RESUMEN
En este artículo, presento el testimonio del pueblo indígena de la Sierra Tarahumara, en Chihuahua, México, a partir de una entrevista con el padre Enrique Mireles, sacerdote jesuita y director del Complejo Asistencial Clínica Santa Teresita (CACSTAC), una labor comenzada por el padre Luis Verplancken, S.J. en 1963. Basándome en la entrevista con el sacerdote, discutiré las similitudes entre la moral cristiana y la práctica Rarámuri, con la finalidad de proponer el concepto de kórima como una manera de comprender y enseñar la Caridad, elemento central de la teología cristiana-Rarámuri. Para ello, acudiré también a la formulación del filósofo escocés Alasdair MacIntyre, específicamente a lo presentado en su obra Animales racionales y dependientes (1999), y su incorporación del concepto Lakota wancantognaka como referente de la virtud de la justa generosidad.
PALABRAS CLAVE
Cristianismo indígena; Kórima; Wancantognaka; Justa generosidad
ABSTRACT
In this article, I present the testimony of the indigenous people of the Sierra Tarahumara, in Chihuahua, Mexico. My analysis is informed by an interview with Father Enrique Mireles, a Jesuit priest and director of the Complejo Asistencial Clínica Santa Teresita (CACSTAC), a work begun by Father Luis Verplancken, S.J. in 1963. Based on the interview with the priest, I will discuss the similarities between Christian morality and Raramuri practice, to propose the concept of korima as a way of understanding and teaching Charity, a central element of Christian-Raramuri theology. To this end, I will also turn to the formulation of the Scottish philosopher Alasdair MacIntyre, specifically to what is presented in his work Dependent rational animals (1999), and his incorporation of the Lakota culture as a referent of the virtue of just generosity.
KEYWORDS
Indigenous Christianity; Kórima; Wancantognaka; Just generosity
Introducción
En el corazón de la Sierra Tarahumara, se desarrolla una profunda interacción entre las tradiciones indígenas y los valores cristianos. Durante más de medio siglo, los misioneros jesuitas han trabajado junto al pueblo Rarámuri, fomentando una mezcla peculiar de culturas. Central a esta relación está el concepto de kórima, una práctica Rarámuri de compartir recursos y ayuda mutua. Este trabajo explora cómo la comprensión cristiana de la caridad, difundida en la Tarahumara por los misioneros jesuitas, se ha intersectado con el concepto indígena de kórima, lo que ha generado un poderoso modelo de justicia social y solidaridad humana. Al examinar la vida y obra de los misioneros jesuitas, y el testimonio recogido de la entrevista realizada al Padre Enrique Mireles, director del Complejo Asistencial Clínica Santa Teresita, CACSTAC, profundizaremos en las formas en que este diálogo cosmovisivo ha enriquecido tanto la teología y espiritualidad cristiana como la indígena, ofreciendo, en última instancia, una visión convincente de un mundo más justo y compasivo.
Asimismo, además de la exposición teórica en torno a dichos conceptos, busco con este trabajo difundir la labor y testimonio de las actuales misiones jesuitas en la Sierra Tarahumara, presentándolo como una muestra de caridad cristiana y de una labor que ha respetado las tradiciones y valores indígenas, y se ha enriquecido con ellas.
1 El otro como medida de nuestra exigencia.
Señala el padre Mireles (2023)1:
Nos mueve este cariño tan grande por el pueblo Tarahumara, nos mueve el amor a Jesucristo, presente en este pueblo que se revela de manera tan sencilla; nos mueve el Evangelio, nuestra vocación es ésta: jesuitas en compañía en la Sierra Tarahumara—me dice con emoción y sinceridad el padre Enrique Mireles, sacerdote de la Compañía de Jesús, quien lleva más de una década dedicando su vida, junto con sus hermanos jesuitas y las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, a la atención de los indígenas que habitan una región llena de belleza, pero también de abandono y marginación.
Recientemente, se ha hecho público que la labor misionero en la Tarahumara no está exenta de peligros: el asesinato de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín César Mora Salazar, cariñosamente apodados “el Gallo” y “el Morita”, respectivamente, sucedido el 22 de junio de 2022, ha indignado no sólo a la comunidad católica, sino a todos quienes reconocemos en la ayuda a los más necesitados la fiel imagen del ministerio de Cristo. Me cuenta con tristeza: “Son mis hermanos jesuitas, el padre Gallo era mi superior aquí en la misión, y Joaquín también, mi hermano jesuita de comunidad. Aunque vivimos en tres casas diferentes, aquí en la Tarahumara, formamos una sola comunidad con un solo superior, en este caso, el Gallo”.
El padre Enrique Mireles es director del Complejo Asistencial Clínica Santa Teresita A.C., CACSTAC, una obra jesuita comenzada por el padre Luis Verplancken en 19632, que con el trabajo de colaboradores laicos y religiosos, ha pasado de ser un pequeño local provisional donde se coordinaban acciones para combatir la desnutrición y las carencias de servicios en Creel, Chihuahua3, a una institución sólida que manifiesta el espíritu cristiano a través de la atención integral a las necesidades físicas y espirituales de la población de esa región de la Sierra Tarahumara.
Para comprender el trabajo de los jesuitas en la Tarahumara, es necesaria una aproximación al concepto cristiano de Caridad, y vincularlo con una tradición moral secular indígena, sin despojarlo de su contenido teológico. Una noción es fundamental para concebir un amor de esta naturaleza: quien ama no debe hacerlo para satisfacer su propio deseo de bondad, para hacerse una imagen de sí mismo favorable con sus propios criterios de santidad, sino que la medida del amor es siempre la necesidad del amado, y éste es, como dijo Lévinas, absolutamente otro (Lévinas, 1988, p. 29). El padre Mireles lo expresa así: “Apostamos por su cultura, no queremos que cambie esa cultura, que se pierda aquello valioso, los valores Rarámuri que nos han enseñado, que principalmente son la comunidad, la libertad, el compartir”. Y luego dice un término que, para muchos, es la piedra angular de la filosofía social Rarámuri: kórima.
De manera que, en adelante, buscaré presentar algunas nociones de la filosofía social Rarámuri y el modo en que los misioneros jesuitas han dialogado con ella, con un profundo espíritu de auténtico catolicismo. Sostengo que la cristianización de las tradiciones indígenas, y la indigenización de las prácticas cristianas, constituyen una rica epistemología de las más profundas verdades teológicas del cristianismo. Ello por, al menos, tres motivos: primero, porque los principios cosmovisivos que sustentan algunas de las tradiciones Rarámuri más importantes, entre ellas la práctica de la kórima, tienen claras coincidencias con los fundamentos cristianos de la caridad; segundo, porque, siguiendo al apóstol Santiago, sostengo que la fe no se transmite a través de catecismos y lecciones (sin negar la utilidad de estos), sino fundamentalmente a través de las obras (Sant 2,18). La tercera razón es la consecuencia de éstas dos primeras: las tradiciones indígenas pueden constituir un vehículo eficaz para transmitir verdades teológicas profundas acompañadas de prácticas modeladas por esas mismas verdades.
Por todo ello, haré énfasis en la noción de kórima, para proponerla como una vivencia que, en un plano secular – como he sostenido – se acerca al principio cristiano de caridad y que, aun tratándose de una idea tan ancestral como la misma cultura Rarámuri, es suficientemente poderosa para inspirar una heroica y revolucionaria práctica de las virtudes de la generosidad y la justicia, en la que éstas no sean comprendidas como incompatibles u opuestas, sino como dos lados de una misma moneda. Para ello, en las siguientes líneas, acudiré, de manera sintética, a la revisión que hace Alasdair MacIntyre acerca de las virtudes de la justicia y la generosidad, pues este autor adopta una postura que, como se verá, es bastante coincidente con el pensamiento Rarámuri, al sugerir como centro de las relaciones sociales lo que él denomina virtud de la justa generosidad (Macintyre, 2001, p. 141-152). Otra razón para elegir a este autor es su apropiación de conceptos indígenas – en su caso, Lakotas – que permiten ampliar el análisis de la relación entre conceptos indígenas, occidentales y cristianos. Lo anterior, con la finalidad de presentar el pensamiento Rarámuri como un potencial inspirador de sujetos que, en la vida cotidiana, sean capaces de reconocerse urgidos de ayudar y necesitados de ayuda, y, por tanto, como un activo epistemológico en la comprensión y enseñanza de las principales verdades teológicas cristianas-Rarámuri y que puede, además, vincularse con la tradición moral occidental.
2 De la ética de las virtudes a la kórima.
Dice el padre Mireles (2023):
Algunos lo traducen mal, como “limosna” – explica el padre Mireles sobre la kórima –cuando en realidad se trata de compartir sabiendo que yo me encontraré después en una situación similar. Comparto y, después, cuando yo ande por allá en los cerros, otros rarámuris diferentes, que no son a los que yo compartí, me van a compartir a mí y no me van a dejar morir, porque soy un ser humano y tengo derecho a alimento, a tener un lugarcito donde me pueda quedar.
En la kórima encontramos una concepción de la solidaridad y la reciprocidad que va mucho más allá de la caridad o la limosna. No se trata de un acto aislado de dar, sino de una red de interdependencia que se teje a lo largo del tiempo y el espacio. Compartir, según los Rarámuris, no es una opción, sino una obligación moral arraigada en la comprensión de la condición humana. El que hoy da, mañana puede ser el que necesite recibir. La visión cíclica de la vida y de las relaciones, subyacente en esta práctica, genera un sentido profundo de comunidad y empatía. Al compartir, los Rarámuris no sólo satisfacen una necesidad inmediata, sino que reafirman los lazos que los unen como pueblo y garantizan la supervivencia de todos sus miembros, es decir, reconocen su interdependencia con el entorno y con los demás seres humanos. Esta práctica, cargada de simbolismo y significado, nos invita a explorar las intersecciones entre las culturas indígenas y las grandes corrientes filosóficas y culturales occidentales.
Para establecer este vínculo entro lo indígena y lo occidental clásico, resulta natural acudir a la ética aristotélica. Dos virtudes clásicas son fundamentales para este análisis: la justicia y la generosidad, para posteriormente vincularlas con la práctica de la kórima y, después, con la caridad cristiana. Para ello, más que hacer una revisión del modo en que Aristóteles, o la tradición aristotélica, entiende la generosidad y su relación con la justicia, es preciso argumentar que la tradición Rarámuri tiene una particular comprensión de la justicia que se asemeja en algunos aspectos a la idea cristiana de caridad, y que se ha ido cristianizando como consecuencia de la labor jesuita en la Tarahumara. Considero que, para esta indagación, es útil acudir, como un punto intermedio entre lo clásico, lo cristiano y lo indígena, a la caracterización hecha por MacIntyre, quien utiliza también algunas nociones indígenas para ejemplificar su comprensión de estas virtudes (justicia y generosidad) en un replanteamiento de la ética aristotélica. Una vez que se presente esta noción revisada de la ética de la virtud, y sus paralelismos con prácticas indígenas específicas, la vincularé con la caridad cristiana. De modo que trazaré un camino que va de la filosofía occidental clásica a una revisión de ésta desde la óptica indígena para terminar en una síntesis cristiana.
Si intentáramos trazar una línea que conecte la tradición Rarámuri del kórima con la ética clásica de las virtudes, la primera cuestión a resolver sería si, de acuerdo con el pensamiento aristotélico, es posible la práctica de la virtud de la generosidad en una situación en la que el sujeto tiene obligación de compartir. Para responder esta pregunta, partiré de lo escrito por MacIntyre quien, en Animales racionales y dependientes, con el propósito de argumentar sobre la necesidad que el ser humano tiene de las virtudes, razona la necesidad de romper la aparente dicotomía entre justicia y generosidad en favor de una nueva virtud: la justa generosidad, la cual, según argumentaré más adelante, podría enmarcarse sin mayores complicaciones en la cosmovisión Rarámuri. Dice MacIntyre (2001, p. 142):
[…] si buscásemos una palabra que definiera la virtud principal de las relaciones de reciprocidad, nos daríamos cuenta de que ni «generosidad» ni «justicia», tal y como son comúnmente entendidas, son del todo adecuadas, puesto que según la mayoría de las interpretaciones es posible ser generoso sin ser justo y ser justo sin ser generoso.
Conviene revisar lo dicho por el propio Aristóteles en la Ética Nicomáquea, donde la virtud de la eleutheriótes, que ha sido frecuentemente traducida como liberalidad, o incluso generosidad, implica el ser generoso con quien se debe (Ética Nicomáquea 1120a 15). Aunque nuestra primera impresión pudiera ser que Aristóteles plantea la obligación de dar, parece que dejara al criterio del mismo hombre virtuoso quién es aquel a quien debe darse. A mi parecer, lo problemático de esta postura, y donde se separa de tajo la generosidad, o liberalidad, de la justicia, es el hecho de afirmar una autonomía de la generosidad, en donde el virtuoso, precisamente por su calidad de hombre libre, da cuanto quiere, como quiere y a quien quiere, sabiendo, eso sí, juzgar correctamente al destinatario de sus dones.
Otro problema en donde la tradición de la ética de la virtud, al menos la aristotélica, parece diferir del pensamiento Rarámuri, es que afirma que hay mayor dignidad en dar que en recibir: Aristóteles afirma que la gratitud se tiene con quien da, no con quien recibe, y aquí es donde, de manera explícita – en mi apreciación –, el filósofo separa la justicia de la generosidad, al afirmar que a aquél que da se le reconoce por generoso, mientras a quien no toma lo que no le corresponde se le reconoce por ser justo (Ética Nicomáquea 1120a 15).
Dicho de otro modo, cuando Aristóteles ubica la virtud de la generosidad en el acto de dar, y la de la justicia en el de recibir, parece decir que no se puede ser verdaderamente tomado por hombre libre, y por tanto virtuoso, en tanto no se esté en capacidad de dar. Podemos, desde esta perspectiva, afirmar, como lo hace Tomás de Aquino, que, en todo caso, el justo, cuando da, lo hace porque es su deber, es decir, da lo que de origen no es suyo, mientras que el generoso da lo que es propio, y lo hace así sólo porque quiere (Suma Teológica II - IIae, q. 117 a. 5).
Observamos así dos dicotomías: por un lado – la que ya hemos referido – que distingue entre generosidad y justicia y, por el otro, la que distingue lo propio de lo ajeno. Si aceptamos tales divisiones, entonces resultará natural concluir que hay mayor dignidad en quien da que en quien recibe, y aceptaremos también que no se puede exigir a nadie el desprenderse de lo que le es propio para dárselo a alguien más, y que, si lo hace, será por un acto de generosidad. Aclaro que, desde luego, no es mi intención negar en modo alguno la propiedad privada, sino subrayar el hecho de que, en algunas cosmovisiones como la Rarámuri, la propiedad parece no ser absoluta, en tanto que no exime al propietario de la obligación de dar lo que le es legítimamente propio.
En esta perspectiva, MacIntyre, en su propia versión de las virtudes aristotélicas, plantea a la justa generosidad como la principal de las llamadas virtudes del reconocimiento de la dependencia. Este conjunto de virtudes, delineadas por el autor junto con las virtudes morales e intelectuales presentadas por Aristóteles (Macintyre, 1999, p. 119-128), habilita al ser humano para lograr un tipo de comportamiento que permita su florecimiento, en el entendido de que éste no es posible de forma absolutamente autónoma y aislada, sino que es siempre indispensable la participación de la comunidad. Así, el autor subdivide este grupo de virtudes en dos conjuntos: virtudes de dar y virtudes de recibir. Como puede verse, MacIntyre rompe con las dicotomías antes delineadas: primero, al incorporar la virtud de la justa generosidad, se sobrepone a la idea aristotélica de que el que da es generoso y el que recibe sólo es justo, y al señalar que, en algunas ocasiones, para ser justo es necesario ser generoso, se concluye que los bienes privados nunca son absolutamente propios y que siempre se tiene la obligación de ponerlos al servicio del florecimiento de otros.
Al escuchar las palabras del padre Mireles (“me van a compartir a mí y no me van a dejar morir, porque soy un ser humano y tengo derecho a alimento, a tener un lugarcito donde me pueda quedar”), es claro que existen paralelismos con la tradicional práctica de la kórima Rarámuri, pues no se trata ésta de una dádiva que el agente moral pueda o no hacer según se lo demande su propio arbitrio, sino que se trata de una auténtica obligación sustentada en la innegable realidad de que todo ser humano necesita de esa ayuda. Más aún, y como también ha recordado MacIntyre, todos hemos recibido ya los cuidados necesarios para nuestro propio florecimiento, y es positivamente imposible que cada persona haya retribuido a aquellos de quienes ha recibido: es decir, no hay manera de no estar en permanente deuda (Macintyre, 2001, p. 15-24). Pero hay un argumento más para señalar estos paralelismos, y es el hecho de que MacIntyre, para hacer su crítica de la ética aristotélica, haya recurrido también a una visión indígena, la tradición del wancantognaka de los Lakota, traducida como “la generosidad que un individuo debe a todos quienes también se la deben a él” (Macintyre, 2001, p. 142). Cuenta el autor:
Existe una expresión en lengua lakota, wancantognaka, que se acerca mucho más que cualquier expresión del inglés moderno; esa palabra lakota designa la virtud de los individuos que reconocen sus responsabilidades respecto a la familia inmediata, la familia ampliada y la tribu, y que expresan ese reconocimiento participando en actos ceremoniales en los que se hacen regalos sin medida: ceremonias de acción de gracias, de conmemoración y para conferir honor
(Macintyre, 2001, p. 142).
Este valor, wancantognaka, se encuentra en el corazón de la cultura Lakota, como testimonia al padre Mireles, quien pasó varios meses en las reservaciones indígenas Sioux4 en Dakota del Sur y comenta: “Me sentí muy identificado cuando estaba en Rosebud5, así como si estuviera aquí en Sisoguichi, en la casa en donde nació todo lo de la misión”.
Lydia Whirlwind Soldier, miembro de los Lakota Sicangu, mejor conocidos como la Tribu Sioux de Rosebud, narra algunos aspectos centrales de esta tradición, y el modo en que dan fundamento a una ancestral ética del cuidado:
Wancantognaka significa compartir no sólo bienes materiales, sino generosidad de corazón, consuelo y apoyo. La palabra inglesa más parecida es “generosity”. Mi bisabuela, Elizabeth C. Whirlwind Soldier, me decía a menudo: "La generosidad provoca una reacción. Lo que una persona hace afecta a mucha gente. Las acciones – buenas o malas – continúan y volverán al punto de partida”.
Cada vez que asisto a una de las muchas ceremonias Lakota, pienso en los ejemplos maravillosos y positivos de wancantognaka que damos a nuestros hijos. Los regalos forman parte de todas las ceremonias: wopila (acción de gracias), wokiksuye (conmemoración) o yuonihan (homenaje). Estas ceremonias reverberan el compromiso de cuidar y la ética de compartir, la generosidad de corazón de nuestros antepasados. Las personas de las tribus empleadas siguen compartiendo sus ventajas y beneficios con sus tiyospaye (familias extensas). Incluso las familias más pobres ahorran durante un año para acumular y fabricar artículos para regalar en memoria de su ser querido...
(Whirlwind Soldier, 1995).
De manera muy similar a la tradición Lakota, la kórima puede definirse como “la ayuda que todo tarahumara tiene derecho a solicitar de cualquier hermano de raza en mejor situación económica que él, cuando se encuentra en una necesidad grave” (De Velasco Rivero, 1987, p. 241). Del mismo modo que en la cultura Lakota, la tradición no se basa tanto en la obligación de dar como en el derecho a recibir. Desde luego, tal derecho se concreta, en efecto, en la obligación de dar, pero se rompe con la idea aristotélica, referida anteriormente, de que hay mayor dignidad en quien da que en quien recibe, y la obligación de dar no es vista como opcional, aunque sí generosa, y no es resultado de la autonomía o superioridad del agente moral, sino de su dependencia. A este respecto, es importante recordar lo dicho por Jesús: “la felicidad está más en dar que en recibir” (Hch 20,35); Cristo llama a la donación completa y amorosa y a una recepción alegre de los dones, no a una distancia entre quien da y recibe. Algo similar puede leerse en la Segunda Carta a los Corintios: “Que cada uno dé conforme a lo que ha resuelto en su corazón, no de mala gana o por la fuerza, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9,7). Es decir, del amor a Dios y del reconocimiento del otro, tan necesitado como uno mismo, nace la misericordia, que vuelve urgente y obligada la donación sin convertirla en una carga gravosa, mientras que una recepción alegre muestra la Caridad y misericordia de quien recibe.
Para ilustrar el paralelismo de la tradición Lakota, referida por MacIntyre al elaborar su revisión de la ética de la virtud, con clara interpretación cristiana, sirve considerar lo que el jesuita Pedro J. de Velasco (1987, p. 181) ha señalado:
[…] los Rarámuri tienen derecho a pedir a otros el alimento necesario para asegurar su subsistencia hasta que vuelva a ser posible conseguir alimentos. Hay que señalar que se trata estrictamente de un derecho – con su correspondiente obligación por parte de los más afortunados – fuertemente subrayado por la tradición Tarahumara. No se trata de un préstamo, ni mucho menos de una limosna o un regalo condescendiente […], pedir Kórima no implica ninguna vergüenza o humillación.
Así, no hay humillación en quien recibe, ni debe vanagloriarse el que da, ya que no hace nada más que cumplir con una obligación de la que él también es beneficiario, sin que por ello su acto deje de ser virtuoso y alegre. El concepto de la virtud de la justa generosidad constituye, entonces, una respuesta poderosa a quienes, desde la incomprensión o la ideología, critican las labores asistenciales, y da un soporte intelectual para comprender la práctica de la kórima.
3 De la kórima hacia la Caridad
El papa Benedicto XVI señaló que desde el siglo XIX, particularmente desde la doctrina marxista, se ha criticado a la actividad caritativa de la Iglesia con el argumento de que los pobres no necesitan obras de caridad, sino de justicia, y que las obras caritativas serían, en realidad, modos para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia para conservar así su posición social y despojar a los pobres de sus derechos (Deus cáritas est, n. 26).
Entender que todos tenemos simultáneamente derecho, necesidad y obligación de dar y recibir ayuda, lo cual es consecuencia inmediata de nuestra propia condición de intrínseca fragilidad humana, nos da una comprensión racional de la Caridad cristiana, que se vuelve aún más poderosa cuando es soportada por su raíz teológica. Sostengo que la kórima es una forma concreta de vivir la caridad, que se encuentra en el corazón de una antropología indígena (coincidente, por ejemplo, con la antropología Lakota), y al que podemos atribuir un triple fundamento, cultural, filosófico y teológico: cultural en la cosmovisión y la práctica Rarámuri; filosófico en la tradición de la ética de las virtudes; y teológico cuando, con la predicación jesuita, se cristaliza en la práctica de la Caridad. Los jesuitas que trabajan en la Sierra Tarahumara han logrado una afortunada síntesis de estos tres fundamentos, en una labor que ha cristianizado a los pueblos Rarámuris sin alejarlos de su propia identidad, y siempre tomando como punto de partida la necesidad del otro, y no el deseo de satisfacer la buena conciencia ni adoptando una práctica apostólica que confunda evangelización con proselitismo.
Respecto a los elementos de la virtud cristiana que esta práctica Rarámuri incorpora, señalaré los que resultan más claros:
La doctrina cristiana enseña que una obra de caridad no debe entenderse como una mera limosna opcional que una persona en una posición superior, ya sea moral o económica, ofrece a alguien que se encuentra en necesidad. Más bien, está intrínsecamente ligada a la justicia y la trasciende. Como señala Benedicto XVI en Caritas in veritate, cada sociedad establece su propio sistema de justicia, sin embargo, "la caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo 'mío' al otro, pero nunca carece de justicia, la cual es dar al otro lo que es 'suyo', lo que corresponde en virtud de su ser y de su obrar" (Caritas in veritate, n. 6).
Esta concepción de la caridad como algo que va más allá de la justicia implica un cambio de paradigma en la forma en que entendemos nuestras responsabilidades sociales. No se trata simplemente de cumplir con la ley o de dar lo que es debido a los demás, sino de ir más allá y ofrecer lo que es propio. La caridad, en este sentido, se convierte en un acto de amor y de entrega, que busca el bien del otro y que se fundamenta en el reconocimiento de su dignidad como persona. Así, la justicia es la base sobre la que se construye la caridad, ya que nos exige dar a cada uno lo que le corresponde. Sin embargo, la caridad va más allá de la justicia y nos impulsa a dar de lo nuestro, a compartir lo que tenemos con los demás, especialmente con aquellos que más lo necesitan. En este sentido, la caridad se convierte en un motor de transformación social, que nos lleva a construir un mundo más justo y fraterno.
La virtud de la Caridad, por lo tanto, informa actos de justicia/generosidad que transforman tanto a quien los hace como a quien se beneficia de ellos, generando un impacto positivo en la comunidad en su conjunto y que rompe con la dicotomía entre egoísmo y altruismo, pues es simultáneamente resultado de la empatía y reconocimiento de la debilidad propia y ajena, como de la acción de dar sin esperar reciprocidad.
Es decir, se comprende a la persona como necesitada de recibir a la vez que obligada a dar, como señala el mismo pontífice: “El ser humano está hecho para el don, el cual desarrolla su dimensión trascendente, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad” (Caritas in veritate, n. 34). En este sentido, la persona humana se revela como un ser esencialmente comunitario, cuya existencia está intrínsecamente ligada a la de los demás. La reciprocidad entre el recibir y el dar funda la posibilidad de construir sociedades justas y solidarias, donde cada persona pueda desarrollar plenamente su potencial y contribuir al bien común. La visión del ser humano como un ser necesitado de recibir y llamado a dar nos invita a superar la lógica individualista y a abrazar una ética de la reciprocidad y del servicio.
La kórima, como expresión de unión comunitaria, se constituye como una figura del anuncio evangélico y su prominente dimensión social, lo que se hace vida en los cristianos Rarámuris de acuerdo con lo dicho por el Papa Francisco: “en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad” (Evangelii Gaudium, n. 177).
En este contexto, la kórima trasciende su significado como simple práctica cultural para convertirse en un elemento central de la identidad cristiana de los Rarámuris que han abrazado el Evangelio. Al compartir alimentos y bienes, los Rarámuris no solo fortalecen sus lazos, sino que también encarnan el espíritu de la Palabra, que invita a la solidaridad y al servicio mutuo. La kórima se constituye así en una expresión de fe y de compromiso social, un testimonio de que el amor al prójimo es el corazón del mensaje cristiano. Esta dimensión colectiva de la kórima refuerza la idea de que la fe cristiana no es solo un asunto personal, sino también, y esencialmente, un vínculo con los demás. Al participar en la kórima, los Rarámuris cristianizados expresan su pertenencia a una comunidad de fe y su compromiso de vivir los valores del Evangelio en su vida cotidiana.
Otro aspecto fundamental es que en esta práctica aparecen elementos importantes de la Caridad cristiana: el acto de dar no se concibe como algo abstracto, sino que asume el rostro del hermano concreto que padece una necesidad. Al tratarse de una persona desconocida, el acto de dar puede justificarse desde dos nociones: primero, el reconocimiento de que todos hemos padecido y padeceremos necesidad; y segundo, la aceptación en el otro de una creatura con absoluta dignidad. Al cristianizar la práctica de la kórima, el indígena ve en el rosto del otro al Creador, en el espíritu de lo apuntado por el Papa Benedicto XVI: “Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama” (Deus Caritas est, n. 18). De modo que la kórima constituye una pedagogía del amor cristiano, pues, como apuntaba en la cita anterior, sólo se puede llegar a Dios a partir del don y el amor al otro, como lo expresa la misma Escritura: “El que dice: 'Amo a Dios', y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4,20). En la práctica de la kórima, con el sentido cristiano impregnado por los misioneros en la Sierra Tarahumara, se hace viva la Palabra: “porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer” (Mt 25,35). El rostro del hermano se ha convertido verdaderamente en el de Cristo.
4 Una concepción ecológica de la Caridad y la Justicia.
Al hablar sobre la virtud de la justicia, MacIntyre afirma que “diferentes e incompatibles concepciones de justicia están característica y estrechamente vinculadas a diferentes e incompatibles concepciones de racionalidad práctica” (Macintyre, 1988, p. IX). Evidentemente, la concepción de justicia que pudiera elaborarse de la práctica del kórima es una que no tiene un origen cristiano, sino indígena, pero que, como he argumentado, se acerca mucho a la idea cristiana de la Caridad, a la vez que se aleja de nociones predominantes acerca de la justica que tienen su fundamento en una cosmovisión, y una antropología, ilustrada y liberal. Apunta MacIntyre (1988, p. 1):
Algunas concepciones de la justicia hacen que el concepto de mérito sea central, mientras que otras le niegan toda relevancia. Algunas concepciones apelan a derechos humanos inalienables, otras a alguna noción de contrato social y otras, de nuevo, a un estándar de utilidad. Además, las teorías rivales de la justicia que encarnan estas concepciones rivales también expresan desacuerdos sobre la relación de la justicia con otros bienes humanos, sobre el tipo de igualdad que la justicia requiere, sobre la gama de transacciones y personas para las que las consideraciones de justicia son relevantes, y sobre si es posible o no un conocimiento de la justicia sin un conocimiento de la ley de Dios.
Como subraya el mismo autor, en la concepción aristotélica de justicia, ésta se enmarcaba en la polis, en la cual se excluía a los extranjeros, a los niños y a las mujeres. Siempre que, en el mundo antiguo, la justicia se extendía hacia el extranjero, no era a causa del pensamiento filosófico sino del teológico: la hospitalidad hacia el extraño era un mandato de Zeus Xeinios, e igualmente, en la cultura romana, los deberes hacia el extranjero, identificados en el ius gentium, tenían el propósito de contener la ira de Júpiter. En el mundo cristiano –apunta el autor – la obligación hacia el extranjero proviene desde varios siglos antes de Cristo, específicamente de la tradición hebrea y su recepción del Deuteronomio (Macintyre, 1988, p. 146-163), que, según la Tradición, fue dictado por Dios a Moisés. En San Agustín, quien abreva tanto de la tradición judeocristiana como de la platónica, el conocimiento de la ley de Dios es posible gracias al hombre interior (De Trinitate XII - 1), de modo que la justicia es la sumisión de la voluntad al designio divino, esa sumisión se expresa en la obediencia a la ley divina que, según recuerda el de Hipona, no es sino la Caridad. El amor es obediencia, y la justicia no es más que su manifestación material en lo político. Puede verse que, al menos en estas tradiciones, la consideración hacia el necesitado, particularmente cuando se trata de un extraño, tiene siempre connotaciones teológicas, mientras que la justicia hacia el miembro de la polis, o del imperio, tiene importantes componentes de identificación.
Podemos hablar así de una cierta concepción ecológica de la justicia, entendiendo, por supuesto, por ecosistema el entorno social, cultural y territorial de un agente. Un término así, ecosistema, puede resultarnos útil para adentrarnos en el pensamiento Rarámuri y sus paralelismos con el pensamiento cristiano, así como su práctica de la virtud de la justa generosidad que hemos referido en este texto.
El padre Mireles, durante la entrevista que ha servido como fundamento de este trabajo, habla con admiración del padre Ricardo Robles, S.J., conocido como El Ronco, y quien pasó muchos años de su vida en las misiones jesuitas de la Sierra Tarahumara. En el texto Los rarámuri-pagótuame6, el padre Robles (1991, p. 41-132) explica diversos elementos que son muy ilustrativos para mi argumentación.
Señala que los rarámuri- pagótuame establecieron una síntesis particular, en la que “raramurizaron el cristianismo recibido y cristianizaron el rarámuri ancestral hasta el punto de autodefinirse así como etnia: los hombres-cristianos, los ‘rarámuri-pagótuame’” (Robles, 1991, p. 58). Ello – subraya el jesuita – provocó que se conservaran elementos en su forma prehispánica, tales como ritos, ministerios de servicio, formas de relacionarse con Dios y con el ser humano. Además, agrega, la fuerza de su cultura permitió que no generaran relaciones de dependencia con los evangelizadores, ni se produjera un sincretismo enajenante, sino que
lograran una síntesis cultural que, pese al precio que han tenido que pagar en pobreza austera, despojo y auto subsistencia, les deja aún la conciencia de ser libres, de ser los verdaderos hombres sobre la tierra, los hijos de Dios que sí buscan la fraternidad. Cultura fuerte que permitió, finalmente, la síntesis necesaria en el choque de dos mundos, para el que no bastaban ya, ciertamente, las explicaciones ancestrales (Robles, 1991, p. 60).
Señalaba, junto con MacIntyre, que la noción que se tenga de justicia, en cualquier comunidad o tiempo histórico, dependerá de lo que se piense en torno a consideraciones sobre el mérito, los derechos humanos, algún tipo de contrato social o ciertos criterios de utilidad. Por mi parte, he utilizado el término ecológico para referirme a este conjunto de valores expresados no sólo dentro de un entramado de relaciones sino dentro de un territorio, que considero inseparable de las prácticas y valoraciones culturales (cualquiera que haya visitado la Sierra Tarahumara, en Chihuahua, México, entenderá que las costumbres y los mitos ancestrales tienen una estrecha relación con el territorio). Así, siguiendo a Ricardo Robles, encontraremos al menos cuatro rasgos esenciales que derivarían en el concepto de justicia encarnado en la kórima:
Primero, el sentido de dignidad de la persona que no puede renunciar a su libertad y autonomía (Robles, 1991, p. 60), ello se extiende a todos los miembros de la comunidad, de manera similar a como ocurría en la polis griega, con la importante diferencia de que aquí no se considera la existencia de no-miembros, como sí lo eran los esclavos, los niños y las mujeres en Atenas. Este sentido de dignidad, sin embargo, no es, a mi parecer, la única fuente, ni siquiera la principal, de la obligación de kórima, pues si así fuera, podría caber el argumento aristotélico de que hay mayor dignidad en quien dona que en quien recibe y veríamos, de nuevo, la disyuntiva entre generosidad y justicia que he referido anteriormente.
El segundo rasgo que señala el autor es su fuerte sentido comunitario, el cual se celebra en ritos comunes y participativos (Robles, 1991, p. 60). Estos ritos son siempre festivos, y siempre incluyen dos elementos fundamentales: la danza y el banquete. Para el Rarámuri, la fiesta es siempre religiosa: “Siempre se da de comer y beber primero a Dios, y a Él se le baila” (Robles, 1991, p. 104). Aunque la comida es un festejo común en diversas culturas, es llamativo que en la cultura Rarámuri tiene un significado profundamente vinculatorio:
El banquete puede consistir en muy diferentes formas de comida, pero generalmente incluye algún animal sacrificado y tortillas de maíz. La abundancia es importante y el compartirla es esencial. Así, todos los invitados deben comer lo que gusten y llevar a su casa parte de la comida, sobre todo de la carne, que se les da incluso a los recién nacidos. El anfitrión encargado de la fiesta (“fiestero”) guarda para su familia sólo una mínima parte, casi equivalente a la que los demás se llevaron. El banquete es así no sólo un signo, sino realización de lo que éste significa, del compartir que se vivirá en muchas otras formas en la vida diaria
(Robles, 1991, p. 104).
Subrayo dos aspectos de la descripción que hace el padre Robles: primero, la similitud con los regalos que, de acuerdo con la descripción de Lydia Whirlwind Soldier, están siempre presentes en las celebraciones Lakota y, segundo, el uso del verbo “debe” en lugar del verbo “puede”. Tanto en la cultura Lakota como Rarámuri, quien toma alimento no queda a merced de quien lo ofrece, no sacrifica en ninguna medida su dignidad, y el dar a los demás es un aspecto central no sólo del festejo, sino del espíritu de la comunidad, que se ve simbolizado en la fiesta.
El tercer rasgo esencial que apunta “El Ronco” es su “utopía de fraternidad”, la cual implica un sentido de redistribución estrechamente vinculado con una cultura de trabajo, comprendido éste como una actividad dignificante que se puede dar como ayuda a otros, pero que no puede venderse como mercancía. Es evidente que esta concepción de trabajo coincide plenamente con una visión cristiana, que considera que Dios ha dado al hombre el deber y el derecho de cultivar la tierra y transformarla7. Alejarse de una postura economicista con respecto al trabajo humano está en plena sintonía con la preocupación de la Iglesia Católica, que en la encíclica Laborem Exercens (n. 7) critica el trabajo entendido y tratado “Como una especie de mercancía que el trabajador […] vende al empresario”.
Y un cuarto rasgo esencial es el sentido de autoridad como servicio y no como dominio. Este aspecto, más que un mero gesto de humildad, refleja una antropología que acepta plenamente la indigencia humana y la necesidad de cuidado: quien posee autoridad es porque tiene responsabilidad sobre el desarrollo de aquellas personas que están a su cargo, y el poder no es una herramienta de dominación perpetuadora de inequidades, sino todo lo contrario, un modo de terminar con cualquier desajuste estructural.
5 En contraposición con el modelo ilustrado occidental.
Retomo ahora lo referido por MacIntyre en cuanto al mérito, la postura que se tenga sobre los Derechos Humanos, la visión que se tenga del contrato social, y el concepto de utilidad, como aspectos moldeadores de una noción de justicia.
En el primer aspecto, el del mérito, queda claro que éste pasa a un lugar secundario cuando existe una obligación mutua de dar, es decir, no se recibe porque se tenga mérito para ello, sino porque todos tenemos obligación con el necesitado. Desde luego, ello no implica que ninguna persona tenga derecho a permanecer ociosa, sino que la obligación de trabajar es requisito para poder dar, y no para poder recibir. Mencioné anteriormente las virtudes del reconocimiento de la dependencia propuestas por MacIntyre, en donde la justa generosidad, conceptualizada por el mismo autor con el wancantognaka Lakota, es la virtud central, y complementan la lista de virtudes – dentro de las llamadas virtudes de dar – la misericordia, la prudencia para juzgar, la laboriosidad, el ahorro y la capacidad de discernimiento, para ser capaz de establecer correctamente las prioridades ante un escenario de escasez. Este autor propone también, dentro de este mismo grupo de virtudes, las virtudes al recibir: el saber expresar gratitud, sin que ésta se vuelva una carga para quien da, cortesía hacia quien da con poca gracia, y la comprensión hacia quien no da lo suficiente (Macintyre, 2001, p. 149).
Como hemos visto, el kórima implica que quien recibe tiene derecho a hacerlo, y ese derecho existe precisamente por la interdependencia mutua, por lo tanto, la gratitud no implica sumisión ni vergüenza. Para MacIntyre, este tipo de gratitud es todo lo contario a la que Aristóteles propone en la virtud del megalopsycos, el cual se avergüenza de recibir, pues considera que hay mayor dignidad en el dar (Ética Nicomáquea 1123b 9-10). Podemos conectar esta responsabilidad con el otro con la comprensión que en este tipo de justicia existe de los Derechos Humanos: sostengo que la tradición ilustrada asume estos derechos fundamentalmente de dos maneras: primero, como un conjunto de prerrogativas producto de un contrato social de individuos autónomos que se ven forzados a convivir y que funcionan bajo lógica de un Estado garantista, suma de estas mismas voluntades individuales y, segundo, y vinculado con esto primero, como una consecuencia de una específica comprensión de la naturaleza humana que pone en énfasis en una particular concepción de la racionalidad que, muchas veces, se confunde con autosuficiencia8. A mí parecer, es claro que existen argumentos para postular la dignidad humana como origen de derechos, pero no me parece que exista un consenso de fondo sobre estos argumentos, lo que ha conducido demasiadas veces a fundamentarlos desde una óptica meramente jurídica y, por lo tanto, política – y no prepolítica – lo que, evidentemente, puede ponernos en un razonamiento circular del que será muy difícil evadirse.
Sin embargo, tanto el contrato social como el concepto de Derechos Humanos en una tradición no ilustrada, como la indígena de los Rarámuris o de los Lakotas, no están fundamentados en la autonomía ni en la autosuficiencia, sino en la heteronomía y la dependencia, lo que da lugar a un tipo muy diferente de justicia, en el que, como hemos reiterado, se acorta la distancia entre la generosidad y la justicia, hasta el punto de desaparecer. También, deja de ser pertinente el criterio de utilidad, tan fundamental en el pensamiento capitalista propio de las sociedades occidentales contemporáneas: cuando el fundamento de las relaciones sociales es la interdependencia, y este principio moldea las relaciones comunitarias, deja de haber lugar para cálculos egoístas o, más bien, se comprende que el bienestar individual está permanentemente vinculado al desarrollo de la comunidad y, de manera concreta, de los miembros de la comunidad.
6 De lo secular a lo cristiano
En la kórima, está presente un tipo de pensamiento antropológico que no está desprovisto de razón teológica, pues como hemos señalado, el Rarámuri se percibe a sí mismo como rarámuri-pagótuame, lo que implica una estrecha vinculación entre la vida de fe y la vida social, algo que es bastante común en las culturas indígenas. Del mismo modo, la virtud de la justa generosidad tiene fundamentos antropológicos, no teológicos, pero que pueden establecer una clara conexión con posturas religiosas.
De manera especial, me refiero a la virtud de la misericordia, señalada por MacIntyre como una de las virtudes al dar. En este contexto, entendemos la misericordia como aquella virtud que nos permite ver en la necesidad del otro una urgente razón para actuar, no por el prestigio que dicha actuación pudiera ganarnos, sino por la mera necesidad del otro (MacIntyre, 2001, p. 146). Como apunta MacIntyre, la misericordia es una virtud, no una pasión, por lo que se distingue claramente de la lástima. Sobre esta virtud, apunta MacIntyre (2001, p. 147):
Santo Tomás aborda misericordia como una de las consecuencias de la caridad. Puesto que la caridad es una virtud teologal y las virtudes teologales se deben a la gracia divina, podría suceder que un lector desprevenido supusiera que santo Tomás no la considera una virtud secular, lo que sería una equivocación. La caridad opera en el mundo secular en forma de misericordia […]. La misericordia tiene, por lo tanto, un lugar en la lista de las virtudes, con independencia de su fundamento teológico.
Como hemos dicho, en el mundo Rarámuri las distancias entre lo secular y lo teológico son difusas, y existe siempre un vínculo de fraternidad entre los miembros de la comunidad. Desde la perspectiva cristiana, el amor sólo puede ser integral, no puede aceptar antropologías fragmentarias o parciales. Así, en la labor llevada a cabo por los jesuitas en la Sierra Tarahumara, el espíritu cristiano y la cosmovisión indígena se nutren mutuamente, en una práctica que busca aunar generosidad, justicia, espiritualidad y bienestar corporal. Así lo expresa el padre Mireles al hablar de CACSTAC:
El espíritu de nosotros como misioneros jesuitas es el evangélico, que si se lleva la Buena Noticia todo tiene que empezar al menos porque la gente viva, y que viva bien. Hemos pensado que hay que educar, que enseñar, pero si no hay buenas condiciones de alimentación, si se están muriendo los niños…, es como una cuestión del mismo camino que nos enseña Jesucristo, del amor al prójimo como a uno mismo. Es una cuestión más de solidaridad, pero aquí va más allá. Justicia quizá sería un mejor término, porque en justicia todos merecemos, en equidad todos los seres humanos merecemos el alimento, el agua, el vivir bien, en condiciones de paz. Hay que saber que la fe y la justicia van ligadas, es como un binomio que nosotros los jesuitas desde algunas Congregaciones Generales atrás hemos venido hablando: fe y justicia tienen que ir de la mano, y ése es el impulso de este trabajo. Quizá el nombre está un poco fuerte: Complejo Asistencial [al hablar, el padre Mireles subraya la palabra «asistencial»] comienza por dar alguna asistencia, pero en el fondo siempre está la cuestión de la fe y la justicia
(Mireles, 2023).
La caridad presupone la justicia (CDSI9, n. 206), y ambas, la generosidad, por lo que es improcedente cualquier consideración ética que proponga una distinción entre quien da y recibe, más allá de la mera circunstancia. La práctica de la kórima así lo plantea y, aunque su raigambre no es originariamente cristiana, sí es profundamente humanista, y se ve enormemente enriquecida con el diálogo que la comunidad jesuita ha entablado desde el inicio de su misión.
7 Conocimiento por el afecto
Comenta el padre Enrique Mireles (2023):
Desde hace muchos años, aquí a los misioneros les llamaban los padres lenguas10, que eran expertos en lengua, y ahora ya no nos hacen diferentes a los misioneros actuales. Yo hecho el esfuerzo, hablo la lengua, cuando me fui a Roma se me olvidó un poquito, pero sí puedo celebrar la misa en rarámuri, comunicarme con ellos. ¿Por qué aprendemos otras lenguas como italiano, inglés, alemán, por ser importantes por los filósofos o por lo que sea, y no aprendemos la lengua de un pueblo originario con el que queremos dialogar?
Y lanza un concepto que le aprendió a su hermano jesuita, Ricardo Robles, “el Ronco”, que expresa uno de los fundamentos del amor cristiano: “conocimiento por el afecto”:
Si hay conocimiento por el afecto, se va a dar la lengua y se van a dar muchas cosas, si estamos aquí a la fuerza, no. Tiene que haber una convicción muy profunda por querer estar aquí, y cariño por el pueblo Tarahumara, compromiso, por que el mundo sea mejor, por que las condiciones equitativas sean mejores, que la justicia sea realmente justicia, que podamos vivir en paz y no tener que aprovecharnos unos de otros
(Mireles, 2023).
Y el afecto está claramente presente en la obra del Complejo Asistencial Santa Teresita, no sólo en forma de cuidados y atenciones corporales y espirituales, sino también en el cariño puesto por todos quienes en ella participan, y en el que juegan un rol fundamental las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul.
Ellas son el alma de la clínica, son las manos que reciben a los pacientes, por el cariño y el corazón con los que los atienden, pueden estar niños con desnutrición hospitalizados hasta seis u ocho meses, y es muy valiosa la constancia, la perseverancia de las Hijas de la Caridad por atender a los niños con desnutrición y, todos estos años, también a los pacientes con tuberculosis
(Mireles, 2023).
Este cariño ha posibilitado que las personas lleguen, en palabras del padre Mireles, “de manera natural, como a su casa”, con la confianza y la cercanía de quien sabe que será bien tratado, querido y atendido, en una palabra: amado.
Dar ese trato digno, respetuoso al otro, y siempre abiertos, en diálogo, y sabiendo que en algún momento estaremos nosotros también por sus comunidades, y ellos también nos comparten, nos reciben, y nos hacen partícipes de sus fiestas tradicionales
(Mireles, 2023).
No es cualquier cosa el que los Rarámuris reciban a los misioneros en sus fiestas, que son mucho más que un modo de celebración: una particular amalgama de fiesta, ceremonia, kórima, azar y reciprocidad. En sus festividades, según lo ha narrado el padre “Ronco”, cualquier persona que tenga hambre puede llegar a una casa y pedir de comer, y esto no se ve como una imposición al anfitrión, sino que es el visitante quien brinda la oportunidad de compartir a quien lo recibe. Tienen lugar también juegos y apuestas en los que la comunidad se las ingenia para que sean los más necesitados quienes ganan, y así se hacen pasar cuantiosos recursos, consistentes en animales, ropa, y alimentos, entre otras cosas, de una comunidad a otra (Robles, 1991, p. 79).
7.1 Gawí tibusa
La reciprocidad, claramente presente en la virtud cristiana de la Caridad, así como, según he expuesto, en la práctica de la kórima, se extiende al entorno del cual todos formamos parte. Enseña el Papa Francisco: “Olvidamos que nosotros mismos somos tierra11. Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da aliento y su agua nos vivifica y nos restaura” (Laudato Si’, n. 2). El cuidado del entorno, y del ser humano como parte y dependiente de éste, se expresa en el lema de CACSTAC: Gawí tibusa. Explica el padre Mireles (2023):
En rarámuri sería "cuidando el monte" o "cuidando el mundo". Por ahí va la idea del complejo asistencial, cuidar nuestro mundo con todos sus sentidos: en la convivencia, en la organización comunitaria, en la salud, en la educación, en la economía… el pueblo rarámuri nos enseña muy bien a cuidar los recursos, porque viven al día y usan lo que necesitan, no más.
Este lema expresa mucho del espíritu de la heroica labor del Complejo Asistencial Clínica Santa Teresita: un trabajo incluyente, inspirado por el reconocimiento de la obligación del cuidado mutuo y la urgente ayuda a quienes se encuentran en una situación de especial necesidad, sabiendo siempre que todos hemos sido ayudados y que podemos tener la absoluta certeza de que requeriremos, en todas las etapas de nuestra vida en este mundo, de la ayuda de otros. Desde este reconocimiento, es fácil ascender hacia la perspectiva teológica necesaria para vivir la virtud de la Caridad. Lo dijo con elocuencia San Agustín: “sólo el hombre percibe, en el mundo corpóreo, las razones eternas” (De Trinitate. XII, 2).
Conclusión
¿Qué puede, entonces, enseñar la cultura tradicional Rarámuri al cristiano de nuestro tiempo? En las líneas anteriores, he buscado subrayar la profundidad cosmovisiva y moral de algunas de sus nociones centrales, particularmente de la práctica de la kórima. Este concepto, como he apuntado, parte de la aceptación de la dependencia mutua, así como de un alejamiento de la condicionalidad que se ha vuelto tan generalmente aceptada en las culturas occidentales modernas: todo es moneda, todo es intercambio, nada es donación, todo es medible.
El amor cristiano implica reconocerse necesitado, primero de la gracia divina, y después de la ayuda y cuidado de otros. Tal reconocimiento no puede darse si se considera la vida moral como una labor solitaria y egoísta que tiene como fin alcanzar una perfección vanidosa y estéril, y no la verdadera perfección que está en el centro del mensaje evangélico, que es la de la absoluta entrega a Dios y a los otros. La kórima, como he expuesto, implica que no necesariamente se recibe de aquél a quien se le ha brindado ayuda. Se puede pensar también de otra manera: implica que estamos correspondiendo a la ayuda y cuidados que ya hemos recibido de otros.
Elevarse desde la perspectiva humana hacia la teológica coloca al ser humano en una tensión absoluta hacia la verticalidad: todo cuanto tenemos ha sido recibido, en última instancia, de quien es la esencia del amor y de la donación. Se trata de una deuda impagable, pero, al mismo tiempo, del soporte y sentido de nuestra existencia, al mantenernos, decíamos, en tensión hacia el infinito.
De manera resumida, considero que la tradición Rarámuri y, en particular, los valores asociados a la práctica de la kórima, proporcionan elementos de profundo valor que enriquecen una práctica cristiana. Primero, en el plano de lo ético y político (considerando que el cristianismo, como toda religión, tiene implicaciones seculares), la íntima vinculación entre el individuo y la comunidad, lo cual conduce a una comprensión particular de las obligaciones con el necesitado.
Ello se vincula con el aspecto teológico, en donde las tradiciones Rarámuri cristianizadas brindan un marco simbólico poderoso para el desarrollo de prácticas religiosas y comunitarias que lleven a un plano concreto y material lo que equivocadamente podría quedarse en una doctrina o una teología formadora de buenas conciencias, pero no moldeadora de relaciones interpersonales profundas y comprometidas.
En la cosmovisión Rarámuri que he delineado, se percibe que la vida cristiana no es posible sin el involucramiento activo con las necesidades del otro. No es que esto sea algo que no haya estado siempre presente en el pensamiento cristiano, pero la existencia de comunidades políticas que tengan en su propio núcleo simbólico la práctica de la virtud de la justa generosidad es un importante recordatorio de la llamada cristiana a moldear las sociedades y a ser sal del mundo (Mt 5,13).
En este mismo sentido, la virtud de la justa generosidad, que he, junto con MacIntyre, caracterizado con elementos de la tradición aristotélica revisados desde la práctica Lakota del wancantognaka y Rarámuri de la kórima, tiene la riqueza conceptual necesaria para encarnar la práctica cristiana de la caridad, virtud central que es necesario siempre plantear en situaciones concretas y no como un mero ideal abstracto o utópico.
También, esta virtud de la justa generosidad confronta al agente moral, dentro de una comunidad, con una mayor exigencia en lo relativo a sus deberes de justicia, al subrayar el imperativo moral de reaccionar siempre de manera expedita ante la necesidad del otro, no sólo por un afán de generosidad o altruismo, sino por la vulnerabilidad compartida que obliga más allá de toda consideración. Los pobres y necesitados dejan de ser objeto de dádiva o limosna, que tienen el potencial de generar la subordinación hacia aquellos de quienes se recibe, para convertirse en destinatarios de urgente justicia.
Además, se subraya la importancia del afecto dentro de las relaciones comunitarias, desde esta perspectiva, la caridad cristiana sólo es posible donde exista un verdadero sentimiento de amistad e interés. Ello implica la necesidad de educar la sensibilidad para reconocer en todos los miembros de la comunidad a alguien por quien se estaría dispuesto a realizar un sacrificio. Sin duda que los festejos y celebraciones propios de la tradición Rarámuri tienen el potencial de propiciar este tipo de relaciones. De este modo, se fundamenta no sólo una moral, sino una profunda comprensión ética de la vulnerabilidad, tal y como nos propusimos al inicio de este texto.
Quede el testimonio de la labor que miembros de la Iglesia, indígenas y no indígenas, realizan hoy en la Tarahumara, expresada en las palabras de uno de sus colaboradores, Enrique Mireles (2023):
Esta labor le ha dado sentido a mi vocación como jesuita, y estoy aquí porque quiero estar, no porque me hayan castigado, de verdad quiero estar. Tengo muchos amigos rarámuri que me hacen ver que vale la pena compartir, y todo lo hacemos por ellos en justicia, en solidaridad, en amor, en cariño, en ver en ellos la presencia de Dios entre los más sencillos. A mí me ha llenado estar aquí, y quisiera estar aquí mucho tiempo. Tengo voto de obediencia a mi provincial, y si me cambian, me tengo que ir, pero quisiera seguir aquí mucho tiempo más. El conocimiento por el afecto, así podríamos resumir el diálogo, la interacción con el pueblo rarámuri.
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1
Entrevista realizada por videoconferencia el 17 de marzo de 2023. Todas las citas textuales o indirectas del P. Mireles son de esa misma entrevista.
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2
Para más información sobre esta obra, se sugiere consultar: https://cacstac.org/es/acerca-de-nosotros/. Acceso el: 18 jun. 2022.
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3
Chihuahua es una de las 32 entidades federativas de la República Mexicana. Ubicada al norte del país, tiene importantes regiones serranas con amplia población indígena que puede estimarse en 110 mil personas, de las cuales, cerca del 80% son Tarahumaras o “Rarámuri”, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (2020). Disponible en: https://cuentame.inegi.org.mx/monografias/informacion/chih/poblacion/diversidad.aspx?tema=me&e=08. Acceso el: 18 jun. 2022.
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4
Los indígenas Lakota pertenecen a la tribu de los Sioux.
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5
Reservación indígena de la tribu de los Sioux, en donde también hacen labor los jesuitas.
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6
Rarámuri-pagótuame es el nombre que los mismos Rarámuri se dan, y que podría traducirse como Rarámuri bautizados. Según se verá más adelante, los Rarámuri de Chihuahua han adoptado la fe cristiana, sincretizada con la cosmovisión indígena, como parte de su identidad.
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7
A este respecto, Juan Pablo II reflexiona en Laborem Exercens (n. 4) a partir de Gen. 1,28: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla”.
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9
CDSI = Compendio de Doctrina Social de la Iglesia.
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10
Las primeras misiones jesuitas llegaron a la Tarahumara en 1601. Coferir en: https://jesuitasentarahumara.wordpress.com/2012/07/03/la-compania-de-jesus-en-la-tarahumara/. Acceso en: 8 abril 2023.
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11
Conferir Gen 2,7. Referido por el Papa Francisco en el original.
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-
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-
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Editado por
-
Editores
Franklin Alves Pereira e Márcia Eloi Rodrigues.
Fechas de Publicación
-
Publicación en esta colección
22 Set 2025 -
Fecha del número
2025
Histórico
-
Recibido
20 Jun 2024 -
Acepto
10 Abr 2025
