RESUMEN
Aunque de una manera dispersa, en la obra de Shaftesbury los fenómenos que solemos entender bajo el emblema de la simpatía se hallan presentados de forma suficientemente amplia. Si bien serán Francis Hutcheson, David Hume y Adam Smith, principalmente, quienes realicen una caracterización sistemática de la idea de simpatía, los sentidos básicos de tal idea resultan ya manifiestos en los escritos de aquel. Pero, más allá de la función que ocupa el concepto de simpatía en la fundamentación de la vida moral realizada por el pensador inglés, su caracterización de lo simpatético va a ofrecer al pensamiento moderno dos significativos giros pocas veces señalados: uno, en el tratamiento de la afectividad como un modo de conocimiento; otro, en una inédita comprensión de la intersubjetividad que, imprevisiblemente, resulta más deudora de Spinoza que de Locke.
Palabras clave:
Shaftesbury; simpatía; intersubjetividad; afectividad; empatía; identificación
ABSTRACT
Although in a scattered way, in Shaftesbury’s work the phenomena we usually understand under the emblem of sympathy are presented in a sufficiently broad way. Although Francis Hutcheson, David Hume and Adam Smith, mainly, will carry out a systematic characterization of the idea of sympathy, the basic meanings of this idea are already evident in Shaftesbury’s writings. But, beyond the role that the concept of sympathy occupies in the foundation of moral life carried out by the English thinker, his characterization of the sympathetic will offer modern to thought two significant turns that are rarely mentioned: one, in the treatment of affectivity as a way of knowing; the other, in an unprecedented understanding of intersubjectivity that, unpredictably, is more indebted to Spinoza than to Locke.
Keywords:
Shaftesbury; sympathy; intersubjectivity; affectivity; empathy; identification
1 Consideraciones iniciales
Está muy extendida y asumida la visión que Peter Kivy ofreció de Shaftesbury como “una figura de tránsito” (1976, p. 18). Presumiblemente, tal visión puede ser aceptable en relación con su pensamiento estético, que es a lo que Kivy se refería, pero no podría aplicarse a su figura si se toman en consideración otras de sus aportaciones, especialmente la de su teoría de la simpatía, idea que en su pensamiento está más vinculada a lo moral que a lo estético -será Hume quien dé a la simpatía un papel relevante en ambos registros-. Aunque la transición desde la idea antigua y renacentista de simpatía a la idea moderna se produce en un largo proceso que recorre el siglo XVII (Lobis, 2011), y aunque el desarrollo más preciso y sistemático de la idea vaya a ser realizado con posterioridad por Hutcheson, Hume, Smith y de Grouchy, ya en Shaftesbury el mapa del concepto, con sus diferentes sentidos, está trazado de manera completa. En este sentido, es más adecuada la caracterización de Shaftesbury como “agente de transformación” (Bergemann et al. 2011, p. 44).
Esta investigación pretende exponer la manera en que el filósofo inglés definió dicho mapa introduciendo términos que terminarán resultando muy útiles para la comprensión de los fenómenos de la intersubjetividad afectiva en los siglos posteriores, y cómo esa carta conceptual se inserta en una cartografía mayor en la que intervienen elementos irrenunciables en su momento, como la idea de naturaleza humana. En esta exposición argumentaré que, despegada de esa extensión cartográfica, la idea de simpatía de Shaftesbury resulta significativamente lúcida y novedosa, y que, por tanto, su lugar en la historia de la reflexión sobre la intersubjetividad es crucial.
2 Rehabilitación moderna de la oikeiosis
En gran medida, el pensamiento de los ilustrados británicos se centra en ofrecer alternativas, tanto al dualismo metafísico cartesiano, como al egoísmo unilateral del individuo hobbesiano, y, en general, a una idea de sujeto construida desde el aislamiento al que lo conducía su nueva autonomía. De ahí que dicho pensamiento se dirigiera a caracterizar la sociabilidad como una disposición interna y natural del sujeto unida a una predisposición -igualmente natural- hacia la bondad1. Los sentimientos morales, los que trazan las relaciones afectivas entre los seres humanos, debían de hallar su fundamentación en la autonomía del sujeto, en su estructura interna, y debían a su vez ser fundamento de dicha sociabilidad.
La principal divergencia de los pensadores británicos de este siglo frente a sus compañeros del Continente está en que, mientras estos últimos -en continuidad con una larga tradición que se asienta en Aristóteles- siguen tomando la compasión (pietas, pitié, Mitleid) como el afecto que estaría en la base de la fraternidad, aquellos establecen una caracterización inédita de la simpatía como el modo afectivo principal de la tendencia a la comunidad.
Los filósofos del Continente parten de la relación afectiva cercana, la propia de la piedad hacia el prójimo; los ingleses, irlandeses y escoceses se basan en un modo afectivo diferido y más extenso, más amplio en lo temporal y en lo espacial: frente a la actualidad y presencia del objeto en la compasión, la simpatía se desenvuelve en un presente continuo e indeterminado; ante la proximidad propia de la piedad y la conmiseración, la simpatía abre su panorámica visión, ampliable a la comunidad. De ahí que para los británicos la simpatía sea algo anejo al sentimiento de compañerismo (fellow-feeling), de comunidad (community), o a la amigabilidad (friendliness).
Aunque tanto unos como otros se dirigen al mismo final -la demostración de la sociabilidad humana como una especie de pulsión natural y la determinación del deseo de asociación como base del nuevo ideal cosmopolita-, su punto de partida es diferente: los británicos encuentran un camino más corto para localizar en el interior de la subjetividad al hombre social. Diderot y Rousseau irán adoptando progresivamente esa idea de simpatía por influencia de Shaftesbury y Hutcheson. Y aquí resulta irónico que la mentalidad aún cristianamente piadosa de estos entregara a la mirada secularizada de aquellos una voz no cristiana para describir las realidades interna y externa del mundo humano. Así, la simpatía se establecería más apropiadamente como base de la solidaridad del sujeto moderno y de la comunidad cosmopolita, desplazando en gran parte a la piedad como fenómeno de la intersubjetividad y el intercambio afectivos.
Con todo, para cualquier pensamiento ilustrado, tanto la compasión como la simpatía eran muestras directas de la bondad humana, de la disposición natural e inmediata al bien, y complemento necesario del sentimiento de autoconservación. Que este último constituía un instinto, apenas se había puesto en duda, pero que el interés por el bien de los demás -incluso en el caso de contradecir al primero- tomara carta de naturaleza, fue algo abiertamente rechazado por algunos autores del siglo precedente. En este sentido, y a pesar de sus diferentes respuestas, la reacción a las ideas de Hobbes es la acción que une a los ilustrados de las Islas y del Continente y, si la compasión sigue formando parte del léxico ilustrado, es debido más al hecho de que el autor de De cive y de Leviathan hubiese arremetido expresamente contra su valor, que a una continuidad con Descartes y Spinoza, o -mucho menos- con las ideas de Aristóteles (salvo en el caso de los que abordan tales afectos en la tragedia, como Lessing).
No obstante, la larga reflexión sobre la compasión no termina aquí, será tal tradición la que motivará el surgimiento de la nueva idea de Einfühlung (empatía) en los inicios del siglo XIX (Infante del Rosal, 2012), porque, aunque no se la reconociera con un término propio, la empatía había sido intuida durante siglos como el primer momento de la compasión, el acceso intencional e imaginario al dolor ajeno como vivido dentro del otro, que da paso al segundo momento de la pena o conmiseración dirigida a ese otro. La cuestión es compleja y no claramente simétrica, teniendo en cuenta que los antiguos estoicos criticaron ya la pietas como un afecto inútil.
Ya en el siglo XVIII, aunque no tuviera aún forma de concepto, la noción de empatía como acceso imaginario a la vida mental ajena, había empezado a separarse de la idea de compasión, de ese segundo momento de lástima. La simpatía, por su parte, cristalizará como idea ligada al reconocimiento y la adhesión, aunque lo haga con sentidos diversos en los diferentes autores, de Shaftesbury a Sophie de Grouchy.
La formulación de la idea de simpatía por parte de los ilustrados británicos implica dos avances fundamentales: por una parte, proyecta los modos de relación afectiva a un contexto más amplio, el de la colectividad e, incluso, el de la humanidad; por otra, ofrece una comprensión de los aspectos formales, de relación, propios de esos modos afectivos. Proyecta lo intersubjetivo más allá de la conexión entre individuos al tiempo que lo aborda de manera formal y relacional, hasta cierto punto al margen del contenido moral.
Los filósofos morales británicos no son ajenos a la transformación operada por Spinoza (Israel, 2006). Este había logrado emancipar la afectividad de la ética al tratar los afectos y deseos con total independencia de su valor moral. Con ello había encontrado modos de relación afectiva de carácter, podríamos decir, formal, o sea, no definidos por el contenido de la afección ni del principio moral, sino por el modo de relación mismo. Los británicos, por su parte, aun rehabilitando la vinculación de la afectividad con la moral, han trocado significativamente el orden, haciendo que en gran medida el afecto no venga determinado por lo moral, sino que lo moral mismo adquiera parte de su sentido y realización efectivos en el ámbito de los afectos.
Shaftesbury, Hutcheson, Butler, Hume y Smith -en menor medida Clarke y Campbell (Turco 1999)-, presentan la simpatía como base de la sociabilidad y manifestación de la bondad natural -Lord Kames será crítico con esta atribución (Schwalm, 2015, pp. 159 y ss)-. Con ello vuelven a vincular los sentimientos con la moral, pero, sobre todo en el caso de Hume, tal asociación no supone en ningún caso una dependencia del afecto respecto de la moral, sino, precisamente, un nuevo acceso formal a los fenómenos del intercambio afectivo.
En su interés por hallar una fundamentación ética, este pensamiento descubre que solo buscando en el interior del sujeto es posible hallar la ley natural que Hobbes y Locke desterraron tanto de la Ley divina como de la razón humana. La nueva ley natural no podía basarse en el simple raciocinio, era preciso atender a las sensaciones, a los sentimientos y a las pasiones, porque en ellos el sujeto se manifiesta naturalmente. La espontaneidad y la inmediatez del afecto -al igual que el juicio del gusto, cara estética de la cruz ética en este siglo- son para ellos una garantía de autenticidad y, por tanto, de verdad. Evidentemente, este es su primer paso errado, confundir lo inmediato y espontáneo con lo natural, pero para estos pensadores buscar en los afectos aseguraba el hallazgo de la naturaleza moral del hombre, de su disposición natural al bien, porque muchos de estos afectos se entrelazan con la aprobación o reprobación de la acción propia y de la de otros.
En esta nueva comprensión y gestión de la afectividad y la sociabilidad, el proyecto iluminista guarda una clara filiación con el estoicismo antiguo, marcando su distancia con el epicureísmo de Hobbes y de sus seguidores. Anthony Pagden (2002) afirma que esto se manifiesta en la recuperación por parte de los ilustrados de la idea estoica de oikeiosis, en sus sentidos de “reconocimiento y apropiación de algo que nos pertenece”, o de “sentimiento de compañerismo” (Pagden, 2002, p. 64). Pagden localiza en esta noción un antecedente de los fenómenos de la simpatía, la empatía y la identificación, que, por otra parte, tiende a confundir. Reconocimiento, simpatía, empatía e identificación son fenómenos que encontraron su formulación explícita en el pensamiento moderno, aunque la historia de sus nociones es mucho más larga que la de sus términos.
En esta contribución, con el término “empatía” haremos referencia al acceso imaginario a la conciencia ajena que se actualiza intencionalmente como si lo hiciera dentro de dicha conciencia, sentido que le dio la primera Fenomenología; con “simpatía” -junto a otros sentidos históricos que serán expuestos- señalamos los fenómenos que, partiendo de un reconocimiento, suponen una adhesión del sujeto a su objeto; por su parte, “identificación” es el fenómeno en el que un sujeto inhibe parcialmente su conciencia entregándose a las causas y efectos experienciales motivados por una determinada colocación o posicionamiento, tratándose generalmente de la colocación en el lugar de otro sujeto y dentro de una estructura o juego de relaciones.2
Como un antepasado lejano de estos, la oikeiosis es un concepto de múltiples matices que, aunque en muchas ocasiones hace referencia a una especie de autopercepción que se va completando a lo largo de la vida, también se dirige al reconocimiento de uno mismo en los demás y a la consecuente apropiación de elementos externos. En Cicerón, la expresión utilizada es commendatio (también conciliatio, no recogida por Pagden), interés compartido por todo el género humano que surge como prolongación del sentimiento hacia los seres cercanos. Según Cicerón “una vez probada la condición humana, se asume que ningún ser humano es ajeno a otro” (1998, p. 125). Es claro el eco de la conocida máxima de Terencio: “humano soy y nada de lo humano me es ajeno”, que transpondría Unamuno a su versión contemporánea y existencial del estoicismo: “soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño” (1983, p. 57).
La oikeiosis atañe tanto a la identidad como a la sociabilidad humanas, porque está relacionada, por una parte, con la identidad y la autoconciencia, y, por otra, con un sentido del compañerismo y la solidaridad. El interés de los ilustrados estriba precisamente en aunar ambas dimensiones, de ahí que la simpatía, versión actualizada del concepto estoico, sea una clave fundamental del planteamiento moral de los nuevos pensadores. Teniendo en cuenta la crítica de los estoicos antiguos a los afectos de la compasión, es comprensible que la alternativa de la oikeiosis sirviera, al menos en parte, como modelo de la idea moderna de simpatía.
3 Shaftesbury: la índole natural de la afectividad y la sociabilidad
Las ideas de Anthony Ashley Cooper, tercer Earl de Shaftesbury, tuvieron una amplia repercusión en todo el siglo ilustrado (Tuveson, 1953); llegaron a Rousseau de la mano de Diderot, que tradujo muy libremente la Investigación sobre la virtud o el mérito. Como es sabido, la gran aportación de Shaftesbury fue separar la vida moral de los principios morales. Estos pueden ser objeto de la razón, pero aquella se juega de manera efectiva en el terreno de la afectividad.
La cáustica crítica de Hobbes había vuelto impracticable la comprensión de lo moral desde una fundamentación de los principios. Frente a esto, el ámbito de los afectos y las emociones aparecía como un acceso alternativo que hacía posible fundar lo moral, no en la objetividad de la norma, sino en la vida subjetiva. El bien se desplaza hacia la bondad; el valor moral, hacia la cualidad moral, la virtud.
Para Shaftesbury sólo es posible hablar de virtud, de cualidad moral, en tanto que hay afección, pues es en las afecciones donde se produce la vida moral:
De modo que, en una criatura sensible, lo que se hace absolutamente sin afección alguna, no hace ni bien ni mal en la naturaleza de dicha criatura, de la cual se dirá ser buena en el caso solamente de que el bien o el mal del sistema con el que se relaciona sea objetivo inmediatamente de alguna pasión o afección que la mueva. (1997b, p. 13; 1999, p. 168)
No se trata, por tanto, de localizar el bien o lo bueno, sino la bondad, la virtud, que únicamente se establece en el comportamiento, en la acción de la afectividad. Ahora bien, para que pueda producirse este giro en la cuestión moral por parte de la filosofía británica, antes ha tenido que modificarse el estatuto de la afectividad misma. Tal modificación se ha dado a través de tres operaciones fundamentales: la asimilación de lo afectivo como un ámbito de mayor autenticidad que el de lo racional; la caracterización de la afectividad, no como dominio de la pasividad y de la pasión, sino como un modo de conocimiento; y la concesión a tal conocimiento afectivo de un estatuto de naturaleza. Autenticidad, cognitividad y naturaleza son los tres rasgos, necesariamente imbricados, que definen la afectividad en el terreno moral y que caracterizarán a la nueva idea de simpatía, ahora en ciernes.
Lo afectivo se presenta como más auténtico en tanto que supone una implicación mayor del individuo, lo que en este se mueve en el afecto parece comprometerlo en mayor medida que la razón. La voluntad y la responsabilidad se ejercen más cerca del afecto que de lo racional. No obstante, la afectividad no llega a identificarse con la irracionalidad, un nuevo elemento entra en juego para hacerse cargo del conocimiento propio de los sentimientos morales: es el “sentido moral”, que permite al sujeto discernir la conducta moralmente correcta de la incorrecta. Este sentido no articula las herramientas del entendimiento, sino las del afecto, el modo de comprensión propio del afecto. Este sentido, finalmente, solo halla su fundamentación al ser caracterizado como una facultad natural, y, en un argumento embrollado, el carácter natural de esta facultad nos dice a su vez que el ser humano es bondadoso por naturaleza.
Así alcanza Shaftesbury una fundamentación de lo moral y de la bondad de la naturaleza humana fuera de la objetividad de los valores y los principios, habilitando la afectividad como un modo de conocimiento y localizando junto a ella una facultad a la que otorga carta de naturaleza. La simetría con el ámbito de lo estético es clara, también en él la afectividad garantiza una autenticidad y un acceso legítimo y fiable.
No obstante, es también característico de Shaftesbury, como de sus compañeros británicos, el entender que la naturaleza bondadosa del ser humano está estrechamente unida a su naturaleza sociable, que bondad y sociabilidad son dos cualidades inseparables. Y, si la afectividad emplazaba ahora la naturaleza bondadosa, más abiertamente podía hacerlo con la naturaleza sociable del individuo. Generalmente, al menos en Shaftesbury, la sociabilidad es el indicio de la bondad, y la tendencia natural de la primera, la garantía del carácter natural de la segunda. Es innegable, por reduccionista que sea la fórmula, que los ilustrados británicos son los pensadores de la fraternité.
La afectividad es el entorno primero de la intersubjetividad, antes que el entendimiento. La afectividad implica la apertura a la relación con otros (aunque tal relación sea negativa). En ella hay que localizar la tendencia a la sociabilidad, que estará caracterizada por la simpatía y sus diversas formas, y, desde ella y con ella, se alcanza la demostración del carácter natural de la bondad humana. Es en el pensamiento de Shaftesbury donde la simpatía aparece de manera clara como un modo efectivo de intersubjetividad, aunque sea Hume quien sistematice la idea.
Buscar, por tanto, en las pasiones y en las afecciones la naturaleza sociable y bondadosa del ser humano ofrece a simple vista más garantías de éxito que hacerlo en el reino de la sola razón. Esta puede permitir el acceso al conocimiento de principios morales, pero solo desde la afectividad el individuo se compromete en lo moral, solo en la afectividad alcanza un modo de relación que lo abre a lo social, y un modo de conocimiento y acción que, guiado por ese sentido moral, lo dirige a la bondad.
De ahí que no sea correcto reducir las ideas de Shaftesbury al contexto del sentimentalismo. Como defiende Romerales, “Shaftesbury no es un emotivista en materia de moral, sino plenamente cognitivista. […] las acciones morales sí tienen un valor moral intrínseco y los juicios morales son susceptibles de verdad y falsedad” (1997, p. 71). Es cierto, para Shaftesbury la afectividad no funda el bien, el valor mismo, sino la virtud, que es una cualidad del sujeto, de la que este dispone por naturaleza pero que ejerce en un movimiento que es a la vez sentiente y cognoscente.
No hay que obviar que la apariencia enmarañada de su teoría aleja al filósofo inglés del rigor racionalista y de la sistematicidad spinoziana, pero, aunque lo adentre en la filosofía diletante (Gilson, 1979, p. 176) o le haga desenvolverse en el lenguaje moribundo del sentimentalismo (Irlam, 1999, p. 80), Shaftesbury avanza un paso más en el alejamiento de la ética respecto a la metafísica y en el acercamiento de aquella a la psicología de las emociones.
Es evidente que en su recurso a la autenticidad y al carácter natural de la afectividad se hallan las principales fallas de su pensamiento. En la primera, porque confunde la espontaneidad con la verdad. En el segundo, porque la naturaleza se ofrece como un presupuesto de la teoría. Lo espontáneo, lo directo e inmediato, no son lo auténtico ni lo natural, y, por tanto, en ese terreno no existen garantías para un reconocimiento de aquello que sea naturaleza en el ser humano.
Con todo, detrás de la urdimbre de sus ideas embrolladas puede localizarse una lógica definida por el cálculo, por operaciones cuantitativas que, en la suma o la sustracción, en la multiplicación o en la división, definirían las cualidades morales, la presencia del vicio o de la virtud. Podría decirse que, frente a la geometría ética de Spinoza, que encuentra vectores en las relaciones afectivas, Shaftesbury expone su moral aritmética3, en la que los pesos y las medidas dan cuenta finalmente de la bondad o maldad de los actos.
Los ilustrados británicos ofrecerían a la mentalidad y al pensamiento modernos la avanzada idea de la simpatía, en ellos lastrada por la obligada referencia a la naturaleza humana. Quizás hubiese bastado con acceder desde la afectividad a la simpatía, desde esta a la sociabilidad, y desde esta última a la bondad, pero el anclaje en la naturaleza humana era condición ineludible de su episteme.
Así, en algunas de sus elaboraciones, Shaftesbury parece argumentar más desde la presupuesta naturaleza que desde el análisis de la afectividad. Apuntala, por ejemplo, la naturaleza recurriendo a la idea de índole natural (natural temper), carácter intrínseco a un género o especie:
Si suponemos ahora que tal criatura tiene en efecto un aire moderado y amable pero que eso procede sólo del miedo a su guardián y que a sus espaldas le estalla al punto la pasión dominante, en ese caso no será la apacibilidad su verdadera índole, sino que su verdadera y genuina naturaleza o índole natural sigue siendo la que era: esa criatura sigue siendo tan mala como siempre. (1997b, p. 16; 1999, p. 171)
En los sentimientos, no obstante, hallamos, según Shaftesbury, una base de análisis moral fiable, porque los afectos, bien observados, no engañan. Esa correcta inspección implica una búsqueda del núcleo de la motivación, de la intencionalidad. En ese análisis, el género humano muestra una tendencia natural a la sociabilización del sentir, ya sea abriendo a los demás el afecto propio o apropiándose del de otros. Aquí es donde Shaftesbury empieza a hablar en términos de amigabilidad (friendliness) y simpatía (sympathy), aunque quizá el rasgo que destaque más sea el de la congratulación, la capacidad para alegrarse del bien de otros:
Se apreciará cómo en gran medida los placeres se derivan del tomar parte en las alegrías y deleites de los otros; del recibirlos en camaradería y compañía; y de recogerlos en cierto modo de los estados de ánimo placenteros y felices de cuantos nos rodean, de relatos y narraciones sobre tal felicidad, de las meras expresiones, gestos, voces y sonidos incluso de las criaturas ajenas a nuestra especie, cuyas señales de gozo y contento podemos discernir de uno u otro modo. Son tan insinuantes estos placeres de la simpatía y tan ampliamente difundidos por todas nuestras vidas, que difícilmente se produce algo así como satisfacción y contento sin que aquellos formen parte esencial de los mismos. (1997b, p. 72; 1999, p. 204)
En los autores británicos, la congratulación ha desplazado en gran medida a las emociones negativas de la compasión, su pena implícita. Este poner el acento en el congratularse está motivado por la necesidad de aumentar el espectro intersubjetivo de la afectividad. De ahí que la simpatía se presente como nuevo modelo, más amplio que la compasión. La ventaja de la simpatía frente a la compasión viene precisamente del hecho de que ella es independiente tanto de las emociones positivas como de las negativas, se simpatiza al margen de las alegrías y de las tristezas, lo que hace que su alcance como modo intersubjetivo sea mayor. Eso sí, una vez que la empatía se desacople de la compasión adquirirá también un registro más amplio: entonces, la simpatía aludirá a los modos de adhesión por reconocimiento, y la empatía al acceso imaginario e intencionalmente endopático a la vida mental ajena, pero tales desarrollos no se consumarán hasta bien entrado el siglo XIX.
Las formas de la simpatía que Shaftesbury enuncia, no de manera sistemática, se caracterizan, principalmente, por una potencia de apertura, por una tendencia a la participación y a compartir. En dicha tendencia se halla la muestra más clara de la naturaleza sociable, y por tanto buena, del ser humano. Esto implica, claro está, la distinción entre afecciones buenas (naturales) y malas (no naturales).
En todas las afecciones naturales se encuentra el ingrediente de lo simpatético, de lo amigable; es “parte esencial” de aquellas, dice Shaftesbury (1997b , p. 72; 1999, p. 204). Por tanto, todas las afecciones naturales se proyectan a lo público y social más allá del interés privado o particular. La simpatía es el componente que abre las afecciones propias que tienden al bien particular a las afecciones que atañen al bien público.
De entrada, podría parecer que Shaftesbury no toma como un problema algo frecuente: que la simpatía no siempre se dirige a personas virtuosas o a acciones moralmente aceptables, simpatía siente también el malvado hacia los que actúan como él. En este punto, resulta claro que Shaftesbury valora como positiva la tendencia natural de la simpatía al margen de los valores morales con los que se compromete: “¿Qué déspota hay, qué ladrón o abierto violador de las leyes de la sociedad, que no tenga un compañero o una banda, sea de su propia parentela sea de gentes a las que llama amigos, con quienes comparte gustosamente su bien, en cuyo bienestar disfruta y cuyos gozos y satisfacciones siente como propios?”. (1997b, p. 73; 1999, p. 204)
La índole natural de la tendencia simpatética es buena en tanto que natural y en tanto que es apertura a la sociabilidad, con independencia del contexto en el que se pueda ver implicada de manera fáctica. Aquí, sin duda, se localiza una transformación radical del pensamiento moral, un evidente giro formal, por mucho que la simpatía se sustente en la sustancialidad o esencialidad de la naturaleza. La simpatía empieza a ser caracterizada como un factor liberado del contenido moral. Este está garantizado por la naturaleza, pero una vez que, en los siglos posteriores, la idea de simpatía se libere de su fundación en lo natural, hallará una comprensión más abiertamente formal4.
Aunque en Hume la simpatía sigue ligada a la naturaleza humana, en el escocés se producirá más claramente una emancipación de lo simpatético respeto de lo moral. En Shaftesbury, la simpatía y la apertura sociable de la afectividad establecen todavía una estrecha relación con la que es la idea más significativa del filósofo: el sentido moral. Este sentido es el que demuestra definitivamente la tendencia al bien común del ser humano, el que media entre los afectos dirigidos al bien particular y aquellos que se comprometen con el bien del grupo o la especie. El sentido moral sitúa en su justa medida a los afectos naturales: determina que el afecto dirigido al bien propio es básico y natural, y que una persona sin sentido de la propia preservación puede llegar a ser peligrosa para la especie. Pero, sobre todo, el sentido moral da razón de esos afectos que promueven la apertura al bien público, a la sociabilidad o a la conciencia de la humanidad. Shaftesbury desentrañará esta psicología y Hutcheson la completará. El sentido moral discrimina la cualidad moral de las afecciones, su cualidad natural es semejante a la de los sentimientos naturales y, por tanto, como ellos, muestra claramente su autenticidad, no se puede fingir o no se puede inculcar únicamente de forma racional.
Más tarde, en su Carta sobre el entusiasmo, Shaftesbury explicaría esto mismo en otros términos:
Con la bondad no sucede lo mismo que con otras cualidades que podemos entender muy bien, aunque no las poseamos. Podemos tener un excelente oído musical sin ser capaces de tocar instrumento alguno. Podemos ser buenos jueces en poesía sin ser poetas o teniendo poquísima vena poética. Pero no podemos tener una pasable noción de la bondad, si no somos pasablemente buenos. (1997a, p. 128; 1999, p. 22)
El sentido moral es análogo al del gusto en tanto que posee la capacidad de emitir un juicio que no procede de la razón, pero -a diferencia del buen criterio estético, que no garantiza el talento artístico- el sentido moral implica necesariamente la virtud, porque, para Shaftesbury, es la virtud la que ofrece la conciencia moral.
Según Pagden el sentido moral es una especie de “patrón de reconocimiento afectivo” (2002, p. 69), una forma de oikeiosis, de apreciación de los afectos y sentimientos ajenos; sería, por tanto, un sentido que se abriría hacia los demás. Es en el reconocimiento donde el sentido moral y la simpatía coinciden. En el reconocimiento, el sentido moral como oikeiosis se alinearía con la simpatía estableciendo con ella una relación de interdependencia.
4 Alcance de la idea moderna de simpatía
En Shaftesbury seguimos encontrando una acepción de la simpatía deudora de la Antigüedad clásica (Arnau, 1994, p. 120), desde Plotino y Cicerón hasta Ralph Cudworth y los neoplatónicos del siglo XVII (Schwalm, 2015, p. 151), pasando por el Renacimiento -el sentido que describe Foucault al comienzo de Las palabras y las cosas (2010, pp. 41-44)-: la simpatía de la naturaleza en su conjunto, a la que Scheler se referirá como acosmística (Scheler, 2005, pp. 151 y ss), la universal unión y simpatía de todas las cosas (1997c, pp. 160 y ss; 1999, pp. 272 y ss).
Pero la novedad en los sentidos modernos de la simpatía5 es doble: por una parte, hace referencia a un factor de la afectividad, una disposición natural, la forma en que esta se inclina a la apertura difundiendo al sujeto en los afectos de la vida ajena, o retrotrayendo estos hacia aquel; por otro, aparece como un ejercicio efectivo, dirigido en la forma de sentimiento particular hacia otro, habiendo mediado un reconocimiento operado por el sentido moral.
El sentido moral une a los individuos de manera diferente a como los une el amor, no en el objeto mismo, sino en las afecciones o en las representaciones que los individuos comparten. Así, en primer lugar, este sentido moral obra de tal manera que para él los mismos afectos aparecen como objetos mentales: “En una criatura capaz de formarse nociones generales de las cosas, son objeto de afección no sólo los seres exteriores que se presentan a los sentidos, sino que las mismísimas acciones y las afecciones de piedad, benevolencia, gratitud y sus contrarios, trasladadas por la reflexión a la inteligencia, se convierten en objetos” (1997b, p. 18; 1999, p. 172). Nadie es indiferente a esas imágenes de los afectos, pues, de la misma manera que no hay criatura que
[…] desde el mismo momento en que la atraen objetos sensibles, no tenga ninguna pasión buena por su especie ni base natural alguna de piedad, amor, benevolencia o afección social. Igualmente imposible resulta el concebir que una criatura racional, al ser atraída por objetos racionales y al recibir en su inteligencia las imágenes y representaciones de justicia, generosidad, gratitud o de otra virtud, no sienta gusto de estas y disgusto de sus contrarias, sino que se encuentre absolutamente indiferente ante cualquier cosa de esta clase que se le ofrezca. (1997b, p. 28; 1999, p. 178)
Contemplamos, pues, las propiedades morales de un modo semejante a como lo hacemos con los objetos del mundo externo:
Así como en los objetos de tipo sensible, las especies o imágenes de los cuerpos, los colores y sonidos están en perpetuo movimiento ante nuestros ojos y actúan sobre nuestros sentidos incluso cuando dormimos y cuando los mismísimos objetos exteriores están ausentes; de igual manera sucede con los objetos de tipo moral o intelectual cuyas formas e imágenes de las cosas no son menos activas y no presionan menos sobre la inteligencia. (1997b, p. 19; 1999, p. 173)
En el segundo sentido de la simpatía, como ejercicio efectivo, el reconocimiento que media no es tanto el de un otro con el que se establece una relación de amor o familiaridad, cuanto un reconocimiento de las mismas afecciones y las mismas representaciones u objetos intelectuales.
La clave del sentido moral está en su reflexividad o autorreferencia: “De suerte que, con la ayuda de este sentido reflejo, brota otro tipo de afección que tiene por objeto las afecciones mismas, sentidas desde siempre, pero que ahora vienen a ser objeto de un nuevo gusto o disgusto” (1997b, p. 18; 1999, p. 172). El afecto genera otro afecto. Este último, si es positivo, se llama simpatía, sentimiento que alude a otro sentimiento y se entiende en función de él. Es la segunda acepción de simpatía antes mencionada.
En dicha acepción la simpatía no surge de una relación afectiva ni de la similitud hallada entre mi subjetividad y la de otro, sino de la coincidencia con este otro en la afectividad aplicada o en las representaciones morales implicadas. No es a nosotros a quien reconocemos en el otro, sino al ejercicio del sentido moral. Aquí volvemos a comprobar el giro de Shaftesbury hacia lo relacional y lo formal, en todo caso compatible con la objetividad moral.
De esta forma la simpatía está involucrada en la unión de los individuos en sus dos momentos: como tendencia o disposición natural y como ejercicio efectivo de reconocimiento con su consecuente proyección afectiva. De entrada, todos estamos asociados por una misma índole natural, que nos predispone a la apertura y a la relación, pero, en la relación concreta, el sentido moral garantiza que la afectividad tome una forma más determinada. La simpatía implica dos reconocimientos, uno general, abierto a lo humano, y otro particular, localizado en un objeto específico, que puede ser, no obstante individual o colectivo.
Antes de ejercerse como un afecto unidireccional, apuntado de un sujeto a otro u otros, la simpatía opera ya como una tendencia multidireccional, como un fondo común en el que se conectan todos los seres humanos. Está siempre vinculada al fellow-feeling, al sentir comunitario o universal, incluso cuando se dirige a un otro particular. La unión de los miembros de una sociedad no se produce a partir del hecho de compartir unos principios, sean estos naturales o no, sino de reconocerse iguales y hermanados en un sentir y en unas representaciones que, siendo abstractas, no aparecen ahora bajo la forma de la norma moral.
Esta es la solución de Shaftesbury, tanto a las ideas de Hobbes, como a las de su maestro, Locke. La nueva filosofía moral no busca fundamentar unos principios objetivos, consciente de la profunda crisis que tales principios han sufrido en el siglo anterior, sino señalar una disposición natural y compartida por todos los seres humanos. Esta disposición simpatética está caracterizada por una autorreferencialidad de la afectividad misma, por una reflexividad. Tal reflexividad no es una operación racional ajena al sentimiento, es el mismo sentimiento el que genera una reacción positiva o negativa sin intervención de la razón.
El sentido moral y la simpatía, unidos e interrelacionados, permiten esa reflexividad de la afectividad, que es necesaria para la auténtica virtud:
Si una criatura es generosa, afable, constante, compasiva, pero en cambio es incapaz de reflexionar sobre lo que ella misma hace o ve hacer a otros, tomando así noticia de lo que es meritorio y honesto y convirtiendo esa noticia o concepción del mérito y de la honestidad en objeto de su afección, no cobrará el carácter de virtuosa, pues sólo así y no de otro modo será capaz de tener un sentido de lo correcto y de lo equivocado, un sentimiento o juicio de lo que se hace en virtud de una afección justa, adecuada y buena, o al contrario. (1997b, p. 20; 1999, p. 173)
La verdad del sentido moral procede del hecho de que es el mismo sentido, interior y natural, el que se afecta reflexivamente, es el mismo sentido moral el que sintiendo acepta o rechaza. Si leemos estas referencias a la simpatía y al sentido moral descargándolos de su carácter de disposiciones naturales o de facultades, es decir, si procuramos una transposición de las ideas de Shaftesbury más allá de los parámetros de su tiempo, sin necesidad de hipóstasis, podríamos simplemente decir que la simpatía es un modo intersubjetivo de la afectividad que permite articular afectos en un contexto que no es el de la sola y aislada subjetividad, y que opera mediante un reconocimiento.
En cualquiera de los casos, lo que resulta claro en el pensamiento de Shaftesbury es que la afectividad viene a caracterizarse por una potencia de apertura y por unos modos de conocimiento, que hay una verdad en lo afectivo que lo vuelve apropiado y autosuficiente en la gestión de la vida moral.
El recibir, compartir, participar, asumir, aceptar o intervenir en la vida afectiva del resto de seres de la misma especie son rasgos de las afecciones particulares mismas. Son nuestros afectos, sentimientos, emociones y pasiones los que se abren a las afecciones ajenas. Frente al dualismo en el que la razón heredada del antihumanismo del siglo que concluye se ve condenada al espejo solipsista en el que se autodefine y reconoce, la afección tiene pulsión de exterioridad, necesita reconstituirse en la participación y en el reconocimiento de las afecciones ajenas. “Incluso en el problema de la cercioración -afirma Agustín Andreu-, entra el otro. Sin el sentimiento del otro no llegamos a sentirnos, sin el sentimiento activo y coincidente del otro: sin el sentimiento del otro como presencia. Pero ¿qué va a poder darle al hombre esa autocerteza, aislada y mental, de la pensé? La experiencia común de las presencias recíprocas y las convergencias aumenta la cercioración y la seguridad, como da lugar a estampidas fanáticas en ciertas ocasiones pánicas” (1997b, pp. XLVII-XLVIII). Para Shaftesbury, la mente es “espectadora u oyente de otras mentes” (1997 b , p. 18; 1999, p. 172), necesita de esa partida para volver a sí misma, porque no hay reflexión sin extrañamiento o suspensión de la subjetividad, como no hay tónica sin dominante, ni hogar sin viaje.
En lo que se refiere a la simpatía, como esa potencia de apertura, en Shaftesbury queda caracterizada según los términos de la participación, la conexión y la adhesión. La simpatía implica una participación en un mismo fondo: reconocemos en los demás y en nosotros ese fondo, esa comunidad del sentir. Favorece el establecimiento de una red de conexiones. Y, finalmente, promueve las adhesiones. Las concepciones contemporáneas de la simpatía dejarán atrás la participación en ese fondo universal, que quedará como emblema simbólico al inicio de las constituciones y leyes fundamentales de los Estados, y desarrollarán la idea de simpatía como forma de conexión y adhesión con individuos o grupos mediando siempre un reconocimiento.
La honda transformación en la concepción de la intersubjetividad afectiva que encontramos en Shaftesbury soterrada bajo un lenguaje en apariencia “oscuro y desordenado” (2011, p. 369), ese convocar sentidos nuevos de la simpatía como modo de dicha intersubjetividad afectiva, no termina aquí. Shaftesbury llega más lejos haciendo una serie de consideraciones que tienen que ver con la gestión política y estética de esa intersubjetividad, con su manera de darse en el ámbito empírico, en lo que hoy llamaríamos la vida pública.
Así, por una parte, la simpatía es condición necesaria, pero no siempre suficiente para las uniones y coaliciones efectivas en el ámbito de lo público y lo político. En ocasiones, la simpatía no basta, son las metas o los ideales planteados como fondo u objetivo los que ayudan a las unidades efectivas:
De manera que el propósito social se interrumpe por falta de una meta determinante. La simpatía íntima y la virtud que lleva a coaligarse es susceptible de disolverse por falta de dirección, en un campo tan vasto. La pasión no se siente ni se empeña tan vigorosamente en ninguna circunstancia como en una conspiración o en una guerra, donde los genios más elevados se conocen por ser los más radicales en su empeño. Pues los espíritus más generosos son los más combinatorios. Disfrutan sobre todo procediendo concertadamente y sienten (si cabe decirlo así) de la más recia manera la fuerza del atractivo del confederarse. (1995, p. 178; 1999, p. 52)
Aunque el espíritu público proceda de una disposición social y asociativa natural, los ideales o sus símbolos ayudan a señalar el camino para que la natural tendencia a la simpatía y la asociación fluya constante en un mismo cauce dentro de un grupo determinado. Se produce, por tanto, una instrumentalización de la simpatía, una profesionalización -Nussbaum habla de “empresarios de la simpatía” (2008, p. 353)-.
Nos aproximamos entonces a algo parecido a la identificación, en el sentido de adhesión sistémica procurada por unos medios que favorecen la colocación de un individuo en una determinada posición6. La simpatía es la tendencia natural, pero esta identificación es un ejercicio fomentado, acuciado por las banderas y las consignas, por las estructuras del poder, que parecen forzar al posicionamiento, a la toma de partido, a la colocación en un punto concreto. La identificación es un arma, un aparejo que facilita la realización efectiva de la coalición, la liga, la federación, la hermandad, la sociedad; aunque también cae en manos de quienes desbordan el entusiasmo hacia la opresión o el pánico. La identificación puede ejercerse negativamente, contra la naturaleza, o puede convertirse en un correctivo cuando la simpatía, el amor, la complacencia, la buena voluntad, la amigabilidad o la sociabilidad no son suficientes.
Esta identificación, que en Shaftesbury es una noción implícita, confía a la estructura la gestión de la simpatía. Es más, pone en funcionamiento un engranaje en el que la simpatía ya ni siquiera es 3
Con buen fundamento, podemos llamar pánico a toda pasión que surge en una multitud y se esparce con la mirada o como por contacto o simpatía. Así, puédese llamar pánico a la furia popular, cuando la cólera de la gente, como hemos visto en ocasiones, los saca de sí, especialmente donde la religión tuvo algo que ver. Y, en esa situación, la mirada misma es contagiosa. La furia rebota de cara en cara; y, no bien se ha visto la enfermedad, se la contrae al punto. Quienes tuvieron ocasión de contemplar en mejor situación de espíritu a una multitud bajo el poder de tal pasión, reconocieron haber visto en los semblantes de los hombres algo más horrible y espantoso que lo que se echa de ver en las ocasiones más apasionadas. Tal es la fuerza que tiene la sociedad en sus malas así como en sus buenas pasiones, y tanto mayor es una afección por ser social y comunicativa. (1997a, p. 104; 1999, p. 10)
Junto a esta gestión política de lo simpatético, Shaftesbury señala también la manera en que la simpatía es convocada en la vida estética y en el arte. La tendencia a la participación, la conexión y la adhesión que las afecciones naturales muestran a causa de la simpatía que las compone, también toma forma específica en el arte. Por una parte, la simpatía, como comunión con los demás o como propensión a la comunidad, es el fundamento humano que está en la base del moderno fenómeno del público; por otra, como participación con otros, se manifiesta en la tendencia a vivir en los demás que fomentan las ficciones narrativas y dramáticas, incluso cuando están en juego las emociones negativas:
Por eso, cuando por mera ilusión, como es el caso en una tragedia, se excita diestramente en nosotros a las pasiones de este tipo, preferimos ese entretenimiento a cualquier otra cosa de la misma duración. En nosotros mismos vemos que el mover a nuestras pasiones en línea luctuosa, el comprometerlas a favor del mérito y de la dignidad, y el ejercicio de todas nuestras afecciones sociales y de nuestra simpatía humana, es cosa altamente placentera […]. (1997b, pp. 71-72; 1999, pp. 203-204)
Shaftesbury reemplaza a la compasión por la simpatía para ofrecer, en la estela de la tradición inaugurada por Aristóteles, una explicación diferente de la tradicional paradoja del placer estético cuando median emociones negativas: el goce estético procede en parte del placer intrínseco a toda simpatía, experimentada siempre como afirmativa, con independencia del carácter positivo o negativo de su objeto.
En resumen, la simpatía, como modo intersubjetivo de la afectividad, abre al individuo a la sociabilidad y favorece la proyección de la tendencia natural a la bondad. Su dimensión cognitiva, su función de reconocimiento de la comunidad y del otro, se completa con el reconocimiento de la bondad y la virtud por parte del sentido moral. La simpatía es fundamento de la sociabilidad y de la bondad, garantía del buen funcionamiento de lo social, pero garantía siempre parcial, en tanto que es susceptible de ser instrumentalizada, convertida en recurso (político o estético); reemplazada incluso por adhesiones estructurales o sistémicas (identificaciones) o por fenómenos sociales como el contagio afectivo.
De manera implícita, disimulada la mayor parte de las veces por una expresión sentimental y difusa, la nueva idea de simpatía aparece caracterizada en el pensamiento de Shaftesbury de forma muy amplia. En su teoría, las principales coordenadas del nuevo sentido de los fenómenos simpatéticos están completamente trazadas: la participación, la conexión, la adhesión. Hutcheson, Hume y Smith, especialmente, elaborarán importantes desarrollos, pero es en la obra de Shaftesbury donde la simpatía aparece por primera vez como un modo de intersubjetividad en la afectividad.
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En esto tuvo gran influencia la obra de Samuel Pufendorf De iure naturae et gentium, publicada en 1671 (Pufendorf 1994). La teoría de la sociabilidad de Pufendorf se basa a su vez en el De Beneficiis (IV 18) de Séneca (2012).
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Cierta indistinción o confusión entre estas nociones sigue estando presente en los estudios que abordan alguno de los conceptos tratados. Así sucede en los recientes análisis de la simpatía por parte de Lamb (2009) o Schliesser (2015); o en los trabajos sobre la empatía de Pinotti (2011) o Matravers (2017).
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John Jervis ha realizado un recorrido sobre los posteriores avatares de la idea moderna de simpatía (2015).
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5
Es necesario advertir del uso particular que Shaftesbury hace del término “antipatía” (antipathy). Ésta puede ser una afección contraria a la afección originaria y natural, que la anula o destruye, antes que un sentimiento de aversión a otros.
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6
No se trata, por tanto, de la identificación en el sentido más laxo de adhesión por reconocimiento, al que se refería, por ejemplo, Libby al hablar sobre la idea de simpatía en Shaftesbury (1901, p. 470).
Editado por
Fechas de Publicación
-
Publicación en esta colección
13 Ene 2025 -
Fecha del número
2024
Histórico
-
Recibido
27 Dic 2023 -
Acepto
27 Ago 2024