RESUMEN
Este artículo explica, con motivo del Jubileo, cómo la Iglesia genera esperanza. A este efecto, describe las razones actuales de la desesperanza, a saber, la situación de un mundo dañado y amenazado por diversas causas: pandemias, guerras, desigualdad y crisis ecológica; y, por otra parte, las dificultades al interior de la Iglesia para evangelizar. La superación de estas desafíos y dificultades, dependerá de que la Iglesia se concentre en su misión. Ella ha de escrutar en los signos de estos tiempos cómo Cristo, a través de su Espíritu, actúa. La mirada tiene que ser fundamentalmente positiva. La Iglesia cuenta con criterios para realizar este discernimiento. En el orden pastoral, ella ha de concretar la salvación escatológica en acciones de caridad y justicia, y, especialmente, en el cuidado de la Casa Común dado que esta peligra.
PALABRAS CLAVE
Esperanza; Escatología; Soteriología; Criterios de discernimiento; Casa Común
ABSTRACT
This article explains, on the occasion of the Jubilee, how the Church generates hope. To this end, it describes the current reasons for despair, namely, the situation of a world damaged and threatened by various causes: pandemics, wars, inequality, and ecological crisis; and, on the other hand, the difficulties within the Church in its mission to evangelize. Overcoming these challenges and difficulties will depend on the Church focusing on its mission. It must scrutinize the signs of these times to discern how Christ, through His Spirit, is acting. The outlook must be fundamentally positive. The Church possesses criteria to carry out this discernment. On the pastoral level, it must translate eschatological salvation into actions of charity and justice, and especially into the care for our common home, given that it is in danger.
KEYWORDS
Hope; Eschatology; Soteriology; Criteria for Discernment; Common Home
Introducción
¿Qué hace pertinente el Jubileo convocado por el Papa en nuestro contexto latinoamericano y caribeño? El Papa ha hecho una exhortación a la esperanza (Spes non confundit). En otras palabras, ¿por qué tiene sentido que la Iglesia hable hoy de esperanza? ¿Hay algo que nos conduzca a la desesperanza?
En una primera parte, este artículo aborda la circunstancia histórica que hace relevante reflexionar sobre este tema y las dificultades que enfrenta la Iglesia para cumplir con esta tarea. En una segunda parte, se presenta el principio teológico que permite enfrentar este desafío: la concentración en el cumplimiento de la misión de la Iglesia de anunciar la buena noticia del Evangelio, junto con indicaciones prácticas para llevarla a cabo de manera efectiva.
1 Preocupaciones ad extra y ad intra
Hay dos frentes a los que debe responder hoy la esperanza cristiana. Uno es el frente ad extra. El otro, ad intra.
1.1 Ad extra
El panorama ad extra internacional y planetario es preocupante. Desde que se ha agudizado la globalización, constatamos que cualquier problema grave puede impactar de un modo devastador sectores muy lejanos del planeta. La pandemia del COVID-19 es el mejor de los ejemplos. De ningún habitante de la Tierra puede decirse que estuvo exento de contraer la enfermedad. Los muertos fueron más de 6.9 millones de personas (OMS, 2023)
Las guerras han vuelto a copar los titulares de los periódicos. Los conflictos bélicos rebrotan en Europa. En el Medio Oriente nuevamente se ha agitado el mar con el ataque de Hamas a Israel y la reacción brutal contra el pueblo palestino. La inestabilidad en esta región es muy grande.
La informática, al tiempo que mejora la vida humana, la hace más vulnerable. La cibernética constituye otro parteaguas en materia de desigualdad entre pobres y ricos. Se trata de un instrumento técnico increíble. Todo un mundo que opera por los aires. Pero las personas y pueblos más pobres van a la zaga. Nuevamente son vencidos por quienes disponen de una posición privilegiada, de muchas más herramientas y pueden competir a velocidades inimaginables.
El más impresionante de los signos de los tiempos es la crisis ecológica y socio-ambiental. La humanidad en la actualidad no sabe si logrará sortear el peligro de su propia extinción. El calentamiento del medio ambiente global puede acabar con ella y con muchas otras especies vivas. En América Latina hay señales alentadoras de superación de la pobreza, pero a costas del extractivismo. Los países no logran llegar a acuerdos suficientes para revertir el curso a la tragedia. Y, como si fuera poco, muchos lugares se van convirtiendo en vertederos. En la actualidad 3,600 millones de personas carecen de agua al menos una vez al mes (UNESCO, 2021, no paginado). Nuestra Casa Común se halla gravemente amenazada. Urge una acción global y coordinada para protegerla.
Los anteriores factores, al generar enormes desequilibrios, causan desplazamientos humanos, migraciones forzadas y refugiados. Por algunas fronteras, migrantes de diversas nacionalidades atraviesan en busca de una mejor vida. El panorama es desolador. De continuar las alteraciones climáticas, poblaciones enteras abandonarán sus tierras secas o anegadas. Excesivas personas migrantes, a su vez, hacen crujir las instituciones de los países que las reciben. Por más que se defienda el derecho a migrar, debe reconocerse que una migración descontrolada es fuente de innumerables agitaciones.
En América Latina y el Caribe, en especial, se sufre el flagelo de la violencia activado por la criminalidad organizada y que, motivada por el narcotráfico y otros negocios del género, redunda en gran inseguridad en barrios de ricos y pobres; y, por otra parte, debilita las democracias socavadas por la corrupción y tentadas con la violación de los derechos humanos para evitar el caos social. La población penal aumenta. En la actualidad, las personas privadas de libertad alcanzan a 1,8 por 100.000 habitantes, lo que representa un incremento de 70% en las últimas dos décadas (UNODC, 2023, p. 3).
1.2 Ad intra
Dado que la Iglesia debe “dar razón de su esperanza” (1 Ped 3,15) a quien se lo pida, y puesto que su misión es evangelizar, cabe preguntarse en qué situación se encuentra para cumplir esta tarea. El hecho es que en la Iglesia hay problemas que, de no resolverse, harán muy difícil lo anterior.
Ciertamente, en la Iglesia actual se perciben señales de desmotivación, desgano, fatiga, molestia y preocupación. Aunque la realidad eclesial varía en los diferentes países, un problema común tiene que ver con las relaciones al interior del Pueblo de Dios con sus autoridades. Tras el impulso posconciliar hacia un acercamiento entre el clero y los demás fieles, no se ha avanzado significativamente, y, en algunos contextos, incluso hay indicios de retroceso. En la Iglesia, lo que más se lamenta es el clericalismo, entendido como un modo abusivo de ejercer el poder. En palabras del Papa: «El clericalismo es un látigo, es un azote, es una forma de mundanidad que ensucia y daña el rostro de la esposa del Señor; esclaviza al santo pueblo fiel de Dios» (Francisco, 2023, no paginado). Se anhela un cambio, una conversión en los presbíteros, además de reformas estructurales que permitan controlar a las autoridades y exigirles rendición de cuentas. Este tema fue planteado con fuerza en el reciente Sínodo sobre la sinodalidad, cuyo documento final incluye importantes recomendaciones para una mejora. La queja también había surgido en la Asamblea Eclesial.
En este contexto, una preocupación muy sentida en el Pueblo de Dios es la formación de los seminaristas. El Sínodo ha decidido abordar este asunto en otro momento. Se ha creado una comisión con la esperanza de que su trabajo dé lugar a recomendaciones relevantes.
El seminario tridentino, en esencia, ha perdurado en la región desde el siglo XVI. Este modelo reunió a jóvenes en espacios protegidos, estableció un programa de estudios común y fomentó en ellos la santidad (Kaplan, 2016, p. 587-588). Sin embargo, también, quizás sin proponérselo directamente, los separó de los demás cristianos. El sacerdote que emergió de este sistema fue un “hombre sagrado”. Esta versión sacralizada del ministro sigue siendo un problema, incluso en el caso de sacerdotes que desean ser fraternos y cercanos, pues se les percibe con un temor reverencial ajeno al espíritu evangélico. En el siglo XXI, los cristianos esperan de su Iglesia un trato más horizontal, acorde con una cultura que tiende a igualar y democratizar. Les molesta ser tratados como infantes. El “hombre sagrado” promovido por el Concilio de Trento podría tener cabida en la Iglesia preconciliar, pero no en la propiciada por san Juan XXIII y san Pablo VI, esta esta, la que realizó un aggiornamento para anunciar el Evangelio en el mundo actual. Sin embargo, el modelo tridentino persiste a costa de la reforma a la formación promovida por el Vaticano II.
Por otra parte, a la reforma incompleta o insuficiente en la formación del clero debe sumarse una notable disminución de ministros (Secretaría de Estado del Vaticano, 2023). En algunos países, los seminarios están cerrando uno tras otro. La caída de las “vocaciones” es aguda y acelerada en varios lugares. Aunque existen excepciones donde los seminarios mantienen un flujo constante de ingresos, estas son pocas. Asimismo, la vida religiosa femenina también está en declive. El trabajo de las religiosas es apreciado en todas partes, y por eso se lamenta la posibilidad de una futura posible extinción.
Además, tan grave como lo anterior, es la crisis de los abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por el clero, así como el encubrimiento de estos actos por parte de los obispos y superiores religiosos.1 En algunos países, esta crisis ha devastado la confianza de los fieles en sus pastores, llegando a dañar irreparablemente la pertenencia eclesial de algunos. ¿Cómo es posible que los ministros y representantes de la fe en Dios parezcan ser, en realidad, impostores? ¿Cómo pueden ser “dignos de fe”? Estas son preguntas comunes entre los católicos. Tal es el impacto de esta crisis que no faltan ministros que han llegado a dudar de la viabilidad de su misión.
Como resultado de lo anterior, el Pueblo de Dios, en muchas partes, se encuentra carente de entusiasmo, desganado o distraído en otras urgencias o entretenciones que compiten, por ejemplo, con las reuniones de las comunidades. Además, muchos fieles no soportan eucaristías que no les transmiten nada y, por lo general, les aburren profundamente. También debe considerarse el impacto del COVID-19 en la asistencia a las eucaristías dominicales.
Por último, debe tenerse en cuenta que los jóvenes no encuentran en la Iglesia y sus celebraciones algo que les motive. Tienen dificultades para sentirse herederos de las tradiciones de sus padres. Su aspiración parece ser construirse autónomamente. No sienten que necesiten a sus mayores y, menos aún, a sacerdotes que les hablen de la vida o, mucho menos, del pecado y de la redención de los pecados.
2 La misión de la Iglesia como principio orientador fundamental
El anterior es el contexto histórico y las condiciones eclesiales que afectan a la Iglesia en el cumplimiento de su misión. Sea cual sea lo que suceda en el mediano y largo plazo, esta misma misión ha de ser el principio orientador del trabajo y del modo de organizarse que ella tendrá que considerar para proseguirla.
Lo primero será siempre anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Esto equivale a anunciar al mundo que Jesucristo resucitado es el principio de realización, de superación de la frustración y de los daños que se han infligido a sí mismo, y del perdón de sus pecados. La Iglesia tiene por misión animar, dar razones para no caer en la decepción, para que la humanidad se levante de nuevo; en otros términos, debe ella dar esperanza. Esta es su tarea y su razón de ser. Cristo triunfó tras la muerte; la humanidad triunfará sobre todos los obstáculos que la amenazan con fracasar. A este efecto, debe considerarse lo siguiente.
2.1 Discernir los signos de los tiempos
Al igual que los padres conciliares hicieron en el Vaticano II (GS, n. 4 y 11) e imitaron los latinoamericanos en Medellín,2 también hoy es fundamental discernir los signos de los tiempos. El papa Francisco llama a escrutar cuál puede de ser la acción de Dios en los acontecimientos históricos actuales como signos que se pueden transformar en signos de esperanza. Lo dice en Spes non confundit (n. 7), estos términos:
Además de alcanzar la esperanza que nos da la gracia de Dios, también estamos llamados a redescubrirla en los signos de los tiempos que el Señor nos ofrece. Como afirma el Concilio Vaticano II, «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas». [4] Por ello, es necesario poner atención a todo lo bueno que hay en el mundo para no caer en la tentación de considerarnos superados por el mal y la violencia. En este sentido, los signos de los tiempos, que contienen el anhelo del corazón humano, necesitado de la presencia salvífica de Dios, requieren ser transformados en signos de esperanza.
En los acontecimientos actuales es necesario reconocer la obra del Espíritu y sumarse a ella. El Papa llama a no desanimarse si el panorama es preocupante pues el Espíritu está actuando en la historia. Esto no obsta, sin embargo, a estar atentos porque hay razones fundadas –como se ha señalado anteriormente- para estar preocupados.
En estas circunstancias conviene recordar el valor de la apocalíptica judeo-cristiana. El mismo libro del Apocalipsis fue escrito para animar y dar esperanzas. El concepto en dos mil años se ha devaluado. Ha dado pie a expectativas milenaristas que no tienen que ver con la tradición judeo-cristiana o temer un acabo mundi como si nada bueno fuera rescatable de este mundo. Discernir hoy los signos de los tiempos demanda precisamente distinguir la buena de la mala apocalíptica. Esta, cuyo concepto predomina por doquier, simplemente aterra con discursos catastróficos. La tragedia por venir, en su versión religiosa, suele asociarse a un castigo por la maldad de la humanidad. No exige ninguna conversión de una praxis que pudiera revertir el rumbo a la tragedia.
La apocalíptica bíblica, en cambio, contra un posible acabo mundi, exige un amor mundi. Los cristianos han de amar al mundo y sumarse a la acción del Dios que se hace cargo de él. Han de plegarse a la acción del Espíritu de Cristo resucitado que está llevando a la creación a su plenitud. La esperanza inherente a la buena apocalíptica estriba en encargarse de la historia que el Señor realizará con nosotros o contra.
En el discernimiento de una y otra, han de tenerse presente los siguientes criterios.
2.2 Los criterios de discernimiento
La Iglesia cuenta con su experiencia milenaria para recomprender su misión, recuperar la senda perdida y renovar su esperanza. Dado que esta experiencia suya es precisamente “experiencia”, ella ha de quedar abierta a nuevas experiencias. Solo así entendida esta tradición puede convertirse en criterio orientador de lo que está porvenir. El Espíritu no abandona a la Iglesia, ella ha podido seguir adelante en la medida que ha conjugado, en tiempos nuevos, el quehacer del Espíritu con lo ya aprendido. El Espíritu hace posible esta experiencia y evita que se vuelva rígida o petrificada. Los dogmas y enseñanzas eclesiales se convierten en criterios de discernimiento en la medida que se reconozca que ellos mismos han de ser reinterpretados incesantemente.
En esta tradición, lo primero es Cristo. En la Encarnación, el Padre nos ha dado a Jesús, quien, discerniendo en el Espíritu, nos ha abierto el camino de regreso al Padre. Escrutar los signos de los tiempos es una actividad trinitaria, pues se inscribe en la acción del Padre, que creó el mundo y lo conduce hacia su plenitud; en la acción del Hijo, que nos recuerda de quién provenimos y nos involucra en su misión de anunciar el Evangelio; y en la acción del Espíritu, que hizo posible la Encarnación, guio a Jesús, le abrió la mente, lo animó, lo sostuvo en la tentación y hoy realiza exactamente lo mismo en los cristianos.
Cristo es la Palabra del Padre que quedó escrita en los evangelios y que aún habla, interpela y estimula espiritualmente. La Escritura no agota el habla de Dios. Prueba de ello es la Tradición. Esta, a su vez, es antónima al tradicionalismo. El tradicionalismo insiste en hacernos creer que la revelación ocurrió únicamente en el pasado y que Cristo resucitado no tiene nada nuevo que comunicarnos. La Tradición, en cambio, es la transmisión de los testimonios del Cristo vivo, actuante en el presente gracias a su Espíritu. Esta Tradición se manifiesta allí donde los cristianos, por obra del Hijo, viven en el mundo de un modo fraternal.
2.3 Discernimiento de la esperanza cristiana
El discernimiento cristiano dispone de criterios específicos para discernir la esperanza.
2.3.1 Valor eterno del mundo y de la praxis cristiana
Lo hemos dicho anteriormente: Cristo es el criterio de discernimiento por excelencia de lo que entendemos por humanidad. Lo afirma Gaudium et spes (n. 22):
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.
Cristo y el ser humano, al igual que el Padre de Jesús, son seres insondables. El mismo amor de Dios es inescrutable. Por una parte, no es posible tener absoluta claridad de los pasos que han de dar los cristianos para alcanzar su destino final. Precisan de una iluminación. Cristo es la luz. Pero él es un misterio que nada ni nadie puede agotar. La historia humana misma está en proceso de realización escatológica. No es esperable tener una claridad absoluta del camino a seguir. El Padre se manifiesta en Jesús, en la vida que llevó, en su muerte y resurrección. “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). El Padre está al final de la historia esperanzado de la realización de la creación. La esperanza cristiana se parece a la esperanza del padre del hijo prodigo (Lc 15,20). Es esta una esperanza anhelante, sufrida pero imbatible. Ella arraiga, en última instancia, en el modo de esperar de Dios.
El misterio último del ser humano se revelará en la eternidad. Por tanto, recuerda Gaudium et spes (n. 43): “Estamos advertidos de que de nada le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma”. Por más que haya que preocuparse de la anticipación del reino en obras de justicia y caridad en esta vida, la eternidad es un contenido irrenunciable para la Iglesia. Esta dimensión de la soteriología y escatología cristianas son exactamente las que activan la solicitud por la realización de la creación. La expectativa y empeño cristiano por alcanzar la vida eterna no autorizan ninguna evasión o alienación, pues es esta vida, y no otra, la que ha comenzado su realización definitiva por la resurrección del Hijo encarnado y resucitado. Los cristianos viven sub specie aeternitatis. Lo que ellos hagan por mejorar este mundo tiene un valor eterno. De momento puede no parecerlo, pero sabemos que alcanzará su máxima expresión en el reino de los cielos. El cristianismo es una apuesta por el sentido del mundo.
La misión de la Iglesia, bajo este respecto, es anunciar el Evangelio a aquellos que creen que sus vidas parecen no tener sentido alguno o quieren escaparse de la realidad. Este anuncio es genuino, auténtico, creíble, cuando la Iglesia anticipa el contenido de su esperanza con una praxis consistente. Ello le ha significado algunas veces persecuciones y martirio; y muchísimas veces, ocuparse calladamente de personas enfermas y abandonadas, víctimas de un mundo indolente.
2.3.2 Índole profética de la praxis cristiana
La Iglesia guarda en su Tradición el recuerdo de haber luchado contra la desesperanza (Rom 4,18). De aquí que, en las peores circunstancias, donde abunda la tristeza, la Iglesia es capaz de sacar alegría y ánimo de su esperanza. No son las explicaciones teóricas las que impulsan a salir adelante, sino el amor con que se aman los cristianos. La teología ayuda a la Iglesia a aclarar las vías que sirven para amar correctamente. Ella debe explicar por qué hay que esperar. Pero la esperanza radica, en última instancia, en la esperanza de Dios en la realización de su creación.
Los cristianos ponen amor en los lugares donde reina el desamor. En el mundo falta amor; y en algunos lugares predomina la injusticia y el desprecio a los pobres, el resentimiento y el ánimo de venganza. Es cosa de salir a las calles, de ver a las personas y los grafitis. Es tarea de la Iglesia avanzar contracorriente.
Conviene aquí recordar la índole profética de la oración a san Francisco:
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.
Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.
En sintonía con san Francisco, Francisco papa ha promulgado Laudato Si’ –y luego, Lautate Deum y Querida Amazonía–, encíclica que responde a un signo de los tiempos que puede ser observado desde todos los lugares de la Tierra. Nos centramos en este asunto pues, como hemos dicho, tiene hoy una importancia máxima.
Muchos piensan que nos hallamos ya en el Antropoceno (Wikipedia, s.d.; Boff, 2017), era en la cual tomamos conciencia de que el hombre es víctima de sí mismo, y no solo él, sino también millares de especies vivas. La modernidad -este afán de control científico y técnico de los seres y de los fenómenos- tiene muchas virtudes, pero ella, a instancias de un capitalismo voraz, ha convertido al hombre en enemigo de sí mismo. La modernidad nos ha dejado la democracia y la formulación de derechos humanos inalienables, y medicinas para sanar enfermedades sin fin, para impedir la muerte prematura de millones de niños y para comunicarnos a distancias inimaginables, pero lamentablemente, bajo muchos respectos, nos ha hecho un daño enorme.
El caso es que el planeta no da para más. En este contexto los cristianos deben poner una diferencia profética. Conviene observar con atención que la oración de san Francisco está estructurada de un modo dialéctico: amor-odio, ofensa-perdón, luz-oscuridad, etc. Los cristianos deben demostrar con su praxis que el mundo es creación de Dios, praxis que puede incluir un activismo que, en algunas ocasiones, ha llevado al martirio. La creación entera merece cuidado contra quienes la amenazan y contra los que pasan por encima de ella como si no tuviera dueño, diría el papa Francisco (LS, n. 2). La humanidad, los seres vivientes y también los inertes merecen ser amados como Dios los ama.
En la actualidad el seguimiento de Cristo ha de frenar la explotación indiscriminada de la tierra, pues su usufructo a menudo se realiza a expensas de trabajos que lindan con la esclavitud y que atropellan el planeta. Es pertinente citar las palabras del Papa:
Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las de dominadores, consumidores, explotadores, incapaces de poner un límite a sus intereses inmediatos. Por el contrario, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de manera espontánea. La pobreza y la austeridad de San Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y dominio
(LS, n. 82).
Debe tenerse presente, empero, que no se está en cero. No faltan acciones internacionales y gestos pequeños, pero significativos. Cualquiera de estos realizados con amor, anticipa el Reino. Ellos son luces que alumbran un camino. Los cristianos y las pastorales han de indagar en su origen y propiciarlos. Ellos, si contrarrestan los males propios de nuestra época, es que son frutos del Espíritu. Por otra parte, es importante considerar que las acciones proféticas de los cristianos no debieran hacer olvidar la misión reconciliadora de la Iglesia. Esta misión será imposible de cumplir si ella no toma partido por las víctimas de la injusticia. No puede ser indiferente; la Iglesia está llamada a asumir el sufrimiento de los inocentes. Sin embargo, para que su acción conduzca a la reconciliación, debe evitar caer en la tentación de ideologizar su tarea. En otras palabras, su compromiso no puede transformarse en un partidismo que la aleje de su misión universal.
La misión última de la Iglesia es participar en la obra reconciliadora de Cristo, quien estaba reconciliando al mundo en la cruz (2Cor 5,18-19). Esto exige que la Iglesia reconozca con humildad su lugar en el mundo, marcada también ella por el pecado. No pocas veces, ha sido ella misma parte del problema. La conversión le es imperiosa. Por ello, los cristianos no deben pretender situarse por encima de las partes en conflicto, como si fueran moralmente superiores. La sociedad rechaza actitudes eclesiales paternalistas o hipócritas. También la Iglesia necesita ser perdonada, y solo puede reconciliar en la medida en que haya sido reconciliada con Dios en Cristo.
La alegría será la señal que indicará por dónde seguir. Debe recordarse que Evangelii Gaudium –“programa” de gobierno de Francisco– habla precisamente de gozo. La frustración, en este sentido, quedar atrapados en la pena, no viene de Dios, sino del "mal espíritu" diría san Ignacio (EE.EE. 313-336). La esperanza triunfa sobre todas las frustraciones. Incluso si nos va mal en el cumplimiento de nuestros mejores propósitos, los cristianos saben, por su fe pascual, que vencerán gracias a Cristo resucitado.
“Luego vendrá el fin, cuando (Cristo) entregue el reino a Dios Padre, después de haber destruido todo principado, potestad y poder. Porque debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies” (1Cor 15,24-25). Este, el mesías que reina junto al Padre, es imbatible. Él verá cómo vencer a los poderes de la muerte. Hemos de recordar que, en última instancia, el mundo es un problema de Dios. El Creador es el primer y principal responsable del éxito de su creación. Esta es precisamente la razón por la cual la Iglesia espera y enseña a esperar.
3 Actitud pastoral fundamental
El Vaticano II quiso responder pastoralmente a los desafíos de la época. La constitución conciliar Gaudium et spes, en su mismo título, alude a una esperanza que se encuentra en el corazón de los contemporáneos. Alude en uno de sus textos más citados, con decir “Los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias…” (GS, n. 1), a una historia, la de la humanidad, que es asumida por la Iglesia como suya propia. Todo lo que ocurre en humanidad en el presente tiene que ver con su misión. Es así que la Iglesia, como realidad histórica, hace suyos los acontecimientos del presente, pues en estos quiere ella abrir un camino entre muchos abrojos. En la actualidad, en ella misma escruta en la acción del Espíritu de Cristo resucitado la esperanza que no defrauda (Spes non confundit).
Mientras el reino no advenga en plenitud, en este período intermedio entre la venida del mesías y la llegada del reino, tiempo en que los sacrificios pueden ser enormes y las fuerzas menguar, la Iglesia ha de acompañar a los que más sufren. Ha de apoyar las luchas de los más diversos tipos de pobres por superarse y salir adelante. Pero también ha de aliviar los dolores y dar esperanza a quienes cuya situación no mejorará o simplemente empeorará. “Las lágrimas y los dolores de esta vida no podrán ser completamente aliviados, pero los creyentes saben que el sufrimiento une al hombre con Cristo” (GS, n. 22). En este mundo hay gente inocente que lo único que tiene para mostrar es su pena. Este sufrimiento no se perderá. Este libera a la Iglesia del exitismo, de sus esfuerzos de salir en defensa de Dios y de la caridad interesada. La caridad gratuita ha distinguido al cristianismo por dos mil años.
La caridad es el reverso de la esperanza. Solo el amor puede generar una esperanza digna de este nombre. La esperanza cristiana contribuye a una mayor humanización: “La Iglesia […] cree que por su parte puede contribuir mucho a hacer más humana la familia de los hombres y su historia” (GS, n. 40). Cristo exige de la Iglesia actualizar en el presente lo que se desarrollará en plenitud en el reino. En estrecha relación con el texto citado más arriba, tal como en Cristo la encarnación hizo del Hijo el más humano de los hombres, así mismo reconocemos que la Iglesia cumple su misión allí donde ella defiende la dignidad de humana. Es así que la Iglesia hoy tendría que evangelizar en consideración de las minorías o mayorías cuya dignidad es ignorada o atropellada.
Habría empero que ampliar el concepto de humanización. A sesenta décadas del Vaticano II, tras la crisis medio ambiental, solo puede darse una mayor humanización al interior de la realización de la entera creación mediante obras de cuidado que aseguren la habitabilidad digna y sostenible de nuestra Casa Común. La cristología del siglo XX devolvió a la teología su debida radicación en un Cristo auténticamente humano, alguien que tuvo una misión histórica y una conciencia psicológica y espiritual de la misma. La Iglesia aggiornó su teología, la “modernizó”. Pero este giro antropológico modernizador, en tiempos del Antropoceno, requiere un ajuste de grandes proporciones. La Iglesia, si quiere dar esperanza a un planeta que colapsa, ha de promover una realización de la humanidad que llegará a ser tal cuando se encargue del mundo en el cual ella ha nacido, al cual le debe su existencia y del cual ha sido hecho responsable. Los criterios de discernimiento de la esperanza cristiana mutan con la historia.
Hoy, el júbilo de la creación dice relación a una conciencia socio y medio ambiental. La pastoral se centró en la humanización y en la liberación. Ahora ha de ensanchar la perspectiva.
Conclusión
¿Por qué hablar de esperanza hoy? El Papa ha convocado a un jubileo. Pero, ¿hay algo de qué alegrarse en la actualidad?
El mundo actual ha acumulado innumerables razones para la angustia y la desesperanza: guerras, migraciones, globalización de la criminalidad, incertidumbre frente a los desarrollos tecnológicos y, como el más reciente y preocupante signo de los tiempos, la posibilidad de una catástrofe medioambiental. Todo esto se traduce en enormes sufrimientos para la humanidad. Frente a esta realidad, la Iglesia está llamada a ofrecer una palabra de esperanza.
Pero, ¿cómo puede hacerlo si ella misma está desanimada y atraviesa una crisis ministerial inédita, al menos en el mundo occidental? Para superar esta dificultad y cumplir su misión, es esencial que la Iglesia vuelva a centrar su atención precisamente en dicha misión.
Desde siempre, el anuncio del Evangelio ha sido el principio inspirador de toda conversión y reforma en la Iglesia. El criterio orientador por excelencia es Cristo y la Tradición de la Iglesia, que durante dos milenios nos lo ha transmitido como fundamento para realizar el mundo que el Creador ama y que, por la obra de Jesús resucitado, se encamina hacia su plenitud.
Este es el “gozo y esperanza” de la Iglesia. Para comunicar pastoralmente esta buena noticia al mundo de hoy, la Iglesia tendría que localizar en el horizonte escatológico y soteriológico de la fe cristiana y avanzar contracorriente.
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1
A modo de ejemplo, puede consultarse: CIASE, 2021.
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2
Consultar Introducción y conclusión; Justicia, n. 3; Paz, n. 14; Pastoral de las elites, n. 13.
Referencias
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Editado por
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Editores:
Franklin Alves Pereira y Márcia Eloi Rodrigues.
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
22 Set 2025 -
Fecha del número
2025
Histórico
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Recibido
13 Mar 2025 -
Acepto
30 Jun 2025
