Open-access Recuperar el bien: recuperar esperanza

Recovery the Good: Recovering Hope

RESUMEN

En este artículo se muestra, al cabo de un estudio hermenéutico-sistemático, cómo la transformación que ha sufrido la esperanza en la modernización del mundo occidental expuesta por Benedicto XVI en Spe Salvi, puede explicarse según los tres malestares de la modernidad detectados por Charles Taylor: el individualismo, la primacía de la razón instrumental y la creciente subordinación de la libertad personal a los dictados de los sistemas políticos. La ética de Taylor, que apela a la recuperación del bien a través del reconocimiento de las valoraciones fuertes, también se revela como un camino de recuperación de la esperanza. La conclusión apunta a abrir un camino cristiano esperanzador con la recuperación del bien. De ese modo también se supera el individualismo característico de la razón instrumental y de la libertad autónoma.

PALABRAS CLAVE
Esperanza; Bien; Individualismo; Libertad; Racionalidad

ABSTRACT

This article demonstrates, through a hermeneutic-systematic study, how the transformation that hope has undergone in the modernization of the Western world, as explained by Benedict XVI in Spe Salvi, can be understood through the three malaises of modernity identified by Charles Taylor: individualism, the primacy of instrumental reason, and the growing subordination of personal freedom to the dictates of political systems. Taylor’s ethics, which call for the recovery of the good through the recognition of strong valuations, also reveal a path for the recovery of hope. The conclusion points toward opening a hopeful Christian path through the recovery of the good. In this way, the individualism characteristic of instrumental reason and autonomous freedom is also overcome.

KEY WORDS
Hope; Good; Individualism; Freedom; Rationalism

Introducción

La nuestra es una generación heredera de la profunda transformación de la esperanza. Los continuos beneficios del progreso científico y tecnológico han traído aparejados perjuicios también constantes. Los fracasos de las utopías políticas de diverso signo son desesperanzadores. El individualismo parece ser el único refugio. Los grandes anhelos se han tornado expectativas al alcance del consumo de bienes insignificantes pero inmediatos. El presente trabajo se adentra en las raíces de esa transformación con un estudio hermenéutico-sistemático para explorar las tensiones entre la experiencia individual y los horizontes colectivos, y proponiendo la recuperación del bien moral como un camino para la recuperación de la esperanza.

Para ello se ha seguido la argumentación de la encíclica de Benedicto XVI sobre la esperanza y la propuesta ética de Charles Taylor. Ambos pensadores han profundizado en la crisis de la modernidad y la búsqueda de sentido. Precisamente esta época exige nuevos desarrollos de la teología (Libanio, 1992). Benedicto XVI y Taylor son autores que superan una visión secularizada y materialista del mundo (Ossewaarde-Lowtoo, 2015, p. 17-71, 121-176, 223-232). Ambos son reconocidos por sus acertadas observaciones sobre la secularización en el mundo actual (Perszon, 2024, p. 380, 389); y sus respectivas obras son referencias del magisterio pontificio del último siglo (Shaw, 2020).

En la encíclica Spe Salvi, especialmente el título 3, “La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno” (n. 16-23), Benedicto XVI expone la génesis y el fracaso de los ideales modernos y, con ellos, el derrumbe de la esperanza moderna. El diagnóstico de Benedicto es claro: la pérdida de sentido de la vida se debe a un oscurecimiento de la existencia de un bien último trascendente. La ética del bien de Charles Taylor ofrece a esta misma mentalidad moderna una vía de acercamiento a Dios (Doyle, 2009). Su altura intelectual es reconocida, y sus propuestas teóricas han mostrado sus virtualidades en la formación moral (Wadell; Davis, 2007). Y eso, a pesar de los cuestionamientos a la índole epistemológica de sus desarrollos de filosofía moral (Kitchen, 1999).

El presente trabajo muestra cómo en la obra de Charles Taylor se puede hallar un camino para la recuperación de la esperanza que comienza con la recuperación del bien. La transformación de la esperanza en el mundo moderno, descrita por Benedicto XVI (sección 1) presenta cierto paralelismo con los tres malestares de la modernidad, señalados por Taylor (sección 2); ante los cuales el mismo Taylor propone una ética de bienes para recuperar el sentido de la vida (sección 3).

1 La transformación de la esperanza en la modernidad

¿Por qué vivimos? El hombre es el único ser que se interroga de manera tan radical sobre el sentido de su vida, y si lo hace, es porque es consciente de la finitud de su existencia (Grondin, 2005, p. 14). Esa finitud se hace patente en los momentos de crisis. Y el momento actual es un momento crítico en múltiples sentidos:

En nuestra época aparece una conciencia de crisis, cuyas manifestaciones principales son la crisis de la idea del cosmos, surgida en el plano científico; la crisis de la imagen universal del hombre, motivada por razones históricas; la crisis de la idea de que el hombre tiene un poder que se ejerce en el orden cultural, basada en la situación actual de la técnica; la crisis de la hegemonía del espíritu, por razones de varios tipos, por ejemplo, las que proceden de la psiquiatría y de la historia como ciencia. Final y claramente está en crisis la dimensión religiosa del hombre

(Polo, 1993, p. 129).

La desesperanza surge precisamente por esa profunda crisis antropológica, que afecta a la sociedad occidental en su esencia más íntima (Vargas, 2007, p. 14). El creciente poder científico, tecnológico y económico contrasta con la más aguda desorientación antropológica (GS, n. 4). La crisis es crisis de esperanza. La secularización de los últimos siglos ha sido ambivalente: junto a la sana separación entre política y religión, también ha excluido a Jesucristo de la cultura. Estamos en un momento en que la fe en Cristo no es solamente negada sino incluso ridiculizada (Francisco, 2019). Hoy hemos olvidado que, con la salvación en Cristo, se nos ha dado una esperanza, en la que podemos confiar y gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente. El Evangelio es un mensaje que transforma radicalmente la vida y el mundo.

Son conocidas las tres encíclicas de Benedicto XVI sobre fe (2009), esperanza (2007) y caridad (2005). A las tres virtudes teologales en su conjunto, había ya dedicado otro libro décadas atrás, en el que seguía a Pieper (1990). Pero en esta encíclica, Spe Salvi, a diferencia del libro anterior, presenta un desarrollo particular sobre la crisis de esperanza en el mundo actual.

La esperanza cristiana en la vida eterna ¿es acaso individualista? La respuesta de Benedicto es: no. Tal acusación es injusta. “la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria” (SS, n. 14) y la historia de la Iglesia lo demuestra (SS, n. 15). La labor civilizadora de la Iglesia es cada vez más reconocida (Woods, 2012).

Lo que sí ha ocurrido, en cambio, es una transformación de la esperanza cristiana en los últimos siglos (n. 16-23). En esa trayectoria se entrelazan experiencias históricas como la revolución científica, tecnológica e industrial, con la consiguiente aparición de la clase proletaria; con interpretaciones de la ciencia como la de Francis Bacon; y las modernas nociones de razón y libertad, como las de Kant, vinculadas a proyectos de transformación social de los revolucionarios franceses y de la revolución marxista.

La esperanza en Cristo se transformó en esperanza en el progreso, que arrancó con avances como la imprenta, la pólvora y la brújula; continuó su marcha con la revolución industrial, y que ha llegado a nuestros días con la revolución informática de la inteligencia artificial. Ese mismo progreso ha sido interpretado como una forma de salvación. Benedicto señala la génesis de esa transformación: el dominio humano sobre el mundo fue interpretado “en clave teológica” (SS, n. 16). “En Bacon la esperanza recibe también una nueva forma. Ahora se llama: fe en el progreso” (SS, n. 17). A los textos de Bacon citados por Benedicto, se puede añadir este otro que es completamente explícito:

Porque el hombre, por su pecado, perdió al mismo tiempo su estado de inocencia y su dominio sobre la creación. Ambas pérdidas, sin embargo, pueden ser reparadas en parte, incluso en esta vida: la primera por la religión y la fe, la segunda por las artes y las ciencias

(Bacon, 1620)1.

Benedicto califica de “inquietante” al poder que Bacon concede a la ciencia y a las artes: son capaces de reparar ciertas consecuencias del pecado original. Así, Bacon sitúa a las artes y a las ciencias en paralelo con la restauración otorgada por la religión y la fe. En una de sus obras más conocidas, titulada “La Nueva Atlántida”, Bacon describe una sociedad utópica fundada en la ciencia y la técnica cultivadas en beneficio de la humanidad. Ciertamente debe reconocerse que tal utopía, según Bacon, debía estar fundada en la familia y en los valores cívicos; por tanto, su fe en el progreso no era una fe absoluta. Sin embargo, Bacon ya había sembrado una nueva fe y una nueva esperanza, uno de cuyos ejemplos paradigmáticos sería el positivismo de Comte.

Pero la verdad cae por su propio peso. Los siglos posteriores se encargaron de evidenciar que “el progreso técnico multiplica las capacidades humanas. Sin embargo, también puede multiplicar el mal y destruir a la humanidad” (SS, n. 18). Esa ambivalencia muestra la debilidad del progreso técnico. “La razón instrumental es capaz de grandes cosas, pero no responde a las preguntas más esenciales del hombre: ¿quién soy?, ¿qué debo hacer?” (SS, n. 18). La voz de Benedicto que denuncia la insuficiencia de la razón instrumental no es la única voz crítica. La Escuela de Frankfurt también lo es (Gad, 2014), aunque con profundas diferencias (SS, n. 42).

En todo caso, es indudable que la primacía de la razón instrumental y el abuso del método analítico han restringido el conocimiento. Con su pretensión de dar una explicación exclusivamente mecánica, esta forma de cientificismo despoja a la naturaleza su sentido teleológico, pues la finalidad escapa al discurso matemático (Grondin, 2007, p. 72). Sin una finalidad unificadora, estalla la fragmentación de la visión del mundo. El hombre moderno comenzó a considerar su entorno únicamente como un espacio material para dominar, en lugar de entenderlo como un lugar con sentido y finalidad.

¿Para qué, entonces, el dominio científico y tecnológico del mundo? Para el bien humano. “Como dominador del mundo, el hombre hace posible, a la vez, el perfeccionamiento del mundo y su propio perfeccionamiento” (Polo, 1996, p. 91). Pero si el cultivo del mundo, esto es, el progreso científico y tecnológico, no contribuye al crecimiento humano, es decir, a la cultura, se pervierte ese mismo progreso y se torna amenaza, como explica Benedicto:

Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior…, no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo

(SS, n. 22).

¿De qué sirve contar con múltiples bienes técnicos si éstos no contribuyen al bien integral del ser humano, al bien del hombre en cuanto hombre? Dicho gráficamente: ¿de qué serviría usar la energía atómica si no fuera para contribuir a la salud? serviría para la destrucción de ciudades enteras. La pérdida de sentido en el ámbito del conocimiento científico redunda en desorientación vital. Y una vida humana sin sentido es una vida sin esperanza.

¿Por qué el progreso científico y tecnológico moderno se ha desvinculado del crecimiento humano? Benedicto señala dos conceptos centrales de la modernidad: la razón y la libertad. Ambos conceptos, “en contraste con la fe … llevan en sí mismos un potencial revolucionario de enorme fuerza explosiva” (SS n. 18).

La razón moderna se ha puesto al servicio de fines utilitaristas y hedonistas. Así, se oscurece la autenticidad de la dignidad de la razón pues ya no busca la verdad, sino se limita a conseguir certeza subjetiva o utilidad práctica (FR, n. 47). Se pierde, por tanto, la verdad como “criterio de discernimiento por excelencia, en cuanto recoge la pregunta principal que el ser humano debe responder: cuál es el sentido de su vida y hacia dónde quiere orientarse” (Schultz, 2024, p. 557). Sin trascendencia, el espíritu humano se encierra dentro de los límites de su propia inmanencia (FR, n. 81).

La libertad moderna ya no se entiende como capacidad de crecimiento humano sino como principio absoluto, cuya versión última será una libertad emancipada, primero de Dios y después de los demás y de todo lo que no aparezca como límite no establecido de modo autónomo (Burkhart-López, 2011, p. 469).

La conjunción de la razón puramente instrumental y la libertad emancipada y autónoma, desembocó en confianza en las promesas de un programa político que garantizara una y otra. La Revolución Francesa y la Revolución proletaria (uno de cuyos hitos fue la Segunda Internacional, fundada precisamente un siglo después, en 1889) se planteaban servir al progreso científico y liberar a los oprimidos. Su fórmula: la toma del poder político, la socialización de los medios de producción y la expropiación de la clase dominante. Las críticas desde el tradicionalismo, como las de Louis de Bonald, mostraron ser certeras al cabo de las décadas revolucionarias. La historia mostró el auténtico rostro de las utopías: los totalitarismos en todo el mundo.

Las condiciones económicas favorables no dotan de sentido a la vida humana. El materialismo implica una concepción un tanto ingenua de la persona humana pues olvidó que el hombre es siempre hombre y que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal (SS, n. 19-21). Al cabo de los siglos se ha comprobado que ni el progreso científico ni las transformaciones sociales han logrado colmar el anhelo más profundo del ser humano.

La respuesta cristiana a esta búsqueda radica en el amor de Dios, un amor que supera las limitaciones humanas y perdura más allá de las circunstancias. Cuando el hombre experimenta el amor, éste da un nuevo sentido a su existencia. Ante la fragilidad del amor humano se impone la necesidad del amor incondicionado de Dios.

La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento»

(cf. Jn 13,1; 19,30) (SS, n. 26).

La esperanza cristiana contrasta con las esperanzas modernas centradas en el progreso material o en las utopías políticas; se fundamenta en la relación personal con Dios y en la promesa de la vida eterna. Esa unión con Dios tampoco es un mero consuelo individual, sino que impulsa a los cristianos a construir un mundo más justo y fraterno, inspirado en los valores del Evangelio.

2 La identidad moderna y sus malestares

Charles Taylor, en su análisis de la identidad moderna, nos proporciona un marco conceptual clave para comprender la transformación de la esperanza que en el lugar de Cristo colocó el progreso y las utopías políticas. La identidad de nuestra época puede abordarse desde lo que Taylor denomina “enfermedades, o malestares” de la modernidad: el individualismo, la primacía de la razón instrumental, la pérdida de la libertad política.

2.1 El individualismo: la pérdida de la esperanza compartida

La libertad entendida como el derecho a escoger el estilo de vida, seguir la propia conciencia o las convicciones personales, todo esto es uno de los mayores logros de la civilización moderna. Sin embargo, también es una espada de doble filo. Enemistada con lo social, lo familiar y lo tradicional, degenera en libertad meramente individual.

Muy pocos desean renunciar a este logro. En realidad, muchos piensan que está aún incompleto, que las disposiciones económicas, los modelos de vida familiar o las nociones tradicionales de jerarquía todavía restringen demasiado nuestra libertad de ser nosotros mismos

(Taylor, 1994, p. 38).

Liberarse de los horizontes morales, de cualquier referencia a lo trascendente, de los vínculos sociales y familiares, ¿mejora la propia vida? La oposición entre libertad y vinculación personal se expresa gráficamente en el popular lema liberal moderno de “mi libertad termina donde comienza la de los demás”. Sin embargo, libertad personal no significa libertad solipsista. La vinculación por amor es completamente libre. Los vínculos personales pueden ser lazos liberadores: el amante es un “esclavo” voluntario de su amado.

También la distinción entre “libertad de” y “libertad para” clarifica el asunto. Liberarse de cadenas (“libertad de”) encuentra su sentido en aquello a lo que se orienta la libertad (“libertad para”). En otras palabras, la pura liberación de las restricciones se queda a mitad de camino porque, una vez conquistada, se topa con un vacío: la ausencia del sentido de la vida.

Si a esto se une el rechazo de Dios, el “desencantamiento” del mundo, el sujeto moderno se encuentra desorientado y carente de un marco de referencia estable. La pérdida de estos horizontes de sentido, que antes proporcionaban un significado más profundo a la vida, ha llevado a la fragmentación de la experiencia humana y a la sensación de vacío existencial. Así, la libertad pierde orientación. El sujeto independiente no forma parte de un orden superior, previamente recibido; por tanto, no está obligado a sujetarse a él (Taylor, 1994, p. 38-39).

Como consecuencia de esto, cambia también la relación del sujeto con el mundo que le rodea. El mundo no es algo inteligible en el sentido de que hay en él algo que descubrir; las cosas son más bien objetos que pueden ser usados en función del interés del sujeto. Correlativamente, el conocimiento no es contemplación, descubrimiento del orden o de la armonía del universo, de su inteligibilidad; la razón ya no se entiende como contemplativa, sino como instrumental

(Llamas, 2001, p. 30).

Taylor advierte que, al perder los horizontes de sentido y finalidad más elevados, el hombre se centra en su vida individual. Así, es inevitable la fragmentación social. La búsqueda excesiva de autonomía ha derivado en narcisismo, permisivismo y relativismo, limitando la conexión con los demás y dificultando la construcción de un sentido compartido. Esta visión individualista ha fragmentado los lazos sociales y la construcción de proyectos colectivos que puedan dar sentido y esperanza a la sociedad (Taylor, 1994, p. 39-40). El sucedáneo de una vida plena es, por ejemplo, el consumismo, “los consumidores no tienen esperanzas. Lo único que tienen son deseos y necesidades” (Byung-Chul, 2024, p. 39). La desesperación acecha al individuo en soledad.

2.2 La primacía de la razón instrumental: la pérdida de la esperanza contemplativa

El segundo malestar de la modernidad, para Taylor es la primacía de la razón instrumental. Taylor coincide con Benedicto y la Escuela de Frankfurt en señalar los límites de este tipo de razón. Comencemos por la definición:

Por razón instrumental entiendo la clase de racionalidad de la que nos servimos cuando calculamos la aplicación más económica de los medios a un fin dado. La eficiencia máxima, la mejor relación coste rendimiento, es su medida del éxito

(Taylor, 1994, p. 40).

La función instrumental no es el único uso de la razón; también tiene un uso teórico, contemplativo. Reducirla a un medio para la obtención de fines utilitarios empobrece a la humanidad. La tendencia a usarla solo para la eficiencia y la productividad ha socavado nuestra capacidad de encontrar significado en la vida y ha limitado nuestra comprensión de la realidad.

En una sociedad donde las estructuras y las instituciones se manejan con criterios de tipo tecnológico-industrial se da un peso desmedido a la razón instrumental. El interés por el máximo rendimiento puede llegar a eclipsar los fines que deberían guiar nuestras vidas, tanto en el orden personal como en el social. El orden trascendente se difumina, y esa pérdida se justifica como desmitificación del mundo. Pero la vida sobrenatural no es un mito, la fe es razonable.

Además, si la razón instrumental rige el trato con las criaturas, éstas solo son consideradas materias primas o instrumentos. Se pierde el respeto a la creación. La etimología de respectus es significativa: miramiento, consideración. La reducción de la razón a su uso instrumental ha debilitado la dimensión contemplativa y espiritual del ser humano. No se espera algo más grande que los propios productos. El ser humano solo cuenta con su propia capacidad de dominio. Ha perdido la dimensión contemplativa de la esperanza.

2.3 La pérdida de la libertad política: disolución de la persona en el sistema

El individualismo y la razón reducida a su uso instrumental desembocan en el tercer malestar de la modernidad: la pérdida de libertad política.

Sin duda, los avances tecnológicos son grandes beneficios, pero en ocasiones ha debido pagarse un precio muy alto: daños graves en la naturaleza, la sensación de sentirse y saberse oprimidos por mecanismos impersonales e incluso ser llevados a tomar decisiones en contra de los propios valores. La fuerza de la razón instrumental que mueve a tomar decisiones en un cierto sentido es una manifestación de la pérdida de esa libertad, por la que tanto se ha luchado.

La pérdida de libertad política no solo afecta a la esfera individual, sino que también tiene profundas implicaciones sociales. Al priorizar los intereses individuales por encima del bien común, se debilita la cohesión social y se dificulta la construcción de una sociedad más justa y equitativa. La ausencia de una visión compartida del bien común limita la capacidad de los ciudadanos para participar activamente en la vida política y forjar un futuro mejor. Las organizaciones civiles pierden protagonismo frente a los dos polos de la sociedad moderna: el gigante estatal y los individuos aislados.

Los tres malestares de la modernidad, a saber, el individualismo, la primacía de la razón instrumental, y la pérdida de libertad política, en lo personal y en lo social, coinciden en marchitar la capacidad humana de abrirse con esperanza al futuro, al futuro temporal y a la vida futura. El oscurecimiento de la eternidad empobrece la vida actual.

3. La moral: de la norma al bien

Frente a la tendencia moderna a concebir al individuo como un ser autónomo y desvinculado de cualquier marco moral, Taylor propone reconocer la importancia de los bienes en la construcción de nuestra identidad. Al otorgar un sentido y un propósito a nuestras acciones, estos bienes nos orientan hacia una vida buena y significativa (García, 2012, p. 80). Definimos nuestra identidad según nuestro espacio moral.

A partir de la modernidad, “gran parte de la filosofía moral … se ha centrado más en definir el contenido de la obligación en lugar de la naturaleza de la vida buena” (Taylor, 2006, p. 19). Este reclamo de Taylor recuerda la argumentación del célebre ensayo de Anscombe, que también buscaba revitalizar la filosofía moral moderna llamando la atención sobre la necesidad de conocer al ser humano y el bien que le es propio: la virtud (Anscombe, 1958).

La razón instrumental, al priorizar la eficiencia y la utilidad, reduce la ética a un conjunto de reglas y normas que deben seguirse para alcanzar determinados fines. Sin embargo, Taylor sostiene que una ética auténtica debe ir más allá del cumplimiento de normas y buscar comprender la naturaleza del bien en sí mismo. Una moral legalista deja poco espacio para conocer aquello que dota de significado a nuestras acciones. Conocer la bondad o maldad de las acciones explica su respectiva obligatoriedad o prohibición. De aquí la necesidad de recuperar las cuestiones morales y su respectiva riqueza (Taylor, 2006, p. 19-20).

Nuestras reacciones morales no son meras respuestas instintivas, sino que revelan una capacidad humana fundamental para distinguir entre diferentes tipos de bienes y valorar unos por encima de otros: esa “valoración fuerte” es la base de nuestra vida moral y nos permite conducirnos hacia lo que consideramos bueno (Taylor, 2006, p. 42). La jerarquía de bienes es antigua: Aristóteles desarrolló su ética a partir del “bien supremo”, aludido por Taylor.

La ontología moral respalda las respuestas morales porque confiere un marco referencial que permite articularlas según su sentido. Así, identificamos algunas acciones o determinados modos de vida como incomparablemente mejores que otros. Más aún, hay fines y bienes que son independientes de nuestros deseos e inclinaciones y que no solamente los presentan como más deseables, sino que funcionan como fuente de valoración. Nuestra identidad, por tanto, puede definirse en función de los bienes que consideramos significativos.

Saber quién eres es estar orientado en el espacio moral, un espacio en el que se plantean cuestiones acerca del bien o del mal; acerca de lo que merece la pena hacer o no, de lo que tiene significado o importancia y lo que es banal y secundario

(Taylor, 2006, p. 53).

Nuestra identidad no es fija y aislada, sino que se construye a través de nuestras relaciones con los demás y de nuestra búsqueda del bien. Perderlo de vista nos privaría de un elemento fundamental de nuestra humanidad y nos arriesgaríamos a caer en una forma de existencia vacía. En contraposición a la concepción individualista y atomizada del yo moderno, Taylor propone una visión de la identidad como un proyecto en constante construcción, arraigado en nuestras relaciones con los demás y en nuestra búsqueda del bien más elevado. Los bienes que guían nuestro espíritu son también los que definen nuestras vidas.

Esta búsqueda del bien nos proporciona un sentido de propósito y nos conduce hacia una vida plena y significativa (Taylor, 2006, p. 82-83). En esta línea, la bula de convocación al Año Jubilar 2025 despliega un amplio elenco de situaciones humanas en las que es posible hacer el bien, es decir, desarrollar “signos de esperanza”: las relaciones internacionales, la transmisión de la vida, las condiciones de penuria de prisioneros, migrantes, enfermos, ancianos e, incluso, jóvenes (SNC, n. 7-15). Llegados a este punto no está de más señalar la particular necesidad de trabajar por el bien en un contexto social como el de Latinoamérica. En todo caso, la vida como búsqueda esperanzada se caracteriza por una firme disposición hacia el más alto bien humano.

Desde una perspectiva más amplia, Dios, máximo bien, es la fuente de la moral. Lo es en la medida en que se le reconozca como directriz última de la acción. Ese reconocimiento es constituyente de la propia identidad. Taylor recupera el bien, rehabilita las fuentes morales olvidadas por el pensamiento moderno.

Taylor ha percibido claramente el papel que tiene la ética en la constitución de la propia identidad (Llano, 2007a, p. 107). Pero si la identidad no se define conforme horizontes valorativos fundamentados en parámetros objetivos que confieren significado, entonces la ética se sitúa en el ámbito de los efectos propios del carácter instrumental de la razón con su concepción individualista del yo moderno. Así, se distingue una identidad con sentido, abierta a la esperanza; de otra, encerrada en el yo, con más tintes de desesperación.

3.1 La centralidad del bien

La dirección hacia fines específicos revela la importancia de los bienes en la configuración de nuestra identidad. “La teleología de la acción y su carácter significativo otorgan al bien un papel primordial en el modo humano de estar en el mundo” (Llamas, 2001, p. 99).

Los bienes que perseguimos no proceden solamente de la capacidad de cumplir los propios deseos, sino también pueden responder a la capacidad de otorgar (Polo, 1998). Hay un bien más grande que aquellos con los que se satisfacen necesidades: el de la donación personal. Hay una esperanza superior a cualquier expectativa particular. La acción orientada a la donación personal apunta a ese bien, y confiere una identidad plena de esperanza.

El bien que uno busca, habla de la persona que uno es. En efecto, la concepción del bien está inserta en la perspectiva de la primera persona pues, al articular y explicitar nuestra experiencia como sujetos agentes, podemos descubrir la propia identidad, reconocernos como actores de nuestras acciones y comprender con mayor profundidad nuestras elecciones (Abbá, 1995, p. 235).

Para Taylor el bien está vinculado a la identidad y al significado que otorgamos a nuestras vidas. Esto implica que la buena decisión no es simplemente una elección racional basada en principios universales, sino que tiene que ver con la interpretación de los valores y los fines últimos que una persona y una comunidad consideran importantes. De aquí que no se puede definir el bien de forma aislada, sino en función de los contextos culturales, históricos y de narrativas compartidas. La interpretación que hacemos de los bienes es un proceso dinámico y creativo que se ve influenciado por nuestra historia personal, nuestras relaciones sociales y las narrativas culturales que compartimos. Esta interpretación es fundamental para construir nuestra identidad y orientar nuestras acciones. A un bien más alto, corresponde una esperanza más grande.

3.2 Recuperación del bien, recuperación de la esperanza

En el contexto de un desencantamiento del mundo, el descubrimiento de Dios abre la puerta al sentido de lo sagrado:

Ante la pregunta ¿qué me cabe esperar? Es el propio Kant el que responde que en la religión. Y la religión siempre tiene la esperanza de alcanzar la felicidad. La felicidad tiene mucho que ver con el sentido de la vida, con una visión de la propia existencia que implica la capacidad de encontrarme a mí mismo, de ser auténtico, de crecer humanamente. Si mi vida no tiene sentido, o no puedo llegar a conocerlo, poca esperanza me cabe

(Llano, 2007b, p. 22).

La existencia de un bien último sobrenatural confiere sentido a la libertad: un sentido más profundo, orientado hacia la realización de un proyecto de vida que va más allá del éxito técnico, de los intereses individuales y, en definitiva, que supera la existencia terrena. Esta perspectiva abre las puertas a la esperanza, al permitirnos vislumbrar un futuro eterno.

La esperanza cristiana no se reduce a una simple expectativa, pues lo que se espera es un regalo, un don que, para ser recibido, exige una disposición. Es un cierto ya poseer. Es virtud teologal: orientada a Dios. Las tres virtudes teologales nos ofrecen, cada una, una manera de poseer a Dios: la fe como Verdad, la caridad como Bien y la esperanza como Salvación (Candiard, 2021, p. 36).

La libertad del cristiano es una libertad redimida: orientada a la salvación y a la vida eterna. La esperanza confiere certeza en las promesas de Dios. Más que una simple expectativa de algo futuro, es vista como una virtud que dinamiza al ser humano hacia su perfección en Dios, guiando su libertad y proyectándolo más allá de las limitaciones del tiempo hacia su fin último, que es la vida eterna.

La esperanza es un ancla que nos arraiga en el presente, pero que también nos permite proyectarnos hacia el futuro, incluso un futuro de dimensiones eternas (SNC, n. 18-25). La etimología latina que le atribuye Isidoro es ilustrativa:

Esperanza (spes) es llamada así como el pie para caminar, como si dijéramos "es pie" (est pes). Su contrario, es la desesperación, pues allí donde faltan los pies no hay posibilidad alguna de andar

(Isidoro de Sevilla, Etim. VIII, tit. 2, par. 5)2.

Es una fuerza que nos impulsa a seguir adelante, incluso en los momentos más difíciles, y nos permite construir un mundo más justo y humano. Su carácter activo está registrado ya desde el Antiguo Testamento (Bojorge, 1971).

El sentido de la vida no es algo que se encuentra en un futuro relegado a un momento posterior, sino algo que se encuentra también detrás de ella, que la empuja de alguna manera. “La esperanza es el armazón de la existencia del ser humano en el tiempo” (Polo, 1988, p. 157). Un armazón que sostiene el esfuerzo por el bien, como lo expresa una de las tantas víctimas de los totalitarismos del siglo XX: Václav Havel (1990, 219ss apud Byung-Chul, 2024, p. 81-83). Sus palabras son el broche de oro de este estudio:

La esperanza… es un estado espiritual… una dimensión anímica… No es un pronóstico… es una orientación para el espíritu… para el corazón… En este sentido profundo y estricto, no tiene la medida de nuestra alegría por la buena marcha de las cosas ni la de nuestras ganas de invertir en empresas prometedoras de éxito inmediato, sino más bien la medida de nuestra capacidad de esforzarnos por algo simplemente porque es bueno, y no porque su éxito esté garantizado. Cuanto más adversa sea la situación en la que conservamos nuestra esperanza, tanto más profunda será esta… la única capaz de mantenernos a flote en medio de todas las adversidades y de alentarnos a hacer buenos actos, y la única fuente genuina de la grandeza del espíritu humano…

Conclusiones

La transformación de la esperanza en el mundo moderno consistió en su secularización. La aceleración del progreso científico y tecnológico en los últimos siglos parecía prometer la restauración del dominio sobre el mundo perdido a causa del pecado original. Las expectativas puestas en tal progreso dieron lugar a las grandes utopías sociales. Sin embargo, tal promesa abrió una falsa esperanza. El progreso fue incapaz de reparar el daño provocado por el pecado. La esperanza se esfuma cuando se constata la ausencia del bien.

Los malestares de la modernidad señalados por Taylor indican también una pérdida de esperanza. En primer lugar, el individualismo arraigado en la libertad autónoma supone la pérdida de la esperanza compartida. No caben proyectos comunes si los demás son considerados un límite a la expansión de la propia libertad. La libertad solipsista, típicamente moderna, agosta la esperanza, la confina a los límites de la propia soledad.

Por su parte, la primacía de la razón instrumental terminó por excluir la dimensión contemplativa de la esperanza. El paradigma matemático y la visión mecanicista del universo atrajeron de tal modo la atención que poco interés quedó para atender al sentido profundo de la creación. Se perdió de vista la teleología del universo, su sentido trascendente y, en definitiva, a su Creador. Ante el poderío tecnológico de la modernidad, resultó superfluo el culto a Dios. El hombre moderno quedó abocado a su acción. Así no se abre a algo más grande que sí mismo. La soledad del hombre ante su propia acción es, también, desesperación.

Finalmente, ejercer la libertad en una sociedad organizada según un mecanismo impersonal resultó problemático. Su resultado fue un sentimiento de opresión ante el gigante estatal. Sin visión compartida de la vida las organizaciones civiles se debilitan frente a los dos polos sociales: el Estado y el individuo aislado. ¿Qué esperanza cabe en este individuo? Uno de los refugios fue el consumismo individualista.

Pese a todo, hay una alternativa al paradigma moderno. Si recuperamos la dimensión contemplativa de la razón, se abre el camino al bien moral. El cultivo del mundo (el “progreso”) puede convertirse en espacio para el cultivo de lo más propio del ser humano: su crecimiento moral, personal y social, en una palabra: en cultura. Orientados a su sentido profundo, el cultivo del cosmos y la cultura humana, se podrían elevar al culto de Dios, en una relación personal. La esperanza es, así, espera de la respuesta divina. Mejor dicho, la esperanza humana, cristiana, es respuesta a la iniciativa divina.

Por su parte, si la libertad abandona su posición individualista y busca su sentido en el bien más alto, según el camino de las valoraciones fuertes, podrá abrirse a la donación personal. Una donación abierta, por una parte, a los proyectos comunitarios de largo alcance en este mundo; y en un sentido más profundo, abierta a la esperanza de la vida eterna en Dios, el bien supremo.

    Siglas
  • GS  Constitución pastoral Gaudium et spes (1965)
  • FR  Carta encíclica Fides et ratio (Juan Pablo II, 1998)
  • SS  Carta encíclica Spe salvi (Benedicto XVI, 2007)
  • SNC  Bula Spes non confundit (Francisco, 2024)
  • 1
    Texto original: “Homo enim per lapsum simul et innocentia et dominio in creaturas dejectus est; at utrumque, licet non plene, tamen in hac vita aliqua ex parte restitui potest; prior per religionem et fidem, posterius per artes et scientias.”
  • 2
    L. VIII De Ecclesia et Sectis, tit. II. De Religione et Fide [5] “Spes vocata quod sit pes progrediendi, quasi ‘est pes.’ Vnde et e contrario desperatio. Deest enim ibi pes, nullaque progrediendi facultas est; quia dum quisque peccatum amat, futuram gloriam non sperat.”

Referencias

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Editado por

  • Editores
    Márcia Eloi Rodrigues y Franklin Alves Pereira.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    22 Set 2025
  • Fecha del número
    2025

Histórico

  • Recibido
    20 Mayo 2025
  • Acepto
    30 Jun 2025
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