficiente sobre las mediaciones que se hacen presentes cuando dichos conocimientos pasan de un espacio determinado a la práctica educativa específica y concreta.
Por ejemplo, cómo los saberes sobre la cognición humana, el desarrollo humano y psicológico, el cerebro, entre muchos otros, no solo responden al problema desde una mirada médica en donde la finalidad es la cura del individuo, sino que además son capaces de situarlo de tal suerte que se observe el fenómeno desde su complejidad. Es decir, el paso de un problema de aprendizaje a uno educativo (inclusivo).
Cabe señalar que este problema no es novedoso, ya se ha emplazado anteriormente desde propuestas como las dictadas por la sociología del conocimiento (Knorr, 2005; Solís, 1994), incluso desde una perspectiva epistemológica y de crítica a las disciplinas psi, a partir de los trabajos de Foucault (1999, 2003), Goffman (2001), Canguilhem (1970), entre otros. Lo cierto es que dichas reflexiones y críticas no se habían dado frente a la impronta neurológica. Es decir, no habían abordado el reto frente a una ciencia que hoy goza de un aumento en su legitimidad por su estatus de cientificidad. Ejemplo de lo anterior, son una cantidad importante de trabajos que ponen foco de los hallazgos que pueden ser utilizados para la educación general y, sobre todo, la especial (Bringas González, 2014; Luzzatto; Shalom; Rusu, 2020). Lo cual representa una relación epistemológica específica, la que va de los conocimientos de un campo (neurociencia) al ámbito educativo, sin que lo anterior sea problematizado de alguna forma. Como si todo “problema” encontrado en un orden orgánico explicara una cuestión de índole educativo.
Este trabajo se justifica desde varias dimensiones. Por un lado, posee un valor científico, pues más que dar respuestas, abre un espacio de discusión y reflexión sobre el estatus de conocimiento que tiene la educación especial. Por otra parte, se justifica educativamente, pues contribuye al análisis y revisión de las formas y lógicas que guían las prácticas de los profesionales, visibilizando los posibles sesgos y retos que es necesario objetivar para dotar dicha acción de un elemento educativo y no solo escolar o de aprendizaje.
La problemática de la educación especial: una disciplina multiparadigmática
Históricamente, la educación especial ha sido abordada desde una perspectiva biomédica, donde la discapacidad se concibe como una deficiencia individual que debe ser diagnosticada, clasificada y tratada (De la Vega, 2010; Echeita, 2014; Skrtic, 2009). Es decir, en su genealogía, la búsqueda por la corrección y la cura de cuestiones que eran consideradas enfermedades era una de sus finalidades. Así, la mirada podría considerarse de “higienista”, pues desde una perspectiva epidemiológica, lo que se buscaba (busca) era rehabilitar aquello que no funcionaba desde un criterio de normalidad corporal.
De esta forma, enfermedad e incapacidad parecían conformar un punto que articulaba una “vieja noción” de discapacidad, basada en el déficit, la imposibilidad, la carencia, pero, además, el sufrimiento y la tragedia (Oliver, 1998). En este marco, las ayudas estaban centradas en la individualización del problema, la corrección o acción curativa y la posibilidad de integración en condiciones de normalidad al medio social y escolar.
La educación especial, cuya genealogía puede ubicarse en los principios de una psicología general (Coll, 2014) que buscaba construir tratamientos a personas consideradas en falta, deficitarias o, incluso, con una patología específica, ha sufrido una serie de cambios importantes en su devenir. Pues, de ser parte de una disciplina, pasa a ocupar un corpus disciplinar relativamente propio (Gallego; Rodríguez, 2008). Sin embargo, ese paso y la presencia de otras disciplinas como la pedagogía y, en la actualidad, la neurociencia, no ha quedado del todo explicado.
Por ejemplo, ¿es la educación especial una extensión de la psicología (pero también de la biología, la neurociencia, entre otras), por lo que basta aplicar los conocimientos y métodos producidos de ella para poder ejercer una acción considerada educativa? O ¿puede la educación especial articular a partir de un conocimiento pedagógico los aportes de las otras disciplinas y, incluso, puede contribuir a la generación de nuevos saberes?
Al parecer, algunas reflexiones en torno a esta situación se han obviado. Cabe señalar que no es que no se hayan llevado a cabo reflexiones en torno al estatuto disciplinar de la propia educación especial (Prado, 2019. Sin embargo, desde una perspectiva acotada, es decir, pensando el saber desde un elemento escolar y educacional. Incluso, es posible observar en diversos eventos académicos mesas en donde se plantean las posibilidades que los nuevos conocimientos psicológicos, médicos, neurocientíficos, puedan contribuir y ser “usados” para la educación especial (Wilcox; Morett; Hawes; Dommett, 2021). Sin que exista la posibilidad que más bien fuera al revés, pues si la educación especial aspira a tener un conocimiento disciplinar, las discusiones también tendrían que darse a partir de las posibilidades que tiene la práctica educativa (especial) de contribuir a los hallazgos de las demás disciplinas ya mencionadas.
Lo escolar-educacional es entendido, desde este trabajo, como aquello que está centrado en las formas en que se puede enseñar a alguien y el cómo puede aprender mejor; muchas veces reduciendo dicho aprendizaje a cuestiones escolares (limitado a lo dictado por los curricula). Las preguntas que más pueden atenderse desde esta perspectiva son: ¿cómo puedo identificar una discapacidad? ¿Qué tipos de discapacidades existen y cuáles son sus características? ¿Qué profesionales me pueden ayudar a “tratar” la discapacidad de la o el estudiante? ¿Cómo puedo ayudar a su rehabilitación? ¿Cómo afecta su discapacidad en su aprendizaje?
Desde este marco, dichas interrogantes no solo alimentan determinadas actividades y procedimientos investigativos (programas de entrenamiento e intervención que se ocupan de fortalecer habilidades por medio de reforzadores y ejercicios de repetición), sino que además provienen de emplazamientos en donde los propósitos o finalidades giran alrededor de identificar, tratar, curar, rehabilitar más y mejor. Queda claro que lograr lo anterior es sumamente importante, con esto no intentamos minimizar los logros alcanzados. Lo que es cuestionable puede ser su reduccionismo, pues al pensar que el acto educativo se limita a lo que puede ser enseñado y aprendido en un espacio institucionalizado como lo es la escuela, es decir, a su enseñabilidad (Fendler, 2000), se corre el riesgo de invisibilizar otras dimensiones que son constitutivas del propio aprendizaje.
Por ejemplo, se pierde de vista que, en la búsqueda por condiciones individuales de inteligencia, habilidades, destrezas, capacidades, se afirman valores sociales, económicos y culturales, no solo un ente biológicamente sano, sino un sujeto en relación con las exigencias de funcionalidad que no siempre representan una idea neutra de salud. En este marco, aunque las propuestas de la neurociencia aplicada a la educación, reconocer la “neurodiversidad” (Caballero, 2019; Landivar, 2012; Mora, 2013), es decir, aceptar que no hay solo un organismo que esté en déficit, sino una diversidad que muchas veces es incomprendida frente a las demandas sociales. Lo cierto es que muchas respuestas se emplazan teniendo como centro a la posibilidad de un cerebro (Pérez, 2019).
Sin embargo, el reconocimiento a la diversidad o, en este caso a la “neurodiversidad”, en donde toda diferencia no es mero déficit de aprendizaje, debe ser incorporado a otros modelos explicativos que no reduzcan las soluciones a elementos de orden neurocientífica, dejando de lado cuestiones socioculturales, históricas y subjetivas. En este marco, Nogueira (2022) señala un riesgo reduccionista y simplista al pensar que, por ejemplo, la solución de los problemas, aunque se reconozcan como desconocimiento de la neurodiversidad, se empeñen en trabajar a nivel individual.
En cambio, lo educativo, más que centrarse en las formas de enseñanza, aprendizaje y evaluación idóneas, se enfoca en las condiciones que posibilitan la cuestión escolar-educacional. En otras palabras, lo que interesa en este plano no es solo cómo pueden mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje en el aula, sino cómo esto es posible en determinados contextos y a partir de ciertas discusiones sociales en donde problemáticas de orden simbólico están presentes.
Por ejemplo, el efecto que tiene en la vida de las personas la asignación de cierto diagnóstico y su impronta totalizadora, la cual ejerce un poder que se traduce en la constitución de ciertas identidades (Fricker, 2021). O la reducción de las expectativas a partir de las asignaciones de posiciones epistémicas (Broncano, 2020), en donde ciertas personas devienen individuos que no poseen ciertas capacidades y conocimientos, por lo que de hecho pueden considerarse no completamente humanos (Goffman, 2001; Laing, 1975).
En otras palabras, la problemática de una verdad que aparece ahí donde el diagnóstico se hace presente, limitando las explicaciones a lo contenido en los criterios nosográficos o nosológicos, sin caer en cuenta que la existencia de las personas no puede reducirse a ciertas dimensiones intelectuales, cognitivas, escolares, neurológicas, médicas, etc. Por ejemplo, la respuesta que sostiene que todo problema educativo tiene su correlato en una cuestión neurológica, por tanto, las acciones educativas y prácticas deben tener como centro el cerebro de los sujetos.
Es necesario insistir que el problema no es el conocimiento generado en el laboratorio, en los modelos animales, en la consulta clínica y médica. Es obvio que los profesionales que se dedican a ello han cuidado todos los elementos posibles para “construir” conocimiento riguroso. El problema está en el desplazamiento de dichos campos a lo educativo. En la invisibilización de los sesgos, los posicionamientos, las mediaciones que hacen posible que dichos saberes se transformen en prácticas educativas.
Hay que recordar que las finalidades muchas veces no coinciden con sus efectos (Foucault, 1996). Así, aunque la mejora y avance en la precisión y claridad de las clasificaciones diagnósticas, puede ser un hecho para muchos, pues proviene de ejercicios con un alto grado de cientificidad (Uriarte, 2014). Como, por ejemplo, lo aportado por la psicología conductista (Caballo; Salazar, 2019), lo señalado como el avance científico de las pruebas psicológicas (Aragón, 2011). Aunque hay quienes más bien no reconocen su existencia cual sustancia (síndromes y trastornos, por ejemplo), recuperando su carácter constructivo y complejo (Boggino, 2011; González; Pérez, 2007). Lo cierto es que si la finalidad era la cura, la inclusión o la integración, el efecto es de exclusión social y simbólica, de estigmatización (Goffman, 2001) y de discriminación que puede pasar como legítima y justa.
Así, lejos de pensar que el problema del conocimiento de la educación especial parte de lógicas como la individualización de los problemas, la representatividad de los datos abstraídos a partir de dicho ejercicio de individuación, y la verdad asignada a partir de una mirada epidemiológica, se debe reflexionar sobre ¿cuáles han sido los medios epistemológicos (de conocimiento), ontológicos (asignación de formas de ser válidas), metodológicos y políticos desde los cuales se ha podido producir un determinado saber sobre la discapacidad o situación discapacitante? ¿No será que lo que entendemos por discapacidad o situación discapacitante es producto del ejercicio heurístico que hemos ejercido a partir de la selección de determinados instrumentos metodológicos? ¿Qué tan arbitraria ha sido dicha selección? ¿Hay una sola historia de su emplazamiento? ¿Qué tan “neutrales” son?
Lo anterior implica politizar la educación especial, es decir, criticar fuertemente la idea que el saber, al proceder de ámbitos como la psicología, la medicina, la biología, la neurociencia, constituidos en determinados regímenes de verdad, pasan al ámbito educativo de forma directa, sin que medien otros elementos, por ejemplo, los contextos, discursos, creencias e incluso perspectivas ideológicas desde las cuales se emplazan relaciones y prácticas educativas.
Pues, dicho enfoque ha generado prácticas educativas centradas en la normalización de los sujetos y en su adaptación a un sistema educativo que, paradójicamente, no ha sido diseñado para la diversidad. La educación especial ha operado, en muchos casos, como una forma de disciplina que regula y categoriza a los sujetos, estableciendo qué es “normal” y qué debe ser corregido (De la Vega, 2010).
Por ejemplo, en lo que respecta a la relación entre neurociencia y educación especial, el peligro nuevamente está en reducir las explicaciones, pasar de los problemas médicos que se entendían como “trastornos del desarrollo” ahora a “neurodesarrollo”, sin que esto implique transformaciones significativas y más bien refiera un ejercicio de suplementariedad donde lo cognitivo/fisiológico/mental pasó a ser ocupado por lo neuro. Nuevas explicaciones, mismas relaciones epistemológicas (Skrtic, 2009).
Así, ya no es solo una cuestión genética/fisiológica/cognitiva la que se debe tomar en cuenta para el acto educativo. Además, hay que comprender el cerebro del sujeto e identificar las partes que se encuentran comprometidas. Situación que sin una reflexión profunda puede dejar nuevamente intactas las injusticias educativas, al operar en un plano médico sin que se realicen los puentes con lo escolar-educacional y, sobre todo, con lo educativo (inclusivo).
Verbo y gracia, una niña de segundo grado de primaria fue con el neurólogo para que le realizara un diagnóstico solicitado por la escuela. El problema es que la niña en cuestión no socializa con sus compañeros y es agresiva. El resultado: un daño en la zona del cerebro relacionada con la empatía. La solución: abandonar la escuela, pues sin esa zona sana la niña jamás podrá ser empática, por lo que puede ser peligrosa para sus compañeros.
Lo anterior pierde de vista que la socialización y la empatía no solo dependen de la capacidad biológica, sino que también implican el soporte emocional y las relaciones posibles al interior de los espacios, en este caso el educativo. Cuando la niña sea expulsada legítimamente de la escuela, el cambio hacia la “antipatía” estará dispuesto, pues nunca habrá experiencias de referencia que posibiliten el encuentro intersubjetivo. Por otra parte, el tener comprometida un área cerebral que da cuenta de la posibilidad de ser empático, en ningún momento se vuelve una relación directa con la peligrosidad. No obstante, después de su exclusión podrá corroborarse más fácilmente, esto más bien fruto de la negación de una existencia y no solo de un déficit neurológico.
Para intentar revertir este efecto se hace necesario remarcar el elemento de justicia social, político y simbólico de lo educativo. Para ello, es necesario recuperar y problematizar discursos como el de la educación inclusiva, el cual busca signar las prácticas educativas y, también, las formas en que se produce conocimiento.
La educación, la escuela y la inclusión: ¿el problema solo está en la educación especial?
La investigación en educación es amplia, pues abarca diversas áreas temáticas, disciplinas y subdisciplinas. No obstante, los trabajos que se han relacionado de alguna forma con la educación especial hoy aparecen bajo la adjetivación de inclusivos. Cabe señalar que, en este trabajo, la educación inclusiva lejos está de ser una nueva educación especial, pues su genealogía es diferente. Mientras la educación especial posee características como:
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Naturaleza disciplinar: cuerpo de conceptos, métodos y objeto más delimitado;
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Tensión epistemológica entre los saberes que la sostienen: médico- pedagógico;
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Interés mayoritariamente práctico de intervención;
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Centro de la mirada: el sujeto y sus dimensiones;
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Interés escasamente político en su producción de conocimiento.
La educación inclusiva es más que una práctica de intervención desde lo escolar-educacional, que tiene una impronta despatologizadora de las diferencias. En el contexto de la Nueva Escuela Mexicana, la educación especial se plantea como un espacio y estructura de ayuda y apoyo al aula regular y, por ende, en los procesos de educación inclusiva. En México, la educación inclusiva es un eje articulador necesario para replantear no solo las prácticas educativas e intervenciones, sino también los marcos epistemológicos desde los cuales se produce conocimiento en este campo. Esto implica alejarse de enfoques reduccionistas y avanzar hacia modelos que reconozcan la diversidad como un valor educativo.
La problemática en torno a la inclusión de personas con discapacidad y las situaciones discapacitantes (trastornos del neurodesarrollo y de aprendizaje) en el espacio escolar ha sido una constante en las políticas mexicanas de las últimas décadas (SEP, 2022). La insistencia por una escuela para todos que sea realmente abarcativa de las diferencias ha estado en una tensión constante desde los propios movimientos de personas con discapacidad, intersectándose con cuestiones de género, etnia, preferencia sexual, etc.
El imperativo es la negación de ciertas formas de exclusión y segregación que, al haber sido naturalizadas, ya sea por un argumento biológico o por la reducción de los sujetos a meros organismos “defectuosos” (Laing, 1975), se han planteado como legítimas y, en algunos casos, justas. En este sentido, uno de los principales retos es un ejercicio que no solo debe dar cuenta de las transformaciones a nivel de las prácticas intra-áulicas e institucionales, donde se proponen nuevas formas de diseñar las relaciones pedagógicas entre los estudiantes, docentes y demás miembros de la comunidad educativa. Implica también una transformación de carácter estructural, que reivindique las relaciones que se dan a nivel social, económico y simbólico.
Lo cierto es que, cuando se aborda el tema de la educación inclusiva de personas con discapacidad y de ciertas situaciones discapacitantes, muchas veces los énfasis están puestos en esta primera operación. Donde el centro está en identificar cómo son posibles las mejoras al interior de las instituciones, en las propuestas de enseñanza y aprendizaje que deben cambiar para poder atender a las diferencias y mejorar así la convivencia dentro de la escuela (Cejas; Cermeño; Páez, 2014; De la Cruz, 2012; Murillo, 2018; Robles, 2021).
Esta postura ha sido fuertemente reforzada por propuestas como la de Booth y Ainscow (2000) que plantea que una educación inclusiva debe permitir la transformación de las culturas, las políticas y las prácticas que están presentes a nivel institucional (Cárdenas, 2014; Mendoza, 2018). Si bien se podría pensar que cuando se habla de culturas y políticas está presente un plano estructural, lo cierto es que la reflexión y alcance se queda a nivel institucional, lo cual no es incorrecto, pero sí limitado.
Pensar que la inclusión en educación puede reducirse o tener como finalidad llegar a la calidad educativa (Van-Dijk; González, 2013), representa una reducción basada en un proceso de individuación de dicha cuestión y se centra en un enfoque escolar-educacional y no así educativo. Lo cual es similar a la reducción propuesta como inclusión, donde la intención es la mejora de procesos personales en torno a la autoestima de los estudiantes, así como su desarrollo psíquico y emocional (Campa; Contreras, 2018).
Estas visiones adolecen de una mirada que permita no realizar una separación arbitraria de los componentes de la problemática. Es decir, no restringir las explicaciones y conceptualizaciones de la educación inclusiva a un plano instrumental que va a resolverse cuando las técnicas y estrategias empleadas hayan cambiado. Dicho ejercicio parece indicar que la solución es solamente una cuestión metodológica y didáctica que puede modificarse con capacitación y entrenamiento de los sujetos en lo individual o institucional (procesos de enseñabilidad).
Por otra parte, están las propuestas con una mirada más amplia, que se enfocan en una dimensión más política y legal. Así, la educación inclusiva no tiene solo la finalidad de transformar las prácticas escolares, también implica un tema de justicia social y derechos humanos (De la Cruz, 2020; Lormendez; Cano, 2020). Mirada que busca el reconocimiento de las personas como sujetos de derecho y no de asistencia, caridad o tratamiento médico. En cierta forma, se premia por un cambio político y simbólico, en donde se transformen las representaciones que históricamente se han construido en torno a la idea de discapacidad.
Cabe señalar que sobre la discapacidad se han constituido una serie de modelos y visiones (Brogna, 2009; Palacios, 2008), en donde las personas (con discapacidad) han transitado desde ser considerados inútiles y prescindibles, por lo que su muerte y exterminio podía ser considerada justa y necesaria, pasando por implicaciones sobre su estatus de castigo (ahora regalo divino), como sujetos de caridad y, sobre todo de asistencia médica (Barton, 2008).
Frente a estas perspectivas, el modelo social de la discapacidad y de derechos humanos ha emergido con la firme intención de politizar el problema, es decir, de recuperar el elemento político que le es inherente y que no se reduce a cuestiones técnico-instrumentales, de sanación de la enfermedad o de necesidad de caridad. Más bien implica un cambio simbólico-representacional sobre las visiones desde las cuales se habían instituido las formas de “tratamiento” de la discapacidad en lo social y escolar.
En el modelo social y de derechos contenido en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2008), en México, y referido por una cantidad importante de trabajos de expertos e interesados en el tema (Brogna, 2009; Palacios, 2008; Pérez-Castro; Cruz-Cruz, 2021), se busca la transformación de actitudes y prácticas por medio de un necesario cambio representacional, es decir, el paso de un sujeto de asistencia y tratamiento médico a uno de derechos.
No obstante la evidente ampliación de la mirada, no reducida a una cuestión técnica, basada en una búsqueda de reconocimiento político, adolece de ciertas simplificaciones u omisiones. Por ejemplo, pensar que el problema es una cuestión de representación, en donde lo que debe transformarse es la idea que se tiene de la discapacidad, es decir, las construcciones subjetivas que están instauradas en la cultura. Al haber hecho énfasis en la cuestión de los derechos, se dejó de lado la discusión sobre el cuerpo, dejando el mismo al modelo médico (Toboso; Guzmán, 2010).
Así, la experiencia de la discapacidad se bifurcó. Por un lado, estaba lo referente al “cuerpo discapacitado” que en manos del modelo médico seguía abordando el problema bajo la lógica del “tratamiento-cura” (Barton, 1998), es decir, pensando que uno de los principales problemas de las personas con discapacidad era su grado de incapacidad para poder hacer una vida normal como todos los demás, por lo que el cuerpo de los mismos debía ser curado o reparado, pues los déficits son una posesión y esencia que podía distinguir la discapacidad en cualquier espacio, incluido el escolar.
Lo anterior es visible y vigente en las prácticas y las relaciones que se establecen al interior de las instituciones educativas. La presencia del dispositivo “psi” (Braunstein, 2013) es una constante en espacios que se denominan “inclusivos”. Hasta para los padres de familia, la inclusión se materializa en México a través de la presencia de una educación especial que da una atención a los estudiantes con discapacidad (Cedeño; Cruz, 2020). Mientras que, por un lado, hay esfuerzos para cambiar las prácticas educativas y escolares, por medio de métodos y técnicas “innovadoras” que atendieran la diversidad de las instituciones. A través de las leyes y políticas se promovía el cambio representacional; la emergencia del reconocimiento de los derechos humanos y el papel de la educación como una exigencia mínima a nivel político.
No obstante, lo que dichos esfuerzos estaban obteniendo no implicaba más que una agregación que no ha permitido una transformación radical, esto debido a la ausencia de una reflexión de carácter ontológico y, sobre todo, epistémico sobre el problema. La existencia de la hegemonía sobre el cuerpo del modelo basado en el déficit, aunque con aparente margen de impacto frente a los cambios pedagógicos y políticos, siguió de forma subrepticia marcando la pauta para la posibilidad de un cambio auténticamente inclusivo.
En otras palabras, el problema seguía estando en la invisibilización y reflexión sobre el cuerpo, como si éste fuera sólo una cuestión biológica que no implicaba un ejercicio de politización. Mientras se politizaban otras esferas como la escolar, con sus didácticas y metodologías pedagógicas, se dejaba intacta la estructura ontológica y epistémica que permitía seguir relegando el cuerpo a una cuestión netamente orgánica, sin que otras explicaciones fueran posibles y plausibles.
Complejizar la mirada implicaría recuperar la reducción ontológica que muchas veces se expresó a través de la esencialización del “problema” a mera cuestión biológica-orgánica. Situación que no solo representa un aumento de la politicidad en el ámbito simbólico de la legalidad y lo jurídico, sino territorializa espacios que estaban excluidos por considerarse ajenos a las reflexiones de orden, por ejemplo, educativo. Elementos presentes en la propia educación especial, lo que hace argüir que dichas discusiones no solo están en un campo disciplinar específico, sino que también han impregnado el campo educativo, reduciéndolo a una cuestión escolar-educacional, dejando en segundo plano la cuestión de lo educativo como las formas en que es posible la educación.
En esta discusión es en donde se puede operar un cambio en los procesos de investigación en educación especial. Como ya se ha observado, la cuestión de los cuerpos de los sujetos está reducida a una cuestión biológica y orgánica, lo que hace pensar que no hay otras formas de explicar las existencias concretas de personas que están cobijadas bajo categorías como discapacidad. Por tanto, es sí o sí que la producción de conocimiento en educación especial debe basarse de forma hegemónica y, muchas veces única, en las propuestas venidas de disciplinas como la biología, las neurociencias, la psicología, las cuales visibilizan los problemas del cuerpo “discapacitado”. No obstante, si pensamos que lo educativo va más allá de la mera existencia orgánica, cabe la posibilidad de construir nuevas explicaciones a partir de otros posicionamientos.
Skrtic (2009) lo refiere como una puesta en tensión de las relaciones disciplinares de la educación especial, partiendo de elementos de orden epistemológico, en donde no basta con suplir saberes psicológicos por neurológicos, sin que estos más bien se dispongan a aquellos pedagógicos. Que piensen en las condiciones de posibilidad del acto educativo, formaciones que son cognitivas y neurológicas, pero también sociales, culturales y simbólicas. Atender a la diversidad hoy no puede reducirse a pensarla en clave de neurodiversidad o neurodivergencia, pues nuevamente se corre el riesgo de explicar la existencia solo desde una dimensión, lo cual puede facilitar procesos de reificación (Honneth, 2007), es decir, cosificar a la persona y reducirlo a meros intercambios neuroquímicos.
¿Qué es lo que hace especial a la educación especial? Acaso que atiende a sujetos que también son considerados especiales o será más bien que es una educación capaz de flexibilizar las rígidas estructuras escolares que legitiman exclusiones e injusticias. Si es la segunda respuesta correcta, no es suficiente cambiar las prácticas, sino, por justicia curricular, construir nuevas relaciones disciplinares y conocimientos que permitan una visión compleja de los fenómenos educativos.
Así, no basta con tener conocimiento de cuántos casos hay de tal trastorno o discapacidad, dónde están presentes, cuáles son sus correlaciones o relaciones con o entre ciertas entidades mórbidas, patologías, daños cognitivos o neurológicos, etc. Esto llevará sin duda a la investigación desde una perspectiva epidemiológica que tendrá su correlato en formas y lógicas de intervención centradas en el sujeto, lo cual no es incorrecto, sino más bien insuficiente. Si lo especial antes de serlo es educativo, debe poner foco y atención a las condiciones de cada estudiante y a las situaciones que vive para evitar reificar. También, debe emplazar un cambio en la práctica misma, que vaya de la segregación a la prescripción de adecuaciones, las cuales escasamente funcionan sin una incorporación integral por parte del profesor de aula, en colaboración y diálogo con el maestro de educación especial.
La investigación en biología, neurociencia, psicología, neurología, psiquiatría no puede ser directamente educativa. No solo es una cuestión de implementar sus hallazgos en un área escolar-educacional. Es un reto epistemológico que va desde la educación y sus elementos de orden didáctico y pedagógicos en claro diálogo con otras disciplinas, cuidando las relaciones asimétricas que pueden darse ahí donde el estatus científico se coloca por encima de los actos políticos que conforma lo educativo. Y que tienen que ver con la existencia de la diversidad en pleno derecho.
Conclusión
Repensar los procesos de investigación en educación especial supone partir de referir al cuerpo como algo más allá de su mera concreción física, fisiológica o psicológica, sino también simbólica. Pensar que el profesional de la educación especial cuando abstrae conocimiento para intervenir, rehabilitar, integrar, incluir, forzosamente hay una impronta política, pues siempre se realiza en un contexto, en un determinado orden simbólico desde el cual las opciones se pueden ver sesgadas.
¿Hay que incluir? Sí, por supuesto, pero, acaso la inclusión es: ¿Asimilar a los estudiantes a la institución escolar y no así respetar la singularidad de cada quién? ¿Imponer una estructura moral y cognitiva, donde el éxito o fracaso está en la adecuación o inadecuación del estudiante a la norma escolar? ¿Socializar a los estudiantes, pero desde una lógica coercitiva, donde se asume que la escuela debe defender las buenas costumbres y valores de su tradición sin crítica alguna? En lo que respecta a la producción de conocimientos habría que reflexionar sobre ¿cuál es la relación entre el método y el contexto de descubrimiento? ¿Son los datos descubiertos o producto de la relación entre el método y el objeto? ¿Cuál es el papel del investigador en la lectura, interpretación o enunciación de los hallazgos?
Lo anterior puede llevar a cuestionar elementos que parecen ocupar el lugar de lo dado y que invitan a ciertos reduccionismos: ¿hay un desarrollo humano que puede considerarse universal sea cual sea la situación, condición? (Reducción ontológica: cuestión biológica/ genética) ¿Hay una forma de cerebro universal ahistórica que puede separarse del cuerpo, su subjetividad y la experiencia? (Reducción ontológica: cerebrocentrismo) ¿Hay problemáticas neurológicas, fisiológicas, etc. que existen como una abstracción y que no responden a elementos de orden histórico y social? (Reducción ontológica: mero organismo).
El peligro es la producción de conocimiento con limitaciones como: tomar en cuenta algunos criterios (por ejemplo, la edad) como si fuera un universal que no respondiera a otras variables. Diagnosticar a estudiantes como si los problemas de índole orgánico, fisiológico o neurológico fueran problemas de aprendizaje individuales. Reducción del desarrollo humano a aprendizaje escolar. La escuela como espacio de “diagnóstico del desarrollo”. Patologización y aplanamiento de las diferencias.
Si reflexionamos desde este marco, la escuela parte de un arbitrario que es naturalizado. Impone ritmos y modos. Patologiza diferencias. No es un lugar neutral, sino político. En ella intervienen muchos factores que no pueden ser atribuidos solo al sujeto. Produce subjetividades escolarizadas. Para el investigador puede ser un lugar conocido, lo que facilita su naturalización
En otras palabras, hay que revisar la política cognitiva que subyace a la construcción de conocimiento por vía de las prácticas científicas. Lo anterior implica una crítica a pensar que existe un desdoblamiento de lo natural/biológico en lo social y escolar. Que cuando se realiza el diagnóstico y se interviene también existe una aplicación de criterios sociales y económicos haciéndolos pasar como “biológicos” que termina en una imposición de ritmos, tiempos y espacios institucionales (arbitrarios), legitimando estructuras universales: cognición, cerebro, capacidad, que no responde a una cuestión espaciotemporal.
En México, la educación especial presenta ciertas tensiones y retos de carácter epistemológico y teórico visibles en ciertas discusiones ya apuntadas en este trabajo:
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Onto-epistemológico. La discusión está al nivel del saber legítimo sobre un cuerpo cuya tensión entre lo normal y lo patológico posibilita la indecibilidad de lo que debe o no realizarse, significarse y practicarse.
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Relación de complementariedad. La existencia de modalidades paralelas que, dependiendo de la característica de las personas, sus habilidades y capacidades, puedan fungir como espacio educador que, basado en la particularidad, puede dar respuesta concreta.
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Articulación intersticial. En este punto es posible pensar que la relación refiere a cierta lógica de imbricación, en donde la conjunción de saberes permite imaginar la singularidad, la especifidad y la mismidad como parte de la complejidad humana.
Este último punto es el que es destacado en este trabajo, pues aquí es donde se encuentra cierto déficit en la investigación realizada, acción que incluso, a pesar de llevar el adjetivo “inclusivo”, no ha dejado de recibir de otras disciplinas saberes que nuevamente no pasan por una crítica y reflexión profunda y destacan los efectos que pueden tener en, por ejemplo, personas con discapacidad o en situaciones discapacitantes, ya sin mencionar cualquier referencia a cierta diferencia.
Por tanto, la investigación en educación (en lo general y la inclusiva) y en educación especial (en particular), requieren reflexionar sobre las mediaciones, sesgos y posicionamientos que son retomados desde las otras disciplinas y que crean la ilusión de la necesidad de una “buena” aplicación de los hallazgos y no de un diálogo constructivo que debe mediar el conocimiento que se pueda producir desde el ámbito educativo y no solo desde las otras disciplinas.
El cuidado siempre debe estar en no cosificar y despersonalizar. No confundir los nombres de las categorías con las personas. No reducir ontológicamente a la persona a su discapacidad, síndrome o trastorno. No clasificar sin antes reflexionar sobre el posicionamiento desde el cual se realiza dicho acto.
Agradecimientos
No se aplica.
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Financiación
No se aplica.
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Editado por
-
Editores Asociados:
Ana Luiza Bustamante Smolka https://orcid.org/0000-0002-2064-3391 y Silvia Dubrovsky https://orcid.org/0000-0001-6339-2855
Fechas de Publicación
-
Publicación en esta colección
18 Ago 2025 -
Fecha del número
2025
Histórico
-
Recibido
01 Jun 2024 -
Acepto
08 Jul 2025
