Open-access EL EJIDO COMO FORMA DE RESISTENCIA COMUNITARIA (ZACATECAS, MÉXICO)

THE EJIDO AS A FORM OF COMMUNITY RESISTANCE (ZACATECAS, MEXICO)

O EJIDO COMO FORMA DE RESISTÊNCIA COMUNITÁRIA (ZACATECAS, MÉXICO)

Resúmenes

Este texto busca reflexionar en torno a las prácticas sociales que se dan alrededor del ejido en México, las cuales presentan características comunitarias que sirven como forma de resistencia ante las políticas públicas de corte neoliberal. La hipótesis es que en todo el país el ejido funciona de manera similar, pero aterrizaremos el estudio en Zacatecas, uno de los estados con mayor porcentaje de población rural y migrante. Tras la Constitución de 1917, se implementó en México una Reforma Agraria que hizo del ejido el núcleo socio-político del país. A partir del estudio de las dotaciones, restituciones y ampliaciones de tierra durante el siglo XX, observamos que las Asambleas ejidales no sólo resuelven temas tocantes a la tierra, sino a la organización de los pueblos.

Ejido; Historia agraria; Comunitario; Política


This text seeks to reflect on the social practices that occur around the ejido in Mexico, which present community characteristics that serve as a form of resistance to neoliberal public policies. The hypothesis is that throughout the country the ejido functions in a similar way, but we will focus the study in Zacatecas, one of the states with the highest percentage of rural and migrant population. After the Constitution of 1917, an Agrarian Reform was implemented in Mexico that made the ejido the socio-political nucleus of the country. Based on the study of the allocations, restitutions and expansions of land during the 20th century, we observe that the ejido Assemblies not only resolve issues related to land, but also to the organization of the people.

Ejido; Agrarian history; Community; Politics


Este texto busca refletir sobre as práticas sociais que ocorrem em torno do ejido no México, que apresentam características comunitárias que servem como forma de resistência às políticas públicas neoliberais. A hipótese é que o ejido funciona de forma semelhante em todo o país, mas concentraremos o estudo em Zacatecas, um dos estados com maior percentual de população rural e migrante. Após a Constituição de 1917, uma Reforma Agrária foi implementada no México que fez do ejido o núcleo sociopolítico do país. Com base no estudo das concessões de terras, restituições e expansões durante o século XX, observamos que as assembleias ejidais não resolvem apenas questões relacionadas à terra, mas também à organização do povo.

Ejido; História agrária; Comunidade; Política


TIERRA, LIBERTAD E IDENTIDAD

El ejido mexicano es una forma de propiedad sui géneris, resultado de la Revolución de 1910, que consiste en dotar de tierra a una comunidad para usos diversos, que pueden ir desde cultivo y ganadería, hasta viviendas, con la particularidad de que la tierra es administrada por la comunidad, aunque su uso sea individual, pero los ejidatarios no pueden vender o arrendar sus tierras sin el consentimiento de una Asamblea (Morett-Sánchez, 2016). Es por ello que es difícil encontrar una definición única, se trata más bien, de un concepto polisémico y que se ha resignificado a partir de la Reforma Agraria implementada en 1917.

Históricamente podemos partir de la definición de Felipe II en Cédula del 1 de diciembre de 1573, en donde dispuso que “los sitios en que se han de formar pueblos y reducciones tengan comodidad de aguas, tierras y montes, entradas, salidas y labranzas y un ejido de una legua de largo, donde los indios puedan tener sus ganados” (Trujillo, 2015, p. 135). Por lo que en la época virreinal, se entendía por “ejido” el terreno con que se dotaba a los pueblos para apacentar a sus ganados y sembrar en colectividad, así como el propio fundo legal para la construcción de viviendas.

Esta definición se mantuvo después de la independencia mexicana, por lo que en el siglo XIX, las Leyes de Reforma (1857), con la intención de hacer de la tierra un bien comercial con capacidad de venta en el mercado interno, desamortizaron los ejidos y muchos pueblos se quedaron sin acceso a la tierra; lo cual fue una de las causas sociales que apuntalaron el movimiento revolucionario de 1910. Aunque la Revolución Mexicana comenzó como una lucha con objetivos político-electorales, pues se trataba de terminar con el régimen de Porfirio Díaz, quien había permanecido poco más de tres décadas en la presidencia del país (1876-1910), la desigualdad social enraizada en el ámbito rural, dio pie a otro tipo de demandas por parte de los alzados – campesinos en su mayoría, peones de las grandes haciendas – entre ellas, el acceso a la tierra.

Después de la Revolución, y con la consecuente Constitución de 1917, el artículo 27 dio pie a una Reforma Agraria en la cual el término ejido se resignificó, pues ya no sólo era esa tierra usada de manera comunal, sino que combinó características de una forma de propiedad individual (como la titularidad de las parcelas) con la propiedad colectiva (como la imposibilidad de vender o cambiar el uso de la tierra sin el consentimiento de una Asamblea). De esta forma, el ejido no puede ser entendido sólo como una forma de propiedad, sino también como una instancia político-administrativa, pues a partir de su institucionalización se convirtió en el eje articulador de la sociedad rural mexicana.

El ejido posrevolucionario es una institución que nació del conflicto armado y de la política de los bandos en disputa, pero, silenciadas las armas, se pasó a la consolidación del Estado y de su nuevo marco legal, del cual el ejido era una parte sustantiva en la correlación de fuerzas dentro y fuera del aparato estatal.

En este texto se pretende destacar el proceso mediante el cual la Reforma Agraria transformó al ejido y lo convirtió en parte del aparato estatal, usándolo como legitimador del nuevo Estado, pero al mismo tiempo concediendo al campesinado mantener sus prácticas comunitarias. Es decir, la productividad del campo pasó a segundo plano en un afán de consolidar políticamente un régimen y de perpetuar prácticas sociales tradicionales.

Pese a que el ejido se estableció bajo un solo marco legal en todo el país, en estas páginas usaremos el caso del estado de Zacatecas, una entidad que se ha caracterizado por una vocación económica centrada en las actividades primarias como: minería, ganadería y agricultura; las primeras dos impulsadas por las élites económicas de la entidad, y la última siendo la forma de subsistencia del campesinado. Es por ello que, para Zacatecas, la propiedad de la tierra ha sido un nodo político-social constante en la historia local.

Además se busca abrir, a partir de estudios locales, una línea de investigación y discusión en torno al papel del ejido en todo México, pues sus estudios han estado dominados por una dimensión económica, que desde una postura del desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, sólo señala el “fracaso” del sistema productivo (Kourí, 2015; Olmedo, 2009). Además, el ejido se ha estudiado como un simple resultado político de la Revolución de 1910 (Córdova, 1984; Meyer, 1992), es decir, ha sido visto “desde afuera”. Por lo que se busca aportar una visión del funcionamiento del ejido como núcleo político comunal, para conocer su funcionamiento interno y su importancia como núcleo de identidad local.

Por ello, metodológicamente trabajamos el caso de Zacatecas, con lo cual es posible construir algunas hipótesis relacionadas con la función política del ejido en todo México. Con base en ello, el hilo conductor del artículo está en la construcción de una nueva sociedad agraria basada en el ejido posrevolucionario, creando dinámicas que van más allá de la productividad económica, y que deben ser explicadas bajo nuevos matices teóricos.

Para entender mejor el contexto espacial de esta investigación es necesario detenerse en la regionalización del país. Historiográficamente se ha dicho que México se divide en cuatro regiones principales: a) las tierras bajas de la costa o zona sur; b) el norte fronterizo; c) la meseta central o zona occidental; y d) la costa del Golfo de México o zona oriental. Bajo esta propuesta explicativa, Zacatecas queda integrado a lo que se llama la meseta central, región que autores como John Tutino (1990) ubica desde las tierras del bajío y el centro de Jalisco hasta las zonas mineras y de pastoreo de San Luis Potosí y Zacatecas. Esta región, según el autor, sigue siendo “norteña” por el predominio de las grandes haciendas y la escasez de comunidades indígenas; aunque se volvió cada vez más “central” por su mayor densidad de asentamientos y su orientación económica hacia un mercado interno.

Mapa 1
– Regiones de México

Será entonces que a partir de Zacatecas buscaremos analizar al ejido desde sus aspectos sociales y políticos, de manera específica en el momento de transición antes y después de la Reforma Agraria, intentando resaltar la idea de una sociedad comunitaria que resiste ante los embates del capitalismo, puesto que las características del ejido han sido, durante el siglo XIX, la propiedad comunal, y en el siglo XX el trabajo y administración en comunidad.

Para el análisis del ejido se han revisado los expedientes de dotación de tierras en el Registro Agrario Nacional (RAN), institución surgida de la propia Reforma Agraria; en dichos expedientes se hace un recuento del proceso jurídico por el cual los pueblos solicitaban la creación de un ejido, y con ello el acceso a la tierra. Es importante señalar que estas fuentes no sólo reportan la resolución de la solicitud, sino que contienen los argumentos de los campesinos, mediante los cuales se justificaba su petición, la mayoría de ellos hacían énfasis en la tradición y los lazos comunitarios que dan identidad a los pueblos y comunidades solicitantes.

Es por todo lo anterior que consideramos que en la tierra se puede observar el núcleo de relaciones sociales y políticas que son indispensables para explicar el México contemporáneo. La lucha por una parcela y la consecuente creación de los ejidos como entidades político-administrativas son elementos en los que se condensa mucho de lo que ha pasado en el país en el siglo XX y que tiene reverberaciones en la actualidad.

Para dar un breve recorrido histórico acerca del tema, comenzaremos en la época virreinal, específicamente en las Cortes de Cádiz, en las cuales, el 12 de marzo de 1811, se definió que los indios y demás castas “tendrían derecho a lotes, pero para no perjudicar a terceros propietarios, habría que otorgarlos de los terrenos no repartidos llamados realengos” (Hurtado. 2022. p. 18)

Para este momento en que, al decir de Hurtado (2022), “sobraba tierra”, la repartición no fue un problema y se mostró la importancia que revestía para el Estado la protección a la propiedad privada frente a la necesidad de dotar de terreno a los pueblos. Desde 1812, con la Constitución de Cádiz, el gobierno de la Nueva España “promovió la simplificación de las múltiples relaciones de propiedad existentes en todo el territorio que se encontraba bajo su jurisdicción, reduciéndolas a dos posibles categorías jurídicas: propiedad privada y propiedad pública” (Torres-Mazuera, 2012, p. 70).

Una vez constituida como una Nación independiente, en México la discusión sobre la cuestión agraria fue recurrente, y durante prácticamente todo el siglo XIX, el objetivo de los gobiernos fue terminar con dos formas de tenencia de la tierra: la eclesiástica y la comunal. Estas mantenían un carácter corporativo que representaban lazos de continuidad con el Virreinato. De este modo, se buscó dar paso únicamente a la propiedad individual y pública que representaba una “propuesta (que) iba acorde con un paradigma evolucionista de propiedad según el cual la forma más acabada y moderna de propiedad era la privada e individual” (Torres-Mazuera. 2012. p. 70).

En el caso zacatecano, en las primeras décadas de vida independiente, “la intención de las distintas iniciativas sobre reparto de tierras […] fue contra la excesiva concentración de la gran propiedad” (Terán. 2021. p. 52), lo que nos deja ver que las ideas liberales iban encaminadas a la productividad. Acorde a ello, se propuso la creación de un Banco de fomento para estimular a los propietarios en la mejora de sus tierras. Sin embargo, “la tradición corporativa de algunos pueblos, representó un momento de contención de ese liberalismo expresado tanto en las constituciones estatales como en su reglamentación secundaria” (Terán, 2021, p. 52).

La resistencia de los pueblos se sustentaba en una lógica histórica heredada del Antiguo Régimen -caracterizado principalmente por formas de sociabilidad colectivas basadas en la tradición- en la que disfrutaban de privilegios como la posesión y goce de la tierra, por lo que la idea de repartir e individualizar la propiedad chocaba con la concepción tradicional del bien común. En las resistencias que se presentaron en el siglo XIX frente a la individualización de la propiedad, podemos observar claramente que las dinámicas sociales van a estar por encima de la lógica de mercado. Las comunidades rurales no tenían como finalidad la productividad y el comercio, sino el mantenimiento del estatus quo.

El siglo XIX mexicano se debatió entre dos grupos políticos: centralistas y federalistas, los cuales se transformaron en conservadores y liberales. Esta disputa trajo consigo la implementación de nuevos proyectos de Nación reflejados en textos constitucionales. En 1836 se promulgó una Carta de corte centralista, la cual denominó Departamentos a los estados y subordinó su actuar a las disposiciones del centro de la República. En materia agraria quedó establecido que sería facultad de los prefectos – figura administrativa a cargo de un conjunto de ayuntamientos – “arreglar gubernativamente y conforme a las leyes, el repartimiento de tierras comunes en los pueblos del distrito, siempre que con ellas no haya litigio pendiente en los tribunales” (Reglamento. 1837.) Pese al cambio de administración del país, la cuestión agraria iba en el mismo sentido, es decir, se buscaba liberalizar las tierras bajo un esquema de política anti-corporativa, teniendo como premisa básica la productividad.

Con la Constitución de 1857, la cual es calificada por la historiografía nacional como la que asienta el liberalismo en México (Cosío Villegas, 2014), se llegó a un punto crucial en el enfrentamiento de liberales y conservadores, pues la promulgación de dicha Constitución desencadenó una guerra civil que duró tres años, pero que dio a los liberales el triunfo y con ello la posibilidad de poner en práctica su proyecto político-económico. La Carta Magna de 1857 retomó leyes previas que significaron un cambio estructural en materia jurídica. Una de las leyes derivadas de ella es la Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas, decretada el 25 de junio de 1856, la cual señalaba en su artículo primero que:

“Todas las fincas rústicas y urbanas que hoy tienen o administran como propietarios las corporaciones civiles o eclesiásticas de la República, se adjudicarán en propiedad a los que las tienen arrendadas, por el valor correspondiente a la renta que en la actualidad pagan” (Ley de Desamortización. 1856. p. 1).

La Ley de 1856 puso en el centro político de la época a la cuestión agraria, convirtiéndola en el centro de tensión alrededor del cual se articularían las relaciones entre hacendados, campesinos, Estado e Iglesia. Una situación tan compleja que terminaría por estallar y convertirse en el epicentro de las demandas sociales de la Revolución mexicana de 1910.

Nuevamente la finalidad de la Ley era incentivar la productividad del campo, por lo que se buscaba despojar a la Iglesia de todos los terrenos que había acaparado durante la época virreinal y venderlos a pequeños propietarios que podrían invertir su capital y crear una agricultura competitiva en los mercados nacionales e internacionales. El problema con esta ley es que señalaba como objeto de desamortización a todas las corporaciones civiles y eclesiásticas, pues bajo el nombre de corporaciones:

se comprenden todas las comunidades religiosas, cofradías y archicofradías, congregaciones, hermandades, parroquias, ayuntamientos, colegios, y en general todo establecimiento o fundación que tenga el carácter de duración perpetua o indefinida (Ley de Desamortización. 1856. p. 1).

Pensada para elevar la productividad, esta Ley tuvo un efecto sumamente negativo en el país, pues eliminó las propiedades tanto ejidales como comunales, ya que al tener el carácter de corporaciones pasarían a ser desamortizadas y vendidas al mejor postor, lo que traería como consecuencia la concentración de la riqueza en unas pocas manos, dando origen a un latifundismo exacerbado en el país. Con motivo de esta Ley, los pueblos se vieron en la necesidad de luchar para defender sus derechos territoriales, lo que a la larga fue una de las causas de la Revolución Mexicana de 1910. Los habitantes de los pueblos trataron de implementar diversas estrategias de resistencia, no siempre de tipo violento. Aprovecharon los huecos legales y retardaron los procesos de desamortización mediante el entorpecimiento del aparato burocrático encargado de la expropiación de tierras (Craib. 2004). Del mismo modo, desde finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, se generaron numerosas falsificaciones de Cédulas reales con las que los pueblos respaldaban su derecho por la tierra; por lo cual, se realizaron conversiones legales, más no de hecho de las tierras comunales, es decir, a pesar de existir una configuración territorial basada en la propiedad privada, en realidad los pueblos mantuvieron sus prácticas comunales.

El impacto de esta legislación para Zacatecas se puede observar a través de la iniciativa del gobernador Trinidad García de la Cadena (1868-1870), quien propuso una Ley de Terrenos Baldíos, en la que se establecía que serían las asambleas municipales – valdría la pena subrayar la mancuerna histórica que hacen municipio y ejido como instancias políticas en el México rural – las responsables de adjudicar la mitad de los baldíos a los vecinos de su comunidad (Terán, 2021, p. 116).

Este intento estatal por dar acceso a la tierra al campesinado no logró cuajar debido a los desencuentros políticos que enfrentaron al gobernador Trinidad García de la Cadena con el presidente de la República, Benito Juárez. El conflicto derivó en un enfrentamiento armado del cual el gobernador zacatecano no salió bien librado, y fue sustituido por un ejecutivo estatal que dio marcha atrás a esta posibilidad de redistribución de la tierra.

El conflicto de soberanías entre la federación y los estados es una clave constante para entender el desarrollo de la política en México, y en este caso en particular podemos ver que en el tema agrario se hacen presentes las diferentes perspectivas, pues desde la federación se tenía un proyecto nacional liberal, y en el caso estatal se estaba buscando justicia social, propuesta que fue tachada de “comunista”. Pero en estas discusiones podemos observar el prefacio de lo que sería el ejido posrevolucionario, con sus particularidades y problemáticas, las cuales trataremos de explicar a continuación.

EL EJIDO POSREVOLUCIONARIO: ¿BASTIÓN DE LO COMUNITARIO?

En este apartado se pretende observar, con base en la dotación de ejidos, la transición de un constitucionalismo liberal a uno de corte social, que fue una transformación ideológica-constitucional fundamental para explicar el siglo XX mexicano. El conflicto por la tierra es un reflejo claro de la transformación en el proyecto nacional, en el que temas como la propiedad privada y la justicia social serían claves para entender la visión posrevolucionaria, la cual no es producto únicamente de los gobernantes, sino que implica una intrincada relación de poder entre los campesinos y sus representantes.

Por ello, nos interesa poner énfasis en el papel del campesinado, el cual supo aprovechar la coyuntura política y vio en el ejido una forma institucionalizada para mantener sus formas de trabajo y organización social al interior del núcleo agrario.

Ya hemos dicho más arriba que la Revolución de 1910 inició como un conflicto entre las clases medias y la élite política. Lo que se pretendía era una renovación en los cuadros de poder, pues la figura de Porfirio Díaz llevaba más de tres décadas conduciendo los destinos nacionales. La primera fase revolucionaria concluyó en 1911 con el exilio de Díaz y la llegada al poder de Francisco I. Madero, hacendado norteño que veía a la tierra, como muchos de los gobernantes del siglo XIX, en términos de productividad. Su cercanía con los Estados Unidos hacía que su proyecto agrario fuera encaminado a la exportación de productos agrícolas y ganaderos, por lo que la pequeña propiedad era el modelo que mejor se ajustaba a esta visión liberal.

Sin embargo, fue justo la falta de una transformación radical la que hizo que su gobierno no pudiera consolidarse, ya que algunas facciones armadas que se levantaron en 1910, exigían cambios más allá de la transición democrática. Un caso paradigmático para México es el movimiento zapatista, el cual tenía como bandera principal la necesaria redistribución de la propiedad. Womack (1985) subraya la originalidad de la propuesta agraria impulsada por el zapatismo, pues señala límites específicos a las propiedades agrícolas individuales, así mismo hacía hincapié en la definición de inalienables a perpetuidad los derechos de los pueblos sobre las tierras; otra idea radical consistía en la propuesta de que la ejecución de la Reforma Agraria no recayera en las autoridades federales, ni siquiera las estatales, sino en las municipales, pues las consideraban las más cercanas al pueblo, pues en ellas se asentaban los lazos de sociabilidad más estrechos, los dados por la comunidad (p. 398).

El asesinato de Madero en 1913 dio inicio a una nueva fase revolucionaria, en la que caudillos populares como Francisco Villa y Emiliano Zapata jugaron un rol fundamental, encabezando ejércitos campesinos que no tenían otra motivación que la de obtener su independencia respecto a los dueños de las haciendas y hacerse con un pedazo de tierra.

La lucha armada duró cuatro años más, en un primer momento las facciones revolucionarias iban en contra del asesino intelectual de Madero y quien se había auto-proclamado presidente de la República, Victoriano Huerta, un militar que pretendía seguir los pasos del exiliado Díaz. Al derrotar a las fuerzas golpistas en 1914, las diferentes facciones levantadas en armas a lo largo del país intentaron ponerse de acuerdo acerca del proyecto nacional, pero las diferencias ideológicas llevaron a otros tres años de guerra civil. Durante estos años, se impuso la visión de un personaje más cercano a la idiosincrasia maderista que a los principios zapatistas: Venustiano Carranza, quien se auto denominó como “jefe del ejército constitucionalista”, lo que nos habla de su apego a la Carta de 1857, además convocó a un nuevo Congreso constituyente en diciembre de 1916, como un acto simbólico para marcar el fin del conflicto armado y elaborar un nuevo proyecto de Nación.

La Constitución de 1917, marcó el cierre del movimiento revolucionario mexicano, en ella Venustiano Carranza – caudillo representante de la clase media norteña – como partidario del enfoque liberal, proponía mantener la pequeña y mediana propiedad; y su propuesta inicial, la Ley del 6 de enero de 1915, no pretendía violentar el sagrado derecho liberal a la propiedad, por lo que se hablaba de indemnizaciones previas a los hacendados. Sin embargo, en el texto constitucional de 1917, el artículo 27 al introducir el concepto de utilidad pública abrió la puerta a una nueva forma de constitucionalismo, al que podemos darle el adjetivo de social. Dicho artículo señala lo siguiente: “La propiedad de las personas no puede ser ocupada sin su consentimiento, sino por causa de utilidad pública y previa indemnización” (Constitución, 1917).

La mencionada Ley del 6 de enero de 1915, en su artículo 3º, piedra angular en la legislación agraria posrevolucionaria, señalaba lo siguiente:

Los pueblos que, necesitándolos, carezcan de ejidos, o que no pudieren lograr su restitución por falta de títulos por imposibilidad de identificarlos o porque legalmente hubieren sido enajenados, podrán obtener que se les dote del terreno suficiente para restituirlos conforme a las necesidades de su población, expropiándose por cuenta del gobierno nacional el terreno indispensable para ese efecto, del que se encuentre inmediatamente colindante con los pueblos interesados (Ley del 6 de enero, 1915).

Pese a la innovación en cuanto al bien común, el marco jurídico seguía siendo el de las Leyes de Reforma de 1856, pues se estipulaba que se declaraban “nulas todas las enajenaciones de tierras, aguas y montes pertenecientes a los pueblos, otorgadas en contravención a lo dispuesto en la Ley de 25 de junio de 1856” (Ley del 6 de enero, 1915). Por lo que el “espíritu” de la ley seguía siendo liberal, dado que el derecho a la propiedad era considerado natural del individuo y no se podía simplemente enajenar, había que indemnizar a los terratenientes afectados y quienes se encargarían de ello serían los propios campesinos beneficiados del fraccionamiento.

Al triunfo de Carranza se llamó a un Congreso Constituyente como forma de materializar y legitimar un nuevo proyecto de Nación, allí el tema agrario sería fundamental, puesto que representaba una de las promesas más sentidas del movimiento. Así, el Ejecutivo debía andar con “pies de plomo”, pues, aunque no pretendía atacar las bases del derecho de propiedad, debía satisfacer al ala radical agrarista. La propuesta enviada por Carranza al Congreso hacía énfasis en la expropiación y restricción de los derechos de propiedad de las corporaciones religiosas y de los extranjeros, siguiendo lo establecido en la Carta Magna de 1857, pero en términos de restitución o dotación de ejidos iba con más cautela, pues establecía que: “la propiedad privada no puede ocuparse para uso público, sin previa indemnización. La necesidad o utilidad de la ocupación deberá ser declarada por la autoridad administrativa correspondiente; pero la expropiación se hará por la autoridad judicial...” (Gómez, 2016, p. 100).

De esta forma, la Carta Magna mexicana hacía hincapié en que el ejido no debía ser la única forma de propiedad, y aludía a la posibilidad de los fraccionamientos, propuesta que se corresponde al constitucionalismo liberal decimonónico, puesto que tenía como telón de fondo una idea mercantilista de la agricultura, ya que planteaba la creación de la pequeña propiedad, en la que los hacendados fraccionaran ellos mismos sus latifundios para estimular la producción, poniendo a la venta estas fracciones de su terreno a quienes pudieran pagarlas, pues ello implicaba solvencia económica y capacidad productiva (Cuevas, 2021).

Por su parte, el reparto de ejidos es la manifestación de un constitucionalismo social, pues tiene como meta principal no la producción sino el beneficio del campesinado a través del reparto de tierras. Esta repartición no contaba con un pago de por medio ni tampoco la necesidad de comprobar capacidad productiva. El ejido se planteó como una recompensa y no como un compromiso, de ahí que los ganadores en este proceso fueran los campesinos, quienes obtuvieron independencia respecto al patrón, y pudieron mantener sus formas tradicionales de cultivo. El acceso a la tierra se convirtió en el estandarte de la justicia social, puesto que se enarboló el derecho de los pueblos a la tierra, para con ello reparar la deuda histórica que las expropiaciones del siglo XIX habían dejado en las comunidades.

La productividad no fue el eje de la Reforma agraria, sino el reconocimiento a las prácticas sociales de los pueblos, es por ello que desde la perspectiva económica el ejido ha sido considerado un fracaso, pero en términos culturales e identitarios el ejido se convirtió en la piedra angular del México rural del siglo XX.

Para el caso zacatecano fue el 20 de noviembre de 1917 que se expidió la Ley Agraria del estado,1 cuyo fin era “crear, proteger y fomentar la pequeña propiedad” (Ley Agraria, 1917). La ley muestra la preocupación del gobierno local de no enfrascarse en una confrontación directa con los terratenientes; ya que se establecía que los fraccionamientos fueran hechos de preferencia por los propietarios, además de que sólo se decretarían expropiaciones sobre los terrenos si existían solicitudes previas.

Esta Ley Agraria establecía el fraccionamiento de los latifundios, con sujeción al pago de la tierra por parte de los campesinos favorecidos, fijando un máximo de 2000 hectáreas para la propiedad rústica. Los lotes de terreno que debían ser entregados a los campesinos variaban de acuerdo a las características del terreno: de 3 a 25 hectáreas para las tierras de riego, de 7 a 75 para las de temporal y de 100 a 2000 para las utilizadas en agostadero. Estas dotaciones debían ser pagadas por los campesinos en 48 años, con un interés del 5% y a un precio que no excediera el valor catastral más el 30%. Sin embargo, las trabas y dificultades que los propietarios opusieron a esta ley, obligaron al gobierno zacatecano a modificarla. En esta primera ley estatal podemos observar una doble intencionalidad por parte del gobierno local: pacificar a las masas a través del reparto, y al mismo tiempo legitimarse políticamente (Cuevas, 1998, p. 249).

Dos años más tarde, en 1919, se expidió en Zacatecas una nueva Ley agraria, la cual afirmaba que en el estado:

“debe existir la gran propiedad, la media y la pequeña. Los terrenos áridos del norte del Estado, impropios para el cultivo y utilizables tan solo para la cría de ganado, no se transformarán en campos fértiles por el solo hecho de fraccionarlos. [...] Sujetar estas tierras al fraccionamiento legal, produciría el ruinoso efecto de paralizar la producción” (Ley Agraria. 1919).

Por lo tanto, la legislación en Zacatecas se ceñía al proyecto agrario carrancista, pues intentaba mantener el equilibrio entre la productividad del campo y otorgar tierras a los campesinos a manera de compensación, pero sin la modificar la estructura de la forma de propiedad.

Vemos en estos primeros años de aplicación de la Reforma agraria esa ambivalencia entre el modelo liberal y el social, entre privilegiar la productividad o la justicia social. La década de 1920 sería clave para definir el rumbo de la política agraria mexicana, pues en un país que había pasado por una cruenta guerra civil, en la que el campesinado fue quien pagó la mayor cuota de sangre, y en donde la injusticia de los hacendados se convirtió en bandera de los caudillos revolucionarios, resultaba muy difícil ignorar las peticiones de tierra. La salida frente a estas fuerzas sociales que buscaban reformas fue la creación del ejido no como una actividad económica, sino como una cuestión de justicia social, en donde el ejido ya no sería el camino hacia la pequeña propiedad, sino que se convertiría en una unidad de producción y de organización social.

Por todo lo anterior, es válido decir que el ejido instituido por la Constitución de 1917 implicó tanto ruptura como continuidad, pues se buscaba, por un lado, incentivar la idea de una agricultura productiva y competitiva, pero al mismo tiempo se intentó reinstaurar una idea que provenía de la época virreinal y cuyos orígenes se remontaban a los pueblos coloniales de indios.

El argumento de Díaz y Díaz (1987) fue que el ejido conciliaba fórmulas peculiares de apropiación extra-mercantil de la tierra, las cuales podríamos definir como “pre-capitalistas”, con una concepción de tipo tutelar por parte del Estado liberal y capitalista. La particularidad del ejido posrevolucionario reside en la conciliación de formas de propiedad aparentemente contradictorias, pues por un lado, se reconocía la unidad de dotación individual, con características similares a la propiedad privada, pero al mismo tiempo, ésta se ubicaba dentro de la tenencia corporativa o comunitaria de la tierra.

El ejido fue reinventado bajo el artículo 27 de la Constitución de 1917, el cual lo usó y resignificó como una forma de organización político-económica, siendo una institución del Estado. La idea comunal del antiguo ejido del siglo XIX se refería a las tierras que eran utilizadas por el común, es decir, los bosques, pastizales y demás terrenos que constituían el fundo legal, mientras que el ejido del siglo XX fue entendido como una parcela de uso individual, en donde lo comunal no era el trabajo, sino la administración de las tierras. Fue en 1920, en la Ley de Ejidos donde se dio una primera definición oficial, la cual indicaba que: “la tierra dotada a los pueblos se denominará ejido, y tendrá una extensión suficiente de acuerdo con las necesidades de la población, la calidad agrícola del suelo, la topografía del lugar, etc.” (Ley de ejidos, 1920).

Las unidades de dotación asignadas a cada ejidatario tenían algunas características que la acercaban al modelo de propiedad privada: derechos a la herencia, derecho sobre las decisiones respecto a ésta, exclusión de otros ejidatarios. Pero al mismo tiempo – al menos hasta la reforma de 1992 – se diferencian de la propiedad individual por tener las siguientes restricciones: inalienabilidad, inembargabilidad e imprescriptibilidad. En términos legales el sistema agrario funcionaba como un usufructo que el ejido como corporación otorgaba a los ejidatarios (Torres-Mazuera, 2012, p. 72)

Tenemos entonces que el ejido mexicano posrevolucionario tuvo en su seno la contradicción de una propuesta liberal de la propiedad individual y una perspectiva comunitaria que asociaba el trabajo, la tierra y la pertenencia a una comunidad. El ejido posrevolucionario significó la creación de una nueva comunidad política y una nueva forma de participación política del campesinado, a la cual algunos autores han llamado “ciudadanía agraria” (Azuela, 1998; Baitenmann, 2007; Léonard; Velázquez, 2010).

La asignación de las tierras [cuando un ejido era dotado]... la hicieron los propios ejidatarios. Con su experiencia definieron qué superficie era apta para el cultivo, cuál debía permanecer como agostadero común, así como en dónde establecer el poblado. Las tierras de cultivo las dividieron con equidad, pero la justicia campesina era más precisa que la del gobierno, por lo cual a veces asignaron a sus representantes parcelas más grandes o cercanas al poblado. También corrigieron las omisiones o discriminaciones de las resoluciones presidenciales, asignando una parcela a quien había sido injustamente excluido (Warman. 2001. p. 82).

Intentaré resumir el procedimiento legal de dotación de ejidos de la siguiente manera: Primero se hacía la solicitud al gobernador del estado, quien la remitía a la Comisión Local Agraria (CLA), ésta a su vez se encargaría de recabar los datos necesarios para proponer la cantidad de hectáreas a dotar o restituir, o en algunos casos para denegar la solicitud; después de este trabajo – que podía durar años – la Comisión Nacional Agraria (CNA) revisaba el expediente y, en caso de coincidir con su contraparte Local, se expedía una resolución firmada por el Presidente de la República.2 Pero el proceso no terminaba ahí todavía, pues la posesión definitiva de las tierras –otorgada por un delegado de la CNA al Comité Particular Administrativo, elegido por los beneficiarios y que se encargaría de la distribución de los ejidos– podía tardar algunos años más.

Así, tanto el ejidatario como el ejido crearon una práctica diferente en la organización político-administrativa-social debido a la construcción de una legalidad ex profeso que les dio un marco legal que permitió legitimar las formas de trabajo colectivas. La legislación agraria, desde 1915, pasando por el artículo 27 y la posterior Ley de ejidos de 1920 fueron pasos en la adecuación del marco legal a la situación del campesinado mexicano. Así, el ejido se convirtió en una entidad con personalidad jurídica que respondía directamente ante el Ejecutivo nacional.

El ejido estaba sujeto a una pirámide institucional, pero al mismo tiempo, contaba con la prerrogativa del autogobierno en su interior, lo cual reforzaba formas heredadas de cohesión social y movilización política al interior del propio ejido.

Los campesinos vieron en el ejido la validación de su organización comunal, y rápidamente la usaron para convertirse en parte del entramado legal y político de la Nación emergida de la Revolución. Un ejemplo de ello es una Convocatoria que circuló en 1925 en el estado de Zacatecas, la cual decía lo siguiente:

Los agricultores, campesinos y vecinos de las congregaciones, rancherías y pueblos de los municipios de Valparaíso y Monte Escobedo se constituyen bajo el nombre de Jesús Talamantes, en partido económico-político para 1) gestionar y promover la acción de dotación y restitución; 2) celebrar juntas locales con el fin de conseguir que las elecciones de Comités Ejecutivos y Administrativos sean democráticas; 3) constituir cooperativas; 4) financiarse maquinaria agrícola; 5) solicitar a la CNA asesoría; 6) procurar que la Dirección de Instrucción Pública del estado designe maestros rurales que se encarguen de la educación de los hijos de los campesinos; 7) que de conformidad con el lema «la tierra es de quien la trabaja», se destruya el caciquismo pueblerino y se mate la política personalista; 8) establecer vías telegráficas y medios de comunicación; 9) estudiar la política agraria, para lo que el Partido Jesús Talamantes tomará participación [tanto] en la política local como general para obtener todos los beneficios que conceden las leyes; y 10) se une a los partidos agraristas de la República (Ran, 1925, Fj. 210).

Al movilizarse y organizarse en comités, ligas y confederaciones, el campesinado mostraba cohesión no sólo frente a los hacendados, sino ante el Estado, creando y fortaleciendo nuevas relaciones de poder.

Podríamos definir entonces al ejido posrevolucionario como una construcción político-administrativa compuesta por las tierras controladas por las unidades familiares que se crearon a partir de las dotaciones. En la Ley de Ejidos de 1920 se hacía hincapié en la importancia del colectivo familiar al señalar que

Los pueblos probarán su carácter de tales con cualquier documento oficial que demuestre que el núcleo de población fue erigido en pueblo […] pero de no existir ningún documento oficial, bastará para que un núcleo de población sea considerado como poblado agrícola, para los efectos de esta ley, un censo oficial, en el que se anoten más de 50 vecinos, jefes de familia (Ley de Ejidos. 1920).

La organización de los pueblos hacia su interior respondía todavía a la idea del bien común, por lo que el ejido asumió funciones más allá de lo agrario: construyeron escuelas, pagaban el salario a los maestros, construían caminos y pagaban la instalación de telégrafos y teléfonos en sus comunidades. Se asumieron desde el inicio como entidades con representación política, como lo deja ver la siguiente declaración:

…impulsados por el movimiento que se deja sentir en pro del Progreso nacional, venimos a tomar el puesto que esta evolución nos corresponde como pequeña entidad política integrante en nuestro estado: no podemos permanecer indiferentes a esta época de reivindicación de prerrogativas y derechos (Periódico Oficial. 1922).

El Código Agrario de 1940 -que recuperaba mucho de su precedente de 1920- producto del sexenio del presidente Lázaro Cárdenas -figura paradigmática en términos agrarios, ya que durante su gestión se repartieron casi 18 millones de hectáreas- se convirtió en la base legal del ejido, incorporando al campesinado en la estructura política posrevolucionaria a través de la Confederación Nacional Campesina en 1936. En este código quedaron sentadas las bases del ejido, en el que surgieron personajes que asumieron el rol político que los hacendados habían dejado vacante: los Comisarios y las Asambleas ejidales, organismos en los que se puso en práctica la democracia agraria y se retomaron formas tradicionales de organización, cimentadas en la familia, prácticas que le dan forma a la identidad comunal.

Fue así que el ejido se convirtió en ese espacio comunitario en el que los propios campesinos encontraron la posibilidad del auto-gobierno, dando la espalda a las políticas mercantiles y enfocándose en la auto subsistencia.

A manera de colofón

Habiendo quedado establecido el funcionamiento del ejido, las sociedades rurales se mantuvieron en el mismo patrón de comportamiento, sin embargo, el contexto económico mundial provocó un éxodo rural hacia las ciudades en las décadas de 1950 y 1960, despoblando al ejido y reduciendo sus posibilidades de supervivencia. Sin profundizar en estas últimas décadas, considero necesario dar un breve panorama del ejido en la segunda mitad del siglo XX, comenzando por decir que alrededor de esas décadas se dio una nueva crisis agrícola, ante la cual el Estado mexicano respondió en 1971 con la promulgación de La ley de fomento agrícola (LFA), la cual estaba diseñada para implementar políticas que buscaban fomentar la productividad en el campo y su articulación con empresas de comercialización privadas. Una institución que surgió en este contexto fue el Banrural, institución financiera y crediticia que fomentaba un cambio de enfoque al interior de los ejidos, priorizando el derecho individual de los ejidatarios sobre el derecho de los vecinos del poblado a la tierra ejidal y la idea del ejido como patrimonio exclusivo de los ejidatarios frente a la idea del ejido como patrimonio comunitario.

En la LFA se observa ya un interés estatal por “modernizar” al campo y restarle al ejido su presencia política. Es significativo el que los líderes campesinos y ejidales no fueran consultados en la planeación del Sistema Alimentario Mexicano (SAM) – política implementada durante la presidencia de López Portillo en la década de 1970 – o de la propia Ley para el Fomento Agrario (Wessman. 1982).

A partir del gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) se implementó en México el modelo neoliberal, el cual se caracteriza por la poca participación del Estado en las políticas económicas, permitiendo a los grandes capitales privados actuar con mayor libertad. En el terreno agrario se buscó transformar y dinamizar el sistema productivo, por lo que el ejido se convirtió en objeto de estas políticas, dada su baja productividad. Esto fomentó prejuicios por parte de actores del Estado frente a la figura del ejido, pues no importaban las relaciones comunitarias tejidas alrededor del ejido, sino los indicadores cuantitativos en términos de producción (Salazar. 2004).

De este modo, desde los años setenta y ochenta, se tejieron los argumentos contra el ejido. Por ello, en 1992, el presidente Carlos Salinas de Gortari implementó una reforma que consistió, básicamente, en otorgarles a los ejidos y comunidades agrarias certeza jurídica para poder adquirir títulos legales de posesión de la tierra y con ello, la posibilidad de venderla, en contraposición a lo establecido en la Constitución de 1917, la cual señalaba que “el uso o el aprovechamiento de los recursos, por los particulares o por sociedades constituidas conforme a las leyes mexicanas, no podrá realizarse sino mediante concesiones, otorgadas por el Ejecutivo Federal” (Constitución. 1917. Art. 27). La reforma de 1992 buscaba estimular la creación de la pequeña propiedad rural privada para “impulsar una agricultura competitiva en el mercado, pues la actividad agrícola ejidal se ha caracterizado por ser únicamente de subsistencia” (Decreto, 1992).

Sin embargo, tres décadas después de la reforma al artículo 27 constitucional, en la que los ejidatarios y comuneros dejaron de ser usufructuarios para convertirse en propietarios de sus terrenos, no se ha dado un proceso de disolución del ejido y de las formas tradicionales de organización campesina. En 2022, según datos del Registro Agrario Nacional (RAN), se había vendido apenas el 5% de las tierras ejidales del país. La superficie de ejidos y comunidades pasó de 104 millones 944 mil 405 hectáreas, en 1992, a 99 millones 649 mil 849 en 2022, lo que representa 50.7 por ciento del territorio nacional.

La explicación a esta incipiente mercantilización de la tierra se encuentra todavía en las prácticas comunitarias, pues en el artículo 23 de la Ley Agraria de 1992, quedó oculto un resquicio de la autonomía ejidal, pues se decretó que la asamblea ejidal (con la presencia de al menos 75 por ciento de sus miembros) debía ser la instancia que autorizaría a los ejidatarios para que adoptaran el dominio pleno sobre sus parcelas (Ley Agraria de 1992, 1992).

Una forma de resistencia de los ejidos es mantenerse fuera del proceso de escrituración. Para la certificación y regularización de la propiedad se creó el Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (PROCEDE), el cual se declaró concluido en 2006, logrando regularizar 93 millones 132 mil 667, equivalente al 90.4% de la llamada superficie social del país (PROCEDE. 2018). El casi 10% restante ha quedado bajo la supervisión del Fondo de Apoyo para Núcleos Agrarios sin Regularizar (FANAR), atendiendo a los casos pendientes, muchos de los cuales no se han regularizado debido a conflictos por la propiedad entre dos o más ejidos, pero también porque la asamblea ejidal se opone a dicho proceso y obstaculiza a las instancias federales. Para el caso de Zacatecas tenemos que, según datos de la Subsecretaría de Desarrollo Agrario, de los 769 ejidos faltan por regularizarse ocho (La Jornada. 2016), los cuales pueden parecer pocos, pero que demuestran que, casi tres décadas después, el objetivo de la reforma se encuentra lejos de poder alcanzarse, pues certificar es sólo preparar el terreno para la comercialización de la tierra, lo cual llevará todavía más tiempo. Visto de esta manera, el ejido brinda grados de complejidad a las relaciones intergubernamentales que hace falta estudiar a profundidad, pues más allá de su importante presencia en los ordenamientos jurídicos del país, tiene un peso fundamental en las prácticas y costumbres locales (Lozano, 2012).

CONSIDERACIONES FINALES

Aunque Zacatecas es el espacio geográfico en el que aterriza este estudio, solo sirve como ejemplo de una política agraria nacional, que intentó homogeneizar la forma de propiedad a nivel nacional. Muchas de las hipótesis lanzadas aquí aplican para el resto del país, sin embargo, hay ciertas particularidades regionales que nos impiden generalizar; es por ello que el estudio de caso no pretende limitarse a la realidad local, sino que desde aquí buscamos abrir nuevas líneas de investigación que pongan énfasis en la participación del campesinado como entidad activa dentro del proceso de Reforma agraria mexicana.

Uno de los propósitos fundamentales de este texto ha sido demostrar que los campesinos no tuvieron un rol pasivo en el proceso de Reforma agraria, aprovecharon la coyuntura que significó la Constitución de 1917 y se adueñaron de aquello con lo que soñaban: un pedazo de tierra. Pero sin tener la intención de implementar formas de producción más rentables, se trataba únicamente de la realización de un deseo básico: el ser dueños de una parcela que les asegurara la subsistencia y que les permitiera trabajarla de la forma que quisieran, aunque sólo diera para mal comer; ésta obviamente no es una mentalidad capitalista, se trata de formas de vida que tienen raíces más profundas en la historia y que siguen conectadas con prácticas comunitarias de organización.

Al convertirse en ejidatarios, los antiguos peones adquirieron no sólo una parcela, sino un papel político en la comunidad, otorgándole una plusvalía simbólica a la tierra, la cual se convirtió́ en el ancla y madero salvador de muchos campesinos, simbolizando identidad y pertenencia. Por lo que pese a estar a merced del temporal, de las fluctuaciones del mercado y de los pocos apoyos gubernamentales, el ejido ha sido la única seguridad de la que el campesino dispone y a la cual se sigue aferrando. En este recorrido se intentó presentar la transformación del concepto ejidal después de la Revolución de 1910, y cómo esta figura, planteada desde la Constitución, se adecuó a las necesidades del campesinado, combinando características de la propiedad privada y de la comunal, lo que le da una complejidad que requiere más estudio.

En la actualidad el ejido sigue siendo una institución presente y dinámica en el México rural, pero las nuevas generaciones de ejidatarios deberán decidir si esta figura constituye aún un núcleo de cohesión social o si la muerte de los últimos agricultores que lucharon por ampliaciones de parcelas en las décadas de 1960 y 1970 marca el fin de una entidad político-administrativa construida a medias por campesinos y gobierno.

Archivos

  • Registro Agrario Nacional, Delegación Zacatecas

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  • 1
    Es importante aquí señalar uno de los conflictos fundamentales en la construcción del Estado mexicano: el federalismo. Y aunque no es el objetivo de este texto, hay que decir que la lucha entre las regiones y el poder central ha sido una constante desde el nacimiento del país. Ello ha provocado numerosos enfrentamientos entre los poderes regionales y la federación, algunos armados, otros legales. En este sentido la Reforma Agraria se volvió también un espacio de conflicto, pues las determinaciones de la federación eran contradichas por la soberanía de los estados, por lo que los primeros años de dotación de ejidos son claves para entender el conflicto de soberanías, y sería en el propio proceso de entrega de tierras que, de alguna forma, se resolvería parcialmente dicha disputa, puesto que el poder central, en la figura del Ejecutivo nacional, encontró su legitimación como una única entidad legal para dotar de ejidos al campesino, ello trajo como consecuencia, entre otras causas, un fuerte presidencialismo que imperó durante, prácticamente, todo el siglo XX mexicano. Para saber más al respecto del federalismo se recomienda leer Manuel Miño Grijalva et al. (coords.), Raíces del federalismo mexicano, México, Universidad Autónoma de Zacatecas, 2005.
  • 2
    En caso de que la Comisión Nacional no estuviera de acuerdo con lo dispuesto por la Comisión Local, el procedimiento volvería a empezar desde el principio, lo cual retardaba aún más la resolución. Es importante destacar que el tiempo era un factor fundamental, pues los propietarios, es decir, los hacendados, sabían que sus trabajadores se encontraban en un proceso de solicitud, lo que llevaba a prácticas de hostigamiento que, en algunas ocasiones, llegaron al punto de enfrentamientos armados e incluso asesinatos.
  • Editor Chefe:
    Renato Francisquini Teixeira

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    01 Dic 2025
  • Fecha del número
    2025

Histórico

  • Recibido
    16 Ene 2025
  • Acepto
    06 Mayo 2025
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