RESUMEN
El artículo analiza la correspondencia de Pedro de Valdivia en tanto dispositivo discursivo que integra la fe como criterio político. La hipótesis plantea que el primer gobernador de Chile concibe la evangelización no como un fin espiritual, sino como un instrumento de legitimación gubernamental y, en consecuencia, como un recurso estratégico para consolidar su autoridad. El estudio introduce el concepto de sacralización del poder para referirse al modo en que la retórica cristiana se instrumentaliza en pos de sostener un proyecto político incipiente y un orden colonial en formación. Los resultados demuestran que la dimensión religiosa afianza la potestad de Valdivia en ausencia de una institucionalidad estable, estructurando la obediencia, la violencia y el dominio en clave teopolítica.
Palabras clave:
Pedro de Valdivia; sacralización del poder; retórica cristiana; orden colonial; evangelización
ABSTRACT
The article analyzes the correspondence of Pedro de Valdivia as a discursive device that incorporates faith as a political criterion. The central hypothesis argues that the first governor of Chile understood evangelization not as a spiritual goal, but as a tool for governmental legitimation and, consequently, as a strategic resource to consolidate his authority. The study introduces the concept of the sacralization of power to describe how Christian rhetoric is instrumentalized to support an emerging political project and a nascent colonial order. The findings show that the religious dimension reinforces Valdivia’s authority in the absence of stable institutions, structuring obedience, violence, and domination through a theo-political framework.
Keywords:
Pedro de Valdivia; sacralization of power; christian rhetoric; colonial order; evangelization
Pedro de Valdivia (ca. 1497-1553) fue un militar y conquistador español, natural de La Serena (Extremadura), veterano de las guerras de Flandes e Italia, y primer gobernador de Chile. Llegó al Perú hacia 1535 y se integró rápidamente a las redes de poder formadas tras la conquista del imperio inca. Desde allí proyectó su expedición hacia el sur con el objetivo de incorporar de facto el territorio de Chile a la jurisdicción de la Corona, esto sobre todo tras el fracaso de Diego de Almagro en su primer intento de asentamiento1. Entre 1540 y 1553, lideró la fundación de ciudades como Santiago (1541), La Serena (1544), Concepción (1550) y Valdivia (1552), combinando la ocupación militar con la implantación de estructuras políticas inspiradas en el modelo hispano. Su trayectoria se caracterizó por el uso de estrategias diplomáticas y bélicas en un territorio marcado por la resistencia, y culminó con su captura y muerte en Tucapel, en el marco de la guerra de Arauco.
Sus cartas son un testimonio valioso para la comprensión del período temprano de la conquista de Chile (1541-1553). En términos compositivos, suscriben los mismos cruces genéricos establecidos por Aracil (2009 b , p. 63) para el caso de Hernán Cortés: la epístola como eje estructural y organizativo del discurso; el marco conceptual de la escritura legal, que compromete la veracidad del relato; y el género historiográfico, pues se ofrece una interpretación de hechos que se consideran trascendentales. Si bien en la actualidad se conservan solo doce de estas misivas, Orellana (2008, p. 107) plantea que deben ser alrededor de cuarenta, abarcando una temporalidad que comprende desde la llegada del conquistador y sus hombres en 1540, hasta poco antes de su muerte en 1553.
En cuanto a su producción, se tiene conocimiento de los siguientes registros (Valdivia, 1991): carta I (dirigida a Gonzalo Pizarro. Santiago, 20 de agosto de 1545); carta II (a Carlos V. La Serena, 4 de septiembre de 1545); carta III (a Hernando Pizarro. La Serena, 4 de septiembre de 1545); carta IV (a Carlos V, La Serena, 5 de septiembre de 1545); carta V (a Gonzalo Pizarro, Santiago, 9 de agosto de 1546); carta VI (al Príncipe Maximiliano. Los Reyes del Perú, 15 de junio de 1548); carta VII (a Carlos V. Santiago, 9 de julio de 1549); carta VIII (a Carlos V. Concepción, 15 de octubre de 1550); carta IX (a los Apoderados en la Corte. Concepción, 15 de octubre de 1550); carta X (a Carlos V. Concepción, 25 de septiembre de 1551); carta XI (a Carlos V. Santiago, 26 de octubre de 1552); carta XII (al Príncipe Maximiliano. Santiago, 26 de octubre de 1552).
Medina realizó la primera compilación de la correspondencia: Cartas de Pedro de Valdivia que tratan del descubrimiento y conquista de Chile (1929), y posteriormente otras ediciones han visto la luz, entre ellas: Cartas de relación de la conquista de Chile (Ferreccio, 1970) y Cartas de don Pedro de Valdivia: que tratan del descubrimiento y conquista de la Nueva Extremadura (Rojas Mix, 1991). Para el presente estudio se ha privilegiado la edición más reciente, por cuanto incorpora modificaciones relevantes en la transcripción y reúne una serie de estudios que abordan el corpus desde diversas perspectivas analíticas. Esta versión considera, además, los aportes filológicos de Ferreccio, responsable de las notas a pie de página y de los textos introductorios.
Por las características del asentamiento en Chile, el epistolario construye un modelo de autoridad sustentado en la fe y, en este sentido, la sacralización del poder nos permite comprender cómo Valdivia emplea la religión como un recurso ideológico, estratégico y escritural. De manera específica, esta categoría remite al proceso mediante el cual la autoridad política, militar y gubernamental se legitima a través de la fe, estableciendo una conexión entre el ejercicio del poder, la voluntad divina, la expansión territorial, la defensa de la cristiandad y la subordinación de los pueblos indígenas. En este caso, la autoridad de Valdivia depende en gran medida de la sacralización del poder, que se traduce, por ejemplo, en la intervención de santos, la instrumentalización de la evangelización, el uso de lo divino como justificación, la construcción del indígena como enemigo de la fe, su presentación como agente providencial, etc.
Valdivia inscribe su empresa dentro de un marco ideológico alineado con la teopolítica imperial2. Este planteamiento se sustenta en el entendimiento de las secuencias adscritas a la fe como parte de un intrincado grupo de estrategias metatextuales (Invernizzi, 1995, p. 217), que posibilitan el reconocimiento de las capas subyacentes de su escritura, es decir, los sentidos de su discurso. Ahora bien, contrario a lo que podríamos suponer, la evangelización no es un objetivo prioritario en términos prácticos; es un eje constantemente referido, pero como argumento flexible. La propia estructura de la evangelización refuerza esta idea. A diferencia de los modelos establecidos en regiones como la Nueva España, en Chile no existió una institucionalidad eclesiástica sólida, aun cuando Valdivia intenta demostrar lo contrario.
La participación de los sacerdotes afianza este carácter funcional, pues sus labores de predicación están a la par con la administración de encomiendas y la explotación indígena. Esto es interesante, ya que el asentamiento en Chile es tardío en comparación con conquistas emblemáticas, tales como México y Perú. Esto significa que los debates sobre la naturaleza de los habitantes de Las Indias ya habían ocurrido a nivel imperial y que no tienen cabida en las cartas del gobernador. Por ejemplo, el requerimiento, tal como lo expone Valdivia, es un mecanismo impositivo para justificar la dominación, que además le permite caracterizar a estos territorios como “behetrías” (carta VIII, 1550, p. 115), es decir, habitados por “gente sin fe, sin rey y sin ley” (Boccara, 2002, p. 54).
En este esquema, la sacralización del poder define quiénes pueden ser incorporados dentro del orden colonial y bajo qué términos. La fe funciona como un criterio de inclusión subordinada, donde solo quienes aceptan la cristiandad pueden ser reconocidos como súbditos, aunque en condiciones de obediencia, servidumbre y desigualdad estructural. Este modelo sentará las bases de su administración, consolidando la relación entre guerra, evangelización y control. En este contexto, la fe no solo opera como matriz de legitimación, sino que delimita el campo de lo políticamente posible. La figura de Valdivia, por lo tanto, se sostiene sobre una arquitectura simbólica: su gobierno se justifica por su autoinscripción como agente en una empresa de obediencia, conversión y dominio.
Metodología
La investigación es cualitativa, documental, hermenéutica, descriptiva y se sustenta en el análisis del discurso en los niveles religioso, histórico y literario, examinando el modo en que la fe define el modelo de autoridad en las cartas de Valdivia. La metodología combina herramientas de los estudios coloniales, siguiendo los aportes de Invernizzi (1984; 1990; 1991; 1995; 2000), Triviños (1992 a ; 1992b; 1994; 1996) y Goic (1992 a ; 1992b; 2006), con un enfoque sustentado en la sacralización del poder. Asimismo, el estudio se inscribe en una aproximación interdisciplinaria, en línea con los planteamientos de Adorno (1988, p. 11) para el nuevo paradigma de los estudios coloniales, lo que se traduce en la integración de múltiples disciplinas, perspectivas y aproximaciones.
Considerando que la relación entre evangelización y conquista ha sido ampliamente estudiada, este artículo reformula la comprensión de este proceso para el caso de Chile al desplazar su foco analítico desde el plano de la justificación retórica hacia su función estructural. Esto no implica una desvinculación de la religión con su contexto histórico-cultural, ni que su instrumentalización implique intenciones ocultas. Todos los conquistadores recurrieron a este elemento por distintos motivos, ya sea para asegurar la intermediación de órdenes religiosas en la conversión, promover la fundación de instituciones eclesiásticas, solicitar recursos y refuerzos bajo el argumento de la expansión de la fe, etc.
En esta perspectiva, la fe cristiana operó como principio ordenador de soberanía y condición de legitimidad, por cuanto el ideario religioso no solo sustentaba el discurso, sino que moldeaba las prácticas materiales de ocupación, reparto y defensa. Esta función se revela a través de la imbricación de la religión con mecanismos concretos de promoción y recompensa propios del orden imperial, como la lógica de las mercedes y las probanzas de méritos. Las mercedes, ya sean tierras, encomiendas o cargos, se concedían también por la eficacia en la conversión y pacificación de los naturales, reforzando la centralidad de la misión espiritual en la valoración del mérito. Las probanzas, por su parte, registraban detalladamente la participación de los conquistadores y autoridades en hechos de armas, pero también en gestiones evangelizadoras.
Para Pedro de Valdivia, estas lógicas convergieron en una estrategia escritural que vinculó la expansión, el reparto de tierras y la implantación de la fe dentro de un único proyecto de legitimación política, económica y espiritual. En sus cartas, la solicitud de mercedes es antecedida por una narración minuciosa de los servicios prestados a la Corona, donde la fundación de ciudades, la apertura de rutas y la conversión de los indígenas se presentan como gestas inseparables; del mismo modo, las probanzas incluyen sus victorias militares, pero también la protección de clérigos, el envío de religiosos, el apoyo divino y la administración de sacramentos como evidencias materiales de mérito.
En este sentido, comprender la conquista de Chile bajo la clave teopolítica permite también situarla dentro de un marco más amplio de prácticas imperiales/coloniales. La fundación de ciudades, la instalación de cabildos y la distribución de encomiendas eran pasos necesarios para garantizar la cristianización y, con ello, consolidar la autoridad de quienes llevaban a cabo estas empresas. Esto hace que la legitimidad del dominio reposara en la doble premisa de la victoria militar y la implantación de la fe. De esta manera, la religión está directamente asociada con una lógica de poder y, en consecuencia, es uno de los principios fundamentales del modelo de autoridad de Valdivia.
La experiencia religiosa atraviesa múltiples dimensiones del poder, particularmente en lo que respecta al control de las identidades y subjetividades (Quijano, 2007, p. 351). En este escenario, destaca la noción de diferencia colonial, que en palabras de Mignolo (2003, p. 27): “ha tenido como misión clasificar -dependiendo de la falta o del exceso- a gente o poblaciones fruto de un pensamiento hegemónico en distintas épocas, lo que marca la diferencia e inferioridad respecto a quien clasifica y, consecuentemente, acaba justificando la colonización”.
En cuanto a los desafíos que suscita el análisis, el más relevante remite a la objetividad del corpus. El conquistador es protagonista de los eventos que relata, por lo que no existe ningún tipo de distanciamiento del enunciante. Barthes (1987, p. 164), plantea que en la construcción del discurso de la historia esta condición es fundamental por lo tanto, estamos frente a un registro documental subjetivo o, más precisamente, manipulado. Valdivia es consciente del locus que ocupa dentro de su discurso y, por lo mismo, nuestra intención no es detenernos en el cuestionamiento en torno a la veracidad de estos registros, ya que su validez está dada por la intradiscursividad y en función de las interacciones semióticas que suscriben.
El corpus está compuesto por la correspondencia de Valdivia, siguiendo la edición de Rojas Mix. En su primera compilación, Medina clasificó todos estos registros como relaciones; sin embargo, encasillar el corpus valdiviano implica desconocer su naturaleza textual compleja (Ferreccio, 1991 a , p. 39; Goic 1992 b , p. 21; Invernizzi, 1991, p. 250; Oroz, 1981, p. 223; Pérez 2018, p. 66; Promis, 1991, p. 262). De acuerdo con Ferreccio (1991a, p. 34), únicamente las cartas enviadas a Carlos V pueden ser consideradas como relaciones, y no todas, solo tres: la del 4 de septiembre de 1545 (carta II), la del 9 de julio de 1549 (carta VII) y la del 15 de octubre de 1550 (carta VIII).
La elección de estos registros responde a la necesidad de examinar la configuración discursiva sin otras intervenciones. Si se integraran las crónicas del periodo temprano en el análisis, por ejemplo, estaríamos propensos a distorsionar la voz de Valdivia, pues estos relatos incorporan mediaciones autorales, reescrituras y elaboraciones retrospectivas alineadas con agendas políticas, religiosas o literarias específicas. Un caso emblemático al respecto es la Crónica del Reino de Chile (ca. 1594), escrita por el capitán Mariño de Lobera y editada por el padre Bartolomé de Escobar, en cuyo caso los pasajes religiosos fueron incorporador por el sacerdote y, en consecuencia, proporcionan una lectura completamente distinta del entramado religioso (Concha, 1986; Salazar, 2023).
Varios estudios han abordado la dimensión religiosa de la conquista de Chile, a partir de enfoques institucionales, biográficos y jurídicos. Algunos se han centrado en el desarrollo organizativo de la iglesia y la actividad evangelizadora desde el siglo XVI (Aliaga, 1986; Guarda, 1984, 2016; Sánchez, 2009; Sepúlveda, 1985) y otros han privilegiado el análisis de figuras eclesiásticas y otras relevantes en el desarrollo de la iglesia en Chile (Aliaga, 1992; Silva, 1913, 1925; Ojeda, 1917; Ojeda; Larraín, 1929). También hay trabajos de corte hagiográfico, sobre los clérigos y la dimensión histórica en general de la religión en el territorio (Eyzaguirre, 1850, 1942; Errázuriz, 1873, 1911; Olivares, 1864). Algunas investigaciones han tratado la clave jurídica o doctrinal (Corral, 1998; Pinto, 1990; Retamal, 1998). A pesar de que estas obras mencionan la figura de Pedro de Valdivia, no abordan de manera sistemática ni su pensamiento religioso ni el uso político de la fe en sus cartas. Así, los siguientes apartados ofrecen una nueva perspectiva para el estudio de la historia religiosa en el territorio, ampliando canónicos trabajos al respecto, que si bien se refieren a Valdivia no profundizan en su doctrina ni en sus motivaciones, lo que viene a complejizar el entendimiento de la conquista de Chile a partir de la fe.
La cruz como mandato y la espada como medio
Diego de Almagro fue el primer peninsular en arribar a Chile, sin embargo, debió regresar derrotado al Perú en 1537. Valdivia completó la tarea que el adelantado no pudiera años antes y dotó a su asentamiento de un nuevo significado: el ingreso de la fe. Desde sus primeras misivas, remite a la Monarquía de la Cristiandad como categoría ideológica para designar en representación de quién se llevó a cabo la conquista, de ahí la utilización de ciertos epítetos adscritos al código religioso para referirse a Carlos V: “señoría de la cristiandad” (carta II, 1545, p. 79), “tan católico Monarca” (carta VIII, 1550, p. 121) y “Monarca tan cristianísimo” (carta VIII, 1550, p. 137).
El objetivo declarado aparece vinculado con el interés monárquico en su sentido más amplio: establecer la Universitas Christiana. El conquistador justificó su actuar en función del derecho otorgado por las bulas alejandrinas, particularmente la Inter Caetera (1493), que le confirió a Castilla el derecho para evangelizar estas tierras y que se consolidó gracias al patronato regio de la Universalis Ecclesiae Regiminis (1508). Sin embargo, esta justificación se inserta dentro de un proceso más amplio de sacralización del poder. La instrumentalización de la fe valida la conquista en el marco del derecho indiano y refuerza la posición de Valdivia, erigiéndolo como un elegido para establecer el orden en Chile. La vinculación de su empresa con esta misión legitima su propia autoridad en el plano político, consolidando su figura dentro de una teopolítica.
Tejada (1974, p. 292) ha señalado que “[e]l Reino del Nuevo Extremo o Reino de Chile fue fundado en la aspiración de una universalidad hispánica”, revelando cómo la expansión territorial y del cristianismo operan en un mismo nivel. No obstante, esta articulación no es simétrica: si bien la evangelización aparece como un elemento central en la correspondencia, no es un objetivo prioritario para Valdivia, sino un mecanismo discursivo para inscribirse dentro del modelo monárquico. En este sentido, la conversión de los indígenas, uno de los nudos críticos más importantes, no constituye un proceso estructurado ni mucho menos se encuentra acompañado por una institucionalidad sólida, es más bien una justificación flexible que responde a intereses políticos del primer gobernador.
Para Valdivia, iglesia y monarquía son elementos indivisibles, por lo que no es extraño que la religión sea el pilar ideológico de su conquista. Históricamente no era viable construir una legitimidad desvinculada del cristianismo, incluso cuando el motor inmediato de la conquista fuese el servicio al rey, la razón jurídico-imperial o la utilidad fiscal-militar, esas racionalidades se enunciaban y validaban dentro de una monarquía sacral3.
En Valdivia este fenómeno se aprecia con claridad: apela a la obediencia y al premio, invoca el requerimiento y la pacificación como cobertura legal, calcula la utilidad del territorio, pero todo ello se sella con el componente divino y defensa de la cristiandad. Por eso, más que preguntarnos si podía existir “otra” ideología, conviene reconocer que la religión operó como metamarco de autorización que absorbía y jerarquizaba otras lógicas (políticas, jurídicas, económicas). La sacralización del poder, entonces, no niega la gravitación de esos registros, sino que explica cómo su eficacia dependía de su traducción al léxico teopolítico que hacía inteligible y legítima la conquista ante la Corona y el orbe cristiano.
De acuerdo con Goicovich (2018, p. 426), esta comprensión está vinculada con el uso de la “retórica del imperialismo cristiano”. Este componente es fundamental, pues le permite establecer la diferencia colonial e inscribir su autoridad dentro de una lógica de poder reconocible para los destinatarios. En este sentido, hay un distanciamiento con respecto del discurso mitificador (Pastor, 1984), ya que no hay una divinización explícita de su figura, tensionando la mirada de los cronistas, particularmente de Jerónimo de Vivar (1988, p. 104), quien dirá que Valdivia ha venido a cumplir la tarea que antes iniciara un apóstol desconocido.
A partir de la religión se construye el modelo de autoridad. En este esquema, la fe es el eje estructural de las relaciones de poder. En la mirada del gobernador, su aceptación por parte de los indígenas equivale a la aceptación del dominio español en su sentido más amplio. Este principio es diferente en los territorios donde existió una institucionalidad eclesiástica o misional estable. La ausencia de un proyecto de esta índole, la escasez de clérigos y la fragmentación del control eclesiástico develan que la evangelización no era un objetivo central para Valdivia. En este contexto, lo que interesa es la inscripción declarativa dentro del marco ideológico imperial, y no la conversión como tal.
El conquistador señala que Carlos V “ha sustentado con su invictísimo brazo y sustenta la honra della y de nuestro Dios” (carta II, 1545, p. 72), inscribiendo al monarca como protagonista en la propagación de la fe. No obstante, Valdivia también asume esta obligación y testifica al monarca que está en sus “mano[s] el convertirse tan populatísimas provincias a nuestra santa fee católica” (carta VIII, 1550, p. 137). La sacralización del poder se manifiesta en la forma en que se posiciona dentro de la política imperial. En las misivas dirigidas a otros actores, como los hermanos Pizarro, este eje se ve reducido e incluso anulado, revelando que la evangelización es, sobre todo, una herramienta política relevante con ciertos destinatarios.
Por ello, se inferioriza a los indígenas, pero no a partir de prácticas como rituales, sacrificios, antropofagia, poligamia, etc. Para Valdivia, como menciona a Carlos V, los indígenas de Chile son “bárbaros” (carta VIII, 1550, p. 115) por su lejanía con la fe y no tiene reparos en indicar que esta es “la condición de todos” (carta, III, 1545, p. 84). La barbarie que expone se encuentra sustentada en categorías propias del régimen de la cristiandad medieval que constituyen a los “otros” como infieles, herejes y paganos. Al respecto, Invernizzi (1984, p. 19) plantea que “desde la perspectiva del hablante, testigo y protagonista de una empresa que define como misión evangelizadora, se interpretan como manifestaciones idólatras, bárbaras, signos evidentes del dominio que el demonio ejerce sobre los indígenas”.
Las armas se convierten en un medio válido para la conversión, por eso escribe: “traje a los naturales [a la fe], por la guerra e conquista que les hice” (carta VIII, 1550, p. 115), y justifica esta realización ante los apoderados en la Corte por cuanto el derecho indígena “está en las armas” (carta X, 1551, p. 166). Tejada (1974, p. 295) ha analizado este pasaje indicando que “los españoles se diferencian de los indígenas en que son cristianos; de donde resulta que los españoles viven con arreglo al Derecho natural que sujeta la fuerza a la razón, mientras que para los indios “el derecho dellos está en las armas”. Este argumento inscribe la guerra dentro de un marco religioso y consolida la jerarquía colonial mediante la sacralización. Esta lógica constituye un criterio que regula las relaciones de poder, pues la aceptación del cristianismo refuerza la servidumbre, como bien señala el conquistador al monarca, la barbarie continúa “hasta que sirvan” (carta II, 1545, p. 66).
Ahora bien, aunque Valdivia ha asumido la obligación de “instaurar, mantener y restablecer en el mundo el orden y la legalidad fundados en la fe, los principios y valores del cristianismo” (Invernizzi, 1984, p. 23), sus planteamientos son contradictorios. Por ejemplo, escribe sobre el requerimiento que “no tengo descuido ninguno en lo que toca [a] hacer requerimiento a los indios conforme a los mandamientos de su Majestad” (carta IX, 1550, p. 154), pero no se advierte intención alguna de que los indígenas comprendan su propósito evangelizador. La fe se suscribe a sus propósitos intereses, que se revelan desde las primeras misivas: “[he] dícholes [a los indios] que sirvan muy bien a los cristianos porque, a no hacerlo, envío ahora a vuestra Majestad y al Perú a que me traigan muchos, y que, venidos, los mataré a todos” (carta II, 1545, p. 78).
Valdivia configura su imagen política en su misiva a los apoderados a través de su condición de servidor. Como él mismo declara: “[su] principal intento es servir a Dios Nuestro Señor” (carta IX, 1550, p. 158). En su relato, queda inscrito como el primer hombre de la misión sagrada en Chile y esta articulación entre su gobierno y el mandato espiritual es la base de la sacralización del poder, pues su autoridad es una manifestación concreta de la voluntad divina.
Su figura política se encuentra sustentada en las actitudes del dogma cristiano y sus principios teológicos, además de integrar “[la] defensa y conservación de la cristiandad” (carta XI, 1552, p. 173). El cumplimiento de este último cometido admite su presentación como guerrero cristiano. Carneiro (2008, p. 45) se ha referido a la articulación de un modelo híbrido en que el sujeto colonial es a la vez “vasallo cristiano y capitán de Indias”. En Valdivia, esta doble identidad se amplifica y se sostiene primero en la administración de la conquista y luego en el enfrentamiento contra los enemigos de la fe.
Más de siete siglos de guerra contra los moros en la península trajeron consigo grandes repercusiones en la cultura castellana. Valdivia comprende su intervención en Chile bajo estos parámetros. Esto consolida su papel como un agente indispensable para la realización del plan divino. Sus cartas, además, introducen un elemento novedoso: la evangelización como un relato de autosacrificio. A medida que la empresa avanza, el discurso se transforma, dando paso a una construcción más compleja de sí mismo. La finalidad de este procedimiento, como destaca Prieto (2001, p. 211), es que “ya no se trata de convencer a las autoridades de la necesidad político-teológica del mantenimiento y confirmación de la empresa valdiviana, sino de ensalzar a su realizador, dotándolo directamente con el favor divino”.
¿Instauración de la fe?
Goic (1992 b , p. 27) revela uno de los mecanismos retóricos utilizados por el conquistador: “la fuerza suasoria a que aspira es la del argumento a loco, intentando mostrar que la tierra conquistada es lugar especialmente señalado por Dios”. Esta explicación se complementa con la exposición de Chile como un espacio cifrado por la presencia del mal, por lo mismo Valdivia escribe al monarca: “parece nuestro Dios quererse servir de su perpetuación para que sea su culto divino en ella honrado y salga el diablo de donde ha sido venerado tanto tiempo” (VIII, 1550, p. 132).
En este sentido, enaltece su imagen a partir “[d]el servicio que se hace a Dios en la conversión desta gente” (carta VIII, 1550, p. 133), aunque esto no significa que los indígenas sean realmente sujetos de evangelización. Triviños (1996, p. 16) ha señalado que el desconocimiento de Cristo es un “signo negativo” en la perspectiva del gobernador y, por lo mismo, los habitantes del territorio no llegan a incorporarse realmente a la universalidad cristiana. Egaña (2006, p. 152) identifica esta paradoja y la explicita en los siguientes términos: “[l]a inclusión del indio en la comunidad universal le fijaba una nueva dignidad que, sin embargo, no poseía un lugar concreto. Mediante una doble negación, al Otro no se le concedía una alteridad, pero tampoco podía ser un sí-mismo”.
En sus cartas, el conquistador alude a un régimen tutelar en Chile y no a una estructura misional. Los cuatro religiosos que menciona forman parte de este proceso, vinculado más bien con la administración colonial y no con la evangelización. Sobre los tres primeros escribe a Carlos V que “vinieron co[n]migo, que se llaman Rodrigo González y Diego Pérez y Joán Lobo” (carta II, 1545, p. 75), mientras que el cuarto es referido en una misiva a Hernando Pizarro como “un padre portugués que estaba en Porco, llamado Gonzal[o] Yáñez” (carta III, 1545, p. 87). Rodrigo González es de quien se provee más información, incluso se consignan datos biográficos (carta VIII, 1545, p. 136). De Diego Pérez prácticamente no hay información, aunque Cordero consigna que era “clérigo presbítero, natural de la villa de Medina del Campo” (Cordero, 1998, p. 47). Juan Lobo habría sido encomendero y, en este papel, justificó la esclavitud de los indígenas (Ferreccio 1991 b , p. 20); y Gonzalo Yáñez viajó con Alonso de Monroy desde el Perú en 1543 (carta III, 1545, p. 87).
En su trabajo sobre el origen de la iglesia católica en Chile, Errázuriz (1873, p. 50) planteaba que fueron diez eclesiásticos los que acompañaron a Valdivia. Sin embargo, las cartas problematizan esta consideración, pues los mercedarios que menciona Errázuriz: Antonio Rondón, Antonio Correa, Bernabé Rodríguez, Juan de Zamora, Antonio de Olmedo, Diego Jaime y Martín Velázquez, no llegaron junto con el conquistador, por el contrario, “[h]abrá que esperar unos diez años posteriores para que arriben a Chile las primeras órdenes religiosas” (Uribe, 2011, p. 375). Esta consideración tensiona un segundo aspecto: Valdivia “había comenzado su andadura conquistadora en Chile sin llevar religiosos que protegieran a los naturales” (Serra, 2018, p. 30), consolidando la idea de que la evangelización no era un fin prioritario.
En una de sus cartas al rey, indica que “[Rodrigo González] vino co[n]migo al tiempo que yo emprendí esta jornada, habiendo salido pocos días antes de otra muy trabajosa y peligrosa, por servir a V. M., que hizo el capitán Pedro de Candia en los Chunchos” (carta VIII, 1550, p. 135). En este punto la enunciación es inestable, ya que muchos de estos soldados se unieron a sus filas poco antes del ingreso a Chile4. Siguiendo la ruta que proporciona la Real Academia de la Historia (s.d.), González habría arribado a la hueste en abril de 1540, mientras que la salida del Perú se realizó en enero de ese mismo año.
En la práctica, los clérigos desempeñaban roles fluctuantes según las necesidades administrativo-gubernamentales. Ferreccio (1991 b , p. 20) plantea que “[a]lgunos [sacerdotes] ayudaron a la conquista como el padre Lobo, y justificaron la guerra, las encomiendas y hasta pidieron la esclavitud para los naturales”. El gobernador es consciente de la existencia de la Sublimis Deus (1537), por eso escribe al monarca que: “trato yo conforme a los mandamientos de vuestra Majestad” (carta II, 1545, p. 75), aunque esta consideración es solo discursiva. De acuerdo con la correspondencia, los sacerdotes avalaron la imposición y su influencia política se advierte desde la entrada al territorio.
Rodrigo González, por ejemplo, administró encomiendas y participó de la explotación minera (Contreras, 2004, p. 71). Esta ambigüedad en torno a su rol desplaza la evangelización en función de los intereses económicos. La fe se adapta a las condiciones del momento y es el propio Valdivia quien designa y autoriza estas acciones. Es más, González aportó con las utilidades de su encomienda para la continuidad de la conquista de Chile, como se revela en el siguiente pasaje: “y el oro que ha habido dellas, siempre que lo he habido menester para el servicio de vuestra Majestad y para me ayudar a enviar por los socorros dichos para el beneficio destas provincias, me lo ha dado y prestado con tan buena voluntad, como si no me diera nada” (carta VIII, 1550, p. 136).
La amplificación de este sacerdote en las cartas es utilitaria para los fines gubernamentales, por eso se omiten todas las acusaciones en su contra, que incluyen el abuso contra mujeres indígenas (Contreras, 2016, p. 52). Valdivia necesita que González sea nombrado obispo de Chile, por eso hay una súplica al rey para que “vuestra Majestad sea servido […] mandándole nombrar a la dignidad episcopal destas provincias” (carta VIII, 1550, p. 136). Acá el movimiento político es claro: consolidar la jerarquía eclesiástica ofrece una vía para legitimar su propia autoridad, esto considerando la ausencia de una provisión real que confirme su posición como gobernador5. Según Thayer Ojeda, este nombramiento consolidaría su autoridad como resultado del vínculo entre el poder religioso y el gubernamental (Ojeda, 1911, p. 212)6.
La participación de los clérigos se inscribe en un marco ideológico más amplio en que la servidumbre es la antesala de la cristianización. Esta justificación encuentra paralelos con otras experiencias, como la represión de los moriscos tras la revuelta de 1568 en Granada, que fue presentada como un mecanismo para su conversión (Garrido, 2013); o la captura de los turcos en las guerras otomanas, que se justificó en tanto forma de redención espiritual. Este modelo se replicó en Chile, ya que la evangelización y la subordinación pervivían en un mismo plano y se reforzaban dentro de un esquema de diferenciación.
Esta relación implica que la conversión, incluso para los sacerdotes, estaba relacionada con otras dimensiones. Los indígenas no poseían derechos equiparables a los conquistadores más allá de la condición de súbditos que adquirían, por lo tanto, se integraban a la cristiandad bajo condiciones de dependencia estructural vinculadas con la sacralización del poder. En definitiva, la evangelización repercutió en la emergencia de un sistema de exclusión y obediencia perpetua que articulaba la diferencia, jerarquizaba la alteridad y transformaba la conversión en un acto de sumisión.
Santos que matan indios y vírgenes que bajan del cielo
Huidobro (2021, p. 40) plantea que “[d]esde los primeros testimonios escritos que relataron la conquista española de Chile, […] los pasajes que describieron intervenciones de naturaleza divina sobre las acciones humanas fueron recurrentes”. Este fenómeno, propio de la cultura hispánica, corresponde a una continuidad de los imaginarios medievales como bien plantea Donoso (2008, p. 40; 2009, p. 64): “la intervención directa de las deidades en la batalla parece ser una tradición que se remonta a la Antigüedad, la versión cristiana, con dioses y diosas que son sustituidos por la Virgen y los santos, surge en la Edad Media”.
Estas apariciones en el epistolario contribuyeron a asegurar la autoridad política y militar de Valdivia, pues desplazaron el poder hacia el marco providencial. Para el conquistador, los indígenas de Chile son figuras demoníacas, por eso escribe, refiriéndose a la guerra, que “vino el diablo, su patrón, y los acabdilló, diciéndoles que se juntasen muy gran multitud de gente, y qu'él vernía con ellos” (carta VIII, 1550, p. 136). De acuerdo con Albizú (2009, p. 13), la zona sur constituye “un lugar de separación entre la fe y la idolatría, de confrontación entre el mundo cristiano y el mundo diabólico de los autóctonos, apóstatas y rebeldes”; y esta consideración es dialogante con los comentarios de Valdivia, quien describe Chile como un espacio teológicamente degradado: “donde el diablo ha sido venerado tanto tiempo” (carta VIII, 1550, p. 132).
Las intervenciones divinas se erigen como la base de su poder, y esto significa que la presencia del apóstol Santiago y la virgen María refuerzan su autoridad. La transformación de “Santiago Matamoros” en “Santiago Mataindios” es parte de este proceso. Si bien la imagen del santo guerrero tuvo sus orígenes en la lucha contra los musulmanes en la península, en la narrativa del conquistador es un agente activo dentro del territorio y un símbolo elocuente de la sacralización. Su primera aparición ocurre en batalla de Santiago de 1541, en la cual estuvo “favoreciéndolos [el] Señor Sanctiago” (carta II, 1545, p. 67).
Esta intervención es dialogante con otras apariciones en el contexto de la Reconquista, la más antigua registrada en el Cantar de Mio Cid (Donoso, 2008, p. 39; 2009, p. 63). De acuerdo con Sanfuentes (2008; 2018), el apóstol se erigió como símbolo de la lucha religiosa hispana ahora en América. A pesar de que este enfrentamiento concluyó con la destrucción de la ciudad de Santiago en septiembre de 1541, la presencia del santo le permite a Valdivia hablar a Hernando Pizarro de una “victoria sangrienta” (carta III, 1545, p. 85). La reinterpretación del fracaso admite la permanencia del poder, pues transforma una derrota material en un triunfo. Esta inversión del sentido es clave en la sacralización, ya que permite que el poder sobreviva a la pérdida. Por lo tanto, incluso el revés más catastrófico puede ser interpretado como parte de un designio superior (Salazar, 2025, p. 324-326).
Santiago también estuvo presente en la segunda etapa de la conquista de Chile. Valdivia escribe a los apoderados de la corte que “el día que llegaron a vista deste fuerte [en Concepción] cayó entre ellos un hombre viejo vestido de blanco en un caballo blanco” (carta IX, 1550, p. 156). Su exposición remite al modo clásico en que la iconografía ha representado al apóstol y sus palabras dan cuenta del sermón a los infieles: “huid todos, que os matarán estos cristianos” (carta VIII, 1550, p. 132). Sus palabras tuvieron fuertes repercusiones sobre las tropas indígenas, pues “fue tanto el espanto que cobraron [los indios], que dieron a huir” (carta VIII, 1550, p. 132). Para este punto, la conversión no es un tema que interese al gobernador, es más, Santiago se convierte en un foco de temor y posibilita el control territorial. No es la fe la que mueve a los indígenas a retroceder, sino el miedo que les produce su presencia.
Esta figura opera como principio de la lealtad. Su aparición se realiza en momentos fundamentales de la conquista y siempre en relación con la fidelidad político-espiritual de Valdivia. El gobernador moviliza la idea de su poder como una prueba de fe y proyecta la estructura de su gobierno en términos teocráticos, significando que su autoridad se encuentra legitimada por la divinidad.
Valdivia también escribe al rey sobre la aparición de la virgen María: “tres días antes, pasando el río de Biubiu para venir sobre nosotros, cayó una cometa entr'ellos […] e que, caída, salió della una señora muy hermosa, vestida también de blanco” (carta VIII, 1550, p. 132). En su carta a los apoderados, sus palabras se inscriben en el mismo nivel de instrumentalización que las de Santiago, a saber: “[n]o vais a pelear con esos cristianos, que son valientes e os matarán” (carta IX, 1550, p. 156). En la perspectiva del conquistador, María no constituye el auxilium christianorum, sino que asume otra función: que los indígenas entren al servicio de los conquistadores. El discurso de la madre de Cristo concluye con el imperativo: “[s]erví a los cristianos” (carta VIII, 1550, p. 132).
Este episodio introduce claramente la rendición indígena. En este caso, la inversión del propósito es evidente: no hay misericordia en la virgen, sino que su presencia contribuye al sometimiento de estas poblaciones. El papel de la madre de Cristo es que los indígenas sirvan a los peninsulares y, sumado al apoyo de Santiago, el gobernador cree haber conquistado la zona sur de Chile, como declara en una de sus cartas al monarca: “con el ayuda de Dios e de Nuestra Señora e del Apóstol Santiago […] en cuatro meses traje de paz toda la tierra” (carta VIII,1550, p. 132).
Las apariciones providenciales son una parte fundacional de la cristiandad en Chile y un mecanismo de validación para el conquistador. La insistencia en estas intervenciones refuerza este carácter, pues Valdivia enaltece su imagen y la de sus hombres a través del auxilio divino. Como bien plantea Albizú (2009, p. 13): “Dios manifiesta su poder a través de apariciones en apoyo a los ejércitos españoles, reconviniendo y sermoneando al infiel enemigo”. Esto significa que estas presencias constituyen dispositivos ideológicos bien elaborados. En términos generales, este fenómeno ha sido analizado por Aracil, quien lo ha descrito como la “personalización del favor divino” (Aracil, 2009 a , p. 757). Esta categoría aplica para Valdivia, pues las apariciones, que en la estructura de superficie dan cuenta de las “grandes misericordias [de Dios] con nosotros” (carta III, 1545, p. 86), son una forma de afianzar su autoridad.
En última instancia, actúan como signo performativo de la política de la fe. Cuando Valdivia escribe sobre la “tan buena maña [que] me he dado, con el ayuda de Dios e de Nuestra Señora e del Apóstol Santiago, que se han mostrado favorables” (carta VIII, 1550, p. 132), esta intercesión consolida la idea de un proyecto dispuesto por Dios. Al respecto, Goic (2006, p. 62) concluye que su interés es generar una concepción providencialista de la historia, que dialogue con la religión como base estructural de la conquista. Por lo tanto, los eventos providenciales ejercen una función ideológica en el marco expansivo de la fe y se instrumentalizan para dotar de sentido teopolítico la ocupación del territorio.
Cuando el demonio se apoderó del Perú
Uno de los eventos más destacados que Valdivia relata en sus cartas corresponde a la Gran Rebelión de encomenderos, liderada por Gonzalo Pizarro. Para el conquistador, este conflicto trasciende el plano terrenal: es una amenaza también para la cristiandad (Triviños 1996, p. 9). En su perspectiva, el Perú ha sucumbido ante la “superba luciferina” (carta VIII, 1550, p. 121), develando su comprensión es este espacio como un infierno, alegoría utilizada para amplificar la condición negativa como bien advierte Cordero (2017, p. 148) al referirse al “infierno en qué se ha convertido Perú como resultado de la insurrección de Gonzalo Pizarro”.
A través de esta descripción, Valdivia introduce la clave teológica en su interpretación del conflicto: la deslealtad al monarca es un reflejo de la ruptura del vínculo con Dios, por eso escribe que “Dios había permitido qu'el diablo tosiese de su mano a aquellas provincias y a los que en ellas estaban” (VIII, 118). El conquistador se posiciona como agente en la restauración político-religiosa del virreinato. Esta consideración le permite, de igual manera, establecer un distanciamiento entre Perú y Chile. Tras la insurrección, Perú es transformada en un locus horridus, en un procedimiento retórico que posiciona a Chile como enclave privilegiado en el contexto de la Gran Rebelión, pues representa el último bastión de fidelidad y fe.
El conquistador recurre a ciertos signos apocalípticos que dan cuenta de la amenaza que significa la prolongación de estas alteraciones. De estas señales, hay una particularmente interesante en la misiva al monarca: “[e]stando en esto, llegaron por tierra a la ciudad de Santiago ocho cristianos, y entre ellos un criado mío, que había enviado al Perú en el barco que llevó el Juan Dávalos. Venían tales que parecían salir del otro mundo, en sendas yeguas bien flacas” (carta VIII, 1550, p. 118), y que concluye con la siguiente descripción: “llegaron a la ciudad sin figura de hombres” (carta VIII, 1550, p. 121). Estos pasajes refuerzan la idea de que la rebelión ha corrompido tanto el cuerpo político del Perú como la naturaleza de los sujetos que huyen de este lugar.
Su reacción al enterarse de la rebelión -“atapé los oídos y no amé oírlo y me temblaron las carnes” (carta VIII, 1550, p. 121)- dramatiza el horror y lo posiciona como un individuo moralmente diferenciado. El tono escritural se vuelve decididamente apocalíptico: cientos de columnas castellanas desfilan hacia el Perú respondiendo al llamado de los rebeldes liderados por Pizarro, o de los leales a la voluntad monárquica, guiados por Pedro de la Gasca. Valdivia respondió favorablemente al llamado de este último, revelando al rey su condición de “instrumento de la divinidad” (carta VIII, 1550, p. 121). Su apoyo contribuye a la restauración de la legitimidad política en el Nuevo Mundo. Este movimiento es clave en la sacralización del poder, pues ya no se actúa en nombre propio, sino “en el nombre de Dios y en la ventura cesárea de vuestra Majestad” (carta VIII, 1550, p. 125).
El 9 de abril de 1548, tras haber escuchado la misa, las tropas reales, lideradas por Valdivia, avanzaron hacia el campo enemigo. La exposición de la batalla es dramática, incluso hay una escena en que los encomenderos suplican perdón, huyen del campo de batalla y/o se cambian de bando para salvar sus vidas (carta VIII, 1550, p. 126). De acuerdo con el conquistador, el triunfo obtenido permite regresar el territorio a la gloria de Dios (Triviños, 1996, p. 9; Goic, 1992 b , p. 24). El juicio contra los rebeldes fue encabezado por Pedro de la Gasca y como se indica en la correspondencia: “se prendieron las cabezas e se hicieron justicia dellas allí en el valle de Jaquijaguana” (carta IX, 1550, p. 150).
Sin embargo, el Perú no retorna a su estatus previo. En una de las misivas se lee que “estaba la tierra tan vedriosa […] y la gente tan endiablada” (carta VIII, 1550, p. 128), dando cuenta de una prolongación de la degradación tras la rebelión. Chile aparece como tierra redimida y fiel, mientras que el Perú, a pesar del triunfo de las tropas reales, sigue siendo expuesto como un territorio marcado por la fragilidad moral. Esta consideración eleva la imagen de Valdivia, por cuanto “[he] sido instrumento, mediante la voluntad de Dios, para destruir tal abominación y poner la tierra en paz e sosiego bajo la obediencia de vuestra Majestad” (carta VIII, 1550, p. 128). En definitiva, la rebelión es utilizada para instituir un relato en el que su propia figura política se vea consagrada.
Un episodio sobre cristianos convertidos
El cautiverio en Copiapó establece un punto de quiebre en la diferencia colonial. En 1541, Alonso de Monroy, Pedro de Miranda y otros soldados fueron enviados al Perú para buscar socorros que les permitieran continuar con la conquista de Chile. Valdivia era consciente de los riesgos que implicaba esta travesía, ya que sus hombres debían atravesar valles no pacificados. En su carta al monarca, escribe que los envió “echándoles la bendición los encomendé a Dios” (carta II, 1545, p. 68). Sin embargo, los soldados fueron víctimas de una emboscada en Copiapó, que terminó con gran parte de la comitiva asesinada y con Monroy y Miranda cautivos.
Este episodio tensiona el discurso religioso, ya que durante el cautiverio sus hombres se encontraron con Francisco de Gasco, “un cristiano de los de Almagro que allí halló hecho indio” (carta III, 1545, p. 87). La imagen que se expone sobre este personaje es negativa: “se trata de un cristiano que ha adoptado las costumbres indígenas” (Salazar, 2023, p. 26). Valdivia instrumentaliza esta secuencia: solo el antiguo almagrista es sujeto de esta transformación, mientras que Monroy y Miranda siguen siendo cristianos. Concha (1986, p. 11) ha indicado que la conversión inversa no es un fenómeno nuevo en los textos coloniales, pero aquí resulta particularmente interesante, pues coexisten en el mismo espacio y tiempo soldados cristianos que interactúan con uno que se ha entregado a las creencias y costumbres de sus captores.
La presencia de Gasco introduce una grieta en la construcción binaria cristiano/infiel, demostrando que la fe no constituye un estado inmutable, sino una condición susceptible de ser transformada también para los peninsulares. Esto devela una inquietud en cuanto a los límites de la cristiandad en el mundo colonial, ya que la conversión inversa representa una disrupción en la narrativa valdiviana. Por ello la transmutación opera solo sobre Gasco, mientras que Monroy y Miranda siguen perteneciendo al universo de significación que proporciona la fe. De ahí que el antiguo soldado almagrista sea referido como un “transformado cristiano” (carta II, 1545, p. 69; carta III, 1545, p. 87).
El conquistador enfatiza esta ruptura, describiendo a Gasco como un sujeto asimilado por la alteridad. Para acentuar el carácter aciago, Valdivia revela que Gasco no es realmente un cautivo, sino que se encuentra allí por su propia voluntad, a diferencia de sus soldados. En este sentido, la presencia del almagrista está instrumentalizada: lo que interesa al gobernador no es referirse a la conversión inversa, sino desplegar un discurso epidíctico sobre sus hombres (Salazar, 2023, p. 27). Además, el énfasis en la degradación esconde una contradicción: si la fe cristiana es el fundamento del orden imperial y la base de la sacralización del poder, ¿cómo es posible que un español pueda abandonar la religión y adoptar las prácticas indígenas? Este interrogante desestabiliza el discurso de Valdivia, pues sugiere que la frontera entre conquistadores y conquistados no es sólida.
La insistencia en la firmeza de sus soldados refuerza la idea de que el cautiverio es una prueba de fe y su templanza es premiada con el auxilio divino. Como señala al monarca: “se pudieron salvar, mediante la voluntad de Dios” (carta VIII, 1550, p. 116). El cautiverio concluye con una última acción: “salieron llevando por fuerza aquel trasformado cristiano” (carta III, 1545, p. 87). Monroy y Miranda obligaron a Gasco a huir con ellos rumbo al Perú, con la esperanza de que su retorno a la civilización significará también la recuperación del cristianismo perdido. A pesar de esta suposición, Pérez advierte que “volver al lugar de origen no implica de ninguna manera ‘volver a ser el de antes’, puesto que no es posible borrar la marca del cautiverio” (2013, p. 390), invalidando la premisa de Valdivia.
La presencia de Gasco constituye una falla en la estructura discursiva de la evangelización. La conversión se había presentado como un proceso donde los indígenas podían integrarse a la cristiandad, pero no a la inversa. En este contexto, aunque la correspondencia busca reafirmar la misión cristianizadora, la presencia del antiguo almagrista remite a una preocupación subyacente. El hecho de que Gasco haya sido llevado por la fuerza revela la imposición de la fe. Lo curioso es que los soldados llegaron al Perú en septiembre de 1542, pero sin Gasco. Como escribe al rey: “[Monroy] llegó a ellas sólo con uno de los soldados que de aquí sacó, y pobre” (carta II, 1545, p. 69). Concha (1986, p. 14) se refiere al incierto destino de este personaje, indicando que “intuimos cual fue”, dando por sentado su retorno a Copiapó, un hecho que se elide en la correspondencia, pues volvería a tensionar el cometido de su relato.
En términos generales, esta narración deja entrever una de las grandes inquietudes del discurso religioso, particularmente que la frontera entre conquistador y conquistado no es definitiva. El riesgo de una identidad cristiana permeable debilita el principio de sacralización sobre el que se edifica la legitimidad del dominio colonial y el gobierno de Valdivia. En este sentido, la frontera es conflictiva y el episodio funciona como una advertencia sobre la fragilidad del entramado espiritual. Gasco encarna la amenaza latente de la disolución de ese orden sacralizado, pues prueba que la fe no solo puede ser impuesta, sino también abandonada. Esta posibilidad tensiona la autoridad y revela que la política gubernamental depende de una continua producción de sentido que mantenga la diferencia y oculte las fisuras en términos de poder.
Conclusiones
La correspondencia de Valdivia articula una retórica en la que la fe opera como un eje estructurante del poder. Más allá del discurso providencialista que presenta la expansión cristiana como un mandato divino, las cartas de Valdivia revelan un proceso complejo en que la religión es también un dispositivo para estructurar la dominación en términos políticos, jurídicos y simbólicos. En este sentido, la evangelización representa un mecanismo de diferenciación en que la aceptación de la fe equivale a la sumisión. Con ello, el primer gobernador también desplaza la violencia hacia una dimensión providencial, consolidando su propia autoridad.
De manera general, el estudio vincula la fe con la instrumentalización política y, en consecuencia, las conclusiones podrían sintetizarse en los siguientes aspectos: 1) la sacralización del poder posibilitó el uso de la religión como eje de autoridad, integrando gobierno, evangelización y control en un mismo relato; 2) la ausencia de una institucionalidad eclesiástica consolidada permitió monopolizar el recurso de la fe, no solo para legitimar la intervención en el territorio, sino para posicionar a Valdivia como mediador directo entre la monarquía, la cristiandad y sus iguales; 3) las fronteras entre cristianos e infieles no eran estáticas, por el contrario, debían reafirmarse constantemente. Estas incluían tanto a los indígenas como a los conquistadores, como se evidencia en los episodios de la Gran Rebelión y el cautiverio en Copiapó.
Así, el análisis permite comprender el modo en que la fe organizó las relaciones de poder durante la conquista de Chile. En ausencia de una institucionalidad consolidada, el discurso religioso adquirió un carácter performativo que se proyectó sobre el gobierno en su sentido más amplio. La noción de sacralización del poder evidenció el modo en que Valdivia logró integrar en sus cartas elementos providenciales, estructuras devocionales y argumentos teológicos con claras finalidades políticas, más que religiosas. En este escenario, la conquista se inscribe como un proceso cuya efectividad no residió en la conversión, sino en la capacidad de Valdivia para estructurar su gobierno al alero de la fe.
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1
En su primer intento de asentamiento en Chile (1535-1537), Diego de Almagro enfrentó hambre, deserciones y una fuerte resistencia indígena, lo que condujo al abandono de la expedición y a que el territorio quedara marcado como “tierra mal infamada”. Este antecedente condicionó la percepción de la región y supuso un obstáculo para posteriores empresas. Pedro de Valdivia articuló una estrategia narrativa y política que buscó revertir dicha imagen, transformando el territorio en una “tierra de la abundancia” mediante la fundación de ciudades, la organización institucional, la exaltación de sus potencialidades agrícolas y mineras, y la conversión de los indígenas (Salazar, 2020).
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La teopolítica es una forma específica de ejercicio del poder en que la autoridad se fundamenta a través de la religión como base constitutiva. Bajo esta lógica, teología y política se conciben como dimensiones vinculadas (Smith, 2005; Quadros, 2009; Restrepo, 2016). Para la monarquía hispánica del siglo XVI, esto implicó que las decisiones políticas, militares y jurídicas se relacionaran intrínsecamente con la fe. La teopolítica nos permite comprender la iniciativa de Pedro de Valdivia como una empresa donde evangelización y dominio forman parte de un mismo dispositivo.
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3
La lealtad política al monarca y el servicio a la Corona ofrecían una justificación autónoma, anclada en la lógica de las mercedes y probanzas de mérito, ya que la obediencia dinástica y la defensa del patrimonio real se presentaban como fines en sí mismos. La razón de Estado y la utilidad imperial, traducida en el control territorial, resguardo de rutas y explotación de recursos, podían erigirse en fundamento de la acción conquistadora por su relación con las necesidades estratégicas y económicas del imperio. Y el derecho de conquista y la legitimidad bélica permitían que la victoria militar y la demostración de virtud marcial funcionaran como origen legítimo del dominio.
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4
Esta indeterminación en el discurso es fundamental, pues las Ordenanzas Reales que rigieron entre 1497 y 1553 impedían el ingreso a los territorios sin religiosos.
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Este movimiento se enmarca en un conjunto más amplio de maniobras desplegadas por Valdivia para obtener el reconocimiento oficial de su cargo. Mientras aquí se analiza su alianza con la jerarquía eclesiástica, en Salazar (2024) se examinan otras vertientes estratégicas de legitimación, centradas en la dimensión administrativa y epistolar de su proyecto de conquista.
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6
Para el momento en que González fue nombrado obispo en 1561, Valdivia había sido asesinado en Tucapel. Ese mismo año se emitió la bula Super Specula Militantis Ecclesiae, que constituye el origen formal de la iglesia católica en Chile (Retamal, 1998, p. 8).
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Financiación
Este artículo fue financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile, Fondecyt de Postdoctorado n.º 3240629, del cual el autor es investigador responsable
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Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
05 Dic 2025 -
Fecha del número
2025
Histórico
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Recibido
25 Mar 2025 -
Acepto
18 Ago 2025
