Open-access Redistribución y reconocimiento en el proceso constituyente chileno

Redistribution and recognition in the context of Chile’s constituent process

Redistribuição e reconhecimento no processo constituinte chileno

Resumen:

El presente artículo revisa, desde la teoría política feminista, los debates contemporáneos sobre redistribución y reconocimiento a partir de los cuestionamientos surgidos en el proceso constituyente chileno. Para este fin, primero, reflexiona sobre las justificaciones a un reconocimiento de las diferencias en el espacio público; en segundo lugar, analiza los aportes del pensamiento feminista al debate, en el marco teórico de la igualdad; y, finalmente, enmarca el reconocimiento de la diferencia en la construcción del Estado Democrático de Derecho.

Palabras clave:
redistribución; reconocimiento; igualdad; heterogeneidad; Estado de derecho

Abstract:

This article reviews, based on feminist political theory, the contemporary debates on redistribution and recognition, drawing on the questions that arose during the Chilean constituent process. To this end, firstly, it reflects on the justifications for recognizing difference in the public space; secondly, it analyzes the contributions of feminist thinking to the debate within the theoretical framework of equality; and, finally, it outlines the recognition of difference in the construction of the Democratic State of Law.

Keywords:
Redistribution; Recognition; Equality; Heterogeneity; State of Law

Resumo:

Baseado na teoria política feminista, este artigo analisa os debates contemporâneos sobre redistribuição e reconhecimento a partir das questões que surgiram no processo constituinte chileno. Para tal, em primeiro lugar, reflete sobre as justificativas para o reconhecimento das diferenças no espaço público; em segundo lugar, analisa as contribuições do pensamento feminista para o debate no quadro teórico da igualdade; e, por fim, enquadra o reconhecimento da diferença na construção do Estado Democrático de Direito.

Palavras-chave:
redistribuição; reconhecimento; igualdade; heterogeneidade; Estado de direito

Introducción

La Propuesta de Constitución Política chilena de 2022 (CONVENCIÓN CONSTITUCIONAL, 2022), que no logró convertirse en la Nueva Constitución de Chile tras su rechazo en el plebiscito de salida del 4 de septiembre de 2022 (SERVEL, 2022), deja, además de dudas sobre los procesos de información-desinformación en la esfera pública (véase Roberto GARGARELLA, 2022), reflexiones sobre la redistribución y reconocimiento en la teoría política.

En ese contexto, el objetivo del presente artículo es situar las reflexiones teóricas en torno a la redistribución y el reconocimiento en dicho estudio de caso, contextualizándolas como debates centrales en la construcción de los Estados Democráticos de Derecho y, particularmente, revisar los aportes que pensadoras feministas han hecho sobre el tema.

La propuesta constitucional chilena de 2022 recogía abiertamente reivindicaciones de grupos excluidos históricamente del debate público, principalmente pueblos originarios, movimientos ecologistas y feministas (BBC NEWS MUNDO, 05/09/2022). El proyecto consagraba de manera central el principio de igualdad sustantiva, específicamente la igualdad de género para mujeres, niñas, diversidades y disidencias sexuales; a la vez, consagraba una democracia paritaria, establecía principios de interseccionalidad, plurinacionalidad, pluralismo jurídico cultural, interculturalidad y promovía acciones afirmativas, como la paridad de género en los órganos públicos y escaños reservados para pueblos indígenas en diversos órganos colegiados (CONVENCIÓN CONSTITUCIONAL, 2022, arts. 1, 6, 11, 25, 35, 40, 44, 61, 92, 108, 161, 165, 190, 254, 297, 311, 312, 343, 344, 350, 387, 162, 252, 387).

Las voces críticas a esa concepción de la igualdad han señalado que lo que se rechazó en el plebiscito de salida fue una propuesta que atentaba contra la unidad nacional (CIPER CHILE, 04/10/2022), que se habrían rechazado reivindicaciones identitarias que contrariaban los principios de unidad construidos desde la ciudadanía universal (EL PAÍS, 19/12/2022).

Si bien en la deliberación política chilena existía un aparente consenso sobre la necesidad de redistribución y de avanzar hacia un Estado social y democrático de derecho (UCHILE CONSTITUYENTE, 01/12/2022), existían cuestionamientos profundos sobre la importancia del reconocimiento de identidades diferenciadas.

En este sentido, este trabajo revisa, desde la teoría política feminista, los debates contemporáneos en relación con las llamadas luchas por el reconocimiento de las diferencias dentro de un Estado liberal, y busca acercar la reflexión teórica sobre la igualdad, identidad y diferencia a dos nociones aparentemente contrapuestas: redistribución y reconocimiento.

Así, este trabajo presenta una mirada sobre dichos debates: primero, se acerca a las justificaciones de un reconocimiento diferenciado dentro de un Estado Democrático a propósito de los cuestionamientos abiertos en el primer proceso constituyente de 2022 en Chile; en segundo lugar, revisa desde la perspectiva feminista el marco teórico de la igualdad como principio que fundamenta la unidad en la heterogeneidad del espacio público; y, finalmente, enmarca el reconocimiento de la diferencia en la construcción del Estado Democrático de Derecho.

1. Los debates en el Estado de Derecho

La configuración de un Estado Social de Derecho comienza a desarrollarse cuando se cuestiona la aparente neutralidad del Estado liberal como elemento para satisfacer las exigencias de libertad e igualdad reales (Antonio Enrique PÉREZ LUÑO, 1984). En ese contexto, en la configuración de un Estado Social, es donde aparecen dos conceptos clave: redistribución y reconocimiento.

A primera vista, las reivindicaciones de redistribución se centran en eliminar las injusticias definidas socioeconómicamente; mientras que las reivindicaciones por reconocimiento se centran en eliminar las injusticias definidas como culturales. Ambas reivindicaciones se entendieron como paradigmas de justicia social diseñados de manera excluyente (Patricia MUÑOZ-CABRERA; Patricia DUARTE RANGEL, 2018).

Mientras que la idea de redistribución proviene de la tradición liberal, en particular de su rama anglo-norteamericana de finales del siglo XXI, que se enriqueció en la década de los 70 y 80 con los desarrollos de la justicia distributiva de filósofos como John Rawls y Ronald Dworkin, la noción de reconocimiento es protagonizada de manera contemporánea por filósofos multiculturalistas como Charles Taylor (Nancy FRASER; Axel HONNETH, 2018).

Las reivindicaciones redistributivas se centran en la búsqueda de una distribución más justa de recursos, mientras que las reivindicaciones de reconocimiento se centran en las diferencias sociales, como las raciales y sexuales (FRASER; HONNETH, 2018). Si bien se habían planteado como contrapuestas, Nancy Fraser, desde una teoría feminista, postula que ambas reivindicaciones son elementos de justicia social que las sociedades contemporáneas no pueden pasar por alto. En línea con una comprensión del feminismo interseccional, Fraser sostiene que existe una falsa antítesis entre redistribución y reconocimiento, pues en la actualidad una teoría de la justicia social exigiría ambos elementos, dado que ambas dimensiones de la justicia por separado no serían suficientes (FRASER; HONNETH, 2018).

Se plantea, entonces, la necesidad de idear una concepción bidimensional de la justicia que pueda integrar tanto las reivindicaciones de igualdad social como de igualdad sustantiva. Desde tal perspectiva, las demandas de redistribución igualitaria y las de reconocimiento diferenciado no solo serían compatibles, sino que serían indispensables en su conjunto y se encontrarían fundamentadas en una concepción sustantiva de la igualdad y de una comprensión interseccional de la desigualdad.

Las teorías feministas han contribuido precisamente a la configuración de ambas nociones, tanto la igualdad sustantiva pensada por Catharine Mackinnon (1995) como la interseccionalidad aportada por Kimberle Crenshaw (1989) han podido profundizar estos debates, logrando aportar a la construcción de teorías del Estado, del derecho y de las democracias.

Al aportar un análisis situado del poder, las teorías feministas han permitido explicar la existencia de diversas fuentes de desigualdad estructural que convergen interseccionalmente y que, por ello, tales desigualdades estructurales no puedan combatirse únicamente con una noción de justicia distributiva o sólo por medio de una política de reconocimiento (Máriam MARTÍNEZ BASCUÑÁN, 2012), sino que las democracias justas requerirían de la construcción de justicia por medio de la habilitación de espacios políticos que reconozcan las diferencias, donde todas las personas puedan acceder al debate público.

En este sentido, Iris Marion Young (2000) entenderá la democracia como el conjunto de condiciones institucionales que hacen posible que todas las personas adquieran capacidades y las utilicen satisfactoriamente para participar en la toma de decisiones y para expresar sus sentimientos, experiencias y perspectivas sobre la vida social.

Esta forma de entender la democracia se cimienta, por una parte, en la construcción de justicia social para satisfacer las necesidades básicas de todas las personas; pero, por otra, en la participación en la discusión pública y en los procesos de toma de decisiones (YOUNG, 2000). De allí que no solo la redistribución sea necesaria para la justicia, sino también se requiere el reconocimiento de las diferencias para permitir habilitar el diálogo igualitario en la esfera pública.

De este modo, para eliminar las desigualdades estructurales que producen injusticias sociales o procesos socioestructurales de injusticia (YOUNG, 2011), se requiere del reconocimiento explícito de las diferencias en el ámbito público, es decir, un reconocimiento no solo retórico, sino aquel que permita compensar a las personas de aquellas desventajas sociales y políticas que les han generado sus diferencias.

En este segundo punto, el reconocimiento político de la diferencia no es una discriminación o privilegio, como se sostuvo en la discusión pública chilena por quienes eran detractores de un reconocimiento diferenciado (CIPER CHILE, 03/08/2022), pues precisamente, como dirá Mackinnon (1995), para que un tratamiento diferenciado sea considerado discriminatorio, los sexos (y las etnias) deben estar primero situados similarmente, cuestión que no ocurre ni en la sociedad ni el ordenamiento jurídico chileno.

1.1 El derecho como espacio de poder en disputa

Las reivindicaciones feministas en Chile, con una larga historia de experiencias políticas y organizacionales, se rearticularon en el escenario nacional desde el año 2007 para dar inicio a lo que puede considerarse un nuevo ciclo de movilizaciones (Silvia Lamadrid ÁLVAREZ; Alexandra Benitt NAVARRETE, 2019). Con creciente protagonismo, emergieron dentro de los movimientos estudiantiles y les aportaron demandas que convergieron en el mayo feminista de 2018 (Camila PONCE LARA, 2022). Esas luchas por el reconocimiento de los movimientos feministas permitieron posicionar temas de género en el debate público (ALVAREZ; NAVARRETE, 2019), principalmente reivindicaciones relacionadas con la igualdad de género, la paridad y los derechos humanos de las mujeres, las que se proyectaron en el proceso constituyente de 2022.

El primer momento constituyente, abierto con el acuerdo político de 2019, significó por tanto un espacio para posicionar las reivindicaciones feministas en el campo del poder jurídico; en tanto el derecho y, en especial, un texto constitucional, configuran una herramienta de poder determinante (Michel FOUCAULT, 2002).

Las teorías críticas en general y los feminismos legales en particular explican que el Derecho no es neutral, sino que es patriarcal y androcéntrico, que estaría identificado con lo masculino, considerándose racional, objetivo, abstracto y universal, tal cual como los hombres se consideran a sí mismos, y valorándose como superiores tales características (Frances OLSEN, 2000).

Las diferencias jerárquicas son graficadas claramente por Frances Olsen (2000), quien explica que la sociedad occidental se mueve en una estructura dual de pensamiento, de pares opuestos, como racional/irracional, activo/pasivo, objetivo/subjetivo, universal/particular, entre otros. Sin embargo, todos estos dualismos no son neutrales, sino que estarían jerarquizados, pues se le atribuye a uno superioridad por sobre el otro, y estarían sexualizados, de modo que se le atribuye uno a lo femenino y se identifica otro con lo masculino, donde lo jerárquicamente superior es identificado con lo masculino, mientras lo jerárquicamente inferior es atribuido a lo femenino.

Así, el derecho cristaliza el poder masculino, ejerce un tipo de control social formalizado (María José AÑÓN et al., 2020), establece determinados comportamientos como lícitos y otros como ilícitos y genera estructuras desiguales de poder entre los sexos-géneros. De este modo, el derecho se conecta con el control social mediante la represión de conductas indeseables, la vigilancia de dichas conductas y el castigo. Por ello, Michel Foucault (2002) explica, a propósito de la historia de los castigos, que los métodos punitivos son técnicas específicas del campo más general de los demás procedimientos de poder.

En esta línea, Catharine Mackinnon (2018) sostiene que cada cualidad que distingue a los hombres de las mujeres está compensada afirmativamente en la sociedad. Explica, por ejemplo, que es la fisiología de los hombres la que define la mayoría de los deportes; sus necesidades definen la cobertura de los seguros de salud; sus biografías definen las expectativas laborales y los modelos profesionales exitosos; sus experiencias y obsesiones definen el mérito; su imagen define a dios; y así, suma y sigue.

El poder jurídico produce diferencias reales e imaginarias que generan desigualdades y, en ese sentido, su teoría de la dominación entiende que la pregunta sobre la igualdad es una pregunta sobre la distribución del poder. El género es una cuestión de poder, específicamente de supremacía masculina y subordinación femenina, que logra transformar una distinción sexual en una desigualdad jurídica (MACKINNON, 2018). El derecho, al reproducir estas diferencias, consolida las distintas jerarquías del poder y reproduce la dominación patriarcal.

En este sentido, ya afirmaba Kate Millett (2021) que el patriarcado es una ideología dominante que no admite rival, pues ningún otro sistema ha ejercido un control tan completo; es el rasgo más característico y primordial de la sociedad. El patriarcado gravita sobre la institución de la familia, que es un espejo de la sociedad y su lazo de unión, su principal instrumento y pilar; sin embargo, esta ideología también cuenta con el apoyo de la fuerza, del Estado y del derecho, y de ello daría cuenta el análisis histórico que demuestra que la mayoría de los patriarcados se han implantado por la fuerza por medio de su legislación.

Por ello, cuando los movimientos feministas impulsan el reconocimiento de las diferencias en Chile, no solo las sexuales y de género, sino también las étnicas y culturales, lo que hacen es colocar en el debate público las exigencias de justicia social más allá de la redistribución e incorporarlas en el plano de la disputa de poder en el derecho. Al incorporar estas demandas en el proceso constituyente chileno, introducen el cuestionamiento al patriarcado al interior de la fuerza institucionalizada y abren en el espacio jurídico un cuestionamiento al poder patriarcal.

1.2 La justificación del reconocimiento dentro de un Estado Democrático

Un Estado Social de Derecho que busque regular sociedades justas deberá consagrar el reconocimiento de las diferencias, la pregunta que cabe hacerse es cuándo las reivindicaciones de reconocimiento se encuentran justificadas.

En tal sentido, Nancy Fraser sostiene que no todas las reivindicaciones pueden ser razonables, ni las de reconocimiento ni las de redistribución. Por ello, estima que en ambos casos se necesita una relación de criterios y procedimientos para distinguir las reivindicaciones justificadas de las que no lo son (FRASER; HONNETH, 2018).

Quienes teorizan sobre la justicia redistributiva han buscado criterios para determinar los caminos y su justificación, como maximizar la utilidad, normas procedimentales, la ética del discurso, etc.; en cambio, las teorías del reconocimiento se han demorado en abordar este tema. Por ello, Fraser propone un enfoque particular que apela a la paridad participativa como norma de evaluación de la pertinencia de estas reivindicaciones, con independencia de si se trata de una cuestión de redistribución o de reconocimiento (FRASER; HONNETH, 2018) y, en tal sentido, la paridad participativa constituye una potente norma justificativa.

Sostiene que las personas que reclaman deben demostrar que los marcos regulatorios vigentes les impiden participar en igualdad de condiciones con otras personas. Así, quienes reclamen por redistribución tendrán que justificar que las reglas económicas vigentes les niegan las condiciones objetivas necesarias para la paridad participativa; mientras que quienes deseen justificar el reconocimiento de sus diferencias deberán demostrar que los patrones institucionalizados de valor cultural les niegan las necesarias condiciones intersubjetivas para participar en igualdad de condiciones en la esfera pública. Luego, se debe demostrar que los cambios sociales que se pretenden alcanzar se logran realizar con acciones afirmativas que configuran esta paridad de participación. En este sentido, quienes reclamen redistribución deben demostrar que las reformas económicas que defienden sentarán las condiciones objetivas para la plena participación de aquellos a quienes se les niega en las actuales condiciones, pero sin introducir disparidad en otras dimensiones; y las personas que reclamen por reconocimiento deberán demostrar que los cambios socioculturales e institucionales que se plantean establecerán las condiciones necesarias para alcanzar la justa participación, sin crear otras disparidades injustificables (FRASER; HONNETH, 2018).

Fraser advierte, sin embargo, que esta paridad participativa no puede ser aplicada monológicamente, como un solo procedimiento de decisión a modo de algoritmo, sino que la decisión debe determinarse dialógicamente, por medio de argumentos en los que se tamicen con rigor los juicios contradictorios y se sopesen las interpretaciones rivales.

Entonces, las reglas propuestas por Fraser deben aplicarse dialógica y discursivamente por medio de procesos democráticos de participación en el debate público.

Ello se condice con el momento constituyente vivido en Chile (BREVIS-CARTES, 2022 y cómo las reivindicaciones feministas lograron introducir en el debate público temas relacionados al reconocimiento de las diferencias sexo-genéricas, logrando primero introducir la paridad en la elección del órgano Constituyente y, luego, la consagración de una serie de reconocimientos en la Propuesta Constitucional de 2022 (CONVENCIÓN CONSTITUCIONAL, 2022).

Ese proceso deliberativo es un proceso aún abierto, donde se ha de evaluar la justificación del reconocimiento político de la diferencia. Sin embargo, la calidad del debate actual puede ser cuestionada, atendido a que el segundo proceso constituyente de 2023 se encuentra cooptado por la institucionalidad política, que colocó bordes y límites a la deliberación pública (CHILE, 2023), lo que se cristalizó en una propuesta de reforma constitucional también rechazada.

2. El reconocimiento político de lo personal en el espacio público

La democracia entendida no solo desde una perspectiva formal, sino también desde una noción sustancial, como mecanismo de justicia social que permite reconocer que en el espacio público se construye la posibilidad de que las personas sean efectivamente capaces de expresar sus perspectivas sobre la vida y no solo tomar decisiones (YOUNG, 2000).

En tal sentido, la visibilización en el espacio público de la particularidad, de lo que había estado relegado a lo privado, como la experiencia corporal, la expresión de género, afectiva, o lo sexual, permitiría precisamente la inclusión. Este reconocimiento político de lo que parecía privado y personal es lo que lograría articular una democracia sustancial en el Estado de Derecho actual, que incorpora la noción de justicia social (Rafael DE ASÍS ROIG, 2006).

Bajo esta lógica, Young postulará una concepción del espacio público como espacio heterogéneo, donde el reconocimiento de la diferencia permite precisamente la expresión de la pluralidad y la democratización del espacio público (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2013). En tal sentido, Young (2000) afirma que solo cuando los grupos oprimidos tienen real capacidad para expresarse en la esfera pública en igualdad de condiciones con otros grupos podrá lograrse la eliminación de la dominación.

El reconocimiento, entonces, es un medio para alcanzar la justicia social y no solo la satisfacción de una necesidad humana de reconocimiento, como planteaba Charles Taylor (2009). En este sentido, para Fraser, precisamente, el reconocimiento debe tratarse de una cuestión de justicia y no de autorrealización; es un tema que se sitúa en la construcción de la democracia, en la teoría de la justicia, en los principios que las sociedades deben adoptar para alcanzar la justicia social. Por ello, Fraser rechaza la idea disyuntiva entre un paradigma distributivo y un paradigma de reconocimiento, pues ambos están estrechamente relacionados y se debe adoptar una concepción bidimensional basada en que ambas son cuestiones propias de la justicia social (FRASER; HONNETH, 2018).

Siguiendo un enfoque que denomina “dualismo perspectivista” (FRASER; HONNETH, 2018, p. 63), sostiene que la redistribución y el reconocimiento no corresponden a dos dominios sociales: economía y cultura, sino que constituyen dos perspectivas analíticas relacionadas. Por ejemplo, las políticas redistributivas pueden reducir el reconocimiento erróneo, pues las formas de reconocimiento erróneo estarían en muchos casos íntimamente ligadas a las condiciones económicas, como es el caso de mujeres, diversidades y disidencias sexo-genéricas que sufren graves perjuicios económicos a consecuencia de la subordinación de estatus, de modo que las medidas asociadas con el reconocimiento pueden mitigar la mala distribución (FRASER; HONNETH, 2018).

2.1 El fundamento del reconocimiento de las diferencias en la esfera pública

Según lo que se viene señalando, el reconocimiento político de la diferencia se configuraría como un principio de justicia social, que en un Estado de Derecho debiera tener su máxima consagración en un texto constitucional.

Ahora, recogiendo el análisis de las teorías iusfeministas, es posible colocar de relieve que el derecho se estructura histórica y teóricamente desde jerarquías patriarcales (Saúl Edmundo GÓMEZ MOLINA, 2020), es decir, adopta el punto de vista masculino (MACKINNON, 1995). En ese contexto, ya en los orígenes de la construcción teórica del Estado liberal se establecían dos esferas separadas e independientes: por un lado, lo público y, por otro, lo privado, con funciones opuestas en cada una de ellas para hombres y mujeres (Diana MAFFÍA, 2007). En este sentido, la célebre frase acuñada por las feministas de la segunda ola (Danila SUÁREZ TOMÉ, 2020), que lo personal es político, tiene también enormes alcances en los debates actuales sobre el reconocimiento de la diferencia en los Estados de Derecho.

La fractura entre razón y sentimiento aparece en el ámbito de la teoría política moderna bajo la distinción entre el interés general, como lo universal, la ciudadanía, la unidad de la nación, que excluye o relega a lo privado los intereses particulares que poseen los individuos, como mujeres, indígenas, afrodescendientes, etc.

Bajo esa lógica, lo público es caracterizado como lo racional e imparcial, lo neutral y unitario; mientras que en lo privado se desarrollan aspectos referidos a los deseos individuales y se caracteriza con elementos del cuerpo y los sentimientos (MARTÍNEZ BASCUÑÁN, 2012) que dan cuenta de lo individual y fragmentario, y que, por lo tanto, se espera que queden excluidos de la esfera pública y sus consideraciones democráticas.

Así, la unidad se sustenta en un imaginario del espacio público que excluiría todas las características asociadas a la expresión de lo particular, de lo “identitario”, del deseo o los sentimientos. Por ello, algunas posturas políticas miran en el espejismo de la ciudadanía homogénea el resguardo de un ideal de unidad e igualdad política (EL MOSTRADOR, 14/07/2021) y, por ello, se desarrollan teorías que cuestionan lo que denominan identitario, dado que atentaría contra la igualdad liberal, al consagrar en el espacio público las particularidades de lo racial, sexual o étnico (Carlos PEÑA, 2022).

Sin embargo, lo que hace este imaginario de unidad y neutralidad de lo público es en realidad excluir a aquellos grupos sociales que no se corresponden con las características particulares que se presentan como generales y comunes (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2013). Desde lo abstracto se desarrolla una concepción de unidad fundada en realidad en una particularidad. Como han venido explicando las pensadoras feministas, la aparente unidad y neutralidad del espacio público esconde un imaginario del hombre blanco, burgués y heterosexual.

La estructura de un Estado liberal es un imaginario construido desde un universal que en realidad refleja una particularidad, un ideal dominante, que excluye a determinadas personas y grupos que no calzan con ese imaginario de lo universal.

Es posible plantear que las alternativas frente a ello son: la homogenización por medio de la asimilación, lo que atentaría contra el principio de libertad; la defensa de la neutralidad en base a una comprensión formal del principio de igualdad, lo que generaría un problema estructural de exclusión democrática; o bien, el reconocimiento de diferencias y medidas que remedien las desigualdades derivadas de aquellas diferencias, como una manifestación del principio de igualdad material o sustantiva.

Esto hace que tome especial sentido aquella proclamación feminista de que “lo personal es político”, pues esa frase coloca de manifiesto que la separación entre la esfera privada y la esfera pública es un mecanismo de exclusión de la diferencia, que ha quedado aparentemente relegada a lo personal, a “lo otro”, pero que genera impacto en lo público, en lo político, pues genera una lógica dentro-fuera, genera exclusión. En este sentido, Kate Millett (2021) afirmaba que el dominio sexual, aun cuando resulta casi imperceptible, es la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura. Ello se debería al carácter patriarcal de la sociedad, donde las mujeres ocupan un número tan menor en los cargos que ni siquiera pueden aspirar a constituir una muestra representativa. Esta dominación que nombra como política sexual es objeto de reproducción en virtud de la socialización de ambos sexos, estructurada en el prejuicio de la superioridad masculina.

Cuando el Estado se construye sobre el imaginario de la neutralidad en la esfera pública y fundamenta lo público sobre una ciudadanía abstracta y homogénea, lo que genera en realidad es que todas aquellas personas que no se adaptan al imaginario de lo “normal” y “neutral” quedan, en los hechos, excluidas de esa esfera pública. El problema, entonces, es que esa normalidad es en realidad una construcción androcéntrica, masculina. En tal sentido, la neutralidad y la unidad construidas sobre una igualdad abstracta no hacen más que reforzar las desigualdades sexo-genéricas, en la medida en que contienen una disposición estructural de desigualdad (MACKINNON, 1995, p. 412).

Un Estado ciego a las diferencias no permite, entonces, evitar que algunos grupos sigan siendo excluidos y, por ello, es cuestionable la búsqueda de una consagración constitucional de unidad homogénea, como la pretendida en el nuevo acuerdo político del proceso constituyente chileno de 2023 (EL PAÍS, 13/12/2022).

La unidad basada en la neutralidad no hace más que perpetuar la exclusión política. En este sentido, es posible sostener que el reconocimiento político de la diferencia responde no solo a una reivindicación puntual, sino a un imperativo democrático.

2.2 La heterogeneidad desde las concepciones de la igualdad

El reconocimiento de las identidades diferenciadas en la esfera pública sería una exigencia indispensable para posibilitar la libertad del individuo, desde la perspectiva de Taylor, y un imperativo para alcanzar la justicia social, desde la perspectiva de Young.

Charles Taylor (2009) introduce la noción de política de la diferencia en los Estados liberales, que estructura desde el concepto de identidad. Según explica el autor, cada persona debe ser reconocida por su identidad única, pues esa identidad es formada por la interacción del individuo con otros, en un reconocimiento recíproco; por tanto, un Estado debe velar por que se reconozca la identidad única del individuo o del grupo, como distinta de todos los demás (p. 71), pues ello protegería la libertad. Iris Marion Young (2000), por su parte, considera también que la identidad es producto de procesos y relaciones sociales (p. 51) y, por ello, para un Estado Social de Derecho el reconocimiento de la identidad es indispensable, pues interviene en la construcción de democracia.

Explica Taylor que el liberalismo clásico, que hacía sinónimo de igualdad a la homogeneidad, toma una senda distinta para dar respuesta a las críticas de las teorías comunitaristas y desarrolla un liberalismo de la diferencia, que comprende la igualdad ya no como sinónimo de uniformidad, sino como antagónico de la desigualdad.

En este sentido, Taylor (2009) explica que mientras el liberalismo clásico desarrollaba la política de la dignidad universal para combatir la discriminación de manera ciega a las diferencias de las personas, la política de la diferencia redefine la no discriminación, exigiendo que se haga una distinción para generar un tratamiento diferenciado , precisamente para no generar desigualdad de resultado.

Desde este nuevo paradigma, la igualdad no se opone a la diferencia, sino que lo opuesto a la igualdad es la desigualdad, y para combatirla, se deben mirar las estructuras que la generan. Por ello, la política de la diferencia pone su mirada en diferencias estructurales provocadas por el género, la raza, la sexualidad y la capacidad (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2012).

La igualdad formal o igualdad ante la ley, desarrollada en el ámbito del pensamiento liberal clásico, se articula en tres dimensiones, según explica Gregorio Peces-Barba (2004): una primera dimensión es la de la igualdad como generalización, que busca la superación del privilegio y que tiene como supuesto que la norma jurídica está dirigida a un ser humano en abstracto. Una segunda dimensión que se refiere a la igualdad de procedimiento, que supone unas reglas generales, previas y abstractas para resolver conflictos. Una tercera dimensión es la de trato formal, que con carácter general supone que hay que tratar igual a los iguales y se expresa en el principio de no discriminación.

Sin embargo, esta libertad de trato puede tener otra dimensión, la de trato formal como diferenciación, que es un elemento de conexión con la igualdad material, en tanto considera una regulación jurídica distinta para quienes se encuentren en situaciones desiguales y que, si bien no se trata de una igualdad material, “abre la puerta a reflexiones sobre criterios de redistribución general que faciliten la satisfacción de necesidades importantes” (PECES-BARBA, 2004, p. 184). La igualdad material, por su parte, es un signo distintivo del Estado Social de Derecho, que no se sitúa en el ámbito meramente legal, sino que mira la realidad social.

Mackinnon (2018) explica, en este sentido, que el mandato jurídico de trato igualitario se convierte en una cuestión de tratar igual a los semejantes y desigual a quienes no son semejantes. No obstante, bajo un mayor escrutinio surgen dos caminos alternativos hacia la igualdad para las mujeres: el principal es buscar ser lo mismo que los hombres, que denomina neutralidad de género; y, por otro lado, está el enfoque de la diferencia, que le da un trato diferente a las mujeres porque reconoce la diferencia existente en la realidad y genera, por tanto, la regla de protección especial. Sin embargo, ella plantea un tercer enfoque, el enfoque de la dominación, que complementa la diferencia dándole la explicación sobre las estructuras desiguales de poder.

De este modo, la noción de un Estado neutro, construido bajo la lógica de una igualdad formal, buscaba mantener un punto de vista aparentemente imparcial. Desde allí se desarrolla la idea de ciudadanía, como una noción abstracta y general. Sin embargo, en realidad esta idea, desde un punto de vista histórico y conceptual, era excluyente de aquellas personas identificadas con el cuerpo y los sentimientos, como mujeres, personas negras, indígenas, etc. (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2012).

En este sentido, el ciudadano universal es precisamente un hombre blanco y burgués, y en esas imágenes culturales, los aspectos desordenados, inciertos, sexuales y corporales eran excluidos del imaginario de ciudadanía (YOUNG, 2000).

Por ello, la igualdad como fundamento del Estado Social de Derecho “no puede ser el igualitarismo que disuelve al individuo en la comunidad, porque ese punto de vista desconoce la autonomía” (PECES-BARBA, 2004, p. 185). La igualdad material o sustantiva pretende dar igual peso a todas las personas, situadas en distintas circunstancias, y debe, por tanto, reconocer en la esfera pública sus diferencias.

Por ello, la búsqueda de unidad en lo público alegada en el primer proceso constituyente chileno por quienes cuestionaban el reconocimiento de las diferencias apuntaba precisamente a una idea de espacio público homogéneo construido desde la Ilustración (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2012), que no hace más que desempolvar la vieja noción de igualdad formal.

El problema es que una sociedad construida sobre un imaginario de unidad basado en una aparente homogeneidad es una sociedad ficticia que, al negar bajo el manto de lo abstracto las diferencias, coloca entre paréntesis problemáticas reales y genera inevitablemente prácticas sistemáticas de injusticia basadas en la exclusión (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2012). Un afán de unidad construido desde nociones de ciudadanía homogénea no solo es excluyente de lo que difiere del mandato androcéntrico y patriarcal como se viene señalando, sino que además lo que hace es generar una lógica de exclusión de lo diferente. Por ello, la pretensión de unidad como justificación del no reconocimiento de la diferencia no es más que una máscara que oculta una realidad de exclusión.

3. El reconocimiento como elemento democrático

Como se viene argumentando, incluir el reconocimiento político de la diferencia en una democracia permitiría romper con la distinción adentro y afuera de la que habla Young, pues posibilitaría la expresión de todos los intereses, opiniones y críticas (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2012), y, por ello, sería un mandato indispensable en la profundización de un Estado democrático.

Desde el análisis feminista que realiza Young, la diferencia significa particularidad, heterogeneidad del cuerpo, de la afectividad, pluralidad de relaciones lingüísticas y sociales. Young (2000) critica la negación de esa diferencia en el espacio público, en tanto sostiene que ello contribuye a la opresión de ciertos grupos sociales.

Desde una perspectiva democrática, entonces, el reconocimiento político de la diversidad sexo-genérica, y otras diversidades, permite la inclusión no homogeneizadora. La inclusión sería precisamente la participación en el proceso de decisión democrática bajo condiciones de no dominación.

Esa no dominación se refiere a la oportunidad de expresar los deseos e intereses particulares, sin que estos queden amortiguados por un universalismo homogeneizador que en realidad termina por privilegiar un imaginario de lo normal sobre el cual se construye la ciudadanía y el Estado aparentemente neutro.

La democracia, siguiendo esta lógica, se materializa como resultado de las diferentes aspiraciones de diversos grupos sociales y no a pesar de sus diferencias.

La política de la diferencia, por tanto, haría necesario abrir nuevos espacios dentro de lo público, dentro de las democracias, de los Estados de Derecho, que posibiliten manifestaciones políticas más heterogéneas para incorporar otros intereses y perspectivas a las ya tradicionales. Ese espacio se abrió en el proceso constituyente de 2022 y, según las visiones críticas, se ha vuelto a cerrar en el nuevo proceso constituyente de 2023 (EX-ANTE, 27/12/2022).

La eliminación de las desigualdades estructurales pasa por el reconocimiento expreso en el espacio público de las diferencias; por ello, no bastaría con la redistribución, porque ella encubre aspectos importantes sobre la justicia, al transformar cuestiones de poder y de derechos en temas de reparto (MARTÍNEZ-BASCUÑÁN, 2012), es decir, no apuntaría a la raíz del problema de la desigual distribución de oportunidades, que es de índole estructural, de relaciones desiguales de poder en términos de inclusión-exclusión.

Reconocer políticamente las diferencias supone, desde luego, un debate público y un proceso constituyente, que es una oportunidad propicia para ello.

Conclusiones

En el debate político chileno, en medio del primer proceso constituyente de 2022 y como salida a un estallido social, se situó como tema central el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales, propiciando la redistribución bajo el paraguas de un anhelado Estado Social de Derecho. En ese mismo contexto, se abrió el debate hacia el reconocimiento político de las diferencias, con especial énfasis en las diferencias sexo-genéricas y étnico-culturales, a propósito de movimientos indígenas y feministas que estuvieron presentes en la emergencia social de los años previos.

Así, se abrió paso a un debate sobre la consagración del principio de redistribución en la democracia chilena, pero se generaron mayores reparos hacia el reconocimiento de las diferencias, situándose la política contingente en el clásico debate del paradigma de la redistribución y el reconocimiento.

En el inicio del nuevo proceso constituyente chileno de 2023, y luego del rechazo de la primera Propuesta de Constitución, se ha intentado centrar el problema de la justicia social en cuestiones de redistribución, dejando en segundo plano el reconocimiento de las identidades diferenciadas.

Bajo la lógica de la búsqueda de la unidad en el espacio público, se levanta nuevamente el estandarte de unidad bajo un Estado neutral; sin embargo, la negación de la diferencia no hace más que reproducir exclusiones y perpetuar la lógica dentro-fuera. Se deja dentro a un imaginario de ser humano aparentemente universal, pero que en realidad se identifica con un imaginario de hombre, blanco y heterosexual.

Precisamente el análisis feminista del espacio público permite develar que la aparente unidad en la homogeneidad no hace más que esconder la universalización de características particulares que excluyen, que generan la dicotomía dentro-fuera. En tal sentido, el feminismo vino a visibilizar la no existencia de lo neutro en el espacio público.

La idea de ciudadanía homogénea, que se desarrolló en Europa en el siglo XIX, no es neutral, sino que es excluyente. En tal sentido, aferrarse a la idea de una ciudadanía homogénea que permite la adjudicación universal de derecho es una falacia.

La idea de lo universal versus lo particular, donde la pretensión de lo universal se asocia a la ciudadanía homogénea, sería precisamente una falacia, porque la noción de ciudadanía se ha construido desde las características de un hombre blanco, heterosexual, y lo que hace es enmascarar a los grupos dominantes bajo el manto de lo universal y marginalizar a las personas que se asocian a la particularidad, a lo otro.

Los privilegios se recubren bajo el velo de la neutralidad y la unidad. Es por ello que el reconocimiento político de la diferencia en la esfera pública permite profundizar en el principio de igualdad sustantiva. Este reconocimiento permite consagrar una idea moderna de Estado Democrático de Derecho, que exige el desarrollo de medidas especiales que equilibren la balanza de la justicia. El reconocimiento no solo constitucional, sino también la incorporación política de la diferencia en el espacio público se configura como inclusión, ya que permite la democratización del diálogo político.

En tal sentido, siguiendo a Young, los cuestionamientos a ese reconocimiento jurídico de las diferencias sexo-genéricas, pero también étnico-culturales, pueden explicarse dentro del marco general de pugna del poder y la búsqueda por perpetuar las desigualdades bajo el manto de la aparente neutralidad del Estado-Nación y la ciudadanía universal.

El reconocimiento de identidades diferenciadas al interior del Estado, de ciudadanías diferenciadas, es una cuestión de justicia social, no solo una necesidad para la realización personal. Las relaciones de diálogo igualitario parten necesariamente por el reconocimiento de las diferencias en la esfera pública y solo ese diálogo igualitario permite la construcción de democracia; es, por tanto, no una posibilidad sino un imperativo en los Estados Democráticos de Derecho.

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  • Como citar este artículo de acuerdo con las normas de la revista:
    BREVIS-CARTES, Priscilla. “Redistribución y reconocimiento en el proceso constituyente chileno”. Revista Estudos Feministas, Florianópolis, v. 33, n. 3, e93186, 2025.
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    No se aplica.
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    No se aplica.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    22 Set 2025
  • Fecha del número
    2025

Histórico

  • Recibido
    01 Mar 2023
  • Revisado
    23 Ene 2025
  • Acepto
    24 Mar 2025
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