Resumen
A lo largo de la pandemia generada por el coronavirus, el pensador italiano Giorgio Agamben se erigió como una de las voces más críticas con las medidas implementadas por los gobiernos occidentales para gestionarla. Nuestro objetivo es efectuar un análisis de las políticas desplegadas durante la pandemia en clave foucaultiana que nos permite vislumbrar la necesidad de nuevos análisis para pensar nuestro presente. En primer lugar, examinamos los análisis agambeninanos en torno al estado de excepción subrayando la necesidad de pensar cómo las emergencias introducen todo un conjunto de transformaciones en las relaciones entre ley y orden. En segundo lugar, exponemos los postulados del autor en torno a la figura del untore como figura de contagio. Establecemos cómo el gobierno de las emergencias permite establecer una continuidad entre fenómenos al concebirlos políticamente como fenómenos emergentes que deben ser monitorizados. En tercer lugar, retomamos la noción de la nuda vida que, para Agamben, permitía situar el campo de concentración como paradigma de la gubernamentalidad biopolítica, postulando que es una figura inadecuada para analizar el conflicto entre «hacer vivir» y «dejar morir» que, durante la pandemia, generó un intenso debate en torno a la cuestión del triaje.
Palabras clave:
biopolítica; seguridad; Agamben; Foucault; pandemia
Abstract
Throughout the pandemic generated by the coronavirus, the Italian thinker Giorgio Agamben emerged as one of the most critical voices against the measures implemented by Western governments to manage it. Our objective is to carry out an analysis of the policies deployed during the pandemic in a Foucauldian key that allows us to glimpse the need for new frameworks to understand our present. First, we examine Agambenin’s analysis of the state of exception, underlining the need to think about how emergencies introduce a whole set of transformations in the relations between law and order. Secondly, we expose the author’s postulates around the figure of the untore as a figure of contagion. We establish how the governance of emergencies emergencies enables a continuity between phenomena by politically framing them as emerging threats that must be monitored.Thirdly, we revisit the notion of the nuda vida which, for Agamben, made it possible to situate the concentration camp as a paradigm of biopolitical governmentality. We argue that this concept is inadequate to analyze the conflict between “making live” and “letting die” which, during the pandemic, generated an intense debate around the question of triage.
Keywords:
biopolitics; security; Agamben; Foucault; pandemic
Introducción
A lo largo de la pandemia generada por la COVID-19, el pensador italiano Giorgio Agamben fue uno de los filósofos contemporáneos más activos en sus intervenciones en la opinión pública. En numerosos artículos publicados a lo largo de la misma en la revista Quodlibet sostuvo una postura profundamente crítica con la gestión gubernamental. Esos artículos han sido compilados en el libro ¿En qué punto estamos? La epidemia como política (Agamben, 2020a). En línea con el trabajo teórico que el autor ha desarrollado en las últimas décadas, el filósofo señalaba que el miedo social generado por la pandemia y la gestión gubernamental del virus muestran, una vez más, cómo en las sociedades contemporáneas el estado de excepción se ha convertido en una lógica permanente. Para el autor, los datos disponibles en torno a la incidencia, gravedad y mortalidad del coronavirus no justificaban las medidas de restricción que se impusieron a la ciudadanía y, por ello, las calificó de «frenéticas, irracionales y completamente infundadas» (Agamben, 2020a). Agamben afirmaba que, en nuestras sociedades, la salud parece haberse convertido, más allá de un derecho, en una suerte de religión, algo que debe «cumplirse a cualquier precio» y va acompañada de un miedo social a enfermar desproporcionado, «que no tiene más valor que la supervivencia» (Agamben, 2020a).
La gestión política de la pandemia daría cuenta de cómo las sociedades contemporáneas han dado un paso más en relación con el Estado de seguridad. El autor propone nombrar esa ampliación como nuevo marco de comprensión biopolítica. La «bioseguridad» se definiría así como «el dispositivo de gobierno que resulta de la conjunción de la nueva religión de la salud y el poder estatal con su estado de excepción» (Agamben, 2020a). A través del mismo, habríamos pasado de un derecho a la salud a una obligación jurídica a la misma que debe sustentarse a cualquier precio. El paradigma de la bioseguridad, señala, «supera en eficacia y capacidad de penetración a todas las formas de gobierno de las personas que hayamos conocido» (Agamben, 2020a). Desde ese marco político se habría impuesto un estado de excepción permanente legitimado desde la necesidad de responder a determinadas emergencias. El autor resumía su tesis de este modo: «una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre» (Agamben, 2020a).
Si bien los análisis del autor italiano se derivan, en gran parte, de los conceptos elaborados por Michel Foucault a lo largo de los años setenta, la reformulación conceptual efectuada por Agamben tanto de la noción de biopolítica como de la noción de seguridad le alejan sustantivamente de los postulados del pensador francés. La subsunción de la biopolítica al principio de soberanía postulada por el autor tiene como consecuencia borrar la idiosincrasia de las tecnologías de poder contemporáneas destinadas al gobierno de las poblaciones. Para Foucault, el punto de partida siempre fue subrayar que las tecnologías disciplinarias y seguritarias se implementaron en las sociedades modernas ante las limitaciones de la ley para el gobierno de los individuos y las poblaciones. Por tanto, tratar de comprender las sociedades contemporáneas desde el marco analítico del estado de excepción focaliza la atención en la búsqueda de una suerte de momento originario o fundacional en que la vida habría sido capturada por el derecho en las sociedades occidentales, en lugar de atender a las transformaciones históricas de las tecnologías de gubernamentalidad.
Nuestro objetivo es efectuar un análisis de la gestión de la pandemia en clave foucaultiana que, por un lado, nos permite discutir el modo en que Agamben utiliza y redefine los conceptos foucaultianos y, por otro, apunta a la necesidad de nuevas categorías, más allá de las foucaultianas, para pensar nuestro presente. Para ello, vamos a examinar tres ejes desplegados por Agamben en su análisis de la pandemia: el «estado de excepción»; la figura del «untador»; y la noción de la «nuda vida».
1. Estado de excepción y Estado de emergencia
En su libro Estado de Excepción (2003), Agamben desarrolla la tesis benjaminiana de que el estado de excepción se ha convertido en norma en las sociedades contemporáneas. Para ello, el autor subsume e iguala bajo la fórmula del estado de excepción todo un conjunto de nomenclaturas jurídicas pertenecientes a distintas tradiciones y momentos históricos: así, el estado de sitio (état de siège) francés se iguala a ley la marcial (martial law) anglosajona bajo la nomenclatura alemana del estado de excepción (Ausnahmezustand). Asimismo, se incluyen bajo esa misma fórmula aquellos mecanismos legales que, en las democracias occidentales, permiten en casos excepcionales una acción directa desde el poder ejecutivo: sea bajo la nomenclatura de los plenos poderes, los poderes de emergencia o los decretos-ley. Si bien, como afirma el autor, su tesis es de orden filosófico y político y, por ello, va más allá de los tecnicismos legales empleados para efectuar esos estados de excepción, cabe preguntarse hasta qué punto el postulado de la relación de continuidad entre esas distintas fórmulas jurídicas impide dar cuenta de las transformaciones epistemológicas, prácticas y técnicas de los dispositivos de gubernamentalidad contemporáneos.
En el texto «estado de excepción y estado de emergencia» publicado en Quodlibet el 30 de julio de 2020 (y no incluido en la compilación final del libro) Agamben reitera esos argumentos respondiendo indirectamente a un «jurista al que una vez tuve algún respeto» por un artículo en un periódico donde éste trataba de diferenciar el estado de excepción del estado de emergencia. El autor del texto argumentaba que la diferencia entre uno y otro es que «la emergencia se utiliza para volver a la normalidad lo antes posible, mientras que la excepción se utiliza para romper la regla e imponer un nuevo orden». El jurista subrayaba cómo, a diferencia del estado de excepción, el estado de emergencia no incluye «poderes indeterminados», sino «solo los poderes destinados al propósito predeterminado de volver a la normalidad» aunque tales poderes «no pueden ser especificados de antemano» (Agamben, 2020b).
Agamben señala que ese argumento no hace sino replicar «la distinción schmittiana entre una dictadura comisionada, que tiene por objeto preservar o restaurar la constitución actual, y una dictadura soberana, que tiene por objeto establecer un nuevo orden» (Agamben, 2020b). El autor afirma que «solo existe un estado de excepción» independientemente de cuál sea su finalidad, en tanto que esa distinción se apoya en el acto de «valorar» qué legitima esa excepcionalidad. Por tanto, reitera que no hay diferencia entre los dos estados, dado que, de lo que se trata desde el punto de vista jurídico, es de «la suspensión de las garantías constitucionales» (Agamben, 2020b).
Efectivamente, una de las dimensiones fundamentales de la gestión de la pandemia se dirimió, sin duda, en las distintas formulaciones jurídicas de las que se han dotado los gobiernos. En todas las sociedades occidentales los estados impusieron medidas similares moduladas con distinta intensidad: medidas de restricción de la movilidad social (de movilidad y de reunión; suspensión de las actividades educativas, culturales, de ocio y de culto; o restricción de la actividad económica); imposición de la distancia social y uso de la mascarilla; y el confinamiento bien de la población general (salvo actividades esenciales), bien selectivo (por zonas o por tipologías de población). Como hemos señalado, Agamben subraya que su diagnóstico filosófico y político va más allá de los tecnicismos legales de los que se doten los diferentes gobiernos, sin embargo, es interesante, cuanto menos, examinar cuáles han sido las medidas legales adoptadas durante la pandemia.
En un informe elaborado por el Parlamento Europeo (2020) donde se examinaban las medidas adoptadas por distintos estados desde el punto de vista jurídico, se comparan las medidas elaboradas por Bélgica, Francia, Alemania, Hungría, Italia y España. En el caso de Bélgica y de Italia, cuyas constituciones datan respectivamente de 1831 y 1948, el supuesto del «estado de emergencia» no está contemplado en las mismas. Para legislar las medidas de restricción y control de la pandemia, Bélgica se sirvió del artículo 105 de su constitución que autoriza a dotar al ejecutivo, durante un tiempo limitado y por razones específicas, de «poderes especiales» que permiten acciones legislativas que son supervisadas por los por el poder legislativo. En el caso de Italia, se recurrió al artículo 120 de la constitución, que puede activarse en «circunstancias extraordinarias», como alteraciones de la seguridad pública, para preservar la unidad legal y económica del Estado o para garantizar la asistencia de la población; al artículo 77 y a diferentes elaboraciones de decretos-ley.
En el caso de Alemania, la Constitución elaborada en 1949 tampoco contemplaba ningún supuesto legal para emergencias. Este fue introducido en 1968, habilitando todo un conjunto de supuestos para actuar en situaciones de crisis. Sin embargo, ninguno de esos supuestos ha sido activado. De hecho, como señala el propio documento, por «consideraciones históricas» el gobierno alemán ha sido reticente a activar ese recurso.
Francia, Hungría, Polonia, Italia y España sí contemplan, en sus constituciones, distintos supuestos vinculados a un «estado de emergencia». Sin embargo, Francia no lo ha aplicado esta vez, sino que ha optado por declarar una «emergencia de salud pública» acompañada de todo un paquete de medidas de urgencia (Ley n.º 2020-290). En Hungría, sí se activó el supuesto vinculado a los desastres naturales. En el caso de Polonia, tampoco se optó por las figuras del estado de excepción o análogas, se elaboró una Ley Covid-19, que entró en vigor el 8 de marzo de 2020 y posteriormente se declaró un estado de epidemia. Por último, en España, sí se activó el supuesto jurídico del estado de alarma contemplado en la Constitución de 1978 y la Ley Orgánica 4/1981.
Si analizamos las medidas jurídicas empleadas en América Latina nos encontramos con una situación análoga (Cervantes; Matarrita; Reca, 2020). En primer lugar, observamos la misma diferencia entre países que no contemplan figuras jurídicas distintivas para el estado de emergencia y mantienen tan solo la noción de estado de sitio o estado de excepción (Bolivia, Ecuador, El Salvador, Honduras, Uruguay) y aquellos países que sí cuentan con esa figura distintiva (Argentina, Chile, Colombia, Guatemala, Panamá, Perú, República Dominicana, Surinam).
En cuanto a las medidas aplicadas, Argentina optó mayoritariamente por implementar las medidas restrictivas a partir de Decretos de Necesidad y Urgencia. Las medidas fueron refrendadas tanto por el Congreso como por el Poder Judicial nacional. En Bolivia, se declaró el estado de emergencia sanitaria por Decreto Supremo (n.º 4196). En Chile se declaró el estado de excepción constitucional de catástrofe a partir de un decreto Supremo (n.º 104). En Colombia, se declaró el estado de emergencia acompañado de hasta 185 decretos más a lo largo de la pandemia. En Ecuador se declaró el estado de excepción por decreto (n.º 107) acompañando el mismo con distintas medidas a través de la Ley de Apoyo Humanitario. El Salvador decretó también el estado de emergencia nacional, estado de calamidad pública y desastre nacional a partir de los Decretos Legislativos n.º 594 y 611. En Guatemala se decretó el estado de calamidad pública a través de un Decreto Gubernativo (n.º 5-2020). En Honduras se declaró el estado de emergencia Sanitaria a través del Decreto Ejecutivo n.º PCM.005-2020. En Panamá se declaró el estado de emergencia por la Resolución del Gabinete n.º 11. En Paraguay se promulgó el estado de emergencia a partir de Ley n.º 6524. En Perú se decretó también el estado de emergencia nacional amparado por el artículo 137 de la Constitución. En República Dominicana se decretó el estado de emergencia en virtud del Decreto n.º 134-20 y la Resolución del Congreso n.º 62-20. En Surinam se declaró el estado de emergencia civil y se implementó la Ley de Condición Excepcional COVID-19. En México (que no cuenta con esas figuras jurídicas distintivas) se decretó la emergencia sanitaria. En Brasil, las medidas estuvieron marcadas por la polémica entre la perspectiva presidencial de Jair Bolsonaro, reticente a las medidas restrictivas adoptadas por el resto de países.
En Estados Unidos sucedió lo mismo de la mano de Donald Trump, donde las reticencias del presidente a imponer medidas restrictivas a nivel federal también fueron objeto de polémica. El país tampoco cuenta en su constitución con figuras análogas al estado de excepción, pero sí con fórmulas que confieren al presidente poderes de emergencia (emergency powers) para determinadas situaciones extraordinarias. En su análisis sobre las medidas adoptadas por el presidente durante la pandemia, Elisabeth Goitein plantea una reflexión interesante. Tras analizar cómo Donald Trump infrautilizó, de facto, los poderes de emergencia de los que disponía, la autora se pregunta si el abuso de la discrecionalidad en el uso de los poderes de emergencia no debería leerse en dos sentidos: por un lado, es un abuso utilizar los poderes de emergencia con objetivos políticos cuando no existe tal emergencia; pero, por otro, también podría considerarse como un abuso no aplicar adecuadamente los poderes de emergencia en una crisis genuina, también por motivos políticos (Goitein, 2020, p. 59).
Desde la óptica agambeniana, todas las activaciones jurídicas que hemos descrito se inscriben, como hemos visto, en la lógica del estado de excepción. Sin embargo, cabe preguntarse por qué los estados de derecho occidentales, que ya contaban o bien con la figura jurídica del estado de sitio o excepción o bien con mecanismos políticos para gobernar a partir del decreto-ley o de figuras análogas, necesitaron introducir a lo largo del siglo XX una nueva figura que la distinga denominada estado de emergencia. Asumir la continuidad filosófica y política de las distintas figuras destinadas a gobernar el orden (estado de excepción, estado de sitio, estado de emergencia) y subsumirlas al paradigma retrospectivo del estado de excepción impide, a nuestro juicio, atender a la idiosincrasia de la emergencia como forma de gobierno.
En su libro, Critique of security, Mark Neocleous (2008) subraya que la tesis agambeniana del estado de excepción apela a una suerte de «mundo sin ley» en que la suspensión del derecho permitiría la emergencia de «zonas anómalas». Sin embargo, señala el autor, los estados de emergencia que se activan ante una determinada situación de peligro para restaurar la seguridad organizan y producen esa seguridad haciendo pleno uso de los mecanismos de derecho. No hay, prosigue el autor, una distinción entre un dentro y fuera de la ley, entre la normalidad y la emergencia, entre el derecho y la violencia. Asumir esa distinción comporta, justamente, asumir las categorías que sostienen el orden liberal en lugar de mostrar cómo la violencia que opera en esas condiciones de emergencia aparece legitimada, justamente, en pos de la seguridad. Esa seguridad se produce, pues, no desde la suspensión del derecho, sino a través del mismo.
Neocleous subraya cómo la categoría de seguridad es, de hecho, una categoría profundamente ligada al liberalismo, hasta el punto de que, para el autor, aquello que caracteriza el liberalismo es un modo de gobierno en que la seguridad se despliega como libertad. Una seguridad, postula, que se articula tanto a partir de la cuestión de la seguridad nacional como de la seguridad social, no es posible analizar la una sin la otra. El autor subraya que categoría de seguridad, a diferencia de la categoría de «defensa» que arraigaba en una dimensión bélica territorial, no delimita un territorio. De hecho, habilita desdibujar cualquier diferencia entre un peligro que amenace desde dentro y un peligro que amenace desde fuera. Por tanto, la seguridad, no tiene un adentro y un afuera del Estado, como tampoco tiene un adentro y un afuera del individuo.
En el argumento de Neocleous, por tanto, la clave para entender por qué el estado de excepción se ha convertido en norma no debemos dirigirnos, como hace Agamben, hacia una suerte de articulación forjada en el seno de la tradición jurídica occidental entre vida y norma, entre violencia y derecho, que sería necesario desenmascarar, sino hacia las tecnologías de seguridad como forma de gobierno. Abordar la cuestión desde la seguridad y, particularmente, cómo la gubernamentalidad liberal se despliega en torno a ella, permite resituar la idiosincrasia que Foucault atribuía a la misma en las sociedades liberales. Para el autor, el núcleo de la antinomia de la gubernamentalidad liberal arraiga en la conflictiva relación que anima en las mismas la relación entre ley y orden (Foucault, 2013, p. 256). Desde una perspectiva foucaultiana, por tanto, es por el lado del orden y no por el lado de la ley, por donde hay que interrogar las transformaciones en las tecnologías políticas que se despliegan en las sociedades contemporáneas.
Tomando como punto de partida ese impulso, nuestro argumento es que es necesario ir más allá de los análisis de Foucault en torno a las tecnologías de seguridad y la biopolítica, para analizar cómo la emergencia se ha constituido como un objeto de gobierno en las sociedades contemporáneas. Si, en los análisis del autor, las sociedades del siglo XIX y XX se caracterizaban por haber convertido la vida en objeto de gobierno y por haber desplegado, en torno a la misma, todo un conjunto de tecnologías de seguridad; nuestra hipótesis es que las sociedades del siglo XXI se caracterizan por haber convertido la emergencia en un objeto de gobierno y por haber desplegado, en torno a la misma, todo un conjunto de tecnologías destinadas a predecir, capturar e intervenir sobre una realidad concebida, en el mundo contemporáneo, como un conjunto de fenómenos en emergencia constante. Seguimos en este punto los postulados Peter Adey, Ben Anderson y Stephen Graham (2015) quienes, en un artículo pionero, subrayaban la necesidad de examinar las tecnologías de gobierno de las emergencias más allá del paradigma de la excepcionalidad. Por tanto, podríamos decir que Agamben acierta en el diagnóstico, pero yerra en el enfoque, en tanto que aquello que impulsa que el estado de excepción se haya convertido en norma no procede del propio orden jurídico. Es la centralidad que las emergencias ocupan en las sociedades contemporáneas lo que despliega todo un conjunto de tecnologías de poder a través del cual se genera un nuevo modo de gobierno destinado a producir un nuevo modo de orden: de nuevo, es por el lado del orden y no por el lado de la ley, por donde es necesario efectuar el análisis.
2. Enfermedades contagiosas y globalización: la figura del untador
Un segundo elemento desplegado por Agamben en su análisis de la pandemia se apoya en la figura del untador. En el artículo «Contagio», el autor afirmaba que la noción de contagio era ajena a la medicina hipocrática y que apareció en el marco de la epidemia de peste que tuvo lugar en el siglo XVI. En ese contexto, habría surgido la figura del untador (el untore), la figura del agente de contagio, una figura que Agamben resitúa conceptualmente en la actualidad, señalando que las medidas adoptadas contra la covid-19,
[...] transforman de hecho a cada individuo en un potencial untador, de la misma manera que las que se ocupan del terrorismo consideraban de hecho y de derecho a cada quisiéramos esperar - pero es una ilusión - que no fueran ciudadano como un terrorista en potencia […]. Particularmente invisible es la figura del portador sano o precoz, que contagia a una multiplicidad de individuos sin que uno se pueda defender de él, como uno se podía defender del untador (Agamben, 2020a).
Efectivamente, la historia de las epidemias está ligada a numerosas dimensiones políticas. Peter Washer (2010), en su libro Emerging Infectious Diseases and Society, analiza cómo la construcción de la epidemia como «amenaza» está ligada al modo colonial y racista en que han sido concebidas desde Occidente las enfermedades infecciosas. No solo las personas migrantes han sido históricamente señaladas como portadoras de infecciones que «amenazan» a la población, el modo mismo de conceptualizar las enfermedades responde a ese patrón defensivo. La «Medicina tropical» de finales del siglo XIX apareció vinculada al riesgo de la población blanca de contraer infecciones en las colonias y la preocupación victoriana por el riesgo de contagio asociado a los pobres llegados a la ciudad. El tratamiento contemporáneo no se diferencia demasiado de esas construcciones en tanto que organiza sistemáticamente una distinción entre una «población general» amenazada y el señalamiento de colectivos que la amenazan: pasó con el colectivo homosexual y bisexual con el VIH, con «los africanos» con el ébola y con «los chinos» con el SARS (Washer, 2010, p. 153). Las enfermedades infecciosas, señala Washer, han sido un elemento fundamental de creación de «otredad» (otherness).
En relación con la dimensión seguritaria, las enfermedades han sido un eje fundamental en la construcción de una relación entre peligrosidad y seguridad que desborda los límites entre el «interior» y el «exterior». Esa «peligrosidad» se ha asignado históricamente a la migración, a la prostitución, a la drogadicción, a la promiscuidad sexual, a la sexualidad no heterosexual y, en general, a cualquier forma de vida que, en términos disciplinarios y biopolíticos, resultase amenazante para la «normalidad» que sostiene y garantiza el orden liberal. Por tanto, a priori, cabría situar en esa perspectiva la figura del «untador» que Agamben utilizaba como una dimensión más de esa serie, en la que el virus construye una figura de amenaza interior análoga a la del terrorista. Sin embargo, nuestra hipótesis es que lo que está en juego es algo muy distinto.
En el marco de la alerta general que la globalización generó en términos de la posibilidad de una pandemia mundial, a finales de los años noventa, la OMS implementó un plan de vigilancia epidemiológica a través del Programa para Monitorear Enfermedades Emergentes (ProMED) a partir del cual se configuró una espacialidad distinta a la de la globalización. David P. Fidler (2004) analiza ese nuevo marco epistemológico y político en su libro SARS, Governance and the Globalization of Disease, y señala cómo
[...] mientras muchas disciplinas luchaban con el efecto de desterritorialización de las relaciones humanas globalizadas, la salud pública había entendido hacía mucho lo que los delgados límites epidemiológicos representan contra la propagación de los microbios patógenos (Fidler, 2004, p. 46).
Desde una perspectiva epidemiológica, un mundo sin fronteras planteaba la necesidad de establecer una nueva forma de pensar la espacialidad a partir de rastrear y monitorizar a la enfermedad misma y su despliegue en términos tanto en términos de alcance (índice de afectación) como de expansión territorial.
Esa nueva tecnología de monitorización es la que, a nuestro juicio, distingue la gestión de la pandemia del coronavirus de las tecnologías de vigilancia disciplinaria o de regulación biopolítica. Las tentativas de monitorización del virus a través del registro de contagios y las curvas de seguimiento de la enfermedad, no constituyen un elemento de alteridad («otherness»), como tampoco distinguen a determinados «individuos peligrosos» como sucedía en el marco de la vigilancia disciplinaria y biopolítica. En el momento en que cualquier cuerpo es portador momentáneo del virus, la monitorización del mismo se convierte en general e indiferenciada, desplazando la dicotomía entre lo normal y lo patológico.
A nuestro juicio, es en la tecnología de la monitorización crecientemente desplegada en las sociedades occidentales donde cabe arraigar la relación del virus con el terrorismo que Agamben analizaba desde la figura del untador. A partir de los atentados del 11 de septiembre, las tecnologías de vigilancia de la población se extendieron de manera masiva, y los gobiernos desplegaron tecnologías que permitían monitorizar a tiempo real los movimientos de la ciudadanía. Cuando el autor señala que cualquier ciudadano/a se convierte en un terrorista en potencia, no lo es por la extensión de la categoría de la peligrosidad social característica de la biopolítica. Lo que comparten las tecnologías de gobierno de la epidemia con las tecnologías de gobierno del terrorismo es situar ambas nociones como fenómenos cuya emergencia puede precipitarse en cualquier momento y que, por tanto, es necesario monitorizar a tiempo real. No se trata, por tanto, de una peligrosidad asociada a una «anormalidad» o «anomalía» que pueda corregirse disciplinariamente o regularse biopolíticamente. La continuidad entre esos fenómenos es necesario buscarla, por un lado, en la monitorización como una nueva tecnología gubernamental distinta a la de vigilancia y, por otro, en la categoría de emergencia como noción que permitirá aglutinar fenómenos tan distintos como el de los atentados terroristas y el de las epidemias.
En su informe «A Strategic Framework for Emergency Preparedness», la OMS define «emergencia» como «un evento o amenaza que produce o tiene el potencial para producir una gama de consecuencias que requieren una acción urgente y coordinada» (WHO, 2020). Esas emergencias son categorizadas en dos grupos: las debidas a riesgos o peligros naturales (natural hazards) y las debidas a la acción humana (human-induced hazards). Las primeras se dividirían entre los riesgos hidrometereológicos y geofísicos, por un lado, y los biológicos, por otro (categorizados en brotes locales, brotes potencialmente pandémicos o pandemias), y las segundas incluirían emergencias de tipo técnico (accidentes industriales o de transporte, radiación nuclear, explosiones químicas, etc.) y las emergencias de tipo social (violencia en distintas escalas desde los disturbios hasta el conflicto armado, terrorismo, el uso de armas biológicas, químicas, nucleares, etc.) y también las crisis financieras sobre la base del impacto social en la salud o en los recursos tanto a nivel individual como estatal.
Como señalan Peter Adey, Ben Anderson y Stephen Graham (2015) la noción de emergencia ha proliferado en las sociedades contemporáneas hasta el punto en que parece que cualquier evento o situación tienen el potencial de convertirse en una emergencia. Basándose en la posibilidad de una inminente «emergencia» de riesgos, peligros y amenazas como los expuestos, se desplegarán toda una serie de técnicas, prácticas y conceptos destinados a lidiar con los mismos. Esos mismos conceptos y estrategias se repetirán, una y otra vez, en la ingente cantidad de documentos, guías, informes o programas desplegados por organismos internacionales y nacionales. Como vemos, la categoría de «emergencia» anuda en torno así una concepción ontológica del mundo, concebido como un espacio de interacción dinámica entre múltiples agentes (humanos, tecnológicos, matéricos, biológicos, etc.) que producen fenómenos «emergentes», entre los cuales es necesario prepararse para aquellos que puedan desencadenar una «emergencia», esto es, un acontecimiento que requiere de una respuesta inmediata, que puede ocurrir en cualquier momento y para el cual hay que estar preparado. Esa categoría general de emergencia permite desplegar tecnologías comunes a esos distintos fenómenos como es el caso de la monitorización, por tanto, fenómenos tan heterogéneos como el terrorismo y un virus se conciben como fenómenos emergentes que es necesario monitorizar a tiempo real.
3. ¿Quién vive y quién muere?: la nuda vida y los triajes médicos
En tercer lugar, Agamben retoma, para el análisis de la pandemia, el concepto de nuda vida que había desplegado ya en su libro Homo Sacer: el poder soberano y la nuda vida (1998). Los análisis de Foucault, según el autor, presentaban un «punto ciego oculto» que trató de iluminar desvelando la conexión entre el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico. Uno de los resultados de esa aproximación es que, según Agamben, uno y otro no pueden separarse, de ahí que
[....] las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario - aunque oculto - del poder soberano. Se puede decir, incluso, que la aportación de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano. La biopolítica es, en ese sentido, tan antigua, al menos como la excepción soberana (Agamben, 1998, p. 16).
En su análisis, Agamben rescata la figura jurídica del homo sacer que ilustra cómo, mediante un doble juego de exclusión e inclusión del poder soberano, lo humano se constituye como nuda vida. Desde ese marco de análisis, el campo de concentración se convierte en el paradigma biopolítico por excelencia. En sus reflexiones sobre la pandemia, el autor retomaba esos análisis para señalar cómo, durante la misma, la vida de las personas se vio reducida a su condición biológica, reiterando la analogía que ya había efectuado en su libro con el lager nazi, donde los seres humanos eran considerados como mera vida vegetativa (Agamben, 2020a). Sin embargo, como señala Thomas Lemke (2017),
[...] no es claro qué tienen exactamente en común los comatosos en la unidad de cuidados intensivos con los presos de los campos de exterminio y si los presos en los centros de detención son «nuda vida» en la misma medida que los prisioneros en los campos de concentración del nacionalsocialismo (n.p).
Las objeciones de Lemke pueden hacerse extensibles a la gestión de la pandemia. Al ser preguntado por el papel político de la medicina en las sociedades contemporáneas y, en particular, en la pandemia, Agamben subrayó el papel de la ciencia en el paradigma bioseguritario. Las sociedades contemporáneas se caracterizan no solo por haber convertido la salud en un imperativo, sino por desplegar todo un conjunto de mecanismos y tecnologías destinadas a mantener la vida del cuerpo humano. Para el autor,
[...] lo que ha ocurrido con la pandemia es que este cuerpo artificialmente suspendido entre la vida y la muerte se ha convertido en el nuevo paradigma político, sobre el que los ciudadanos deben regular su comportamiento. El mantenimiento a cualquier precio de una nuda vida abstractamente separada de la vida social es el dato más impresionante del nuevo culto establecido por la medicina como religión (Agamben, 2020a, n.p).
Sin embargo, la relación entre la vida y la muerte que operó durante la pandemia es bastante distinta a la figura de la nuda vida ilustrada por Agamben. La cuestión de «quién vive y quién muere» se dirimió de forma trágica en el seno de unos servicios médicos colapsados y dotados de menos recursos de los que requería la situación. Debido a esa falta de recursos, en la mayoría hospitales se tuvieron que tomar decisiones sobre quién iba a vivir y quién iba a morir, generando un intenso malestar entre los profesionales sanitarios. Como respuesta, proliferaron en todos los países numerosos debates sobre los criterios que debían seguirse en el triaje. El concepto de triaje (triage) tiene su origen en las guerras napoleónicas y remite a la necesidad de clasificar y priorizar con rapidez a los heridos que hay que atender. El término se utiliza, por tanto, para designar los criterios necesarios para efectuar esa priorización en situaciones de emergencia, en las que no hay recursos materiales o humanos para atender a todas las personas afectadas (Burdiles; Ortiz, 2021, p. 64). En el caso de la pandemia, esos recursos eran el número de plazas habilitadas en hospitales y, en particular, en las unidades de cuidados intensivos, así como de los dispositivos de respiración asistida disponibles.
Esa situación provocó que, durante la pandemia, se generasen en todo el mundo numerosos protocolos para hacer frente a la cuestión del triaje. Un artículo de revisión, realizado por Susanne Joebges y Nikola Biller-Andorno (2020) comparaba los criterios en Italia, Suiza, Austria, Alemania, Reino Unido y Bélgica. Los autores daban cuenta, a través de ese análisis comparativo, de los criterios de mayor consenso y aquellos que generaban desacuerdos. Entre los criterios generales se repetía el criterio utilitarista de que es necesario buscar el mayor beneficio para el mayor número de personas. Se subrayaba también la necesidad de postular la equidad y la igualdad y no discriminar por edad, raza, discapacidad o condición socioeconómica. En tercer lugar, se situaban de manera transversal criterios médicos, entre los cuales se incluía la estimación del riesgo de mortalidad, las probabilidades de supervivencia y la esperanza de vida. En cuarto lugar, los autores señalaban que, si bien los distintos protocolos analizados subrayaban que la edad no puede ser un criterio absoluto, la «vida útil» sí aparecía como elemento a valorar en algunos de ellos. En quinto lugar, se subrayaba la necesidad de ponderar, con el objetivo de efectuar una decisión justa, las preferencias del paciente y los beneficios potenciales de recibir el tratamiento basándose en una relación coste-beneficio. Se recomendaba, asimismo, que fuese un equipo multidisciplinar quien tomase las decisiones y que éstas fuesen transparentes. Del mismo modo, todos los protocolos mencionaban la necesidad de atender a las preferencias de los pacientes y sus famílias y su derecho, dado el caso, de rechazar el tratamiento. Por último, las guías apuntaban a la necesidad de reevaluar las decisiones de tratamiento según la evolución de los pacientes y los recursos, y muchas de ellas recomendaban apoyo psicológico a los equipos médicos, dada la carga emocional que conllevan los procesos de triaje.
Las dificultades y los desacuerdos aparecían al plantear cuál es el criterio a seguir en el caso de que, desde el punto de vista médico, dos o más pacientes pudieran beneficiarse por igual del tratamiento. Algunos protocolos abogaban por atender a la edad; a las poblaciones desfavorecidas; o a los trabajadores/as esenciales (como profesionales sanitarios); algunos apostaban por la asignación aleatoria en caso de empate o proceder por un sistema de lista de espera, mientras esos mismos criterios eran rechazados explícitamente por otros protocolos. Asimismo, la revisión comparativa subrayaba la vaguedad y la imprecisión de dimensiones como la edad, el factor del pronóstico de supervivencia a corto y largo plazo o la pertenencia a determinado grupo prioritario. Si bien mayoritariamente se rechazaba la edad como criterio absoluto, sí se apelaba al pronóstico a largo plazo como un criterio de decisión, de modo que la edad y la comorbilidad aparecían como elementos relevantes. Asimismo, la escala de fragilidad se utilizaba como herramienta de pronóstico, de modo que, con esos criterios, los pacientes jóvenes; los pacientes de determinados grupos étnicos; los pacientes sin discapacidad; y con mejores económicas y sociales, acababan obteniendo mejores pronósticos que personas mayores, con discapacidad, con recursos limitados o pertenecientes a determinadas etnias. El estudio comparativo mostraba también que, en todos esos protocolos, se evitaban consideraciones explícitas en relación con la calidad de vida como criterio, basándose en criterios de supervivencia.
Como vemos, el análisis efectuado por Susanne Joebges y Nikola Biller-Andorno (2020) muestra cómo las controversias aparecen en el momento en que los profesionales médicos y sanitarios se ven impelidos a tomar una decisión en la que se les exige aplicar criterios que van más allá de los estrictamente clínicos y médicos ¿Es lícito, en términos éticos, políticos e, incluso, jurídicos, que el triaje se apoye en decisiones extra-clínicas? ¿Quiénes deben fijar esos criterios y cuáles deben ser? Haciendo balance de la situación en México, Jorge E. Linares-Salgado (2022) sostiene que sí, que, efectivamente, sería necesario añadir a los criterios tecno-médicos, criterios de «utilidad social» de modo que
[...] un triaje que incluya criterios de utilidad social podría lograr salvar a más gente en edad productiva, con responsabilidades sociales prioritarias o que están al cuidado de otras personas (como las mujeres al cuidado del hogar), lo que redundaría en un mayor beneficio social (p. 181).
El autor defiende que el triaje incluya criterios basándose en la responsabilidad social de las personas afectadas: así, por ejemplo, debería priorizarse al personal médico y sanitario; a quienes atienden a pacientes graves, crónicos o degenerativos; a quienes producen y distribuyen productos y bienes esenciales (alimentos, medicamentos etc.) o desempeñan funciones esenciales (mantenimiento, saneamiento, seguridad pública, etc.); a quienes trabajan en el marco de infraestructuras esenciales (como telecomunicaciones, aeropuertos, etc.) o a personas que trabajen en servicios y recursos básicos (protección civil, investigación científica, etc.) ya que «no son fácilmente reemplazables» (Linares-Salgado, 2022, p.176). Del mismo modo, señala que, así como en países como España e Italia (con mucha población longeva) la preocupación social giró en torno a la atención a las personas de edad avanzada, en México, el mayor número de víctimas se situó entre los 40 y los 69 años, de modo que el autor propone incluir en el triaje factores como tener personas a su cargo, de modo que ser «cabeza de familia» sea considerado como un factor socialmente relevante (Linares-Salgado, 2022, p.179).
Efectivamente, España fue uno de los países en que la mortalidad de personas de edad avanzada fue muy elevada. Dado que muchas de ellas vivían en residencias, éstas se convirtieron en un foco especialmente dramático de mortalidad. Al igual que en el resto de países, se establecieron protocolos de derivación hospitalaria. En el caso de la Comunidad de Madrid, la elevada mortalidad de las personas que vivían en residencias ha dado lugar a una polémica social de la que ha derivado una investigación ciudadana. Los protocolos de la Comunidad establecían unos criterios clínicos tan restrictivos para la derivación hospitalaria que, de facto, muchos pacientes que vivían en residencias murieron sin ser derivados/as al hospital en aras de una medicalización de las mismas que nunca llegó a producirse (Informe de la Comisión..., 2024).
En Italia, tal como recogen Silvia Camporesi y Maurizio Mori (2020), el debate en torno a qué criterios incorporar en el triaje más allá de los clínicos generó una confrontación abierta, en los primeros meses de la pandemia, entre la Ethics Committee of the Italian Society of Anaesthesia, Analgesia, Resuscitation and Intensive Care (SIAARTI) y el Comitato Nazionale per la Bioetica (CNB). Las recomendaciones de SIAARTI, en aras de un principio de justicia distibutiva, apuntaban a utilizar como criterio la mayor probabilidad de supervivencia, contemplando, por tanto, que podría ser necesario establecer un límite de edad para el ingreso en la UCI. Junto a la edad, se recomendaba evaluar las comorbilidades y el estado funcional de los pacientes críticos añadiendo que cabría esperar «una evolución clínica más larga y más demandante de recursos en ancianos frágiles con comorbilidades graves, en comparación con una evolución relativamente más corta y potencialmente más benigna en sujetos jóvenes sanos» (Vergano, et. al., 2020, p. 471).
El Comitato Nazionale per la Bioetica (CNB), respondió inmediatamente a esas consideraciones, haciendo énfasis en la necesidad de mantener criterios estrictamente clínicos, y subrayando la necesidad de preservar cualquier tipo de discriminación, con especial atención a personas vulnerables. Para ello, el comité señalaba que los criterios del triaje no pueden excluir a personas basándose en su pertenencia a una determinada categoría establecida a priori (CNB, 2020, p. 8).
Como vemos a través de todo ese análisis de casos, la cuestión del triaje sitúa en el centro del debate cuáles son los criterios a aplicar en situaciones de emergencia o catástrofe, donde los recursos son limitados y puede darse el caso de tener que decidir a qué paciente se asigna un recurso vital cuando más de uno presenta condiciones clínicas similares. Ante esta perspectiva, como hemos visto, encontramos posiciones, como las del Comitato Nazionale per la Bioetica (CNB) que aboga por mantenerse firme en que el juicio clínico debe ser el único válido, frente a otros autores o comités que ponderan otros criterios complementarios como la justicia distributiva, el valor social o el azar.
Silvia Camporesi y Maurizio Mori (2020) subrayan en su artículo que no existe ningún consenso moral sobre qué criterios de triaje son los más adecuados, de modo que la proliferación de recomendaciones durante la pandemia, acabó aumentando la confusión y la angustia que intentaban mitigar esos protocolos. Si bien los profesionales médicos demandaban criterios claros que les permitiesen «no estar solos» en la toma de decisiones, tampoco está claro que esos mismos profesionales prefieran subordinar la decisión o el juicio clínico en cada caso individual a protocolos de triaje establecidos por comités independientes. Asimismo, también es necesario aclarar quién debe asumir la autoridad para establecer esas directrices y qué criterios deberían establecerse. El documento sobre las «enseñanzas extraídas y recomendaciones para el futuro» efectuado por el Parlamento Europeo (2023) tras la pandemia reconoce, en el punto 349,
[...] que la falta un marco jurídico claro y de recursos suficientes generó una discriminación indirecta, también durante el triaje, lo que dio lugar a un trato desigual o a efectos negativos particulares en determinados grupos, especialmente en las personas con discapacidad; destaca que, para responder con éxito a las necesidades de las personas más pobres y marginadas durante una pandemia, la respuesta sanitaria en urgencias debe basarse en los principios de equidad e inclusión.
Así, señala en sus conclusiones que la Comisión:
Pide a los Estados miembros que pongan fin a las prácticas discriminatorias de triaje, en especial las que utilizan la edad, las condiciones médicas previas y la calidad de vida como criterio, y que mejoren el acceso a la asistencia sanitaria para las personas con discapacidad mediante la orientación y la formación (Parlamento Europeo, 2023).
Lejos de encanar el mandato biopolítico de «hacer vivir», lo que durante la pandemia puso en crisis al personal médico fue más bien su imposibilidad de cumplirlo. El personal sanitario vio cómo los hospitales destinados a mantener y prolongar la vida se convertían repentinamente en espacios análogos a los de una catástrofe donde, ante la imposibilidad de atender a todos los pacientes, se les exigía tomar decisiones de vida o muerte. Por tanto, podemos ver cómo la cuestión del triaje introduce una problemática ajena a la biopolítica: la posibilidad de incluir criterios extra-médicos que van más allá del juicio clínico. Por consiguiente, la decisión entre quién vive y quién muere situada en el campo médico no puede equipararse de ningún modo al paradigma agambeniano del campo de concentración. La pandemia visibilizó una dimensión entre la vida y la muerte, muy distinta a la caracterizada por Agamben a partir de la nuda vida. Bien al contrario, podríamos decir que, más que la reducción de la bios a la zoé (a la vida natural políticamente descualificada), la cuestión del triaje puso en el centro una problemática que invierte los términos de la biopolítica en las sociedades contemporáneas al plantear si la bios, esto es, la vida social y políticamente cualificada, admite algún principio de jerarquización sobre la base del cual decidir quién vive y quién muere.
Conclusión: bioseguridad y emergencia
Nuestro trabajo tomaba como punto de partida los análisis del filósofo Giorgio Agamben sobre la pandemia, en los que postulaba que las sociedades contemporáneas se caracterizan por una intensificación del estado de excepción y del paradigma de la bioseguridad. Sin embargo, a nuestro juicio, su énfasis en la dimensión jurídico-institucional del poder impide dar cuenta de las transformaciones en las tecnologías de gubernamentalidad que habían caracterizado la aproximación foucaultiana. Desde esa perspectiva, hemos tratado de desplazar y resituar los diagnósticos efectuados por Agamben para pensarlos desde el marco del gobierno de las emergencias.
En primer lugar, hemos subrayado la necesidad de pensar los estados de emergencia como figuras jurídicas contemporáneas distintas a la del estado de excepción. En lugar de atender al momento originario en que se anudan el derecho y la vida, nuestra propuesta es dirigir al mirada hacia la creciente centralidad de la emergencia como concepción política y ontológica de la realidad. El objetivo era dar cuenta de cómo, a través de la gestión de las mismas, se introducen todo un conjunto de transformaciones en las relaciones entre ley y orden.
En segundo lugar, hemos situado cómo la cuestión de la peligrosidad social (asociada históricamente al surgimiento de las enfermedades contagiosas) se había transformado durante las décadas de la globalización neoliberal al introducir tecnologías de monitorización y seguimiento de las enfermedades. Desde ese marco de análisis, establecíamos cómo el gobierno de las emergencias permite establecer una continuidad entre fenómenos tan heterogéneos como la pandemia y el terrorismo al concebirlos políticamente como fenómenos emergentes que deben ser monitorizados.
En tercer lugar, hemos analizado cómo la noción de la nuda vida que, para Agamben, permitía situar el campo de concentración como paradigma de la gubernamentalidad biopolítica, se perfila como inadecuada para analizar dónde se situó el conflicto entre «hacer vivir» y «dejar morir» durante la pandemia. La falta de recursos e infraestructuras marcó la gestión sanitaria de la pandemia, llevando al cuerpo médico a una situación crítica atravesada por la cuestión del triaje y la necesidad de establecer criterios para el mismo. La problemática del triaje parece invertir la relación biopolítica entre bios y zoé a la que remitía Agamben en su análisis. Para las instituciones biopolíticas modernas resulta una antinomia establecer criterios de decisión sobre quién vive y quién muere no en términos de zoé, sino de bios, esto es, tomando como punto de partida para esa decisión una vida políticamente cualificada.
A través de esos análisis podemos ver cómo los conceptos de biopolítica y de seguridad empleados por Foucault encuentran sus limitaciones: en primer lugar, la categoría de emergencia introduce un marco desde el cual abordar la relación entre ley y orden que desborda el marco de las tecnologías de seguridad; en segundo lugar, las tecnologías de monitorización apuntan a un seguimiento de los fenómenos a tiempo real que se distingue de la vigilancia disciplinaria y la regulación biopolítica; en tercer lugar, la cuestión de los triajes médicos introduce una antinomia que desborda el principio biopolítico de «hacer vivir», al abrir la posibilidad de introducir criterios más allá de los estrictamente clínicos para decidir quién vive y quién muere.
Nuestra hipótesis es que el despliegue de sociedades neoliberales que ha caracterizado las últimas décadas de las sociedades occidentales ha transformado profundamente las sociedades de seguridad caracterizadas por el Michel Foucault. Frente a la categoría de bioseguridad propuesta por Agamben para dar cuenta de esas transformaciones, nuestra hipótesis es que en las últimas décadas se ha producido una reacomodación del paradigma biopolítico y seguritario en lo que podemos denominar como el paradigma de la emergencia.
Como hemos visto, la categoría de emergencia no ha dejado de ampliarse en las últimas décadas, englobando fenómenos que habían sido concebidos de forma heterogénea como accidentes, epidemias, catástrofes naturales, crisis políticas o económicas o cuestiones de seguridad nacional. Esos mismos acontecimientos son los que activan los «estados de emergencia», sin embargo, más allá de la nomenclatura jurídica, la gestión de las emergencias se apoya en todo un conjunto de nuevas tecnologías, saberes y prácticas (Collier; Lakoff, 2021). Por tanto, la categoría de emergencia va acompañada no solo de la capacidad conceptual de agrupar en torno a sí misma fenómenos dispares, sino de desplegar todo un conjunto de nuevas tecnologías de gobierno que operan sobre esos fenómenos. Allí donde Agamben postula que lo que caracteriza nuestras sociedades es un régimen de bioseguridad, nuestro postulado es que lo que ha sucedido más bien es que la noción de emergencia se ha convertido en una categoría cada vez más amplia a través de la cual se han entrelazado todo un conjunto de nuevas tecnologías políticas con las existentes.
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Este trabajo forma parte de los proyectos de investigación «Pensamiento Contemporáneo Posfundacional-II: Análisis teórico-crítico de la ontología de la institución y sus fundamentos contingentes» (PID2023-146898NB-I00) y «Por una historia conceptual de la contemporaneidad. La contemporaneidad clásica y su dislocación: de Weber a Foucault» (PID2020-113413RB-C31), financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación. Las traducciones que aparecen en el texto han sido realizadas por la autora. Correo electrónico: ejordana@unizar.es (Universidad de Zaragoza).
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
04 Ago 2025 -
Fecha del número
2025
Histórico
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Recibido
31 Dic 2024 -
Revisado
10 Mar 2025 -
Revisado
27 Mar 2025 -
Acepto
29 Abr 2025
