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EL MALESTAR ANTROPOLÓGICO. ATAJOS INTELECTUALES Y VULNERABILIDAD EN UN TRABAJO DE CAMPO CON LA POLICÍA * * Agradezco el trabajo de lxs evaluadores, que contribuyeron con sus comentarios y su lectura atenta a mejorar sustancialmente los argumentos de este texto.

O MAL-ESTAR ANTROPOLÓGICO: CAMINHOS INTELECTUAIS E VULNERABILIDADE EM UM TRABALHO DE CAMPO REALIZADO NA ESCOLA DE POLÍCIA

ANTHROPOLOGICAL DISCOMFORT: INTELLECTUAL SHORTCUTS AND VULNERABILITY IN FIELDWORK INVOLVING THE POLICE

Resumo

Este texto aborda três episódios de um trabalho de campo que fiz em uma escola de polícia argentina, que se referem à mesma pessoa e à mesma tensão: aos desconfortos próprios do trabalho de campo. Este artigo não faz uma reflexão sobre o mal-estar como uma ferramenta de conhecimento, nem sobre as maneiras pelas quais escolhemos resolvê-lo. Considerando que essa resolução implica frequentemente a primazia do teórico sobre o afetivo, este texto também reflexiona sobre as dificuldades apresentadas em nossas vulnerabilidades como antropólogos.

Palavras-chave:
antropologia; mal-estar; intelectualidade; afetividade; vulnerabilidade

Abstract

This paper discusses three episodes from a fieldwork carried out in an Argentinean police school, which allude to the same person and the same tension: the typical discomfort involved in fieldwork. This text is not as much a reflection on the discomfort as a tool of knowledge as it is a reflection on how we choose to resolve it. Considering that such solution frequently implies the priority of the intellectual over the affective, it also reflects on the difficulties that addressing our vulnerability as anthropologists continues to pose.

Keywords:
anthropology; discomfort; intellectuality; affection; vulnerability

Palavras-chave:
antropologia; mal-estar; intelectualidade; afetividade; vulnerabilidade

Keywords:
anthropology; discomfort; intellectuality; affection; vulnerability

Supongo que existe, en todo trabajo de campo, un instante de quiebre; el momento en que sale a f lote una tensión. Algunos han llamado a estos momentos “incidentes reveladores”: esos hallazgos que descubren no al investigador sino en el investigador los residuos de la fricción entre discursos proferidos y acciones observadas (Fernandez, 1990Fernandez, James W. (1990). Tolerance in a repugnant world and other dilemmas in the cultural relativism of Melville J. Herskovitz. Ethos: Journal of the Society for Psychological Anthropology, 18/2, p. 140-164.; Peirano, 2010Peirano, Mariza. (2010). Los antropólogos y sus linajes. Revista del Museo de Antropología, 3/1, p. 141-148.). Esos descubrimientos, aunque suene extraño decirlo, parecen suceder en el cuerpo, al modo de un pequeño shock: algo se tambalea con ese descubrimiento; algo se re-acomoda alrededor de él. Se trata, también podría decirse, de malestares. De pequeñas incomodidades, puntuales y aparentemente mínimas, que parecen surgir y desvanecerse, fugaces pero aún así intensas, en el trabajo de campo. Sabemos que son parte inherente a ese campo, a esa red de relaciones que tanto nos alegra como nos perturba. Sabemos también que volverlas interrogantes es el motor de la investigación antropológica (Epele, 2019Epele, María. (2019). Introducción. In: Epele; María & Guber, Rosana (comps.). Malestar en la etnografía. Malestar en la antropología. Buenos Aires: Ides, p. 1-8.; Guber, 2019aGuber, Rosana. (2019a). Epílogo: historizando y localizando malestares de ochos antropólogas-etnógrafas. In: Epele, María & Guber, Rosana (comps.). Malestar en la etnografía. Malestar en la antropología. Buenos Aires: Ides , p. 170-176., 2019bGuber, Rosana. (2019b). Malestares de digestión… de campo académico. In: Epele, María & Guber, Rosana (comps.). Malestar en la etnografía. Malestar en la antropología . Buenos Aires: Ides , p. 131-147.; Hernández, 2019Hernández, Valeria. (2019). Postura antropológica en tiempos de tecnociencia y espectáculo. In: Epele, María & Guber, Rosana (comps.). Malestar en la etnografía. Malestar en la antropología . Buenos Aires: Ides , p. 148-169.).

Este texto gira en torno a la reflexión de estos malestares en tanto herramientas analíticas, a partir de dos episodios puntuales de un trabajo de campo que realicé, durante dos años, en una escuela policial argentina -más un tercer episodio sucedido con posterioridad al trabajo de observación participante en esa escuela.1 1 La exposición del caso adolece expresamente de precisiones. Las vaguedades en tiempos e instituciones buscan resguardar identidades. El primer episodio tuvo lugar a poco de empezada la investigación. El segundo, después de haberla terminado. Enmarcan, ahora que lo pienso, una suerte de debut y despedida, en tanto ambos remiten a una misma persona y a una misma tensión. El primer episodio no hizo más que revelarla, forzándome a darle respuesta. El segundo, años después, vino a demostrarme lo insuficiente (o lo engañoso) de la respuesta que había ensayado, que lejos de cerrar una incomodidad, la había negado. Andando el tiempo, un tercer episodio la reabrió, imponiendo la necesidad de revisitar

- desde otra óptica- esos viejos interrogantes. Este trabajo es, en cierta medida, una reflexión sobre esas preguntas particulares del campo que -siguiendo a Gaztañaga (2019Gaztañaga, Julieta. (2019). ¿Etnografía y antropología? ¿Malestar en el ridículo? In: Epele, María & Guber, Rosana (comps.). Malestar en la etnografía. Malestar en la antropología. Buenos Aires: Ides , p. 25-47.)- elegimos no hacer. O que elegimos no contestar genuinamente. Aquellas que abandonamos.

Volver estos episodios inteligibles requiere de algunas contextualizaciones. En la escuela policial a la que me refiero pasaba, semanalmente, una importante cantidad de horas. Con esto quiero decir que mi estancia allí estuvo marcada por relaciones frecuentes y cotidianas - con alumnos, docentes y personal administrativo. También con el director del establecimiento, quien se vanagloriaba de haberme adoptado -y las palabras son suyas- como “la antropóloga de la casa”. Es el vínculo establecido con él el que se encuentra en el centro de los episodios que mencionaba.

Había llegado a este comisario de alta jerarquía de casualidad. Yo, que andaba preocupada porque no conseguía cómo entrarle al campo y el tiempo de mi beca doctoral corría,2 2 El texto que sigue se comprenderá mejor si se tiene en cuenta que relata los pasos de mi primera investigación de largo alcance, desarrollada hace ya veinte años. llegué una mañana a la escuela, segura de estar iniciando, ese día, un contacto que -como muchos otros anteriores- solo quedaría en veremos. Esperé en la antesala de su oficina a que llegara. Era una habitación con mucha madera en las paredes, unos sillones marrones, alguna que otra planta de plástico y una repisa cerrada con la Virgen creo que de Luján. La secretaria se asomaba cada diez minutos. Salía a fumar un cigarrillo al pasillo, me ofrecía mate, me preguntaba cómo iba la espera, me tranquilizaba diciéndome que el director ya estaba al caer.

Cuando el director llegó, entré directamente con él a su oficina. Nos presentamos, charlamos, tomamos los mates que cada un par de minutos nos traía, cebados, la secretaria de antes. Sobrevino un rato de conversación salteada. Y luego, de sopetón, me soltó la pregunta: ¿quería empezar las observaciones en la escuela en ese mismo momento? Dije que sí, alegre y sorprendida en partes iguales, y me vi inmediatamente escoltada a una clase a la que habría de concurrir por el próximo par de años.

Fui, durante ese tiempo, eso mismo que él me había propuesto: la antropóloga de la escuela. El título suponía una especie de carta blanca para deambular por los pasillos -literales y figurativos- de la escuela. También una suerte de “derecho” a ser partícipe de todo lo que allí ocurría. Porque tal acceso no solo garantizaba charlas y mates cebados en su oficina por la secretaria. Suponía también invitaciones a eventos relacionados con el campo: visitas a otras escuelas, sitios preferenciales en conferencias, convites a debates con alumnos. “Esta es tu casa”, me repetía el director cada vez que yo titubeaba algún un pedido de permiso.

Lo mismo gustaba de repetir hacia el afuera, subrayando la apertura - claramente bastante inédita para esos años- que él proponía desde la dirección del establecimiento:

No sabés, el otro día me tocó cubrir una clase y al llegar al aula escucho que estaban hablando de vos. Estaban todos intrigados por saber quién eras. Entonces yo les expliqué que teníamos una antropóloga trabajando acá en la escuela. “¿Y cómo vino?”, me empezaron a preguntar, desconcertados. No se lo podían creer: “¿y usted qué hizo?”, “¿y entra a las aulas?”. No paraban de preguntarme (se ríe). “Es que un día llegó a la escuela y acá somos tan buenos que adoptamos a todos”, les terminé diciendo (Registro de campo).

Esa era mi casa, y él se esmeraba por hacerme notar la deferencia. Si estábamos charlando en su oficina y llegaba algún profesor y yo me levantaba para irme, él me decía, guiñándome un ojo, que me quedara, que yo tenía que “estar tanto en el comedor como en la cocina de la escuela”.

Por supuesto, la apertura que quería mostrarme no empezaba ni terminaba conmigo. Encarnaba también en sus discursos, cuando se ocupaba en dinamitar una cierta lógica policial cada vez que tomaba una clase de reemplazo. Cuando eso sucedía, hacía a un lado los contenidos que el profesor faltante había dejado en suspenso. Le gustaba mostrar, en cambio, videos sobre el funcionamiento de otras escuelas policiales del mundo:

Aula 4. El director lee un texto breve sobre una escuela policial alemana, deteniéndose en el periodo de convocatoria. Alza la voz y hace un gesto con la mano, como enfatizando la importancia de lo que va a decir:

Director: La policía le exige, al ingresante, “buen estado físico y psíquico, sentido de justicia, capacidad de decisión, apertura para el diálogo, vocación de servicio, predisposición positiva al empleo, f lexibilidad y movilidad, ambición de progreso”.

Deja de leer. Levanta la vista y los mira, cómplice. Repite todavía algunas frases, como interrogándolos: “capacidad de decisión”.

Todos responden enseguida a la invitación tácita. Saltan a contrastar las frases europeas con sus hermanas argentinas. La clase es un hervidero de chicos gritando e impostando la voz de mando de sus superiores. Entiendo que aluden a otras experiencias o a otras camadas:

- “¡Usted acá es una pelotita de nervios!”, dice uno.

- “¡No tiene que usar reloj; su tiempo no vale nada, se lo manejamos nosotros!”, suma otro.

- “¡El cadete no piensa, ejecuta!”, recuerda un tercero.

- “¡Ni mira!”, añade alguien allá en el fondo.

El director se suma al repertorio e imita, con la correspondiente cara de asco, aquella frase, entrecortada, que se supone que todo superior dirige a sus alumnos: “¡¡¡…llése la boca!!!” (Registro de campo)

¿Por qué me detengo en pormenorizar estos recuerdos? ¿A qué viene tanta atención a la presentación de un campo? No lo hago, desde ya, por la pura gana de contar historias. Lo hago porque éstas trazan una semblanza. Y no lo hacen desde un costado meramente descriptivo (que tal cosa no existe), sino desde un lugar profundamente teórico. Mejor dicho: desde un lugar etnográficamente teórico. Estas semblanzas y estas contrastaciones no son meros artilugios para “graficar” una escena (o construir el marco de entendimiento de un episodio), sino - en todo caso- trazos que permiten la formulación teórica, en el sentido en que es teórica toda casuística. Lo han dicho numerosos autores: toda indagación etnográfica es de por sí un emprendimiento teórico (Peirano, 2014Peirano, Mariza. (2014). Etnografía não é método. Horizontes Antropológicos, 20/42, p. 377-391.); la etnografía no es nunca una mera descripción, sino una teoría de esa descripción (Nader, 2011Nader, Laura. (2011). Ethnography as theory. HAU: Journal of Ethnographic Theory , 1/1, p. 211-219.). Describir, entonces, es perfilar teorizaciones.

El episodio que quiero contar a continuación - el primer episodio- sucedió una mañana, a cierto tiempo de empezado el trabajo de campo. Hacía ya unos meses que frecuentaba la escuela, y con esto quiero decir que los mates (y las charlas y las bromas) con el director ya eran rutina acostumbrada. Ese día yo subía la escalera principal de la escuela con un alumno, en medio de un recreo. Venía enfrascada en la conversación y tardé en darme cuenta de que el director me miraba, serio, desde el último descanso. Me acerqué a saludarlo, anticipando la chanza habitual o el comentario jocoso. En vez de eso, me encontré con alguien atildado. No necesariamente frío, pero sí distante. Intercambiamos un par de frases. Él circunspecto, yo asombrada: no entendía de dónde salía esa gravedad. El alumno con el que venía se había quedado varios pasos atrás. El director lo miraba, seco, de tanto en tanto.

La conversación no debe haber sobrepasado el minuto, pero aun así tengo ese recuerdo grabado patente. Me golpeó, por un lado, la sensación de no estar entendiendo: ¿por qué el director actuaba así conmigo? ¿A qué venía esa aspereza inesperada? Y al lado de esa sensación, otra de signo contrario: la de estar entendiendo perfectamente: el trato ameno y cercano que teníamos se anulaba ante la presencia de los alumnos. Y en esa vorágine de sensaciones, algo así como una certeza. La sensación todavía borrosa, terriblemente ingenua, pero de todos modos indudable, de haber quedado atrapada en un momento embarazoso. Un momento que no tendría que haber presenciado. El malestar de haber descubierto una mentira. ¿Quién era realmente el director? ¿El que se burlaba del autoritarismo de las jerarquías? ¿O el que, con esa distancia y esa solemnidad, las estaba sosteniendo?

De eso se trata justamente este trabajo: de las incomodidades vueltas preguntas y de las respuestas que les damos. Pero aún más: también de cómo esas respuestas pueden -aun siendo correctas- ser también altamente insuficientes. Acusé el golpe de ese primer malestar (el de la escalera) con una explicación que hacía sentido en el contexto del campo. Años después, un segundo episodio con el director -una segunda incomodidad- vino a revelarme que la antigua solución que había encontrado no era más que un atajo intelectual que evitaba mirar de frente la verdadera pregunta ( la pregunta, como decía Gaztañaga, que no me estaba haciendo). Este texto bucea en torno a esas incomodidades, pero no para interrogarlas en función de lo que dicen de los otros -qué dice ese malestar del rol del director, por ejemplo, sino en función de lo que dicen de nosotros como investigadores. No es tanto una reflexión acerca del malestar como herramienta de conocimiento, como uma reflexión acerca de los modos en que elegimos resolverlo. Y en tanto esa resolución implica muchas veces la primacía de lo teórico3 3 Tal vez no sea ésta la mejor categoría para señalar la distancia entre lo intelectual y lo afectivo. No deja de ser significativa, de hecho, la “facilidad” con que construimos como contrapuestos términos que no lo son -afectivo/emotivo vs. conceptual/teórico-, como si lo afectivo no pudiera ser objeto de teorización o conceptualización. Si recurro sin embargo a esta categoría -lo “teórico”- es a causa de una deriva de la afirmación anterior: la dificultad epistemológica de nombrar a aquel modelo explicativo que prescinde del componente de lo afectivo sin caer en binarismos cartesianos que le niegan su capacidad analítica. Volveré sobre ello al final del texto. por sobre lo afectivo, este texto es también una reflexión sobre las dificultades que nos sigue planteando la tematización de nuestra vulnerabilidad como antropólogos.

EPISODIO UNO: EL INICIO DEL CAMPO / LA INMUNIDAD ANTROPOLÓGICA

Pero volvamos a ese primer episodio. A mi actitud desconcertada en aquella escalera. A esa sensación de no entender pero entender perfectamente. A esa masa todavía sin nombre de impresiones contradictorias que me cruzaba, mientras el director ponía un ojo en nuestra charla y otro en relojear al alumno unos peldaños más abajo. Si intentara sintetizar todo en una palabra, repetiría mentira. La escribo aun a sabiendas de las falacias que entraña, solo para dejar plena constancia de aquello que sentimos, antes o más allá de aquello que pensamos. Parada en aquella escalera, sintiendo que había algo profundamente incoherente entre nuestro trato habitual y ese trato (sintiendo que había algo profundamente incoherente entre esa actitud ante el alumno y sus discursos anti-jerarquía), la pregunta se me aparecía en términos tan simples como estúpidamente esencialistas. ¿Quién era realmente el director?

No se trataba de ingenuidad, ni tampoco de inexperiencia en el campo. Claro que sabía que todo lo que el director ponía ante mis ojos - discursos, clases, énfasis, presentaciones- no era otra cosa que un despliegue minucioso de las bondades de él y de su escuela. (No olvidemos, a todo esto, que él me había puesto allí: yo había llegado tanteando un permiso que él no se había demorado en dar). Y claro que sabía -teóricamente hablando- que toda esa apertura y toda esa cercanía no podían ser ilimitadas. Pero una cosa era saberlo y otra verlo de frente. Y hasta esa mañana en la escalera nunca lo había podido palpar tan directamente.

¿Quién era realmente el director? La pregunta llegó temprano en el campo, y de algún modo lo inició,4 4 Habría que pensar hasta qué punto todo campo no se inicia con la revelación de una contradicción, con el despertar de una tensión, que transforma una simple exploración en el terreno en una trama vincular. pues con ella mi mirada se fue agudizando. O mejor dicho, fue alcanzando capas más profundas, a medida que iba traspasando las primeras. De pronto empecé a darme cuenta de que las despedidas extensas del mediodía servían, claro, para charlar sobre la escuela y para bajarme algunas líneas, en medio de un clima ameno y las más de las veces jocoso. Pero también servían -y recién entonces lo veía- para dejar a alguien esperando afuera.

Empecé a pasar revista retrospectiva. No habían sido pocas las ocasiones en que yo salía de la oficina del director, luego de unos larguísimos minutos de mate y conversaciones, y me encontraba con algún docente sentado en los sillones de la antesala, con una expresión de fastidio en la mirada. De pronto ganaron sentido todas aquellas veces -para mí desconcertantes- en que, llamada por su secretaria para pasar a verlo a la salida, llegaba y me encontraba con que el director no parecía querer plantearme nada. Charlábamos, simplemente, de cosas banales, hasta que yo me iba sin terminar de entender para qué me había llamado. A la luz de lo que empezaba a descubrir, algo se aclaraba. Yo era su testigo. Y también era su coartada (o sea: la excusa que le permitía negarle atención a otro).

Aquí y allá fui pescando rumores. Que el director, una vez, al presentar a una nueva profesora, se escondió al llegar al aula, para que los alumnos no lo vieran, y después apareció de golpe, haciendo que todos se pararan cual resortes (los alumnos debían rendir respeto a la autoridad parándose y saludando cuando esta aparecía, so pena de ser sancionados). Que el director, otra vez, había ordenado descontarle un montón de plata del sueldo a un profesor que había faltado, “porque al director -me dijo ese profesor que le dijo a su vez la secretaria- no le molesta que falten; le molesta que no avisen”.

Fue recién al final del primer año de campo que me tocó volver a vivir una escena como la de la escalera. Estábamos de visita en otra escuela policial (que el director había dirigido varios años atrás), recorriendo las instalaciones. Él, que siempre andaba por la suya de traje o buzo polar, se había puesto para esta salida todas las galas. El uniforme completo, con el abrigo largo incluido. Ese donde no faltaban, bien visibles, todas las jinetas, las charreteras y los distintivos. Era, después de todo, pensé, una salida protocolar.

No dejaba de ser impactante, sin embargo, el despliegue de rutinas corporales que semejante exhibición jerárquica (el director tenía uno de los más altos grados de la oficialidad) iba generando mientras caminábamos por uno de los senderos de la escuela. Posición de firmes, venias, brazos pegados al cuerpo, miradas rígidas. El director ponía cara de circunstancia, les hacía un gesto con la mano: como agradeciendo el saludo o notificando su recepción, o autorizando que terminara. En un recodo del camino nos topamos con un grupo de alumnos que venían con su superior. “¡¡¡Atención!!!!”, les gritó éste, ni bien vio al director. En un parpadeo quedaron todos formados, derechísimos. El director los miró de reojo, hizo otra vez un gesto con la mano. “Continuar”, les dijo. Y me miró, señalando burlonamente con los ojos al grupo que acaba de pasar: “yo cuando fui director de esta escuela prohibí todos estos actos. En su lugar, lo único que pedía es que los alumnos miraran al superior y le dijeran ‘buenos días, Señor’”.

Entre venia y venia ya habíamos llegado al gimnasio, que era adonde originalmente nos dirigíamos. El director quería mostrarme la cancha de básquet. “Sabés qué, mejor no entremos -se paró de golpe, a pasos de la puerta. Van a estar los alumnos practicando y van a tener que parar todo para saludarme”. Me pareció que lo decía para que yo le insistiera la entrada. Así que lo hice. El gimnasio era enorme. Un grupo de alumnos jugaba al básquet, a metros de nosotros. Otro, unos cuantos metros más allá, practicaba jugadas y movimientos. Nadie se percató de nuestra entrada. Nadie se puso firme, ni le hizo la venia, ni dudó entre saludarlo o seguir jugando. Nadie siquiera se giró para mirarnos. El director siguió comentándome lo que venía diciéndome antes de entrar al lugar -algo sobre la edificación de la cancha-, sin siquiera titubear, sin acusar recibo, pero por una décima de segundo fue evidente la contrariedad que le causó que no sucediera aquello que había anticipado.

Voy a detenerme aquí. Los recuerdos siguen, pero abundan todos en la misma línea. Una que subraya, del campo, sus tensiones y sus enseñanzas. Porque esas actitudes (aparentemente) antagónicas del director fueron, por primeramente desconcertantes, finalmente aleccionadoras. A fuerza de toparme una y otra vez con el derecho y el revés del paño, aprendí que un rostro aparente no implica por supuesto un rostro falso (Rinesi, 2019Rinesi, Eduardo. (2019). Restos y desechos: el estatuto de lo residual en la política. Buenos Aires: Caterva.). El aprendizaje suena ingenuo ahora, a tantos años (y tanto campo) de distancia, pero la evidencia experiencial de esas educaciones empíricas (que nada tienen que ver con una comprensión teórica) es algo que a todos nos depara el inicio del campo. Lo que aprendí ( lo que me expliqué), en esos momentos, fue el fino mecanismo con el que se construye la autoridad policial. Porque era esa arista la que estaba siempre en juego en el comportamiento del director, ya fuera a partir de una política de acercamiento con los profesores ajenos a la fuerza o conmigo, ya fuera a partir de una política de distanciamiento con colegas, alumnos o docentes-policías. Porque lo que yo había percibido confusamente como mentira no era tal cosa, ya lo sabemos, sino la intrínseca maleabilidad que conllevan los posicionamientos sociales, sobre todo cuando éstos atraviesan terrenos dispares en lo que toca a la presentación del individuo.

Lo que el director hacía tenía que ver, finalmente, con un aceitado sentido de las competencias: del lenguaje legítimo con que, según los ámbitos, deben ser habladas las personas. Y no eran estas competencias falsas o mentirosas, a la manera de un disfraz que encubre a la verdadera persona - el trato cercano mintiendo una esencia autoritaria. Eran más bien las máscaras que, al modo del teatro griego, identifican el rol que se está actuando. Se trataban, estas competencias, para decirlo aún más concretamente, del desempeño de un carácter (Sirimarco, 2004Sirimarco, Mariana. (2004). Acerca de lo que significa ser policía: el proceso de incorporación a la institución policial. In: Tiscornia, Sofía (comp.). Burocracias y violencia: estudios de antropología política. Buenos Aires: Antropofagia, p. 245-280., 2009Sirimarco, Mariana. (2009). De civil a policía: una etnografía del proceso de incorporación a la institución policial. Buenos Aires: Teseo.).

Toda actuación, advierte Goffman (1971Goffman, Erving. (1971). La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu.), expresa más las características de la tarea que se realiza, que aquellas de la persona que la actúa. De cara a sus alumnos, de cara a los miembros de la misma fuerza, el director construía su autoridad según el modo policial. Y ese modo, como sabe todo investigador de las instituciones de seguridad, sigue pivoteando, mayormente, en torno al desempeño de la jerarquía. Es decir, al ejercicio de la distancia: de esa separación que se instaura entre unos y otros y que termina convirtiéndose, a la larga, en un lenguaje de poder. Uno por todos entendido y por todos -fervorosa o reticentemente practicado.

Lo que intento argumentar puede resumirse en pocas palabras: la autoridad policial se afirma, en muchas ocasiones, en la preeminencia de la superioridad jerárquica. Tal vez pueda mencionar, brevemente, una situación de campo ilustradora. Sucedió el mismo día de la visita a la otra escuela policial. En un parate entre clase y clase, habíamos terminado en la sala de profesores el director, dos profesores que nos acompañaban (uno civil, otro policía), una docente de esa escuela, y yo. Era una habitación plagada de moscas, con una señora hosca que llevaba, sobre su guardapolvo celeste, una plaquita con el escudo policial. Se puso a cebarnos mate y el desconcierto inicial vino de la mano del primero: en vez de alcanzárselo al que podía entenderse como el primero de la ronda alrededor de la mesa en que estábamos, se lo da al director, que estaba justo en medio. El director no hizo ademán de sorprenderse. Todo lo contrario: lo tomó naturalmente.

Bueno, intenté explicarme, cada uno empieza la ronda de mate por donde quiere. La señora agarró el mate vacío, volvió con otro lleno (cebaba en una piecita de junto), y en vez de seguir el sentido horario a partir del director, pareció saltearse al azar varias posiciones y se lo tendió al profesor-policía. Se fue, volvió. Le tocó el turno al otro profesor. Yo no podía quitar los ojos de la escena. El director volvió a tomar un segundo mate antes de que la señora le ofreciera su primero, siempre hosca, a la docente de la casa. Yo, por supuesto, quedé para lo último. La señora seguía entrando y saliendo, circulando el mate según unas reglas que a nadie (sino a mí) sorprendían. El grado antes que la ubicación, lo policial antes que lo civil, el hombre antes que la mujer. En otras palabras, la jerarquía. O lo que es lo mismo, la instauración de un modo de ordenamiento social del todo contrario a la naturaleza del evento. La suspensión, a favor de unas reglas institucionales particulares, de las reglas sociales generalizadas.

El orden con que circulaba ese mate daba cuenta, en definitiva, de las normas de la casa. De unas normas no necesariamente obligatorias pero sí disponibles: unas capaces de activarse ante situaciones y personas determinadas. Unas incapaces, a su vez, de manifestarse ante un público ajeno a la fuerza (con quienes frecuentábamos su oficina -un recorte dentro del recorte- al director jamás se le hubiera ocurrido tomar mate al estilo policial).

Desde ya, no se trata aquí del mate, sino de lo que éste este nos revela. Se trata, para volver al hilo de este apartado, de los diversos marcos de significación y entendimiento a partir de los cuales nos posicionamos todos en el campo. Porque no hay que olvidar, a este respecto, que todos estamos (o somos) políticamente situados. Esto es, continuamente tanteados, contrastados e invitados - según contextos y auditorios- a manejarnos de formas determinadas. La actuación del director de la escuela no escapaba a esta dinámica, y fue esto lo que aprendí del episodio de la escalera: que esa incongruencia vivida en principio como desconcertante no encerraba disfraces sino versatilidad. Que quiénes y cómo somos en el campo no es otra cosa, en definitiva, que una suerte de empresa en colaboración (Daich & Sirimarco, 2009Daich, Deborah & Sirimarco, Mariana. (2009). Anita anota: el antropólogo en la aldea (penal y burocrática). Cadernos de Campo, 18/18, p. 13-28.; Owens, 2003Owens, Geoffrey Ross. (2003). What! Me a spy? Intrigue and reflexivity in Zanzibar. Ethnography, 4/1, p. 122-144.; Sirimarco, 2012Sirimarco, Mariana. (2012). El policía y el etnógrafo (sospechado): disputa de roles y competencias en un campo en colaboración. Etnográfica, 16/2, p. 269-290.).

EPISODIO DOS: EL FIN DEL CAMPO / LA VULNERABILIDAD ANTROPOLÓGICA

El trabajo de campo siguió su curso y el episodio de la escalera perdió su carga de malestar. El trato con el director siguió los mismos carriles de antes, que se convirtieron en carriles permanentes: las charlas, las bromas, la cercanía. Pasó todo un año, y luego otro más. Al tercero dejé de ir a la escuela y me puse a escribir mi tesis. Alguna que otra vez, durante ese lapso, lo contacté para corroborar o ampliar alguna información. El trato siguió cercano y cordial. Una vez defendida la tesis, quise acercarle una copia. Y ahí tuvo lugar el segundo episodio.

Él ya estaba trabajando en otro destino. Me acuerdo que me acerqué a su oficina una mañana temprano, a la hora en que habíamos previamente convenido. No me asombró encontrar allí a la secretaria de la escuela: es sabido que los policías de cierta jerarquía se mueven con su gente. Me saludó con cordialidad, pero no necesariamente con afecto. El director todavía no había llegado, me dijo, y me indicó un asiento en un extremo de la sala -grande y compartida- en la que estaba su escritorio.

Me puse a esperar, la tesis sobre la falda, mirando el movimiento del lugar. Gente que entraba y salía (no conocía a nadie), conversaciones que no me decían nada, un televisor en un extremo transmitiendo cadenas de noticias que ya ni recuerdo. La primera media hora fue soportable. La segunda ya fue tediosa. Más gente que entraba y salía, más retazos de conversaciones, llamados telefónicos que entraban, la secretaria que me decía que el director todavía no llegaba. Vi pasar más gente, más papeles, más llamados, un movimiento de autos en los monitores que enfocaban la entrada al edificio, más noticias encadenadas.

Empecé a moverme en la silla, fastidiada. No resoplé, pero estuve a punto. A la hora y media le pregunté directamente a la secretaria si se sabía algo del director. Que ya estaba llegando, me dijo. A la hora y cincuenta se me acabó la paciencia. Me levanté otra vez de la silla, me acerqué a la secretaria, le dije que lamentablemente ya no podía seguir esperándolo, que le dejaba la tesis y que por favor me diera un papel para escribirle una notita. Creo que ni forcé una sonrisa. Ella, en vez de alcanzarme papel, levantó el teléfono y marcó un número. Pensé que justo la había interrumpido en medio de una comunicación urgente. “Ahí te atiende”, me dijo, y me señaló una puerta al fondo de un pasillo.

No sé cómo llegué hasta la oficina, cómo entré, cómo me senté ante el escritorio del director, cómo sonreí, cómo le charlé, cómo le di la tesis. El director me hablaba y me hacía bromas como si nos hubiésemos visto, en la escuela, el día anterior. Una parte de mí mantuvo la compostura, sostuvo la charla, no acusó ni el más mínimo recibo de lo que acababa de pasar. La otra, disgregada, me miraba hacer, absolutamente sorprendida, con un latiguillo resonándole una y otra vez en la cabeza: te dejó esperando, te dejó esperando, te dejó esperando. La parte compuesta hablaba, la parte disgregada repasaba em loop: el movimiento de autos que había captado en el monitor lo traía a él, la secretaria lo había negado hasta que me dispuse a irme, el director me había dejado esperando, el director me había hecho a mí lo que antes había hecho a otros, el director me había dejado esperando, el director me había dejado esperando a mí. Y en medio del loop y el pensamiento en cadena, otra vez, después de tanto tiempo, el viejo malestar.

Ambos hicimos como que no pasaba nada, aunque pasara. Yo sabía lo que él acaba de hacer (el hecho puntual de la espera, obvio, pero también lo que esa espera significaba). Y él sabía que yo me había dado cuenta. Ambos jugamos, sin embargo, a no ver el elefante que teníamos enfrente. Él sobreactuando alegría por verme, en un intento - creo yo- por dejar que el blanqueo de la antesala corriera por mi cuenta; yo ensayando con esfuerzo una amabilidad ignorante, en un intento por no darle el gusto de acusar el golpe. Por no dejar que se notara el nuevo-viejo malestar.

Porque allí estaba de nuevo la sensación que yo había creído superada. La de atrapar un doblez con el rabillo del ojo. La de alcanzar, de un vistazo fugaz, las costuras que esconde el paño que siempre se nos presenta de frente. El malestar de la escalera volvía, distinto pero básicamente igual. No se trataba esta vez de la incomodidad de presenciar actuaciones sentidas como “incoherentes”. Se trataba de varias contrariedades concatenadas. La primera, que te dicten el fin del campo. No el fin de la investigación en la escuela, por supuesto (que esa ya estaba concluida), sino el fin de un trato. El fin del pacto etnográfico: yo ya no tenía, ante el director, inmunidad antropológica. Para decirlo en términos descarnados: el director ya no me necesitaba, ya no era su testigo. Había pasado a engrosar, para él, la larga fila de los otros.

La revelación no hubiera sido tan amarga de no ser porque venía aparejada de otra, de una segunda contrariedad: el resquebrajamiento del trato implicaba, desde siempre, su fragilidad. Ahí el verdadero malestar. Porque esa revelación añadida (pero obligada) hacía resurgir, puntual, la pregunta por la mentira. Pero esta vez en retrospectiva, pues la antesala ponía en sospecha toda nuestra vinculación anterior. Esto que ahora se rompía, ¿había sido alguna vez real? ¿Cuánto del trato del director durante el trabajo de campo había sido fingido? O para ser más precisa: ¿cuánto de ese trato había implicado, de verdad, la cercanía que me demostraba? Me sorprendí molestándome por una pregunta que ya creía zanjada. Y sobretodo por una tan estúpida.

¿Cómo podía molestarme por algo tan inherente al campo como lo son las actuaciones y los posicionamientos? ¿Cómo podía molestarme por algo que sabía al dedillo: que nadie en el campo (investigador incluido) se relaciona ni ingenua ni desinteresadamente?

No debía molestarme, pero me molestaba. Allí estaba de nuevo esa incomodidad, tirándome de la manga, reclamándome que volviera a mirarla, mostrándome que no había quedado resuelta, que en algún lugar del razonamiento previo había cometido un error. No lo supe inmediatamente, sino a fuerza de decantarlo: lo que había pasado en ese despacho no me molestaba tanto como me afectaba. Al igual que me había afectado ( y no solamente molestado), años antes, el episodio de la escalera.

Volví mentalmente sobre mis pasos. Había visto, en el episodio de la escalera, malestar por la incongruencia. Pero lo que había visto -lo que había decidido ver- era más una distorsión teórica que un saber del campo. Déjenme explicarlo de otro modo: algo de esa situación me había molestado -me había afectado- y en vez de abrirme a todo su potencial, la había clausurado con una lectura unidimensional. Tenía ante mi vista un montón de piezas sueltas y había decidido acomodarlas de un modo. El rompecabezas que había armado mostraba posicionamientos y actuaciones jerárquicas, y yo me había conformado con esa imagen. Que no se malentienda: no estoy diciendo acá que esa argumentación fuera errónea. Estoy diciendo que era incompleta, o que tal vez era engañosa. Estoy diciendo, en definitiva, que no alcanzaba a explicarme el malestar -puesto que el malestar había vuelto.

No lo habría sabido -no habría sabido que no alcanzaba- sin ese retorno. Si no hubiera sido capaz de detectar allí, en ese segundo episodio, esa vez con más rapidez y más contundencia, la fuerte carga afectiva que encerraba esa incomodidad. Después de todo, mirando en retrospectiva mi trabajo de campo, allí estaba una docente de la escuela, cuyos recurrentes dobleces e incongruencias me dejaban completamente indiferente. ¿Por qué sí me afectaban, en cambio, las del director?

La respuesta sincera es tan simple como pudorosa, y recién puedo darla hoy, a muchos años de distancia. El episodio con el director en la escalera me afectó porque le creía. O mejor dicho, porque quería creerle. Porque más allá de lo que sabía teórica y hasta disciplinarmente (que nadie en el campo es un actor inocente), le había creído (había querido creerle) la apertura y la cercanía. Recién a años de distancia veía lo que no había sabido captar de aquel malestar inicial: que me había apresurado a procesarlo a partir de abstracciones intelectuales, para no reparar en que esos malestares - como precisa Guber (2019a)Guber, Rosana. (2019a). Epílogo: historizando y localizando malestares de ochos antropólogas-etnógrafas. In: Epele, María & Guber, Rosana (comps.). Malestar en la etnografía. Malestar en la antropología. Buenos Aires: Ides , p. 170-176.- tienen lugares, rostros y nombres propios. Para decirlo de una vez por todas: para no ver lo que ese malestar tenía de afectivo.

Ahora que lo veía, la pregunta por la mentira tomaba otro valor. Era la pieza clave que permitía que el rompecabezas formara otra imagen. Porque la pregunta por la mentira no era una pregunta torpe ni era una pregunta ingenua. Era una pregunta que titilaba señalándome lo que hasta ese momento no había sabido ver: que su interrogante no se resolvía por lo teórico, sino por lo humano. El malestar volvía de la mano de esa pregunta, pero en esa segunda vuelta ya podía verlo mejor. No sólo a éste que aparecía ahora, termina(n)do el campo. También a aquel primigenio, que lo había inaugurado, y que este nuevo malestar me obligaba a revisitar. Ahora podía verlo más claro: ese malestar nunca había sido desconcierto. Siempre había sido decepción.

Y fue para no ver esa decepción, creo yo, que caí en intelectualizar el malestar. Es decir, en diseccionarlo a través del microscopio teórico: en violentar la complejidad de la experiencia vivida reduciéndola a mero pensamiento ( Jackson, 2010Jackson, Michael. (2010). From anxiety to method in anthropological fieldwork: an appraisal of George Devereux’s enduring ideas. In: Davies, James & Spencer, Dimitrina (eds.). Emotions in the field: the psychology and anthropology of fieldwork experience. Stanford: Stanford University Press , p. 35-54.). ¿Por qué lo hice? Podría decir que fue, en parte, por obligación a ese mismo trato cercano que el director y yo teníamos: porque mostrar esos dobleces por fuera de cualquier marco conceptual era un modo de dejarlo mal parado. Era un modo de exponerlo.

La respuesta es verdadera, pero también es incompleta. La intelectualización fue una salida elegante, pero no sólo para él. Fue un modo, también lo veo ahora, de protegerme a mí misma. De enmascarar, con velos y velos de argumentaciones teóricas, las heridas que nos produce el campo. Para no reconocer, en definitiva, que a despecho de intelectualizaciones y teorizaciones, lo concreto es que le había creído (y me había decepcionado). Porque está en el credo disciplinar involucrarnos; pero, ¿cuánto de esos involucramientos - sobre todo cuando fallan o decepcionan- llegan a reconocerse ante uno mismo? Y aun más, ¿cuántos llegan a reconocerse en nuestros textos? La sobre-teorización, al menos en mi caso, fue un escudo para eludir una certeza que, en ese entonces, me resultaba costosa: la del investigador vulnerable (Behar, 1996Behar, Ruth. (1996). The vulnerable observer: anthropology that breaks your heart. Boston: Beacon Press.).

El hecho no deja de resultar paradójico, si acordamos en que la instauración de compromisos emocionales es la piedra de base de toda empresa antropológica. Aun más: es lo que verdaderamente distingue a la antropología. No el estudio de grupos sociales, sino el estudio con. Los antropólogos trabajamos y estudiamos con personas, y en esa tarea el componente emocional no puede soslayarse (Behar, 1996Behar, Ruth. (1996). The vulnerable observer: anthropology that breaks your heart. Boston: Beacon Press.; Ingold, 2008Ingold, Tim. (2008). Anthropology is not ethnography. Proceedings of the British Academy, 154, p. 69-92.; Smith & Kleinman, 2010Smith, Lindsay & Kleinman, Arthur. (2010). Emotional engagements: acknowledgement, advocacy, and direct action. In: Davies, James & Spencer, Dimitrina (eds.). Emotions in the field: the psychology and anthropology of fieldwork experience. Stanford: Stanford University Press , p. 171-187.). ¿Cuán dispuestos estamos, sin embargo, a hacer de ese involucramiento afectivo un verdadero dato del campo? ¿A asumir que lo emotivo es un elemento crucial en la aprehensión de los mundos que estudiamos? (Sirimarco, 2010Sirimarco, Mariana. (2010). Historias de cercanías, de distancias, de una ida y un regreso: el periplo del trabajo de campo en una escuela de policía. In: Estudiar la policía: la mirada de las ciencias sociales sobre la institución policial. Buenos Aires: Teseo , p. 301-322.; Thrift, 2004Thrift, Nigel. (2004). Intensities of feeling: towards a spatial politics of affect. Geografiska Annaler, 86/1, p. 57-78.).5 5 Plantear estas preguntas no implica, para nada, el desembozo de un regodeo autorreferencial, sino la asunción de un investigador humano. Lo que se ilumina, en este reconocimiento, no es el investigador por sí mismo, sino el que resulta del proceso del encuentro con el otro (Tedlock, 1991). Ya lo dijo mejor Favret-Saada (2012: 443): “el hecho de que una etnógrafa se permita a sí misma ser afectada no significa que… su trabajo de campo sea poco más que un viaje del ego”.

El segundo episodio llegó para hacerme ver aquello que en el anterior había quedado en sombras. Si en algo había fallado, en aquella primera reflexión, había sido en reconocer mi vulnerabilidad como investigadora. Y no hablo aquí de nada parecido a una debilidad afectiva; hablo del simple reconocimiento de un compromiso emocional. En lo que había fallado, en definitiva, era en aquello que Ingold (2008Ingold, Tim. (2008). Anthropology is not ethnography. Proceedings of the British Academy, 154, p. 69-92., 2014Ingold, Tim. (2014). That’s enough about ethnography! HAU: Journal of Ethnographic Theory , 4/1, p. 383-395., 2015Ingold, Tim. (2015). Conociendo desde dentro: reconfigurando las relaciones entre la antropología y la etnografía. Etnografías Contemporáneas, 2/2, p. 218-230.) entiende como empresas diferentes: había intentado explicar etnográficamente lo que requería de una comprensión antropológica.

Déjenme ser más precisa. Señala Ingold (2014Ingold, Tim. (2014). That’s enough about ethnography! HAU: Journal of Ethnographic Theory , 4/1, p. 383-395., 2015Ingold, Tim. (2015). Conociendo desde dentro: reconfigurando las relaciones entre la antropología y la etnografía. Etnografías Contemporáneas, 2/2, p. 218-230.) que etnografía y antropología son prácticas diferentes. La primera es un estudio de y un aprendizaje sobre: un mirar hacia atrás sobre la información recabada, para dar cuenta de tendencias y patrones. La etnografía tiene por fin documentar lo observado. La segunda, en cambio, es estudiar con y aprender de: un tomar lo aprendido y moverse hacia adelante, para reflexionar continuamente sobre esa experiencia. La antropología es una posibilidad de ser transformado. Mientras el etnógrafo escribe, el antropólogo elabora su forma de pensar en el mundo. La antropología es una práctica de correspondencia; la etnografía, una práctica de descripción.6 6 La propuesta de Ingold no pasó sin generar debate. Pueden seguirse algunas respuestas sobre la relación/tensión entre etnografía y antropología en el dossier “Two or three things I love or hate about ethnography” (HAU: Journal of Ethnographic Theory, volumen 7, número 1, 2017).

Desde esta perspectiva, lo etnográfico no tiene nada que ver con los encuentros en el campo; es más bien un juicio que se hace sobre ellos a través de una conversión retrospectiva del aprendizaje. Eso es justamente lo propio de esta práctica: la conversión. El reelaborar las lecciones aprendidas a través de la observación participante -a través de lo antropológico- como material empírico disponible para una subsiguiente interpretación. Esto es, el convertir la experiencia en material de informe. De aquí que la antropología no sea, en absoluto, una técnica de recolección de datos: es esencialmente un compromiso ontológico (Ingold, 2014Ingold, Tim. (2014). That’s enough about ethnography! HAU: Journal of Ethnographic Theory , 4/1, p. 383-395., 2015Ingold, Tim. (2015). Conociendo desde dentro: reconfigurando las relaciones entre la antropología y la etnografía. Etnografías Contemporáneas, 2/2, p. 218-230.). La antropología es aquello que vivimos en el campo, no el cuerpo teórico con que pasamos esas vivencias al lenguaje escrito.

Así, subsumir lo antropológico a lo etnográfico implica, para Ingold, invertir la relación entre ser y conocer: transformar experiencias de vida - subjetivas, afectivas, emocionales- en datos a ser analizados en términos de un cuerpo de teoría. Eso fue lo que yo hice, torpemente, cuando le di explicación -primeramente- al episodio de la escalera. Sofoqué lo que era campo bajo el corsé de explicaciones intelectualizadas. Fallé en entender que el malestar que me perseguía debía verse a la luz de lo humano -a la luz del relacionamiento antropológico.

EPISODIO TRES: EL DESPUÉS DEL CAMPO / LO ANTROPOLÓGICO COMO MALESTAR

Todavía muchos años después, la figura del director volvió a cruzarse en mi camino. No de modo directo, pero sí de modo importante. Charlaba con un colega -antropólogo e investigador de fuerzas de seguridad- y me sorprendí al saber que, tiempo antes, había trabajado como docente en una escuela policial relacionada con aquella en la que yo había hecho trabajo de campo. Hablamos un poco de esas escuelas y a los pocos segundos surgió el nombre del director. “Ah, sí, el Führer”, se rio mi colega. Yo me quedé de piedra. Le hice varias preguntas; quién sabe si hablábamos de la misma persona. Pero sí, hablábamos del mismo hombre. El director ya no era el director; era - creía recordar mi colega- la autoridad máxima que reunía a todas las escuelas de esa fuerza. Le conté mi experiencia durante mi trabajo de campo. Me contó la suya durante su trabajo docente:

Era un tipo del que todos hablaban. Unos bien, otros mal. Pero el tipo era un referente indiscutido. Cuando hablaban de J. no estaban hablando de cualquiera. Era hablar de una persona a la que no tenés acceso. Esos lugares a los que no llega cualquiera. No todos tenían una relación cordial, cotidiana con él. Un tipo así muy lejano, muy riguroso. Muy inaccesible. Un tipo que sabía marcar las jerarquías institucionales y el lugar que ocupaba en la institución… Algunos hablaban con miedo, otros con respeto. Otros le habían puesto el mote ese, ese sobrenombre. Incluso dentro de la escuela, el director7 7 Se refiere a quien era director, en ese momento, de la escuela en la que él trabajaba. era un tipo super-accesible, que hacía bromas con los docentes en los pasillos. Vos le golpeabas la puerta y entrabas. Y yo creo que con él no. No golpeabas la puerta y entrabas. Yo no sé si él no tenía alguien adelante para anunciar. Bueno, también era la máxima autoridad de las escuelas, se entiende, ¿no? Son modos de comportamientos normales de las instituciones.

Lo que mi colega me contaba había tenido lugar algunos años después de que yo terminara mi trabajo de campo. Algunos años después, incluso, de mi visita al director para llevarle la tesis (de mi visita y mi antesala). Seguimos charlando, cambiando impresiones, sorprendidos ambos por las imágenes tan dispares que teníamos de una misma persona. La sorpresa, para mí, iba a ser todavía mayor cuando me contara por qué había terminado haciendo su trabajo de campo en una escuela distinta a aquella en la que era docente:

Yo pedí siempre todo por escrito, como ellos me pedían, primero de manera más informal, después de manera más formal. Y S.8 8 El Jefe de Estudios dentro de la escuela. siempre me ayudó a conseguir entrevistas, pero siempre por afuera de la escuela. Hizo el intento, pero nunca pudo lograr que yo ingresara a hacer trabajo de campo en la escuela. Como que la respuesta que obtuvo de J. fue que no iba a dejar entrar a… Una vez me contó S. que fue porque él [ J.] había tenido una experiencia, y lo que había leído no le había gustado. Yo me imaginé que eras vos…

Lo escuché a mi colega decirme esto y sonreí por lo bajo. Había sorpresa, claro, a quién le gusta saber (o sospechar) que su informante clave se había sentido “traicionado” por aquello que una había escrito - o no había escrito- sobre su escuela y sobre él. Había sorpresa pero ya no había malestar. Porque este nuevo episodio caía por entero -finalmente- en el terreno de lo antropológico. En el centro mismo de esa empresa. En el vínculo que el director y yo habíamos tenido. En aquello que él me había mostrado y en aquello que yo había visto; en lo que había esperado de mí y en lo que yo le había devuelto. En la sociabilidad que involucra todo trabajo de campo. Pero más aún: que sigue involucrándola, aun cuando este campo parezca terminado.

Porque este nuevo episodio venía a plantear certezas: la de que no parece haber un instante determinado en que dejemos el campo. Si hemos de pensar a éste como un enclave de sociabilidad que no nos tiene por único eje, el campo es también campo cuando ya no estamos. ¿Qué pasa, en él, cuando nos vamos? La pregunta no debe malentenderse. No apunta al rescate anecdótico de eventos - el racconto aleatorio de lo que sigue sucediendo allí donde ya no estamos-, sino a la articulación de ese después con nuestro trabajo previo. ¿Cómo, aquello que sucede cuando nos fuimos, sigue echando luz sobre nuestros relacionamientos en el campo y, por ende, sobre el conocimiento que construimos? ¿Cómo esos eventos, que transcurren a posteriori, permiten iluminar los que pasaron antes?

Este tercer episodio irrumpía, con fuerza, muchos años después de terminada mi indagación, para mostrarme que terminar un trabajo de campo - como diría Barley (1989Barley, Nigel. (1989). El antropólogo inocente: notas desde una choza de barro. Barcelona: Anagrama.)- es más una cuestión teórica que real. Que si la indagación termina, los modos de relacionamiento que construyen el campo tienen más largo alcance. Y más largas consecuencias, para una misma y para otros/as, sobre todo - como parecía ser el caso- en un campo en que somos leídos por actores e informantes. Este tercer episodio venía a posicionarse, finalmente, y no a modo de apéndice sino en igualdad de condiciones, con los anteriores episodios: venía a seguir diciendo acerca del malestar.

Para ser más precisa: venía a seguir diciendo acerca del malestar que se esconde -para echar mano a conceptos mencionados- entre el resquebrajamiento y la asunción de la inmunidad y la vulnerabilidad antropológica. Seguía diciendo, en definitiva, acerca del malestar que acecha - como posibilidad- en todo trabajo antropológico. Ya Crapanzano lo dijo mejor con otras palabras: el trabajo de campo es siempre, en algún nivel, una profanación. “Somos más que nada huéspedes no invitados que, en el mejor de los casos, una vez hemos sido aceptados, actuaremos con consideración y tal vez hasta ofreceremos a nuestros anfitriones algo que ellos valoren. No ganamos nada con negar esta profanación: la violencia inherente al trabajo de campo” (2010Crapanzano, Vincent. (2010). “At the heart of the discipline”: critical reflections on fieldwork. In: Davies, James & Spencer, Dimitrina (eds.). Emotions in the field: the psychology and anthropology of fieldwork experience. Stanford: Stanford University Press, p. 55-78.: 57).

Lo que este tercer episodio seguía diciendo, sobre el director y nuestro trato, no voy a ponerme a desmenuzarlo yo aquí. Quien guste podrá encontrar, en él, indicios para corroborar o anular los eventos anteriores. Si el director era o no rígido (si lo era en función de su nuevo y altísimo cargo o si siempre lo había sido). Si mi investigación era causa o excusa para la negación de permiso de mi colega (si yo había traicionado o no la confianza del director). No me interesa a mí realizar ese ejercicio: sopesar las innumerables variables que pudieran haber dado razón de cada hecho. Lo que me interesa, en cambio, a los efectos del planteo de este texto, es dejarlo presentado. Añadir, a la figura armada, estas nuevas piezas. Porque de lo que se trata, finalmente, no es de perseguir la verdad ni de resolver un enigma -si el director era empático o era el Führer, si su cercanía conmigo era real o era fingida. Se trata, en cambio, de otra cosa: de subrayar la importancia de recuperar las preguntas correctas. De no acallar todas las respuestas posibles.

Malinowski (2010Malinowski, Bronislaw. (2010). Confessions of ignorance and failure. In: Malinowski, Bronislaw. Coral Gardens and their Magic. London: Routledge, p. 452-482.) advertía que, no pocas veces, las investigaciones nos conducen a trampas y a callejones ciegos. En esto, añadía, mucho tienen que ver las explicaciones prematuras, que creen cerrar interrogantes cuando dejan en cambio cabos sueltos. De esto intentó hablar este trabajo. No de los malestares y decepciones que nos depara el campo - que esto más que una reflexión debiera ser una premisa. Tampoco de la figura vulnerable del antropólogo, cuya emotividad nunca debiera ser una concesión hecha a regañadientes, sino un elemento indiscutible de la rutina antropológica (y que lejos de servir para el regodeo lastimoso debiera servir para la reflexión del campo). No habla tampoco este trabajo de la figura del director, cuyas prácticas y actuaciones sólo podemos interpretar -tal vez aventuradamente- pero nunca entender en sus causalidades. No busca, finalmente, sobre-dimensionar malestares (dos momentos absolutamente puntuales en un largo trabajo de campo, que sólo la presentación del texto me obliga acá a poner bajo la lupa) ni menos que menos pasarlos por el tamiz de una verdad a la que jamás podremos acceder.

Este trabajo roza todos estos ejes, por supuesto, pero para hablar finalmente de otra cosa: de las explicaciones con que abordamos aquellas preguntas del campo que nos interpelan personalmente. De cómo tendemos a saldar, desde lo intelectual, aquello que es también (o sobre todo) afectivo. O de cómo tendemos a olvidar que la afectividad implica también un conocimiento que nace, justamente, del estar involucrado (Rosaldo, 1980Rosaldo, Michelle Zimbalist. (1980). Knowledge and passion: Ilongot notions of self and social life. Cambridge: Cambridge University Press., 1984Rosaldo, Michelle Zimbalist. (1984). Toward an anthropology of self and feeling. In: Shweder, Richard A. & LeVine, Richard A. Culture theory: essays on mind, self and emotion. Cambridge: Cambridge University Press , p. 137-157.). Puede parecer, para nuestra concepción cartesiana del mundo, que yo haya cambiado un marco explicativo por otro; que haya pasado de uno basado en lo intelectual a otro centrado en lo emotivo. Pero no es tanto un movimiento de suplantación como uno de recobro: de volver a considerar lo afectivo como una cualidad explicativa en pie de igualdad con aquella que parece dictarnos el pensamiento. Porque no se trata, después de todo, de elementos opuestos, sino de ejes complementarios con que abordar, analíticamente, los hechos sociales (Sirimarco, 2010Sirimarco, Mariana. (2010). Historias de cercanías, de distancias, de una ida y un regreso: el periplo del trabajo de campo en una escuela de policía. In: Estudiar la policía: la mirada de las ciencias sociales sobre la institución policial. Buenos Aires: Teseo , p. 301-322.; Sirimarco & Spivak L´Hoste, 2018Sirimarco, Mariana & Spivak L´Hoste, Ana. (2018). Introducción: la emoción como herramienta analítica en la investigación antropológica. Etnografías Contemporáneas , 4/7, p. 7-15.).

Sobre esto versa entonces este trabajo: sobre el desafío de no clausurar, a manos de la teorización excesiva, aquellas preguntas del campo que debiéramos seguir abriendo. Este trabajo habla en definitiva de mi malestar: uno que me acompañó, dormido pero vivo, a lo largo de mi trabajo de campo, y al que volví, después de tantos años, para intentar darle, a despecho aun de la tardanza, una explicación que pudiera hacerle más justicia.

Al menos por el momento.

REFERENCIAS

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  • Thrift, Nigel. (2004). Intensities of feeling: towards a spatial politics of affect. Geografiska Annaler, 86/1, p. 57-78.
  • 1
    La exposición del caso adolece expresamente de precisiones. Las vaguedades en tiempos e instituciones buscan resguardar identidades.
  • 2
    El texto que sigue se comprenderá mejor si se tiene en cuenta que relata los pasos de mi primera investigación de largo alcance, desarrollada hace ya veinte años.
  • 3
    Tal vez no sea ésta la mejor categoría para señalar la distancia entre lo intelectual y lo afectivo. No deja de ser significativa, de hecho, la “facilidad” con que construimos como contrapuestos términos que no lo son -afectivo/emotivo vs. conceptual/teórico-, como si lo afectivo no pudiera ser objeto de teorización o conceptualización. Si recurro sin embargo a esta categoría -lo “teórico”- es a causa de una deriva de la afirmación anterior: la dificultad epistemológica de nombrar a aquel modelo explicativo que prescinde del componente de lo afectivo sin caer en binarismos cartesianos que le niegan su capacidad analítica. Volveré sobre ello al final del texto.
  • 4
    Habría que pensar hasta qué punto todo campo no se inicia con la revelación de una contradicción, con el despertar de una tensión, que transforma una simple exploración en el terreno en una trama vincular.
  • 5
    Plantear estas preguntas no implica, para nada, el desembozo de un regodeo autorreferencial, sino la asunción de un investigador humano. Lo que se ilumina, en este reconocimiento, no es el investigador por sí mismo, sino el que resulta del proceso del encuentro con el otro (Tedlock, 1991Tedlock, Barbara. (1991). From participant observation to the observation of participation: the emergence of narrative ethnography. Journal of Anthropological Research, 47/1, p. 69-94.). Ya lo dijo mejor Favret-Saada (2012Favret-Saada, Jeanne. (2012). Being affected. HAU: Journal of Ethnographic Theory, 2/1, p. 435-445.: 443): “el hecho de que una etnógrafa se permita a sí misma ser afectada no significa que… su trabajo de campo sea poco más que un viaje del ego”.
  • 6
    La propuesta de Ingold no pasó sin generar debate. Pueden seguirse algunas respuestas sobre la relación/tensión entre etnografía y antropología en el dossier “Two or three things I love or hate about ethnography” (HAU: Journal of Ethnographic Theory, volumen 7, número 1, 2017).
  • 7
    Se refiere a quien era director, en ese momento, de la escuela en la que él trabajaba.
  • 8
    El Jefe de Estudios dentro de la escuela.
  • *
    Agradezco el trabajo de lxs evaluadores, que contribuyeron con sus comentarios y su lectura atenta a mejorar sustancialmente los argumentos de este texto.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    06 Jun 2022
  • Fecha del número
    Jan-Apr 2022

Histórico

  • Recibido
    06 Abr 2020
  • Revisado
    22 Feb 2021
  • Acepto
    04 Mayo 2021
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