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Postmodernidad, legitimidad y educación

Postmodernity, legitimacy and education

Resúmenes

Postmodernity seems to summarize the very difuse senses of the fragmentation of a modern mode of understanding legitimacy. The current shifts add up not merely to a transformation, but to an essential break from modernist world and concepts. The change can be seen as an exhaustion of Enlightenment concepts of progress and rationality, or as the advent of a new economic era of disorganization and flexibility in the economic realm, or as the abandonment of classic methodologies in the production and management of knowledge. This article shows that an integrative perspective of such an importance is necessary for a comprehensive examination of the changes now affecting education.


A pós-modernidade parece resumir os sentidos difusos da fragmentação de um método moderno de interpretação da legitimidade. A mudança atual crescenta não somente uma transformação, mas um intervalo essencial dos mundos e conceitos modernos. A mudança pode ser vista como uma exaustão dos conceitos de progresso e racionalidade do Iluminismo, ou como o advento de uma nova era econômica de desorganização e flexibilidade no domínio econômico ou, ainda, como o abandono das metodologias clássicas na produção e gerenciamento do conhecimento. <A NAME="home2"></A>Este artigo mostra que uma perspectiva integrante de tal importância é necessária para uma avaliação compreensiva das mudanças que agora afetam a educação.

Pós-modernidade; mudança educacional; legitimidade


Pós-modernidade; mudança educacional; legitimidade

Postmodernidad, legitimidad y Educación* * Versão modificada de artigo publicado originalmente na revista Política y Sociedad, com o título «Postmodernidad y educación: Problemas de legitimidad en un discurso» ** Departamento de Sociologia, Universidade da Coruña, Espanha. *** Tradução a partir do abstract em inglês de Miriam N. M. Faria.

Eduardo Terrén** * Versão modificada de artigo publicado originalmente na revista Política y Sociedad, com o título «Postmodernidad y educación: Problemas de legitimidad en un discurso» ** Departamento de Sociologia, Universidade da Coruña, Espanha. *** Tradução a partir do abstract em inglês de Miriam N. M. Faria.

RESUMO: A pós-modernidade parece resumir os sentidos difusos da fragmentação de um método moderno de interpretação da legitimidade. A mudança atual crescenta não somente uma transformação, mas um intervalo essencial dos mundos e conceitos modernos. A mudança pode ser vista como uma exaustão dos conceitos de progresso e racionalidade do Iluminismo, ou como o advento de uma nova era econômica de desorganização e flexibilidade no domínio econômico ou, ainda, como o abandono das metodologias clássicas na produção e gerenciamento do conhecimento. Este artigo mostra que uma perspectiva integrante de tal importância é necessária para uma avaliação compreensiva das mudanças que agora afetam a educação.*** * Versão modificada de artigo publicado originalmente na revista Política y Sociedad, com o título «Postmodernidad y educación: Problemas de legitimidad en un discurso» ** Departamento de Sociologia, Universidade da Coruña, Espanha. *** Tradução a partir do abstract em inglês de Miriam N. M. Faria. Palavras-chave: Pós-modernidade, mudança educacional, legitimidade

La crisis consiste precisamente en el hecho

de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer,

en este interregno aparece gran variedad de síntomas mórbidos.

Antonio Gramsci

Existen muchas vías de entrada al análisis del "contexto turbulento" (Schlemenson) que presenta el escenario educativo en este final de siglo. La que en este artículo se intenta pretende integrar el análisis de este contexto de crisis en una perspectiva que combina tres dimensiones del cambio social actual que se consideran fundamentales: la cultural, la socioeconómica y la organizativa. Postmodernidad, postformismo y postburocracia son las tres tendencias que se describen en cada una de dichas dimensiones. Cada una de ellas define una línea de ruptura respecto a las formas de pensar el mundo, producirlo y organizarlo que han venido caracterizando a la ideología y a la vida social de la modernidad. Aunque con las peculiaridades propias del ámbito a que en principio se refieren, un análisis integrado de todas ellas como el que aquí se propone aspira a poner de manifiesto su interrelación como dimensiones interdependientes de un mismo movimiento que, con palabras de Giddens, podría describirse como la transición de una cultura de certidumbre a una cultura de incertidumbre.

Mi análisis de las repercusiones de esa transición sobre el cambio educativo actual tiene como marco de referencia más amplio el problema de la deslegitimación de las instituciones de la modernidad. El supuesto fundamental es que las preguntas decisivas que plantea dicha transición son preguntas acerca de la legitimidad de los símbolos, las identidades y las narrativas sobre las que desde hace 200 años se ha construido el discurso de la modernidad y, más concretamente, el discurso educativo que ha constituido su columna vertebral.

Desde esa perspectiva intentaré mostrar hasta qué punto la relación pedagógica ya no puede ampararse en las metanarrativas y universales característicos de la cultura pedagógica de la modernidad. Espero mostrar también como la actual reestructuración del trabajo docente y el nuevo espíritu que pretende insuflarse en la organización educativa pueden contemplarse como un intento de reconducir los efectos de esa crisis de legitimidad de la cultura pedagógica sobre la identidad y la motivación de quienes la comparten. Asimismo, confío en poder mostrar con ello cómo el lenguaje y las imágenes del neoliberalismo han sido rápidos en llenar ese vacío de legitimidad. El debilitamiento de la base ideológica de la modernidad sobre la que se edificó el discurso de la educación pública moderna ha sido aprovechado por una ofensiva neoliberal que busca restaurar la legitimidad de y en la educación, mediante un renovado discurso de la calidad, la excelencia y el mercado.

El escenario intelectual postmoderno

El análisis de lo que viene después de la modernidad se ha vuelto irremediablemente complejo. El discurso de la comumnente llamada postmodernidad ofrece una serie de dificultades específicas que obligan a aceptarlo como algo fragmentado, contradictorio e incompleto. Parafraseando a Levinas, podría decirse que la esencia de la postmodernidad es no tener esencia; y su identidad, carecer de identidad. De ahí que en muchas de las presentaciones que se hacen de ella conjuguen constantemente la ironía, la hipérbole, la metaforización y la ambigüedad, síntomas de lo que Lather (1992, p. 9) ha denominado la "escritura en postmoderno", una escritura cuyo constante recurso a la paradoja socava los cánones de la ortodoxia analítica. No es casual por ello que Jameson (1994) haya llegado a hablar de un principio heisenbergiano del postmodernismo. La espiral de lingüistificación que se registra en este debate de identidad cultural, un debate que recuerda en muchas de sus dudas y obsesiones las cuestiones suscitadas 200 años atrás por el debate en torno al verdadero sentido de la Ilustración, se muestra claramente en el hecho de que gran parte de las especulaciones acerca del significado de la postmodernidad se reducen a reflexiones sobre el sentido del prefijo "post".1 ¿Indica una continuidad evolutiva o una continuidad que niega lo anterior? ¿Es básicamente una antimodernidad o, por el contrario, perviven en ella elementos que obligan a matizar la ruptura? ¿Superación, decadencia o abandono?

Wittgenstein enseñó que determinar el significado de un término en un lenguaje consiste en describir la atmósfera en que ese término se acepta dentro del orden sugerido por ese lenguaje. Si estaba en lo cierto, adentrarse en el significado de la postmodernidad es adentrarse en la atmósfera del juego de lenguaje y de ideas que preside las condiciones en que el término es utilizado y aceptado. Las ideas, sin embargo, tienen su historia, y ello obliga - aunque sea de pasada - a conectar la atmósfera cultural de la postmodernidad con otros momentos de la historia intelectual de la modernidad.

A excepción de su uso preliminar en la historiografía de Toynbee, el término "postmodernidad" apareció en la teoría de la arquitectura y la crítica literaria norteamericanas. Contra las formas funcionales y estructurales características del alto modernismo arquitectónico de, por ejemplo, Le Corbusier, el debate suscitó una revuelta a favor de la diferencia, lo privado y lo íntimo, en un intento de rescatarlo de todo aquello que se asociaba con la instrumentalización, el macrodiseño público y la estandardización de las formas de vida. Algo análogo ocurriría en el mundo de la crítica literaria cuando surgió un creciente rechazo a la complacencia en que se había sumido el mundo artístico de la alta cultura. Sólo después de estos debates en torno al funcionalismo de la Bauhaus, la literatura de los modern classics o el experimentalismo dodecafónico, la cuestión se introdujo, primero, en los debates sobre la sociedad postindustrial y, posteriormente, tras una década casi exclusivamente dominada por las tesis de Bell, en los movimientos de ideas generados por el postestructuralismo.

Aquí, más que una relación de usos, interesa destacar muy especialmente la peculiar afinidad que guarda la atmósfera de la postmodernidad con el sentimiento vital y las tematizaciones de aquel diagnóstico existencialista de la cultura que se alumbró en la teoría de la racionalización de Weber (Terrén 1996). Weber, después de todo, entendió la legitimidad a partir de la creencia en la validez de un orden. Su perspectiva, por tanto, es especialmente significativa a la hora de conectar la experiencia de crisis de la postmodernidad con el análisis de la pérdida de validez vivida de la red de isotopías básicas de la modernidad. La creencia en el horizonte abierto de una creciente perfección de lo futuro, la identificación del movimiento histórico con el triunfo de la razón, la pedagogía social basada en la idea de la misión cultural de la élite como guía o la concepción del mundo como realidad objetiva accesible y controlable a través del conocimiento y el método constituyen algunos de los elementos fundamentales de dicha red. El debilitamiento de su validez parece quebrar el supuesto metafísico que vinculaba un proyecto cultural con un ideal de realización progresiva de la emancipación individual y colectiva; racionalización con liberación; desarrollo con progreso. Sin ese horizonte, que hace algunas décadas había sido reelaborado y programado por el positivismo funcionalista, el nihilismo, una especie de fantasma que corre de la mano del postmodernismo, amenaza la interpretación ilustrada que el idealismo hizo de la sociedad burguesa como una polis educada (basada en la formación individual en el bien general) y racionalmente planificada (a través de un lenguaje científico que hacía transparente la relación entre la realidad y los guardianes del saber social). Quizá lo que mejor exprese la afinidad entre ambos momentos de pérdida de confianza en el modelo de la sociabilidad culturalmente garantizada de la modernidad sea su común referencia al legado de Nietzsche;2 2 . Como ha afirmado Vattimo (1990, p. 82), "se puede sostener legítimamente que la postmodernidad filosófica comienza en la obra de Nietzsche", al haber mostrado que una realidad racionalmente ordenada sobre la base de un fundamento (una imagen metafísica) es sólo un "mito tranquilizador". De ahí que el pensamiento postmoderno sea básicamente un pensamiento desmitificador ( ibid. p. 131s). Para encajar la teoría de Weber en esta relación, como una "anticipación del pánico postmoderno", ver Turner 1990. En cualquier caso, no es ésta que aquí tratamos la única comparación histórica que se ha establecido con la conciencia histórica de la postmodernidad. Ver, por ejemplo, Buci-Gluckman 1984 para una reactualización de la crisis del barroco y su conciencia de la erosión y fragmentación cultural. un legado que, curiosamente, comenzó a difundirse justo cuando la socialdemocracia y el fabianismo retomaron la herencia política del pensamiento educativo ilustrado.

Pero aun aceptando que muy probablemente los síntomas característicos que suelen reaparecer en los diagnósticos de la experiencia de la postmodernidad no estén exclusivamente asociados a la sociedad del capitalismo tardío (Turner 1990), es innegable que hoy día las diversas dimensiones de la crisis de la racionalidad del ordenamiento capitalista avanzado se presentan con la enorme carga de angustia y dramatismo que rodea a figuras como la de "muerte de la razón" o la "muerte de lo político". Análogamente a cómo señaló Adorno (1982) al criticar la jerga de la autenticidad del estilo existencialista, la contundencia y el atractivo lingüístico de ese tipo de figuras (a veces, "tan estandardizadas como el mundo que niegan") tienen el peligro de disolver en un mar de filología lo que realmente está ahí: el fin de la "validez del orden" implícito en una determinada configuración de las formas sociales y organizacionales, y la problematización de una determinada visión unitaria de la realidad y del postulado de la unidad metodológica a ella asociado.

Una interpretación de la postmodernidad que conjugue los aspectos ontológicos y epistemológicos de esta transición (Power 1990, Hassard 1993) debe poner en relación las formas legítimas del conocer con las formas legítimas de administrar el saber y el poder. Desde la perspectiva de la ontología social, la discusión de la postmodernidad se centra sobre todo en un problema de periodización, esto es, en la identificación de un conjunto de fenómenos que pueden ser considerados como síntomas de transición hacia una nueva era. Muy en relación con la problemática interpretación del prefijo "post", a la que ya nos hemos referido, la cuestión estriba en calibrar hasta qué punto fenómenos como flexibilidad, desorganización, dualización o incertidumbre, considerados habitualmente como cruciales en la evolución actual de los sistemas sociales, apuntan hacia una pauta de ordenamiento radicalmente enfrentada al mecanismo de regulación social vigente hasta hoy. En su vertiente epistemológica, en cambio, la postmodernidad tiende a presentarse más como un paradigma que como un período. Lo característico de ese paradigma sería el reconocimiento de que el mundo sólo puede conocerse a través de las formas de discurso que lo interpretan (Hassard 1993, p. 3). Si comparamos este supuesto con el cognitivismo característico de la epistemología modernista, nos vemos claramente enfrentados a una importante consecuencia: el conocimiento del mundo social amparado por ese paradigma es más resultado de la interacción de un cierto juego de lenguaje que un instrumento de control facilitador de la dirección en que debe orientarse el cambio social. En resumen, cualquier visión del mundo o cualquier forma de pensamiento que pretenda un fundamento absoluto tiende a ser visto como la consecuencia de una perversa tendencia totalitaria; metafísicamente anclada en nuestro sentido común, seguramente, pero descaradamente ideológica en la medida en que pretende obviar el carácter esencialmente efímero de la realidad y de los lenguajes que le dan forma.3 3 . Green (1994, p. 72) ve en el marcado eco nietzscheano de este tipo de conclusiones una radicalización extrema de la tesis frankfurtiana acerca de la tendencia autoritaria de todo sistema totalizador. Power 1990, por su parte, lo deja en un intento intelectual de prolongar el ataque estético de las vanguardias al referencialismo. Difícilmente, pues, la teoría puede ya ser una guía para la práctica.

En esta especie de renuncia al absoluto han convergido líneas de investigación muy diversas. Goodman, por ejemplo, ha propuesto reducir la realidad a un texto construido en el que no tiene sentido afirmar la existencia de un mundo objetivo. Davidson ha negado que el lenguaje sea un medio de describir la realidad o de expresar identidad. Derrida ha mostrado la indecibilidad lógica que reside en el núcleo de toda acción social frente a las maniobras oscurecedoras de la racionalidad logocéntrica y sus estrategias de "encapsulamiento". Feyerabend ha defendido un anarquismo epistemológico en el que renuncia a la imagen de la ciencia como una actividad racional basada en un método. Prigogine y Stengers han sostenido que la ciencia clásica ha alcanzado ya sus propios límites al ponerse en evidencia la limitada capacidad explicativa de los conceptos que implicaban la posibilidad de un conocimiento completo del mundo; en una palabra, la limitación del mito de la ciencia omnisciente.

Todos estos gestos del pensamiento postmoderno no se han quedado reducidos simplemente a una crisis académica del saber objetivo, sino que se han proyectado rápidamente sobre ámbitos decisivos de nuestra experiencia cotidiana y nuestros marcos habituales de identidad cultural. Por ejemplo, una escuela de pensamiento como el movimiento norteamericano de estudios jurídicos críticos ha llegado a cuestionar el concepto mismo de justicia al reconocer que no existe ya un razonamiento abstracto que pueda fundamentar con carácter universal un principio jurídico. Se cuestiona igualmente la legitimidad de un canon de la cultura occidental amparado por la autoridad de la tradición intelectual. Surgen movimientos de estudios feministas y multiculturales que parten de una crítica a esa tradición como etnocéntrica y sexista. Las secciones de psicología de las grandes superficies comerciales se llenan de libros de autoayuda que democratizan a buen precio una vasta terminología sobre las innumerables flaquezas que aquejan a los yoes desconcertados. Bien puede decirse que, en último término, ha terminado asentándose entre nosotros la visión de que, por un lado, "la mayor parte de la realidad no es ordenada, estable y equilibrada, sino que bulle y burbujea con el cambio, el desorden y el proceso (...). El caos no es excepción, lo insólito es una parte normal de la realidad y es capaz de generar estructuras y ordenamientos no aleatorios" (Toffier 1986). Como consecuencia de ello, "hoy están amenazadas todas las premisas tradicionales sobre la naturaleza de la identidad del ser humano". Así, pues, todo parece indicar que "el postmodernismo no ha traído consigo un nuevo vocabulario para comprendernos". Su efecto es más bien apocalíptico: ha puesto en tela de juicio el concepto mismo de la esencia personal y la verdad (Gergen 1992, pp. 12, 26).

Qué de extrañar tiene entonces que esta visión se haya incrustado en la mayoría de los diagnósticos intelectuales de la condición cultural postmoderna, casi inevitablemente vinculada de esta forma a una "cultura del pánico" que constituye el "estado psicológico clave de la cultura de la postmodernidad".4 4 . Kroker et al., Panic Encyclopedia, citado en Turner, 1992, p. 19. Lo que se está cuestionando con el giro postmoderno en el fondo es, pues, toda una serie de "vacas sagradas filosóficas" (Power 1990, p. 110) centradas en la idea de unidad (unidad de representación, de significado, de tiempo); y, con ello, la condición misma del conocimiento y de su capacidad de administrar el ordenamiento social y sus formas de conocimiento legítimo.

En efecto. Como ha señalado Lyotard (1986), la postmodernidad es una específica condición del pensamiento por la que se define una nueva situación cultural. Una situación en la que la ciencia, la principal forma de conocimiento legítimo en la modernidad, ha perdido el amparo de los metadiscursos. Ha dejado de ser un discurso privilegiado sobre el que basar un diseño de la acción social que ahora queda disuelto en una pluralidad de juegos lingüísticos provistos de criterios de conocimiento particulares e incapaces de proporcionar una imagen objetiva y generalmente aceptada del orden de las cosas. Lo que la postmodernidad presenta no es una diferencia ideológica más, sino una diferencia paradigmática (Oliver 1984, p. 7); un abismo frente al uso de todo lo que en la jerga postestructuralista suelen llamarse "referentes fijos" o "universales terroristas".

Lo que realmente importa retener de todo ello es que lo que el giro postmoderno cuestiona no es tanto la legitimidad de un modelo u otro de ordenamiento social, sino la posibilidad misma de la legitimidad. Lo que la postmodernidad refleja es el estado crítico de todo discurso legitimador basado en la unión operativa del conocimiento científico acumulativo y la acción del Estado como "gran cerebro" administrador de lo público. Si algo de interesante hay en la cultura del pánico postmoderno es precisamente el hecho de poder ver en ella una respuesta a la experiencia de falta de validez con que es vivida toda forma de discurso basada en los resortes de legitimidad característicos del cognitivismo moderno. Ciertamente, el recurso a la vinculación de la autoridad racional de la ciencia con la del legislador como fuente de legitimación es tan viejo como la alegoría platónica de la caverna. La Ilustración elevó al frontispicio de la modernidad su imagen del legislador-profesor-guía, institucionalizando un discurso cuya articulación de prácticas e imágenes de saber y poder fue desarrollada por la expansión de los sistemas nacionales de educación del siglo XIX y consagrada por los thinktanks del New Deal y la planificación humanista del bienestar. La cuestión ahora es la deslegitimación de ese discurso.

Para Lyotard (1986, pp. 63-72), la clave de esa deslegitimación debe buscarse en la erosión del principio de legitimidad del saber. Existen dos versiones de ese principio que son especialmente significativas para lo que ha sido la configuración pedagógica de la cultura moderna y los modelos de administración del saber basados en ella. En la primera de las versiones, la humanidad aparece como el héroe de la libertad, y el pueblo, como el verdadero sujeto colectivo destinatario de los frutos del progreso científico. Los planes de educación popular de los ilustrados, los maestros franceses que fueron llamados a mediados del XIX los "Húsares negros de la república" o los programas de educación comprensiva de las reformas de la postguerra son ilustraciones de ese proyecto de polis educada que recurre al relato de las libertades para legitimar que el Estado asuma la formación del pueblo en nombre de la nación. La segunda versión del principio de legitimidad del saber hace más hincapié en la ciencia que en el pueblo. Así como el pueblo educado precisa de un plan escolar funcional, la capacidad intelectual de un espíritu investigador y abierto al progreso exige una institución básicamente especulativa y formadora de dicho espíritu. La mejor ilustración es, en este caso, el modelo de enseñanza superior diseñado por Humboldt: en él, y a través de su contribución a la Bildung colectiva, la universidad y los intelectuales aparecieron como la guía espiritual y moral de la nación. Importa ver cómo ambos aspectos de la regulación del saber legítimo conjugan el conocimiento con la sociedad y su Estado como una relación medio-fin: lo que hace a un saber legítimo es su capacidad como medio para hacer real la moralidad (1986, p. 69); para, en otras palabras, conjugar la teoría y la práctica a través de un metadiscurso por el que las instituciones que administran dicho saber sean percibidas como el resultado de lo que Weber denominó una "misión".

El problema es que la "misión" pide un discurso fundante en el que un proyecto reformador pueda encontrar el horizonte de una legitimidad trascendente en que basar su reconstrucción. La condición cultural de la postmodernidad, sin embargo, juega en la lógica de la deconstrucción, y en ella las identidades, tanto individuales como colectivas, no pueden construirse a partir de una determinación fija de significados y expectativas. Al fin y al cabo, como ha señalado Laclau (1993, p. 335), la postmodernidad comienza cuando se amenaza el modelo de identidad que ha venido presidiendo la modernidad con su pretensión de "dominar intelectualmente la fundamentación de lo social, dar un contexto racional a la noción de totalidad de la historia y basar ésta en un proyecto de emancipación humana". Una vez eclipsada esa pretensión, ¿dónde puede residir la legitimidad de un proyecto y, más concretamente, de un proyecto educativo? ¿Cuál es el conocimiento a administrar y cómo hacerlo?

La difícil administración de lo incierto

La estabilidad sobre la que hasta ahora se había venido amparando la legitimidad en la educación y de la educación se ha esfumado al quebrar los supuestos racionalistas sobre los que tradicionalmente se había venido produciendo, seleccionando y distribuyendo el conocimiento. Este rasgo que caracteriza al saber en la escena postmoderna anteriormente descrita no es resultado de un mero capricho de moda intelectual, sino que, como veremos en la sección siguiente, guarda una profunda afinidad con las pautas de reestructuración características del capitalismo desorganizado. Por el momento, baste con anticipar la idea de que, así como las exigencias de la acumulación flexible han dado al traste con el fundamento de una racionalidad productiva basada en la rutinización y la prescripción de tareas, la negativa postmoderna a un fundamento común de conocimiento ha dado al traste con la confianza en la posibilidad de encontrar un diseño universalmente válido del conocimiento en el que se exprese un consenso generalizado acerca del saber que deba ser administrado como legítimo y acerca de la forma en que esa administración deba realizarse. Desde el punto de vista de la configuración del saber, los proyectos de desregulación son dependientes del paradigma postepistemológico porque en buena medida renuncian a una teoría racionalista del conocimiento; esto es, a la segura constricción que proporcionan unos fundamentos metafísicos a los que poder agarrarse y sobre los que poder imponer representaciones que no puedan cuestionarse.5 5 . Según Rorty (1983, p. 287s), la epistemología se funda en la suposición de que toda aportación discursiva es conmensurable, es decir, sometida a un conjunto de reglas que pemiten dirimir las diferencias. Está anclada, por tanto, en la posibilidad racional del consenso. En el fondo, si la gran cuestión es la deslegitimación (Lyotard) es porque lo que está siendo amenazado en este momento es, en términos generales, la validez de un determinado modelo de administración considerado hasta ahora como guardián de la racionalidad. Con ello, en términos más concretos, lo que se está cuestionando es la validez de un modelo educativo íntimamente ligado a un proyecto cultural unitario (Gimeno 1994, p. 5).

Uno de los principales síntomas de este cuestionamiento puede verse en la hegemonía didáctica del constructivismo, pues éste asume desde el principio que la objetividad es la ilusión de que hay observaciones sin observador. Esta es, en su amplia acepción, una epistemología característicamente postmoderna en cuanto a que tiende a reemplazar toda entidad inferida por una construcción cognoscitiva. La perspectiva, perfilada ya por la navaja de Occam, nos enfrenta al despoblamiento ontológico de un mundo en el que todo aseguramiento de un orden metafísicamente fundado queda reducido a una ficción simbólica. En último término, el constructivismo parece descansar en una idea muy afín a la crítica postmoderna de los universales modernos: su interés primordial por los procesos y las destrezas del aprendizaje tiene como corolario la reducción a un segundo plano de los contenidos culturales. El carácter provisional de éstos cede ante el estandarte de "aprender a aprender", fórmula mágica de un neotecnocratismo pedagógico en el que el conocimiento queda reducido a las destrezas de aprenderlo.

La reconceptualización de esa específica configuración del saber que es el conocimiento escolar es uno de los puntos de tensión que se deriva de la deslegitimación de la epistemología convencional y, por tanto, un correlato insoslayable del proceso de reestructuración actual de la institución educativa. La indefinición que rodea la búsqueda tanto de ese nuevo conocimiento a administrar como de la forma de administrarlo se resiente de la falta de determinación de un proyecto cultural definido. Esto revierte en una serie de cuestiones básicas frecuentemente obviadas en las discusiones de los nuevos currícula y planes de estudio. Esas discusiones tienen como efecto el diluir en problemas de repartos de horarios y asignaturas cuestiones más sustanciales que apuntan hacia un interrogante básico: ¿cuál es la cultura a administrar y cómo hacerlo?

No podemos aquí ocuparnos detenidamente del reto que la condición cultural de la postmodernidad supone para la reconceptualización del conocimiento escolar, esto es, del currículum.6 6 . Para un tratamiento detallado de este problema puede verse Cherryholmes 1988, Doll 1992 o, entre nosotros, Torres 1994. Pero, aunque sea sólo en sus aspectos más fundamentales, desde la perspectiva del análisis integrado que aquí se pretende es inevitable referirse a él por cuanto es quizá el terreno en el que más claramente pueden verse los problemas de la aplicabilidad práctica del énfasis postmoderno en lo particular, lo variable y lo contingente contra lo universal, lo perenne y lo necesario (McCarthy 1992, p. 43).

Seguramente todo se desató con la lectura culturalista del funcionamiento de la razón científica introducido por la teoría de los paradigmas de Kuhn. Pese a las críticas recibidas por el concepto de paradigma, lo importante es que su idea básica caló muy hondo en círculos de pensamiento muy sensibles hoy al problema del multiculturalismo. En ese contexto se plantea una cuestión decisiva: si cada forma de vida desarrolla histórica y culturalmente una forma de representar el mundo, y si la representación que denominamos científica no cubre más que este limitado criterio de racionalidad propio del relativismo... ¿cómo determinar cuál es la forma de ver el mundo que debe seleccionarse y administrarse?

Hargreaves (1994b, p. 53ss), Rust (1991, p. 619) y Pérez Gómez (1994, p. 83) han señalado paradojas como la que resulta de la renuncia postmoderna al conocimiento de la linealidad histórica y sus metanarrativas, pues ésta puede llevar tanto al pluralismo intercultural como al relativismo. Es decir, puede llevar tanto a un contraste enriquecedor y a un reconocimiento crítico de las diferencias como a la indiferencia política propia de los hoy tan difundidos acercamientos a lo culturalmente diverso a través del consumo. Pero ahí no se acaban las dificultades. Dadas las condiciones de progresiva globalización económica e informacional que acompañan a la mundialización de los mercados, el acercamiento a la diversidad parece forzar tanto estrategias curriculares abiertas y flexibles, como el resurgimiento de viejas certezas históricas al socaire de estrategias más orientadas hacia la protección de las identidades y las historias locales amenazadas por la compresión espacio temporal de esa nueva geografía económica.7 7 . Es significativo en ese sentido el caso de las nacionalidades que recientemente han adquirido su independencia política o el control sobre materia educativa. Y, por ejemplo, Mitter 1992. Tanto la difícil definición de la tenue barrera que separa el pluralismo del relativismo como la tensión existente entre la mundialización del espacio económico y la protección de los localismos constituyen sendos casos de una característicamente contemporánea dialéctica de "tira y afloja" entre las tendencias a la centralización y las tendencias a la soberanía individual (Giddens 1994, p. 75), dialéctica que, no obstante, redunda en una creciente indefinición, no sólo respecto a lo qué debe ser enseñado, sino también al cómo.

Una forma de administrar esa indefinición es lo que se conoce como "desregulación" curricular. La opción política latente en este tipo de respuesta administrativa, sin embargo, ha sido motivo también de diversas objeciones. Por un lado, su ambiguo lenguaje de la diferenciación y su exaltación de los localismos como salidas al problema de la selección currricular conlleva el serio peligro de una reproducción de la desigualdad cultural, pues, para quienes forman parte de las culturas dominadas o proceden de los contextos más desfavorecidos la diversidad puede significar muy probablemente más una limitación personal que una ampliación de horizontes.8 8 . Grignon 1994. En ese sentido, señala Gimeno (1994, p. 18), "la desrregulación curricular habría de entenderse como la ruptura del monolitismo cultural (...), no como una forma de que cada público se eduque en su propio nicho ambiental". Por otro lado, no debe olvidarse que estas llamadas a la diversidad y la diferenciación ocultan una paradójica recentralización subyacente a través de un mercado editorial de materiales didácticos cada vez más concentrado. De esa forma, la supuesta flexibilidad del diseño curricular pasa por los cánones de los flexibilizadores oficiales y comerciales que detentan el control de la cultura como mercancía y mediatizan lo que debe regularse como el verdadero conocimiento escolar (Apple 1984, pp. 87-154).

Como se ve, el reto que la condición cultural de la postmodernidad plantea al diseño del cambio educativo en su dimensión curricular es algo más que el problema de si aumentar o no las horas de informática, favorecer el estudio de las lenguas autóctonas o el de las segundas y terceras lenguas, el de rediseñar el currículo de las ciencias sociales o las naturales o el de adscribir una asignatura a uno u otro departamento. La verdadera dimensión del reto radica en la propia concepción de ese diseño.

La relación pedagógica moderna y su contribución a la producción y distribución del conocimiento tenido por legítimo parte de la visión de la escuela como una institución universalizadora que promueve ideales unificadores. Es decir, tiende a subrayar los aspectos uniformes y uniformizadores de la cultura dominante, dada su tendencia espontánea al monoculturalismo (Rust 1991, Grignon 1994, p. 127). Más o menos puesta al día, la gran metáfora de su gramática profunda sigue siendo la máquina,9 9 . "Sus partes son cognoscibles a través de la mente y la inteligencia; pueden separarse, mejorarse, rediseñarse, ser dibujadas en mapas y manipuladas en experimentos" (Oliver 1989, p. 19). la imagen prototípica de una concepción cultural cuyo particular cognitivismo tiende a ver el mundo como pedazos de información que pueden relacionarse con problemas discretos través de un análisis racional. Es el sino de la episteme clásica que identifica el conocimiento con el orden (Foucault 1984, p. 78) y hace pensar que un problema deja de serlo si puede subdividirse. El objetivo básico de esta concepción técnico-taxonómica del conocimiento es reducir la incertidumbre congénita del proceso de aprendizaje a una serie de tareas específicas escalonadas en una sucesión de niveles de complejidad. Es ésta la burocratización del conocimiento que subyace a la moderna configuración curricular del conocimiento escolar. El que nuestra capacidad de seleccionar y administrar el saber haya estado sometida a esta disposición a la abstracción y a la fragmentación ha sido algo probablemente muy adecuado a la concepción tecnocrática a partir de la que el diseño curricular se convirtió en un campo técnico de estudio, pero quizá no lo sea tanto para su redefinición en el momento cultural de la postmodernidad.

La postepistemología postmoderna parece pedir algo así como un discurso educativo que no se base en ninguna metanarrativa y, por tanto, un diseño curricular que responda a una visión de la cultura en la que "se piense que ni los curas, ni los físicos, ni los poetas, ni el partido son `más racionales', `más científicos' o `más profundos' que otros" (Rorty 1982, p. xxxvii). En otras palabras, y como se desprende del análisis de Lyotard, el conocimiento postmoderno carece de la autoridad del experto y, por ende, tanto la propia legitimidad del conocimiento escolar como su contribución a las necesidades de legitimidad del sistema deben estructurarse de forma distinta a como lo han sido hasta la fecha.

De tomar en serio la apuesta del conocimiento postmoderno, lo que ahora parece precisarse es una reformulación del contenido del conocimiento escolar a partir de una base filosófica mucho más abierta que vaya más allá de la idea misma de la taxonomía (Oliver 1989, p. 3l). Esa misma necesidad ha sido planteada por Doll (1989), a partir de su crítica al anacrónico carácter cerrado y acumulativamente simple que el diseño curricular arrastra desde sus mismas raíces en la ciencia newtoniana. Son estas raíces las que permitieron la hegemonía de modelos como el diseño por objetivos de Tyler y toda la red epistemológica de orden, armonía y control de las unidades discretas de aprendizaje que constituye el fundamento de la ortodoxia educativa moderna. Las imágenes de sistemas altamente controlados asociadas con esta red deben dejar paso, según Doll, a otras que representen sistemas fluctuantes en los que los fines estén integrados como medios, en los que lo decisivo sea el flujo y no la estructura, en los que cuenten como esenciales el error, la anomalía y la perturbación. Ahora bien, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo reorientar la relación pedagógica de acuerdo con el horizonte postepistemológico que la condición cultural de la postmodernidad ofrece al conocimiento?

No hay modelos. La postmodernidad no pide ni ofrece modelos. No obstante, sí existen reflexiones que apuntan, al menos, posibles direcciones de reconducción de la relación pedagógica. Hargreaves (1994a), por ejemplo, ha resaltado la necesaria reconceptualización de la temporalidad de la práctica docente más allá del monocronismo característico del time-managment burocrático. Éste aparece ahora como una concepción a todas luces obsoleta que tiende a hacer prevalecer la visión administrativa de la regulación temporal sobre las temporalidades policrónicas que envuelven las prácticas reales de la enseñanza. En ella la racionalización curricular se convirtió en un efectivo medio de disciplina burocrática, no sólo por lo que a la selección y seriación de los contenidos respecta, sino también por lo que hace a la forma en que en principio deben de ser impartidos. En línea con la epistemología taxonómica anteriormente mencionada, la clave de esta proyección técnico-racional del tiempo sobre la actividad profesional ha sido la separación entre medios y fines, de forma que una vez sentados estos últimos, los medios más eficientes pueden ser científica e instrumentalmente determinados y administrativamente implementados. Una visión más acorde con las nuevas condiciones, afirma Hargreaves (1994a, p. 113s), pasaría por abolir la separación entre la temporalidad propia de la planificación educativa y la de la práctica de la enseñanza, otorgando a esta última una mayor preeminencia en el diseño y distribución de los usos temporales; pasaría, en definitiva, por dar preferencia al tiempo cualitativo sobre el cuantitativo. Ahora bien, el tiempo cualitativo es un tiempo flexible, relativo, un tiempo que escapa a la predictibilidad y cuya implementación organizativa requiere un sistema de confianza que las organizaciones de tipo burocrático no tienden precisamente a favorecer. El horizonte de la flexibilidad es la incertidumbre, y esto no se adapta muy bien a la epistemología fundamentalmente predictiva e instrumentalista de modelos como el de la programación por objetivos, el time-management y, en general, todos aquellos ligados a los principios organizativos de la ideología modernista.

El reconocimiento curricular de este nuevo tipo de temporalidad pasaría más bien por repensar la práctica docente como una actividad esencialmente incierta (Floden y Buchman 1993) que no puede ser reducida a ninguna ingeniería pedagógica y en la que las rutinas deben ser la excepción (útil, si se quiere) y no la regla. La reconceptualización pedagógica sugerida por esta especie de anarquismo didáctico obligaría a reelaborar para ella una nueva base teórica a partir de nociones como "disonancia", "dispersión" o "diferencia". Su insoslayable marco postepistemológico se presta poco a fundamentaciones universalistas. No son fácilmente asimilables a un pensamiento educativo moldeado sobre las ideas de la convergencia, la consonancia, la unidad y el consenso. Existen ejemplos de teorizaciones en esa dirección (Stone 1994), pero lo cierto es que su planteamiento se expresa siempre en términos tremendamente esotéricos (Ellsworth 1989), más cercanos a la imaginación y al refinamiento literario de los profesores universitarios que a la práctica cotidiana de la mayor parte de los docentes.

Postformismo y postburocracia: De la estructura al mercado

No deja de haber, efectivamente, quienes no ven en el discurso de la postmodernidad nada más que una brisa estetizante de la alta cultura. Para conservadores como Bloom (1988), por ejemplo, no es nada más que un teoricismo irracionalista derivado de la nietzscheanización de una izquierda académica impotente y marginada que sobrevive de esa forma a las presiones del mercado editorial. Es innegable que las diatribas en torno a la condición cultural de la postmodernidad revisten una innegable dosis de intelectualismo, resultado en buena parte de lo que Rorty (1990) llama una "sobrefilosofización" del debate. Pero, si nuestra visión del actual cambio educativo debe ser sociológicamente ajustada, es preciso tener en cuenta que además de un estilo de hacer pensamiento, de lo que estamos tratando es de una reestructuración de las condiciones de equilibrio que ha conducido a lo que se ha dado en llamar el capitalismo desorganizado (Offe 1985).10 10 . El capitalismo desorganizado, más que un contramodelo - señala Offe (1985, p. 9)-, es "una perspectiva heurística que permite preguntar en qué medida los procedimientos, pautas de organización y mecanismos institucionales sobre los que tradicional y supuestamente se ha venido sosteniendo el equilibrio organizativo del capitalismo contemporáneo siguen cumpliendo su función cómo medios de procesar y resolver conflictos de intereses". Al fin y al cabo, "toda posición postmodernista en el ámbito cultural - ya se trate de apologías o estigmatizaciones - es también y al mismo tiempo, necesariamente, una toma de postura explícita o implícitamente política sobre la naturaleza del capitalismo multinacional" (Jameson 1994, p. 14). Capitalismo, al fin y al cabo, en la medida en que el beneficio privado sigue siendo el motivo central en la organización de la vida económica; pero un capitalismo en el que la diferenciación, la diversidad y el pluralismo tienden a reemplazar el interés por la homogeneidad y la planificación masiva.

El cognitivismo moderno auspició una visión estable y coherente del mundo cuya lógica era transparente al lenguaje científico. De dicha visión emergía la concepción del hombre que se relaciona con el mundo como si fuera un laboratorio. No obstante, con lo ya expuesto ha debido quedar claro cómo el giro postmoderno cuestiona esta imagen del sujeto cognoscente al postular una visión no representacional del mundo en la que el saber ya no puede entenderse en términos de reducción y control de una realidad objetiva. Este rasgo de la llamada "postepistemología" postmoderna no es un mero capricho de la moda intelectual, sino que tiene un profundo significado como movimiento cultural afín a todo el conjunto de prácticas que caracterizan al capitalismo desorganizado, un capitalismo cuyas estrategias productivas y organizativas renuncian a la idea de que existe una y sólo una única manera de optimizar la relación con el mundo, de conocerlo y organizarlo. El fordismo y la burocracia fueron las grandes institucionalizaciones de este principio esencial de la ideología de la modernidad que puede resumirse en el lema taylorista del one best way. La toma en consideración de esta base social de la postmodernidad nos enfrenta a los efectos de la quiebra del universalismo característico de las instituciones democráticas y sus representaciones, de los modelos globales de administración y distribución de recursos, de atribuciones como el derecho a una educación rentable y al trabajo etc. Todas ellas son imágenes que han dado forma a un mapa cognitivo sobre el que se han asentado los arquetipos que han venido orientando hasta la fecha las percepciones sociales dominantes y, con ellas, las creencias sobre las que se ha edificado la vivencia de la validez del orden. Pero, como señala Offe (1985), si esas fórmulas arquetípicas dejan de tener plausibilidad como esquemas perceptivos de la realidad social circundante, lo que se produce no es sólo la desorganización de nuestro modo de pensar el capitalismo que vivimos, sino también, y como consecuencia de ello, la desorganización política de las pautas de organización características de las democracias capitalistas del bienestar.

Por postformismo se entiende un nuevo modo de producción caracterizado por una tendencia hacia la flexibilidad tanto en la configuración de los procesos y mercados de trabajo, como en el diseño de los productos y los modelos de consumo.11 11 . Para una visión histórica de los límites de la producción planificada y las ventajas competitivas de los sistemas de explotación flexible, ver Piore y Sabel 1990. Una concepción más global de las condiciones de la acumulación flexible puede extraerse de Harvey (1990, pp. 141-188). Las consecuencias de todo ello para la educación han sido estudiadas por Hickox y Moore 1992, Hargreaves (1994, p. 47ss) y Rasszool 1993. Torres (1994, pp. 15-29) presenta una muy asequible visión general de este proceso y de sus aplicaciones educativas. Frente a la perspectiva edulcorada de la transición que mantienen muchas de las teorías de la sociedad postindustrial, los enfoques que centran el estudio del nuevo capitalismo desorganizado en el desarrollo de las estrategias postfordistas de producción parten del supuesto de que la dinámica social prevaleciente es más resultado de un reordenamiento de la lógica de la producción capitalista que de una mera diferenciación funcional más compleja del sistema social. Ello conduce a una visión más crítica de los procesos de flexibilización, desregulación y profesionalización asociados a dichas estrategias. Frente a la producción estandardizada característica de los modernos sistemas de producción en masa, el énfasis en el control de la calidad y la producción personalizada hacen que la nueva administración del trabajo tienda a introducir fórmulas de desregulación que favorezcan ajustes rápidos y flexibles en el tipo y volumen de la fuerza de trabajo empleada.

No obstante, y por relevantes que sean las transformaciones que se registran en la esfera de la producción, no debe olvidarse que la dimensión económica de esta transición debe completarse con otros fenómenos de dimensón política y cultural (Kumar 1992, p. 67s; Harvey 1990, pp. 173-188). Globalización de los mercados, declive de las unidades nacionales como unidades de producción y regulación, irrupción de los procesos de especialización flexible y descentralización forman parte de un todo en el que se registran igualmente las nuevas señas de identidad de los nuevos movimientos sociales y su cuestionamiento de la representatividad de los viejos partidos de clase; la fragmentación de la masa empleada según su ubicación en el núcleo o la periferia del mercado de trabajo; la moda política de un vocabulario populista que hace de la familia, la elección y la diversidad la base de su gramática; las nuevas formas de individualismo, eclecticismo y popularización de la alta cultura etc. En fin, todo un mosaico de imágenes cuyo denominador común es el declive del universalismo en el contexto del capitalismo desorganizado al que anteriormente hicimos referencia.

La descentralización y la flexibilidad, en definitiva, no sólo se corresponden con la vida económica, sino también con la fragmentación del resto de las esferas de la vida social y la quiebra de los mundos de vida asociados con el capitalismo organizado del bienestar. Al interpretar el fordismo, Gramsci (1977, p. 475) afirmó que "los nuevos métodos de trabajo son inseparables de un determinado modo de vivir, de pensar y de sentir la vida". Retornando su intuición, lo que la perspectiva postfordista permite subrayar es no sólo lo que cambia en la forma de entender el trabajo, sino también lo que permanece; dar cuenta de "todo lo que se ha ido transformando y revolviendo en las últimas décadas, sin perder de vista que las reglas básicas del modo de producción capitalista siguen vigentes" (Harvey 1990, p. 121). La forma en que lo hacen, sin embargo, es difícilmente reducible a las formas clásicas de organización moderna. Por eso el discurso postburocrático es una respuesta relevante a las condiciones materiales e intelectuales impuestas, respectivamente, por el postformismo y el postmodernismo.

Existe, efectivamente, en la literatura contemporánea sobre el cambio organizativo el tópico de que la organización burocrática convencional no encaja en las nuevas condiciones sociales prescritas por el postindustrialismo y la postmodernidad porque no favorece la adaptabilidad, el oportunismo, la creatividad, la mejora continuada y todas aquellas variables asociadas con el cambio organizacional acelerado y la idea de la flexibilidad.

Una pirámide estructural de autoridad, con poder concentrado en las manos de unos pocos que cuentan con los conocimientos y los recursos para controlar la empresa entera era, y es, una disposición social claramente adaptable a las tareas rutinizadas. Sin embargo, el entorno ha cambiado de una forma que hace a este mecanismo tremendamente problemático. La estabilidad se ha esfumado. (W. Bennis apud Brown y Lauder 1992, p. 3)

Las actitudes fomentadas por el burocratismo residían en una delimitación clara de tareas y responsabilidades y, formalmente, al menos, sustentaban formas de comportamiento predecibles dentro de un plan global y detallado. Pero la década de 1990 está suponiendo una generalizada toma de conciencia de los costes asociados a ese tipo de estructuración y de su contraposición ideal a los redescubiertos valores empresariales clásicos. Lo que se ha dado en llamar naciente "paradigma postburocrático" (Scase 1992, p. 34ss) se caracteriza, así, por su hincapié en los objetivos específicos a corto plazo, la flexibilización estructural, la apertura de canales de información y comunicación pluridireccionales, y la individualidad y la creatividad como resortes fundamentales de adaptación al cambio. Se supone que todo ello dota a la organización de una nueva cultura que incide más sobre el compromiso con el trabajo, la calidad y la excelencia que sobre el imperativo del orden y la planificación. Más adelante veremos la importancia de este hincapié en la cultura de la organización para la reestructuración educativa actual. Por el momento, baste con retener que la idea central del postburocratismo gira en torno a la búsqueda de una organización flexible cuya cultura le permita enfatizar la experimentación y la innovación, así como promover un clima de alta confianza que ponga fin a un modelo de personalidad burocrática cuyos compromisos psicológicos y su adherencia a procedimientos rutinarios tiende a hacerla refractaria a cualquier asunción de riesgos. Toffler (1991, pp. 261-273) ha descrito gráficamente esta quiebra de la pretensión de una normatividad globalmente planificada desde arriba como una descomposición de los monolitos estructurales.

El patrón de la reestructuración educativa actualmente en curso es directamente dependiente de esa desconfianza hacia la estructura y de la progresiva hegemonía de valores antiburocráticos como la libertad de elección, el control de la eficiencia a través del mercado o el gerencialismo. Así lo ha mostrado, por ejemplo, Brown (1990) al comparar las que él denomina tres oleadas básicas del cambio educativo moderno. Brown distingue una primera básicamente orientada hacia la extensión de la escuela de masas para las clases trabajadoras; una segunda orientada hacia una nueva articulación de escuela y sociedad a través de la sustitución del dogma de la predestinación social por la idea la igualdad de oportunidades y los valores del mérito y el logro; y una tercera, la actualmente en curso, orientada, según Brown, hacia la sustitución del principio de la meritocracia por el de la parentocracia. El rasgo más característico de esta última es el cambio experimentado por la legitimidad educativa, pues el peso de los resultados educativos ya no recae sobre el Estado, sino sobre las escuelas como tales y los padres que acuden a ellas como clientes. Esa tercera ola arrastra consigo una visión de las escuelas como empresas independientes, cada vez más sujetas a la disciplina del mercado y cada vez más responsables por su propia financiación a medida que se van imponiendo modelos de matriculación abierta y exámenes centralizados que proporcionan a los padres las señales de mercado que todo consumidor bien informado precisa.

El esquema de Brown tiene la virtud de recoger en una perspectiva comparativa la tónica de las actuales propuestas organizativas contra la educación burocrática. En la medida en que las tendencias a la desregulación y la privatización marcan la directiva de las reestructuraciones actuales, al menos en los países de nuestro ámbito, el esquema sirve también para mostrar cómo las visiones políticas de la derecha han sido rápidas en responder a las nuevas condiciones de acumulación (Kumar 1992, p. 68) al favorecer una nueva configuración de la oferta educativa que tiende a una reducción del monopolio estatal sobre dicha oferta y a una revitalización de los mecanismos de competencia.

Ciertamente, al asentarse epistemológicamente sobre la incertidumbre de las dinámicas socioeconómicas, el pensamiento neoliberal guarda una especial afinidad con el escenario de desconcierto normativo y crisis de narrativas que preside la postmodernidad. Esto dota, sin duda, a su discurso sobre la competencia y la libertad de elección parentocrática de una ventaja adaptativa frente a otros discursos de corte socialdemócrata construidos sobre herencias programáticas y consensos normativos muy vinculados todavía a la figura del arquetipo platónico. Tanto en Popper como en Hayek pueden encontrarse críticas a la epistemología que subyace al programa social de modernidad y a su proyecto de ingeniería social. La amenaza de totalitarismo que éstos siempre encierran guarda una peligrosa afinidad con la crítica postmoderna del autoritarismo de los universales. El fundamento epistemológico de la crítica socia neoliberal es que resulta inadmisible afirmar que existe un método para determinar la validez de un ideal y que ese mismo método permite determinar cuáles son los mejores medios par realizarlo. Así, pues, la educación no puede nunca reducirse a un orden planificado cuyo diseño pueda fundamentarse a priori o derivarse de axiomas normativos cuya universalidad y aplicabilidad puedan presuponerse de antemano. La dinámica del mercado debe sustituir al diseño político, razón por la cual las propuestas neoliberales giran siempre en torno a la reconducción de un sistema que devuelva a los padres-clientes el poder de decisión sobre lo que sus hijos deben aprender y cómo, esto es, un sistema que les libere de su condición de clientela cautiva de la burocracia educativa estatal.12 12 . Friedman (1980, pp. 220-243 y 1984, pp. 181-194). Para los fundamentos epistemológicos de la propuesta neoliberal, ver Hayek (1978, p. 492ss) y Popper (1982, pp. 157-161).

La desconfianza neoliberal hacia la educación pública y su burocratización no se deriva, por tanto, tan sólo de la constatación del desempeño ineficaz de su labor, sino que se deriva también, y sobre todo, de los fundamentos moralmente ilegítimos y epistemológicamente incorrectos sobre los que supuestamente se basa dicha labor. Nada puede ni debe contravenir el ejercicio de una responsabilidad individual cuyo marco natural de desarrollo es el mercado. Ello no significa negar la idea de una escolarización obligatoria hasta cierta edad, ni un cierto grado de control estatal sobre los recursos educativos disponibles, pero sí significa que, en la medida de lo posible, debe evitarse la gestión estatal de la educación: no sólo para que ésta alcance mayores cotas de eficiencia, sino también para contrarrestar la amenaza antiliberal que supone una homogeneización de las mentes individuales a costa de su personalidad diferencial. Debe tenerse en cuenta a este respecto que la primacía de la libertad sobre la igualdad supone una aceptación de la desigualdad, además de como algo naturalmente dado, como algo eficaz desde el punto de vista del rendimiento socioeconómico. Lo primero remite a una vaga sociobiología revitalizada siempre allí donde el discurso liberal pugna por su hegemonía;13 13 . Dubiel (1993, pp. 71-86). Significativo sobre esta intersección de la ciencia biológica y la social ha sido el debate reabierto en 1994 por la tesis de Herrstein y Murray acerca de la herencia de la inteligencia y sus consecuencias para la composición de la estructura de clases americana. lo segundo, tiene que ver con una revalorización de ese ideal de la competencia que subyace siempre a la concepción burguesa del mundo. En el fondo, pues, las instituciones educativas, como los individuos, deben correr su propia suerte en el mar del mercado, por utilizar la expresión de Friedman. En palabras de Osborne (1994, p. 148): "únicamente la competencia puede motivar a que todas las escuelas mejoren. Pues únicamente la competencia por los usuarios crea las consecuencias reales y las presiones reales a favor del cambio cuando las escuelas fracasan".

Así, pues, en el contexto socioeconómico del postformismo y en el marco de las estrategias de gestión postburocráticas el discurso neoliberal hace jugar la cuestión de la legitimidad de las instituciones no en la normatividad de sus fines, sino en el de su mero funcionamiento eficaz. Se trata de un giro por el que el cumplimiento de las exigencias de legitimidad de la organización se traslada del plano trascendental y fundante al plano del mero procedimiento. Ya uno de los más conocidos diagnósticos de la crisis de la educación (Coombs 1985, p. 177) había lanzado una proclama bien pertrechada por el criticismo de los informes elaborados por las comisiones educativas creadas por las administraciones de Reagan y Thatcher en sustitución de aquellas otras que desde la década anterior se venían ocupando de la igualdad de oportunidades: "la necesaria revolución educativa debe comenzar con la administración docente". Elemento fundamental en dicho giro, como veremos a continuación, es la reconceptualización del trabajo docente en el marco de una nueva cultura organizativa.

El nuevo espíritu de la organización

La anterior descripción de la base social de la posmodernidad y de cómo las estrategias postburocráticas y el discurso neoliberal tienden a hacerse hegemónicos en su contexto ha debido mostrar cómo la idea de sociedad está siendo progresivamente reemplazada por la de mercado. Un corolario de ese desplazamiento en el uso de imágenes proveedoras de legitimación es la sustitución del culto a la organización fuerte y simple por el elogio de la organización débil, flexible y compleja en la que la movilización de los recursos humanos y técnicos es considerada como la clave de una adaptación eficaz a las exigencias del mercado (Touraine 1995, p. 180).

La actual reestructuración de la organización educativa busca una nueva inyección de fe que reavive la llama que otrora avivó sus mitos fundamentales. El horizonte postburocrático sobre el que pretende implementarse dicha reestructuración hace de la cultura de la organización el horizonte fundamental de su estrategia de cambio. Las indefiniciones y contradicciones que rodean los rediseños curriculares, las resistencias de los profesores y la falta de compromiso con la dirección del cambio, todo ello pretende reconducirse a través de una nueva cultura - profesional de la calidad y la excelencia importada de los modelos postfordistas de reorganización industrial. En ella quiere verse la posibilidad de un nuevo patrón de motivación y lealtad al cambio, aunque lo que en realidad parece suscitar es una generalizada indiferencia acomodaticia.

Como síntesis de las muy diversas expresiones institucionales de esta restauración cultural puede tomarse el modelo de intervención denominado Institutional Developement Program.14 14 . Este programa, auspiciado por el Imtec de Noruega, ha sido utilizado en miles de escuelas en diferentes países y ha ganado gran prestigio en los campos de la mejora, evaluación y la efetividad educativas. Se sigue aquí en lo fundamental la presentación que del mismo ha hecho un equipo coordinado por Peter Dalin, el impulsor del Movimiento Internacional por el Cambio Educativo (Dalin et al. 1993, pp.3-22). El principal objetivo que marca ese programa es el cambio sistemático en la estructura y las actividades escolares a partir de un cambio en su cultura. Los supuestos de su estrategia de intervención pasan por concebir la nueva dirección del cambio y su gestión como una metanoia, esto es, como un cambio de mente por el que la organización expande la capacidad de crear su propio futuro. El alejamiento de los marcos macroplanificadores de intervención característicos de la alta modernidad del bienestar es manifiesto en el hecho de que se considere a la escuela individual como la unidad básica del cambio. Con ello se abandonan parámetros hasta hoy habituales del cambio institucional reformista: cada escuela es una organización única y cada una debe aprender a aprender según sus propios recursos y horizontes.15 15 . "No se puede tratar de la misma forma a unidades desiguales si se quiere optimizar la calidad y la equidad" (Dalin 1993, p. 6). Ésta es la otra idea central del programa, derivada de lo que se conoce como School-based management, muy significativa en propuestas como la del Informe Carnegie de 1986 ( A nation prepared). Para una comparación de su enfoque en diversos lugares de los EEUU y España, cf. Hanson 1990. Eso supone un reconocimiento de viejas ideas descentralizadoras puestas ya en circulación durante los años 70, pero que entonces se orientaron más hacia la regionalización de la autoridad central. Hoy, sin embargo, suelen enfocarse hacia un segundo grado de redistribución de la autoridad que puede registrar muy diferentes formas.16 16 . Hanson 1990 las resume en cuatro: desconcentración, participación, delegación y devolución. Lo que realmente interesa aquí es subrayar que cuál sea la forma de redistribución de autoridad realmente implementada, ella depende en gran medida, no sólo de la orientación institucional, sino, sobre todo, del balance de recursos humanos de cada escuela. Por ello el factor crítico a la hora de implementar el proyecto son las relaciones humanas; por ello también, los cambios afectan en primer lugar al trabajo mismo y a su representación, imponiendo un lenguaje que habla más de la carrera que de la tarea, más de la profesionalidad que de funciones concretas.

Unido a todo ello, en un intento de ahuyentar los fantasmas de la burocracia, aparece la imagen de una "administración de rostro humano" que se presenta como socio colaborador a través de iniciativas tanto institucionales como materiales (cursillos de formación, materiales curriculares, preparación de cuadros directivos etc.). Los recortes presupuestarios en materia de educación limitan la financiación de dichas iniciativas y empañan notablemente esa imagen de la administración como socio colaborador. Pero, en cualquier caso, ello no hace sino acrecentar la responsabilidad individual de cada centro. El hecho de que sea la propia escuela la que deba determinar cuáles son sus necesidades reales según el balance que haga de su potencial de recursos humanos y técnicos da lugar, casi inevitablemente, a diferencias en el ritmo y alcance de su proceso de aprendizaje y adaptación.

El escenario fragmentado resultante sitúa a los diferentes centros en un diferente estadio evolutivo que va desde las escuelas sin capacidad de innovación, con poca experiencia de discusión y escasa conciencia de cambio hasta las escuelas llamadas "orgánicas" (o learning organizations), que son aquellas en las que predomina un clima abierto de discusión acerca de la reorientación de métodos y objetivos. Por supuesto, se supone que son éstas últimas las que mejor producen un proceso de renovación que raramente es sistemático y planificado, pero cuyo tratamiento de los procesos de ensayo-error favorece un ambiente pedagógico de más calidad a través de un clima dinámico y una comunicación más fluida. Es de esperar que el público preferirá éstas últimas y que las primeras se verán obligadas a imitarlas si quieren mejorar su cuota de mercado. Puede extraerse fácilmente la red de isotopías que predominan en esta concepción del cambio educativo: apertura a las transformaciones, cultura abierta y participativa, flexibilidad en la gestión, clima fluido de discusión y participación y, en fin, todas las variables asociadas al paradigma postburocrático anteriormente descrito.

Entre todas ellas merece destacarse el papel que juega la idea del profesionalismo como nueva imagen del trabajo docente. Creo que existen razones para prestar una atención especial a esta reconceptualización axiológica del trabajo docente que lidera las actuales reformas en la medida en que puede verse en ella el eslabón intermedio entre las definiciones oficiales de la excelencia y la motivación de quienes deben implementarlas. Es a través de su mediación que buena parte de la legitimidad de la institución se traslada de la estructura a la subjetividad de sus miembros.

La cultura de la calidad lleva consigo una reconceptualización de la práctica docente que abandona los fundamentos políticos morales característicos de su configuración moderna para acogerse a un lenguaje empresarial supuestamente más adaptado a las condiciones del cambio y la incertidumbre. La idea del profesionalismo refleja esta tendencia en la medida en que proporciona "un paraguas ideológico" a este contexto discursivo de "revitalización renovada de la fe en el poder autoregulador y creador del mercado liberado" (Gimeno 1994, p. 6), así como a la creencia de que una reestructuración desreguladora puede regenerar la iniciativa del sistema y restaurar su identidad.

En la medida en que los profesores son la clave del proceso que permite vincular el dispositivo administrativo y su implementación, debe prestarse una especial atención a cómo ese modelo de reestructuración interpela a un nuevo sujeto construido por oposición al prototipo de la personalidad burocrática característico de aquel "hombre-organización" descrito por White en los años 50. El nuevo sujeto apelado por la ideología de la gestión, el nuevo hombre-organización, pretende no ser un apéndice de la estructura diseñada al que se dota de un método y unos objetivos bien definidos, como sería característico de una estrategia fordista. El nuevo modelo de profesor deseado es un profesor motivado, realizado y creativo cuya competencia depende en gran medida de que su labor intelectual como distribuidor de conocimiento se revista de los valores laborales de un nuevo profesionalismo docente: satisfacción en el trabajo, sentido de la eficacia, implicación y compromiso, independencia, perspectiva de carrera y formación permanente. Una vaga idea de autonomía feliz otorga un cierto aire de familia a estos atributos.17 17 . Para una discusión de estos atributos y de su problemático grado de adecuación al trabajo docente, ver Ortega 1992, Tenorth 1988, o el intercambio entre Burbules y Densmore y Sykes recogido en el número 11 de Educación y Sociedad (1992).

Es precisamente en esta defensa de la autonomía en donde suele verse la esencia antiburocrática del modelo. La contraposición, sin embargo, dista mucho de ser tan clara. Y ello por tres razones. En primer lugar, porque se basa más en una interesada representación ideal de la organización burocrática que en una constatación empírica de su funcionamiento real. Una vez que el profesor cierra la puerta del aula, la práctica educativa cotidiana se presenta en realidad mucho más heterogénea y discrecional de lo que podría desprenderse de la orientación fordista del diseño curricular tradicional. En segundo lugar, porque, más allá de esta contraposición ideal, las estrategias profesionalizadoras impuestas desde arriba pueden favorecer los comportamientos burocráticos que supuestamente niega, bien asentándose sobre recentralizaciones de primer grado, bien promoviendo adaptaciones individuales rutinarias y "de cara a la galería" que sólo expresan un compromiso de circunstancias y una fidelidad formalmente acomodaticia al nuevo marco. En ese sentido, hace ya tiempo que Hall (1968) mostró que no existe una relación necesariamente inversa entre profesionalización y burocratización, y que incluso algunas dimensiones de ésta pueden correlacionar positivamente con la primera. El conflicto entre ambas, pues, no es inherente. Casos como el de la actual reforma española al relegar la autonomía a una "segundo nivel" de concreción del currículo sugieren como más adecuado aceptar un cierto nivel de equilibrio por el que en muchos casos el ejercicio de los atributos generalmente asociados con la práctica profesional puede requerir un cierto nivel de burocratización que garantice el control social. Pero es que, además, en tercer lugar, la dualidad profesionalismo-burocracia cambia de sentido según el juego de lenguaje en que se integra. Como he apuntado en otra parte (Terrén 1995), en la lógica directiva del discurso institucional el profesionalismo se presenta como un instrumento necesario para vencer los vicios burocráticos de la organización y sus efectos anómicos de desconfianza y falta de compromiso. En boca de los docentes, sin embargo, el profesionalismo tiene un carácter ideológico básicamente reactivo que intenta proteger el prestigio, la experiencia o los derechos adquiridos y salvaguardar la práctica laboral frente a unos principios administrativos cuya intromisión en el quehacer diario es percibida como una amenaza burocrática. Lo que habitualmente se presenta, pues, como postburocrático, sólo es antiburocrático en el nivel del lenguaje. Pero, si no es en esta contraposición, ¿dónde radica, entonces, lo específico de esa nueva forma de racionalización organizativa?

La clave del modelo de dominación implícito en la actual reestructuración educativa radica en la afinidad que guardan entre sí la nueva gestión de la cultura organizativa, la reconceptualización del trabajo docente y el discurso de la calidad y la excelencia que proporciona cobertura ideológica a ambos. La consideración conjunta de estos tres frentes es lo que permite poner de manifiesto la peculiar versión del triángulo de dominación (legitimidad-cultura-disciplina) con que el discurso del mercado, la eficiencia y la calidad está liderando la reestructuración de la organización educativa en curso, bajo las condiciones de la postmodernidad. Puede verse, así, por un lado, la forma en que la legitimidad de dicha organización (y del ordenamiento social del que forma parte) está siendo reconstruida simbólicamente; por otro, la forma en que esta reconstrucción apela a una nueva definición de la identidad, tanto de la propia organización como de sus miembros.

Algunas de las más populares presentaciones de la postmodernidad suelen hacer hincapié en el vacío moral que esta encierra. Es posible que la moralidad como algo trascendente haya desaparecido (Lipovetsky 1990, p. 153). Pero el análisis de un discurso como el que actualmente dirige la reconstrucción cultural de la organización educativa obliga, sin embargo, a matizar el dramatismo de este tipo de afirmaciones. Como hemos visto, dicha reestructuración está dirigida por una nueva ideología de la gestión, y toda gestión, en última instancia, puede describirse como una articulación del complejo saber-poder en los términos de una tecnología moral (Foucault 1986).18 18 . Ver Ball 1993 para una aplicación de esta problemática al caso de la Education Reform Act de 1988, aunque aquí discrepo parcialmente de su terminología. Es más, podría incluso decirse que la moral es propiamente el terreno de la nueva reestructuración; bien entendido que se trata de una moral descontextualizada y reducida al ámbito de la eficiencia organizativa, lo que le hace perder todo referente crítico y quedar reducida a un mero patrón de motivación instrumental (Fisher y Mandell 1989, p. 153). Se trata más de la moral de los manuales de psicología industrial que de la moral de la teoría política. La nueva moral es, básicamente, el clima de la organización. No es la moral inscrita en un proyecto cultural diseñado por intelectuales del movimiento ilustrado o por los expertos de la burocracia integradora del bienestar, sino la moral de una cultura de empresa que pretende no ser ideológica, sino simplemente productiva.

Los elementos discursivos que integran esta estrategia de gestión tienen que ver con los llamados "sistemas de alta moral" que favorecen la confianza y la implicación de los trabajadores en los objetivos de la organización. Se trata con ello, desde luego, de redefinir las relaciones de poder que intentan reconducir la vida de los individuos (la vida laboral de los profesores, en este caso) hacia una racionalidad orientada a la eficiencia, pero la forma en que se intenta no constitye - como afirma Ball (1993, p. 158) - la esencia del control, sino que más bien sustituye al control como dispositivo respuesta al problema de la disciplina que toda organización debe afrontar. Así, como respuesta clásica al problema de la disciplina moderna, el control se aferraba a fines sociales consensuados y políticamente dados a partir de los que las ciencias sociales y de la administración podían derivar burocráticamente los medios más eficientes. La nueva gestión, en cambio, afronta la cuestión disciplinaria a través de un modelo de racionalización adecuado a su escenario postburocrático; un modelo en el que, a falta de una base político-normativa consensuada, la responsabilidad moral del funcionamiento se delega sobre la autonomía relativa de los centros y sus miembros. En otras palabras, así como la utopía fordista del control se integraba en el paradigma de una ontología modernizadora, en la regulación y en la ingeniería social del bienestar, en la confianza positivista en la organización racional y la disección conductista de sus prácticas, la nueva gestión cultural de la organización educativa se integra en el paradigma de la desregulación postfordista, en su desconfianza epistemológica y su visión desontologizada del mundo, en la entronización del mercado como marco natural de la libertad eficiente.

La reiterada exigencia de calidad y excelencia es, en el fondo, una desesperada demanda de motivación; un intento de reconstruir la identidad de la organización a partir de la subjetividad de sus miembros. Teniendo en cuenta hasta qué punto la organización del trabajo puede condicionar la forma de pensar y percibir de los trabajadores, su forma de percibir la organización y de percibirse a sí mismos y, en definitiva, la forma en que se forjan su identidad profesional, cabe preguntarse hasta qué punto dicha subjetividad está intentando ser sometida en este programa al efecto de las "ilusiones decisorias" que Marcuse denunció como síntoma de una falsa conciencia feliz. Es en este marco directivo en el que cobra sentido el recurso del policy making educativo a las correlaciones poco definidas entre autonomía profesional y motivación, satisfacción y realización personal, motivación y productividad etc. Su representación dogmática da lugar a un entramado psicosocial teóricamente escurridizo que no hace sino legitimar el que cada escuela deba correr su propia suerte en el mar del mercado.

Más allá de su inequívoco marco postfordista, lo característicamente postmoderno de la estrategia es haber trasladado el énfasis de la organización de la cultura a la cultura de la organización. En esta cultura interesadamente estilizada tiende a verse el nuevo símbolo de la eficiencia, la nueva fuerza integradora que permite racionalizar lo irracional, el proceso mediador sobre el que asentar las redefiniciones estabilizadoras de la reestructuración y redimir la desorganización (Jeffcutt 1994, p. 254). Las líneas de investigación que abordan el problema de la reconversión postmoderna de las organizaciones dan suficiente cuenta de cómo esta nueva tónica discursiva no es exclusiva de la reestructuración educativa.19 19 . Ver, por ejemplo, Power 1990 o Hassard y Parker 1993 para una visión general de este punto; Jeffcutt 1994 o Turner 1990 para sus implicaciones metodológicas, y Antúnez 1993 para sus repercusiones sobre la política de formación del profesorado. Entronca, de hecho, con lo que Turner (1990) denomina la emergencia del simbolismo organizacional, una tendencia por la que la mayoría de los fenómenos que hoy día afectan a las organizaciones radican fuera de los parámetros de la teoría técnico-racional clásica y apelan al reconocimiento de los valores y las emociones, de las expectativas, la vida social y el lenguaje.

Es claro que la particular instrumentalización de este nuevo simbolismo que se ofrece en la directiva del actual cambio educativo - y, en particular, su exhortación a la cultura de la calidad y la excelencia - debe contemplarse en relación con la definición de la crisis popularizada por el discurso de la queja conservadora, un discurso del que los informes educativos de los años 80 fueron una de las piedras angulares. Sólo así puede comprenderse cómo el lenguaje de la calidad y la excelencia ha imbuído no ya sólo la nueva ideología de la gestión que tiende a primar en la actual política educativa; sino también la forma en que hoy día tiende a hablarse de las escuelas. La pérdida de rigor conceptual que pueda sufrir en este registro cotidiano queda compensado con la recarga emocional que experimenta al sumergirse en los juegos de lenguaje del descontento, marcados como están por el uso indiscriminado de todo un vocabulario y una imaginería de la queja antiburocrática y antipolítica en la que el populismo conservador ha encontrado su caldo de cultivo. Como resumen Fisher y Mandell (1989, p. 154):

La ideología de la excelencia es esencial para comprender cómo se está interpretando la crisis educativa. Aunque varios informes tratan de precisar lo que se entiende por "excelencia", lo sorprendente es su naturaleza amorfa, su carga emocional y su uso jergal. En efecto, la petición de excelencia en las escuelas tiene como fin real llenar un vacío moral. Dado que la laxitud, la apatía y el descenso de la deferencia han sido definidos como síntomas de la crisis contemporánea, la petición de excelencia representa un esfuerzo para reforzar la disciplina e inculcar el respeto a la autoridad.

La nueva cultura organizativa con que se pretende restaurar la legitimidad de la institución educativa consiste, pues, en una difusa pero decidida tecnología moral que, cumpliendo los recursos básicos que Marcuse (1981) reconoció a toda ideología que se pretendiera hegemónica en la sociedad industrial avanzada, parece responder más a la seducción que a la represión. Hablar de una reestructuración postburocrática no significa afirmar que la disciplina se haya superado; significa, más bien, que ha cambiado su forma de ejercicio. La lógica racionalizadora que representa ya no responde a las exigencias de la administración de la masa, como ocurría en el caso de la burocracia del bienestar o la producción fordista y en el clásico modelo tecnocrático de enseñanza amparado por ellos. Responde más bien a un tipo de restauración cultural de la institución educativa en la que la imposición desde arriba de los nuevos valores profesionalistas y de la cultura de la calidad acota un ámbito de autonomía individual y cotidiana manteniendo centralizado el diseño general del modelo y el control de su producto a través d su rendimiento en el mercado.

Pero la descripción del nuevo marco ideológico de la reestructuración no basta para dar cuenta del actual estado de la organización.20 20 . No quiero dejar de lado un dato que todavía no estoy en condiciones de desarrollar pero que, sin duda, debe guardar alguna relación con esta restauración axiológica del trabajo docente. Las organizaciones las componen personas y, en el caso de la organización educativa, la mayoría de estas personas son mujeres. ¿Es la progresiva feminización de la enseñanza la razón de la puesta en práctica de los nuevos dispositivos disciplinarios auspiciados por la nueva cultura de la organización? La cada vez mayor presencia de las mujeres en la práctica educativa (aunque no en su gestión) obliga necesariamente a introducir la cuestión del género al hablar de la cuestión de la racionalización laboral, una cuestión construida generalmente sobre el ejemplo de procesos de trabajo típicamente masculinos. La asociación entre la feminización de los puestos y su descualificación es una forma de hacerlo (Apple 1989, pp. 60-84). Pero quizá fuera más sugerente para nuestra perspectiva intentar vincular la feminización de la enseñanza con el tipo de atributos calientes y comunitarios que entraña el nuevo patrón de motivación profesional que se pretende poner en marcha. Las hegemonías no se imponen, sino que se elaboran. La identidad de una organización es siempre una identidad negociada que no puede reducirse a la autoimagen que presenta el discurso institucional. Por eso, a la nueva ideología de la gestión deben contraponerse los diferentes tipos de aceptación o resistencia cultural con que se cruza. Dalin (1993, p. 12s) habla en ese sentido de cuatro tipos de "barreras" que es preciso tener en cuenta: unas que fomentan la oposición al cambio porque los actores creen en valores distintos a los implicados (barreras axiológicas); otras que rechazan las rupturas de los equilibrios tradicionales entre departamentos, materias etc. (barreras de poder); otras que resultan de un escepticismo acerca de la gestión del proyecto (barreras prácticas); y otras derivadas de rigideces actitudinales que, aun habiendo acuerdo respecto a valores y objetivos, impiden la identificación de problemas prácticos y su mediación (barreras psicológicas). Lo interesante en este punto, más que una taxonomización de la resistencia, es que este tipo de barreras - consecuencia en gran medida de la desconfianza que genera el nuevo programa de reestructuración - no han dado lugar a respuestas radicales de disconformidad masiva. Son, más bien, tanto causas como efectos de respuestas "acomodaticias": esto es, estrategias básicamente defensivas que intentan defender intereses particulares y llevan a una generalización de la indiferencia adaptativa.

Seguramente el predominio de este tipo de respuestas tiene mucho que ver con la deteriorada situación general del mercado de trabajo que hace de otras posibles respuestas, como la huida hacia otros horizontes profesionales, algo impensable; seguramente, también, tiene que ver con un descrédito reinante hacia estrategias políticas ortodoxas como las sindicales, lo que diluye en gran medida la posibilidad de una resistencia activa y sistemática. No hay esperanza cuando no hay opción. Pero, sean éstas o no las razones, el caso es que si aceptamos que el escepticismo, la indiferencia y las salidas acomodaticias tienden a puntuar bajo en una escala de motivación, y que éste es un indicador básico en el nuevo simbolismo con que pretende reconstuirse culturalmente la identidad de la organización educativa, no parece que la nueva tecnología moral que pretende implementarse vaya a ir más lejos de lo que podría ir la conciencia burocrática que ahora se anatematiza.

En el fondo, si la experiencia de crisis a través de la que hoy tiende a ser percibida la cuestión educativa remite a un problema de legitimación, es porque los valores sobre los que desde hace 200 años se ha venido edificando la identidad social de la organización educativa de sus miembros ya no gozan de validez vivida, ya no ofrecen motivación. Sólo encuentran ahora eco en la inercia de la rutina o en la retórica mortecina de los discursos oficiales. Su impulso legitimador se ha diluido al desprestigiarse el canon moderno del saber objetivo y los patrones de organización del mundo basados en él. Allí donde la legitimidad de la educación pretende ser restaurada, lo hace en un discurso que simplemente lo niega y que, en cualquier caso, no parece registrar dosis importantes de entusiasmo ni implicación. Los ideales culturales sobre los que se había fundamentado la modernidad, y en especial su ideal educativo, ya no proporcionan sentido en el contexto de la condición cultural postmoderna. La restauración cultural con que la actual reestructuración pretende responder a este vacío de sentido puede ser económicamente eficiente; pero, desde la perspectiva de la idea política de la educación implícita en la cultura pedagógica de la modernidad, no parece más que un síntoma de morbidez.

Notas

1. Algo que, por supuesto, no sólo afecta al término "postmodernidad", sino a otros íntimamente relacionados con él. "El sentido de vivir en un interreginum en ningún lugar está mejor representado que en el difundido uso del prefijo post-" (Bell 1991, p. 51). "Postformismo", "postcapitalismo", "postindustrialismo"... son también síntomas de una época de dispersión semántica (la era postburguesa, según Lichteim, o posteconómica, según Kahn, o postcivilizada, según Boulding); una época en la que el lenguaje sobre el cambio social está presidido por la idea del fin (del sujeto, de la historia, de las ideologías).

Postmodernity, legitimacy and education

ABSTRACT: Postmodernity seems to summarize the very difuse senses of the fragmentation of a modern mode of understanding legitimacy. The current shifts add up not merely to a transformation, but to an essential break from modernist world and concepts. The change can be seen as an exhaustion of Enlightenment concepts of progress and rationality, or as the advent of a new economic era of disorganization and flexibility in the economic realm, or as the abandonment of classic methodologies in the production and management of knowledge. This article shows that an integrative perspective of such an importance is necessary for a comprehensive examination of the changes now affecting education.

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  • 2
    . Como ha afirmado Vattimo (1990, p. 82), "se puede sostener legítimamente que la postmodernidad filosófica comienza en la obra de Nietzsche", al haber mostrado que una realidad racionalmente ordenada sobre la base de un fundamento (una imagen metafísica) es sólo un "mito tranquilizador". De ahí que el pensamiento postmoderno sea básicamente un pensamiento desmitificador (
    ibid. p. 131s). Para encajar la teoría de Weber en esta relación, como una "anticipación del pánico postmoderno", ver Turner 1990. En cualquier caso, no es ésta que aquí tratamos la única comparación histórica que se ha establecido con la conciencia histórica de la postmodernidad. Ver, por ejemplo, Buci-Gluckman 1984 para una reactualización de la crisis del barroco y su conciencia de la erosión y fragmentación cultural.
  • 3
    . Green (1994, p. 72) ve en el marcado eco nietzscheano de este tipo de conclusiones una radicalización extrema de la tesis frankfurtiana acerca de la tendencia autoritaria de todo sistema totalizador. Power 1990, por su parte, lo deja en un intento intelectual de prolongar el ataque estético de las vanguardias al referencialismo.
  • 4
    . Kroker
    et al.,
    Panic Encyclopedia, citado en Turner, 1992, p. 19.
  • 5
    . Según Rorty (1983, p. 287s), la epistemología se funda en la suposición de que toda aportación discursiva es conmensurable, es decir, sometida a un conjunto de reglas que pemiten dirimir las diferencias. Está anclada, por tanto, en la posibilidad racional del consenso.
  • 6
    . Para un tratamiento detallado de este problema puede verse Cherryholmes 1988, Doll 1992 o, entre nosotros, Torres 1994.
  • 7
    . Es significativo en ese sentido el caso de las nacionalidades que recientemente han adquirido su independencia política o el control sobre materia educativa. Y, por ejemplo, Mitter 1992.
  • 8
    . Grignon 1994. En ese sentido, señala Gimeno (1994, p. 18), "la desrregulación curricular habría de entenderse como la ruptura del monolitismo cultural (...), no como una forma de que cada público se eduque en su propio nicho ambiental".
  • 9
    . "Sus partes son cognoscibles a través de la mente y la inteligencia; pueden separarse, mejorarse, rediseñarse, ser dibujadas en mapas y manipuladas en experimentos" (Oliver 1989, p. 19).
  • 10
    . El capitalismo desorganizado, más que un contramodelo - señala Offe (1985, p. 9)-, es "una perspectiva heurística que permite preguntar en qué medida los procedimientos, pautas de organización y mecanismos institucionales sobre los que tradicional y supuestamente se ha venido sosteniendo el equilibrio organizativo del capitalismo contemporáneo siguen cumpliendo su función cómo medios de procesar y resolver conflictos de intereses".
  • 11
    . Para una visión histórica de los límites de la producción planificada y las ventajas competitivas de los sistemas de explotación flexible, ver Piore y Sabel 1990. Una concepción más global de las condiciones de la acumulación flexible puede extraerse de Harvey (1990, pp. 141-188). Las consecuencias de todo ello para la educación han sido estudiadas por Hickox y Moore 1992, Hargreaves (1994, p. 47ss) y Rasszool 1993. Torres (1994, pp. 15-29) presenta una muy asequible visión general de este proceso y de sus aplicaciones educativas.
  • 12
    . Friedman (1980, pp. 220-243 y 1984, pp. 181-194). Para los fundamentos epistemológicos de la propuesta neoliberal, ver Hayek (1978, p. 492ss) y Popper (1982, pp. 157-161).
  • 13
    . Dubiel (1993, pp. 71-86). Significativo sobre esta intersección de la ciencia biológica y la social ha sido el debate reabierto en 1994 por la tesis de Herrstein y Murray acerca de la herencia de la inteligencia y sus consecuencias para la composición de la estructura de clases americana.
  • 14
    . Este programa, auspiciado por el Imtec de Noruega, ha sido utilizado en miles de escuelas en diferentes países y ha ganado gran prestigio en los campos de la mejora, evaluación y la efetividad educativas. Se sigue aquí en lo fundamental la presentación que del mismo ha hecho un equipo coordinado por Peter Dalin, el impulsor del Movimiento Internacional por el Cambio Educativo (Dalin
    et al. 1993, pp.3-22).
  • 15
    . "No se puede tratar de la misma forma a unidades desiguales si se quiere optimizar la calidad y la equidad" (Dalin 1993, p. 6). Ésta es la otra idea central del programa, derivada de lo que se conoce como
    School-based management, muy significativa en propuestas como la del Informe Carnegie de 1986 (
    A nation prepared). Para una comparación de su enfoque en diversos lugares de los EEUU y España, cf. Hanson 1990.
  • 16
    . Hanson 1990 las resume en cuatro: desconcentración, participación, delegación y devolución.
  • 17
    . Para una discusión de estos atributos y de su problemático grado de adecuación al trabajo docente, ver Ortega 1992, Tenorth 1988, o el intercambio entre Burbules y Densmore y Sykes recogido en el número 11 de
    Educación y Sociedad (1992).
  • 18
    . Ver Ball 1993 para una aplicación de esta problemática al caso de la
    Education Reform Act de 1988, aunque aquí discrepo parcialmente de su terminología.
  • 19
    . Ver, por ejemplo, Power 1990 o Hassard y Parker 1993 para una visión general de este punto; Jeffcutt 1994 o Turner 1990 para sus implicaciones metodológicas, y Antúnez 1993 para sus repercusiones sobre la política de formación del profesorado.
  • 20
    . No quiero dejar de lado un dato que todavía no estoy en condiciones de desarrollar pero que, sin duda, debe guardar alguna relación con esta restauración axiológica del trabajo docente. Las organizaciones las componen personas y, en el caso de la organización educativa, la mayoría de estas personas son mujeres. ¿Es la progresiva feminización de la enseñanza la razón de la puesta en práctica de los nuevos dispositivos disciplinarios auspiciados por la nueva cultura de la organización? La cada vez mayor presencia de las mujeres en la práctica educativa (aunque no en su gestión) obliga necesariamente a introducir la cuestión del género al hablar de la cuestión de la racionalización laboral, una cuestión construida generalmente sobre el ejemplo de procesos de trabajo típicamente masculinos. La asociación entre la feminización de los puestos y su descualificación es una forma de hacerlo (Apple 1989, pp. 60-84). Pero quizá fuera más sugerente para nuestra perspectiva intentar vincular la feminización de la enseñanza con el tipo de atributos calientes y comunitarios que entraña el nuevo patrón de motivación profesional que se pretende poner en marcha.
  • *
    Versão modificada de artigo publicado originalmente na revista
    Política y Sociedad, com o título «Postmodernidad y educación: Problemas de legitimidad en un discurso»
    **
    Departamento de Sociologia, Universidade da Coruña, Espanha.
    ***
    Tradução a partir do abstract em inglês de Miriam N. M. Faria.
  • Fechas de Publicación

    • Publicación en esta colección
      03 Oct 2000
    • Fecha del número
      Ago 1999
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