Open-access ¿Qué (no) hay de populismo en “la razón populista”? Significantes vacíos, fronteras y la especificidad de la lógica populista

What is (not) populist in “populist reason”? Empty signifiers, boundaries, and the specificity of populist logic

Resumen

Laclau establece una identidad entre populismo y política, esto es, sostiene que el populismo es la única lógica propiamente política. Las críticas realizadas a esta idea tienen bases sólidas; sin embargo, no hubo avances sustanciales respecto a la pregunta que emerge apenas se asume que el populismo es sólo una entre otras tantas lógicas políticas: ¿cuál es su especificidad ontológica? Al respecto me propongo, en primer lugar, establecer un significado preciso, que defino como de “doble frontera”, a la noción de “preminencia de la equivalencia” postulada por Laclau como un rasgo distintivo del populismo. Luego de señalar que este rasgo, si bien captura la especificidad populista, no transciende el nivel óntico, abordo críticamente los trabajos de Gerardo Aboy Carlés y Sebastián Barros al respecto, mostrando que sus enfoques, más allá de sus valiosos aportes, no consiguen saldar, al menos completamente, esta cuestión. Paso luego a presentar mi propuesta que, basada en algunas afirmaciones de Laclau y sostenida en principios básicos de su ontología política, se orienta a demostrar el rol que juegan los significantes vacíos respecto de la especificidad ontológica de toda lógica política, incluida la populista.

Palabras clave:
populismo; lógicas políticas; fronteras; significantes vacíos; ontología

Abstract

Laclau establishes an identity between populism and politics; doing that, he maintains that populism is the only proper political logic. Criticisms of this idea have been well founded; however, there has been no substantial progress regarding the question that emerges as soon as one assumes that populism is only one among many other political logics: what is its ontological specificity? In this regard, I propose to establish a precise meaning for the concept of “preeminence of equivalence” postulated by Laclau as a distinctive feature of populism. To do that, I introduce the idea of “double frontier”. After pointing out that this feature, although capturing populist specificity, does not transcend the ontic level, I critically address the works of Gerardo Aboy Carlés and Sebastián Barros in this regard, showing that despite their valuable contributions, their approaches do not manage to resolve, at least not completely, this question. I then present my proposal that, based on some of Laclau's statements and supported by the basic principles of his political ontology, aims to demonstrate the role played by empty signifiers in the ontological specificity of all political logic, including populist logic.

Keywords:
populism; political logics; frontiers; empty signifiers; ontology

1. Introducción

La teoría del populismo de Ernesto Laclau es la más importante, potente y sofisticada de la que hasta hoy disponemos sobre el fenómeno populista. Sin embargo, hay en ella un problema central al cual refiere la pregunta del título. En efecto ¿Qué hay de “populista” en el cuestionamiento al orden social que su “razón” implica? En otras palabras ¿Cuál es la especificidad de la lógica populista que la distinguiría de otros cuestionamientos a un régimen de dominación? ¿Qué la distingue de otras lógicas políticas?

La conocida respuesta de Laclau es tan provocativa y lacónica como desconcertante: nada, porque la política sólo es tal si cuestiona al orden vigente y todo cuestionamiento de este tipo es populista. El populismo es la política, por lo que no hay otras lógicas políticas de las cuales haya que distinguirlo. Sólo se distingue del orden social institucionalizado el cual, por definición, no es política, sino “administración”.

No son pocos los autores que dentro de, o al menos cercanos a, la perspectiva laclauiana han cuestionado esta identidad entre populismo y política. En algunos casos, este cuestionamiento ha dado lugar a propuestas alternativas de concepción del populismo más o menos alejadas de la propuesta laclauiana original. Desde mi punto de vista, estas propuestas alternativas, como espero mostrar al menos respecto a algunas de ellas, no son satisfactorias.

En este trabajo esbozo mi propio intento de reformulación, recurriendo, esta vez, a uno de los elementos teóricos centrales de la ontología laclauiana: el significante vacío, cuyo estatus teórico en esa ontología aparece envuelto en notorias ambigüedades y falta de precisión teórica y analítica.

En la primera parte del trabajo intento desarrollar una crítica de la perspectiva de Laclau respecto de la especificidad del populismo usando elementos de su propia construcción teórica. En la segunda sección me ocupo de dos intentos muy relevantes, los de Gerardo Aboy Carlés y Sebastián Barrros, de remediar las carencias de la teoría de Laclau respecto a esta (falta de) especificidad. Al tiempo que destaco algunas de las que creo son importantes contribuciones de estos autores para nuestra comprensión del populismo como una lógica política específica, señalo en sus trabajos lo que creo son también limitaciones relevantes que no nos permiten resolver, completamente, el problema.

Finalmente, en la tercera sección, presento mi propia propuesta: lo específico del populismo se condensa en la singularidad de un significante vacío a partir del cual se configura la performatividad del pueblo como identidad política. A modo de cierre, en el último apartado hago unas muy breves consideraciones sobre la relevancia teórica y política de identificar, por un lado, lo específico del populismo en términos ontológicos y, por el otro, el elemento discursivo en torno al cual esta especificidad se define.

2. El laberinto (de la especificidad) populista en Laclau: una crítica inmanente

A pesar de que Laclau explícitamente reconoce, en ciertos pasajes de su obra, que el populismo es sólo una entre otras tantas lógicas políticas (Laclau, 2009, 2005), es también muy conocida (y criticada) la identificación que establece entre populismo y política (2009), con lo cual el populismo es, para él, la lógica política tout court.

A su vez, su análisis del populismo se basa en su ya clásica distinción entre dos lógicas: la de la equivalencia y la de la diferencia (Laclau, 2005). Para Laclau, el populismo se caracteriza por la primacía o el privilegio de la lógica equivalencia. Por otra parte, lo que él llama sistemas institucionales o totalizaciones institucionalistas se caracteriza por la primacía de la lógica de la diferencia. Desde esta perspectiva, serían éstas (populista e institucionalista) las dos lógicas políticas que podrían concebirse propiamente como tales, sólo que la institucionalista no sería “política”, ni una lógica en sentido estricto, sino “simple administración”.

Todo desafío al statu quo sería, así, populista: la revolución francesa, la revolución de octubre, el nazismo, los procesos independentistas americanos, el peronismo, etc., serían todos procesos populistas. Es obvio que una concepción de este tipo hace del populismo una noción que pierde capacidad analítica y sensibilidad histórica. Para restaurar esta capacidad se debe explorar la posibilidad de establecer la especificidad de la lógica populista respecto de otros desafíos al statu quo, esto es, de otras lógicas políticas. Si esta diferenciación fuera posible, la pregunta a responder es ¿cuál es la ontología de esta distinción?

Creo que un primer paso hacia una respuesta es examinar, con detenimiento y críticamente, la propuesta de Laclau de que lo distintivo del populismo es la preminencia de la lógica de la equivalencia. En este sentido, el primer punto a remarcar es que, para Laclau, ni la lógica de la equivalencia ni la de la diferencia pueden establecerse como tales sin la presencia de la otra: “[…] la equivalencia y la diferencia son finalmente incompatibles entre sí; sin embargo, se necesitan la una a la otra como condiciones necesarias para la construcción de lo social” (Laclau, 2005, p. 106-107).

En efecto, toda diferencia sólo puede establecerse como tal si hay una referencia a lo excluido que permite establecer los límites de la totalidad dentro de la cual las diferencias tienen sentido. Si no hubiera esta exclusión, no habría una totalidad (precariamente) “cerrada” que dotara de sentido a cada identidad (diferencial) individual en tanto “momento” de la formación social: “[…] con respecto al elemento excluido todas las diferencias son equivalentes entre sí – equivalentes en su rechazo común a la identidad excluida.” (Laclau, 2005, p. 94).

A su vez, mirando desde el lado de la lógica de la equivalencia, esta interpenetración entre ambas lógicas también resulta evidente. Como muestra Laclau en el caso del populismo, la equivalencialidad (de las demandas) sólo puede subsistir en la medida que se “respeten” (y se procesen políticamente) las diferencias entre ellas: “Las equivalencias pueden debilitar, pero no domesticar las diferencias […] la diferencia continúa operando dentro de la equivalencia, tanto como su fundamento como en una relación tensa con ella” (Laclau, 2005, p. 105).

Pero entonces ¿qué implica la primacía de la lógica de la equivalencia como el rasgo propio de la lógica política populista?

Laclau aborda explícitamente esta cuestión al referirse a la distinción entre una lógica populista y otra institucionalista. La diferencia y la equivalencia están presentes en ambos casos, pero un discurso institucionalista es aquel que intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad. “[…] En el caso del populismo ocurre lo opuesto: una frontera de exclusión divide a la sociedad en dos campos. El ‘pueblo’, en este caso, es algo menos que la totalidad de los miembros de la comunidad” (Laclau, 2005, p. 107-108). Una primera diferencia entre estas lógicas, entonces, radica en el lugar de la frontera: esta puede situarse, o bien en coincidencia con los límites de la comunidad (lógica institucionalista), o bien en el interior de la misma, dividiéndola (lógica populista).

Además, siguiendo con el argumento de Laclau, en la lógica institucionalista, la diferencialidad es “[…] la equivalencia dominante dentro de un espacio comunitario homogéneo […]”. Creo que esta afirmación puede entenderse en el sentido de que las identidades en una formación social de este tipo se reconocen ante todo como “diferentes” entre sí a partir de una distinción con lo excluido (lo que está “fuera” de la comunidad) respecto al cual todas las diferencias son equivalentes. No obstante, esta equivalencia operaría, por decirlo así, en un segundo plano. Por su parte, la diferencialidad está en un primer plano, está “privilegiada” en términos de la constitución y operación de las identidades sociales y políticas.

En el populismo, por el contrario, esta “igual diferencialidad universal” (como vimos, aparente) se quiebra. El populismo “[…] va a generar una exclusión radical dentro del espacio comunitario” (Laclau, 2005, p. 108). Una parte de la misma, la plebs, reclama la representación de la totalidad comunitaria. Este reclamo confronta con un poder activo que sostiene el “viejo orden” diferencial y, en esta confrontación, requiere la cristalización de todas las demandas en torno a un común denominador que articule una identidad popular (Laclau, 2005). La equivalencialidad pasa, así, a un primer plano; se convierte en la lógica privilegiada.

Pero este argumento puede dar lugar a un equívoco que considero crucial dilucidar: la noción de una comunidad política “previa” con cuyos límites una formación institucionalizada hace coincidir la frontera que estructura lo social, mientras una lógica populista la “divide”. Esto es insostenible dentro del horizonte teórico laclauiano, ya que implicaría afirmar que una comunidad se constituye (se ha “instituido”) como tal más allá de cualquier lógica política, esto es, más allá de todo proceso hegemónico de articulación.

Por el contrario, sabemos, por Laclau, que una comunidad se instituye siempre a través de la instauración de una frontera, y esta instauración es siempre hegemónica y traumática ya que divide, desarticula y/o diluye fronteras e identidades previas, a la vez que excluye otras formas de institucionalización de lo social (Mouffe, 2007). En este proceso instituyente, es la lógica de la equivalencia, dada su naturaleza y despliegue antagónicos, la lógica privilegiada en los términos planteados por Laclau; pero una vez instituida la nueva formación y sus límites comunitarios, de modo “natural” (en tanto hegemonía “sedimentada”, para usar el término de Laclau, 2000, p. 51) la lógica de la equivalencia pasa a segundo plano y el privilegio se traslada a la lógica de la diferencia. Si bien Laclau reconoce estos momentos en lo que llama “transición” (Laclau, 2005, p. 108), asocia cada uno de ellos a lógicas diferentes, en lugar de identificarlos como el proceso general de emergencia y consolidación hegemónica de toda lógica política, cualquiera que esta sea.

Desde este punto de vista, entonces, según cual momento del proceso de transición miremos, la lógica institucionalista será tan equivalencial y tan diferencial como la lógica populista. Estrictamente hablando, la institucionalidad (un orden hegemónico sedimentado) no es una lógica política, sino un estado en el proceso ontológico de institucionalización de lo social a través de la prevalencia hegemónica de una lógica política. El privilegio de la equivalencia y la diferencia no podría ser, en principio, entonces, un criterio de distinción entre lógicas políticas ya que estos “privilegios” se suceden uno a otro en todo proceso social instituyente que sea exitoso en términos hegemónicos. Estamos frente a una dinámica quasi-transcendental de lo político, que se despliega en una infinita sucesión de sístoles y diástoles hegemónicos y contrahegemónicos. Traduciendo este juego entre diferencia y equivalencia a la relación entre lo político (primacía de la equivalencia) y la política (primacía de la diferencia), podemos decir que este juego “[…] genera una secuencia: la institución de la política como orden, a su vez seguida por la subversión por parte de lo político, seguida por la institución de figuras nuevas (diferentes) de orden político, y así sucesivamente” (Arditi, 1995, p. 349). En esta sucesión, las fronteras “internas” forman parte de la subversión del viejo orden, en tanto borde que separa a quienes lo impugnan respecto de quienes lo defienden. De este modo, ni la primacía de la equivalencia es el rasgo distintivo de la lógica populista, ni tampoco lo es el surgimiento de una frontera interna que divide a la sociedad.

En este sentido, Aboy Carlés (2010) está en lo cierto al sostener que la pretendida ontología del populismo de Laclau en realidad es una ontología política: la institución (hegemónica) de “la” sociedad implica una articulación equivalencial que se opone al statu quo, y a partir de la cual se establece una nueva exterioridad que da sentido a las nuevas diferencias. El error de Laclau, entonces, no sería tanto la pretensión de que toda lógica política queda subsumida en una lógica populista, sino en atribuir al populismo rasgos ontológicos que son los del vínculo entre lo político y la política en general.

Sin embargo, la primacía de la equivalencia planteada por Laclau como el rasgo característico del populismo puede interpretarse de otro modo, esto es, como la instauración de una doble frontera: la que separa a la sociedad de su exterior constitutivo (que emparenta al populismo con otras lógicas políticas) y la que divide a la sociedad, la cual, no obstante, permanece una. La originalidad y especificidad ontológica (paradojal) del populismo, entonces, no es tanto el mero privilegio de lo equivalencial, sino el ser una lógica que, al desafiar al statu quo, no solo genera una frontera interna (rasgo que compartiría con cualquier lógica política en su fase inicial instituyente), sino que mantiene y reproduce indefinidamente esta división entre dos campos antagónicos de una sociedad que pasa así a ser, al mismo tiempo, una y dividida. El privilegio de la equivalencia en el populismo debe ser entendido, entonces, como la coexistencia de una doble frontera equivalencial: una que establece los límites del sistema y otra que lo divide preservándolo, no obstante, como tal.

De todos modos, esta caracterización del populismo en términos de “fronteras” no va más allá de la dimensión óntica del fenómeno populista, sin establecer los rasgos de su dimensión instituyente. La pregunta, entonces, se desplaza: ¿Cuál es la ontología de esta lógica que la desvía del camino “normal” de división, rearticulación y unificación hegemónica de las lógicas institucionalizadas? ¿Cuál es y dónde reside la especificidad ontológica del populismo, qua lógica política, que instituye una doble frontera?

Por lo que dijimos más arriba, el camino de las demandas, que Laclau sigue en La razón populista para responder a estas preguntas, no tiene salida: cualquier desafío al statu quo tiene como base constitutiva la existencia de demandas insatisfechas1.

Laclau, sin embargo, señala otra alternativa más promisoria (que él, sin embargo, no sigue). Dice el teórico argentino: “La diferencia entre una totalización populista y una institucionalista debe buscarse en el nivel de estos significantes privilegiados, hegemónicos, que estructuran, como puntos nodales, el conjunto de la formación discursiva” (Laclau, 2005, p. 107). En otros términos, la diferencia ontológica entre las lógicas está en los significantes vacíos en torno a los cuales se estructuran las formaciones sociales (y, lógicamente, sus correspondientes fronteras). El significante vacío es, entonces, la categoría central de toda ontología de las diferencias entre lógicas políticas.

La pregunta clave, ahora, es: ¿en qué podrían diferenciarse los significantes vacíos, más allá de su función primaria de llenar el vacío constitutivo de cuya representación depende la estructuración (siempre precaria y constitutivamente fallida) de lo social y lo político como tal?

Sabemos que Laclau no siguió este camino, sino que optó (en contradicción con lo que sostiene en la cita anterior) por negar relevancia ontológica a la especificidad de los significantes vacíos, al asumir que cualquier significante puede jugar la función de fijación del sentido de una lógica política, siempre y cuando sea “suficientemente” vacío. Antes de intentar avanzar en esta ruta que Laclau señala, pero no sigue, abordaré dos propuestas sobre cómo salir del laberinto laclauiano, cuyo examen crítico se mostrará de gran valor para aquella empresa.

3. Intentos de salida (hasta cierto punto) fallidos

Gerardo Aboy Carlés y Sebastián Barros elaboraron, cada uno por su cuenta y enfatizando aristas diferentes, críticas agudas y certeras respecto al problema de la especificidad populista en la teoría laclauiana. Además, diseñaron propuestas sistemáticas orientadas a corregir esta falla teórica sin abandonar, al menos de modo completo, la ontología política de Laclau.

Aboy Carlés desarrolla dos líneas argumentales. Una de ellas se basa en la distinción entre diferentes tipos de identidades populares, de las cuales el populismo sería sólo una entre otras posibles (Aboy Carlés, 2012, p. 19). Un tipo son las identidades que llama “totales”, que apuntan a redefinir los límites de la comunidad política expulsando de ella o eliminando a las otras identidades con las cuales confrontan. Para usar sus términos: “[…] las identidades totales operan una reducción violenta del populus a la plebs” (Aboy Carlés, 2012, p. 22). Los totalitarismos nazi y stalinista serían los ejemplos históricos más claros de este tipo de identidades. Otro tipo son las identidades populares “parciales”. Estas no apuntan a cubrir y suturar todo el espacio comunitario, avanzando hacia una completa homogeneización del mismo, sino que limitan la extensión de su cadena equivalencial a una “parte” de la sociedad que las alberga y con cuyos otros componentes identitarios están dispuestas a coexistir. El ejemplo que da Aboy Carlés es el de los Panteras Negras, pero podemos pensar a la mayoría de los movimientos sociales dentro de esta categoría.

Finalmente distingue a las identidades con “pretensión hegemónica”, que aspiran a cubrir al conjunto de la comunidad política, pero que, a diferencia de las identidades totales, no lo hacen mediante la expulsión o destrucción del “enemigo,” sino a través de una asimilación que implica, justamente, una operación hegemónica. Estas identidades suponen la existencia de “fronteras” (que separan a las diferentes identidades que habitan el espacio político común). Pero no se trata de fronteras sólidas e inamovibles que deslindan una identidad de otra considerada un enemigo irreductible, sino de fronteras porosas que permiten pasajes a través de ellas. A este tipo general de identidades populares pertenecen las identidades populistas latinoamericanas (Aboy Carlés, 2012, p. 15). Estos populismos, al tiempo que instalaron una frontera que marcaba los límites de una plebs en tensión con el orden vigente, preservaron la integridad de la comunidad política al tiempo que sostenían una pluralidad política por la que se reconocía a quienes no formaban parte del campo popular la pertenencia legítima a la misma. La porosidad y movilidad de la frontera, además, hacía que ambos campos cambiaran su composición, generando entre ellos una tensión irreductible que, sin embargo, se enmarcaba en una aspiración regeneracionista que postulaba un horizonte, nunca alcanzado, de plenitud comunitaria. El populismo es una lógica compleja que aspira, al mismo tiempo, a la representación de una parte y de la comunidad en su conjunto.

Estamos frente a un sofisticado esquema analítico que tiene puntos de gran interés respecto de la especificidad populista. Esta especificidad puede resumirse así: la lógica populista es tal que divide a la sociedad (a través de una frontera porosa que deslinda el campo del pueblo respecto del anti-pueblo) al tiempo que, en el contexto de una tensión política continua e incancelable, preserva la integridad de la comunidad política. Traducido al esquema de la diferencia y la equivalencia, lo que caracteriza al populismo, muy en línea con mi propia noción de “doble frontera” presentada más arriba, no es la primacía de la equivalencia, sino que esta equivalencia tiene ahora una doble dimensión: una que sostiene la identidad del pueblo (con su correspondiente significante vacío); otra, en buena medida heredada del “viejo orden”, que sostiene la identidad política de la comunidad. Sin embargo, esta propuesta presenta dos problemas que impiden tenerla como la solución definitiva al problema de la especificidad populista.

El primero es que los rasgos que identifica Aboy Carlés parecen los propios de un tipo de populismo (el latinoamericano) y no del populismo en general. Los populismos de derecha, incluidos el fascismo y el nazismo, quedan obviamente fuera de esta caracterización basada en la noción de permeabilidad de la frontera y regeneración. En su esquema, pasan a estar incluidos en las “identidades totales”. Esto es problemático porque, dejando de lado el recurso a la autoridad que nos permitiría señalar que, para Laclau, era posible distinguir entre populismos de derecha y de izquierda, algunos de los radicalismos de derecha muestran prácticamente todos los rasgos que se consideran propios de la lógica populista: la centralidad del “pueblo” en la retórica política, el lugar central ocupado por un o una “líder”; división antagónica de lo social entre este pueblo y una o más “élites” y programas políticos en beneficio de los sectores populares. La perspectiva de Aboy Carlés respecto a la especificidad populista peca, entonces, por defecto: identifica la lógica populista con lo que sería sólo uno de sus tipos.

El segundo problema es que, en línea con lo que señalamos más arriba respecto a mi propio argumento de la “doble frontera”, esta caracterización no trasciende el nivel de lo óntico. La pregunta inevitable es cuál ontología está detrás de la frontera porosa y la doble equivalencialidad que caracterizan la onticidad populista2.

En una segunda línea argumentativa, Aboy Carlés (2010) ofrece una propuesta ontológica alternativa que apunta a corregir (o complementar) la ontología laclauiana al distinguir dos dimensiones de la lógica de la equivalencia. Una extensiva (que está claramente reconocida en la teoría laclauiana) que remite a la cantidad de elementos (o demandas) que forman parte de la cadena equivalencial. La segunda dimensión (ausente en la formulación de Laclau), “[…] remite a la intensidad o fuerza con que cada elemento es articulado a la cadena. Esto es, en qué grado la nueva identidad producto de la cadena subsume las particularidades articuladas” (Aboy Carlés, 2010, p. 21). Aboy Carlés nos ofrece una herramienta analítica para especificar la noción de preminencia de la equivalencia que Laclau postuló como lo característico de la lógica populista. “Preminencia” puede ser interpretada ahora como “fuerte intensidad equivalencial” (Aboy Carlés, 2010, p. 22). La especificidad del populismo emerge ahora por contraste con los dos valores límites de esta intensidad:

El populismo sería entonces, conforme a su preeminencia equivalencial, una de las figuras de la democracia; su inscripción en esta tradición lo aleja de la dispersión diferencial propia del liberalismo pluralista [mínima o nula intensidad equivalencial]. Ahora bien, como forma específica de democracia, se diferencia también de la figura totalitaria, caracterizada por la saturación [máxima intensidad] equivalencial (Aboy Carlés, 2010, p. 23-24).

Con esta operación sustitutiva, Aboy Carlés parece haber cumplido dos objetivos: i) dotar de sentido y potencial analítico a la idea de “preminencia” de la equivalencia; ii) dotar de fundamento ontológico a su formulación óntica de lo propiamente populista: es la equivalencialidad “fuerte”, ni extremadamente débil ni intensa, el origen de la doble cara del populismo que se opone tanto al ordenamiento liberal como a la política totalitaria.

La pregunta, sin embargo, es si tiene sentido, dentro de un paradigma que parte de concebir a las identidades como la emergencia de un encuentro entre la equivalencia y las diferencias, hablar de “intensidad” de la primera y, como contracara, plena manifestación o total subsunción o disolución de las segundas.

Creo que la respuesta es negativa. En efecto, toda lógica política (la populista o cualquier otra, por ejemplo, liberal) es un conjunto de identidades cuyas particularidades se establecen por la diferencia con otras identidades bajo la condición constitutiva del establecimiento (precario, no sustancial) de los límites del campo significativo, dentro de los cuales tales diferencias se estabilizan y tienen sentido. Sabemos que ese límite (frontera) sólo se estabiliza si un significante vacío clausura (fija) lo que de otra forma sería el deslizamiento sin fin de los significantes, haciendo posible ligarlos a significados que pasan, así, a constituirse en “elementos” de un sistema o “formación social” (Laclau; Mouffe, 2004). Las identidades particulares (las diferencias) se constituyen por la mediación de la equivalencia y el correspondiente significante vacío que las hace (auto)concebibles. Sostener, por ende, que hay un juego de suma cero en el cual las identidades, o bien se subsumen en la equivalencialidad cuanto más “intensa” esta sea, o bien, que estas particularidades serán tanto más plenas cuanto más la equivalencialdad pierda intensidad, es una contradicción. Las lógicas políticas no se distribuyen en un espacio unidimensional con un polo establecido por la pura diferencia y el otro por la pura equivalencialidad, con una serie (¿infinita?) de gradaciones intermedias. Las lógicas políticas son multidimensionales y, entre ellas, no hay conmensurabilidad posible en tanto constituyen campos significativos diferentes. Una identidad liberal (o cualquier otra) puede ser, según el contexto histórico, tan o más “intensa” que una populista. Lo relevante es que son inconmesurablemente diferentes3.

Obviamente que esta crítica aplica de lleno a Laclau y su pretensión de que el populismo es “una cuestión de grado”, según el quantum o extensión de la cadena equivalencial (Laclau, 2005, p. 195). El problema de la ontología alternativa a la laclauiana que ofrece Aboy Carlés, entonces, es que no se separa, en este aspecto, suficientemente de la de Laclau.

Por su parte, Sebastián Barros (2009) asume también la necesidad de establecer la especificidad de la lógica populista; su crítica a Laclau, en este sentido, es similar. Pare él, en Laclau

[…] la definición de populismo parece tan general que casi cualquier movimiento o demanda política contemporánea podría ser caratulada de populista[…] [ya que] […] toda articulación política, toda tendencia a la sutura del espacio social, implica la existencia de cadenas de equivalencia, significantes vacíos y una ruptura del orden discursivo-institucional vigente (Barros, 2009, p. 17-18).

Con el fin de avanzar hacia la definición de lo que es específicamente populista, Barros recurre a la categoría de heterogeneidad. Plantea que

[…] la particularidad del populismo está dada por el momento en el que aquello que carece de ubicación como elemento pasible de ser articulado políticamente dentro de ese orden comunitario, es arrancado de su lugar y aprehendido como una demanda heterogénea al campo de representación (Barros, 2009, p. 23)

Por cierto, sorprende que la especificidad del populismo, ausente en la formulación de Laclau, pueda lograrse a través de la categoría de “heterogeneidad” que juega un papel central en la ontología populista laclauiana. De hecho, Laclau (2005, p. 191) reconoce en el populismo la coexistencia de tres dimensiones diferentes de heterogeneidad (la que sobrevive como un “exceso” de la identidad popular irreductible al antagonismo con el campo no popular, la que permanece en cada una de las particularidades que se integran a la cadena equivalencial y las demandas que quedan fuera de esa cadena).

Quizá, Barros le da a esta categoría un sentido diferente. Veámoslo. El término clave en el párrafo citado parce ser “arrancado”. Para Ranciere (2006), a quien Barros remite, este arrancamiento es una “desindentificación” por el que la subjetividad aparece ahora “extrañada”, “fuera” de la naturalización previa de un lugar “sin parte” que antes ocupaba en la institucionalidad vigente. Antes que heterogeneidad estamos en presencia de un proceso de heterogeneización de un componente previamente incluido, subordinadamente, en el campo simbólico. El sentido que da Laclau al concepto de heterogenidad es diferente: antes que un proceso “dentro” del campo simbólico es un “estado” que se corresponde con la condición misma de la constitución de aquel campo – lo heterogéneo es “un dejar aparte”, es una exterioridad respecto al espacio de representación como tal (Laclau, 2005, p. 176). Es un “residuo” (p. 176) que el orden simbólico necesariamente deja en su propio proceso de constitución (la pasividad implicada en la metáfora residual marca el claro contraste con la heterogeneidad “activa” que postula Ranciere). Es justamente esta exterioridad “radical” lo que permite a lo heterogéneo y solamente a lo heterogéneo (o al menos a aquella entidad social que preserve algún rasgo de heterogeneidad) cuestionar antagónicamente al orden social. Dice Laclau:

[…] cualquier tipo de grupo subordinado, incluso en el caso extremo y puramente hipotético en que es exclusivamente una clase definida por su situación dentro de las relaciones de producción, debe tener algo de la naturaleza [heterogénea] del lumpemproletariado si es que va a ser un sujeto antagónico (Laclau, 2005, 192)

Lo que ha quedado (al menos en parte) fuera del campo simbólico es lo que permitirá a una identidad convertirse en antagonizante respecto del orden social. Y sabemos que el inicio de este proceso antagonizante es una demanda insatisfecha (en realidad, imposible de satisfacer dada la propia heterogeneidad de su origen) por el campo simbólico puesto ahora en cuestión.

Esta apelación a la heterogeneidad por parte de Laclau amplia ciertamente los alcances de su ontología política. Pero no agrega nada a la especificidad de la lógica populista.

Peor aún, en tanto ontología política, en realidad abre un flanco débil de gran magnitud, al cual Barros (2009, p. 23) apunta con una pregunta certera: “¿cómo puede algo que no pertenece al orden de lo simbólico ser aprehendido como una demanda insatisfecha?”. En otros términos, ¿cómo puede algo radicalmente externo transformar (no destruir ni dividir) radicalmente un orden simbólico cuya discursividad le es totalmente ajena? Explorar una respuesta a esta cuestión es la tarea previa a cualquier intento de establecer la especificidad populista dentro del esquema laclauiano. Embarcarnos en esta exploración no sería necesario, sin embargo, si la heterogeneidad a la Ranciere que postula Barros nos ofreciera un camino alternativo satisfactorio.

No es, creo, el caso. En efecto, le cabe a la propuesta rancieriana de Barros el miso tipo de crítica que, vimos, él le hace a Laclau; podríamos decir, ciertamente: “todo cuestionamiento (populista o no) al orden comunitario implica un arrancamiento que da origen a una demanda heterogénea con respecto al campo de representación”. La pregunta ontológica general sigue vigente (¿cómo es posible este “arrancamiento”?). Incluso aún si hiciéramos caso omiso de ella, establecer la especificidad ontológica del populismo queda todavía pendiente. En efecto: ¿qué hay de específicamente populista en un arrancamiento tal respecto a otros cuestionamientos no populistas al statu quo?

En otro trabajo, en dónde aborda también explícitamente la cuestión de la especificidad populista (Barros, 2013), el enfoque cambia y pasa a situar esta especificidad, no en la sola emergencia de una heterogeneidad que cuestiona el orden comunitario, sino en el lugar que esa heterogeneidad ocupa en una articulación o lógica política específica (sea o no populista) y el tratamiento que recibe, en tal articulación, la tensión que resulta de su emergencia. En las articulaciones no populistas (entre las que distingue una democrática y otra autoritaria), la solución de esta tensión es la absorción o disolución de la heterogeneidad emergente.

[…] la posibilidad de resolver la tensión en los modos democrático y autoritario se debe a que en su extremo lógico ninguna de estas formas de identificación hace lugar a una heterogeneidad que se desplaza de sus posiciones legítimas en la distribución de los lugares sociales. La democrática porque, una vez producido el acto de identificación, tiende a particularizar las diferencias fijándolas contingentemente en un lugar según su capacidad y función. La totalitaria porque niega esas particularidades y fija a los elementos articulados en un orden esencial y necesario (Barros, 2013, p. 60).

En ambos casos, la frontera divisoria de lo social desaparece; o bien no llega a emerger como tal (en el caso de la lógica democrática), o bien, al negársele legitimidad o eliminarse a las identidades que se ubican del otro lado de la frontera, esta es llevada a coincidir con los límites de la comunidad política (en el caso del totalitarismo).

En el populismo, en cambio, la heterogeneidad que cuestiona al orden social, la plebs, persiste como tal, en tanto “parte” de la comunidad política a la que reclama pertenecer de manera plena y legítima, pero sin llegar a abarcarla completamente. Subsiste como “parte”, que ahora “tiene parte”, pero sin asumirse como la totalidad del demos legítimo. De allí que la frontera que divide lo social subsista, pero, en tanto la otra parte del demos es reconocida como tal, esta frontera no tiene los rasgos de una división rígida que separa dos campos fijos y para siempre irreconciliables. No obstante, la tensión subsiste: la plebs lleva en sí el registro de la heterogeneidad que le permitió reconocerse como víctima de un daño a partir del cual inició el cuestionamiento al viejo orden social. Esta “incrustación” definitiva de la heterogeneidad en la comunidad política, la perpetuación de la frontera (permeable) que divide a la sociedad en dos campos que, sin embargo, están incluidos en la comunidad política, y la perduración sine die de la tensión política que resulta de esta división, son los rasgos específicos de la articulación populista.

Son claras las grandes similitudes de esta propuesta con la caracterización que hace Aboy Carlés del populismo como un modo específico de “identidad hegemónica” que divide a lo social a través de una frontera al mismo tiempo movible y porosa. Le caben, entonces, las objeciones que hice más arriba.

De una parte, que quedan fuera de esta caracterización los populismos de derecha, más proclives a adoptar un formato “totalitario”. De la otra, que Barros, como Aboy Carlés, desplaza su análisis desde el nivel ontológico (la emergencia de la heterogeneidad), hacia el óntico, esto es, hacia el tratamiento y ordenamiento por la política, en el continuo democracia-totalitarlismo de esta heterogeneidad asumida como ya-dada en lo político (de allí se deriva, entiendo, el lenguaje “politológico” relativo a los regímenes políticos que usa Barros en este trabajo). Como dije más arriba, la especificidad del populismo deja de ser un problema cuando concebimos su onticidad en términos de una doble frontera. De hecho, los abordajes de Aboy Carlés y Barros a este respecto iluminan muchos aspectos de la dimensión óntica del populismo, ocultos o poco claros en la formulación laclauiana.

El problema subsistente, no obstante, es el no abordaje de la ontología que da cuenta de esta onticidad. Los riesgos a este respecto ya fueron advertidos por Laclau (una multiplicación al infinito de los rasgos que permitirían “definir” al populismo). Hay otro riesgo, inverso al anterior: excluir del “populismo” identidades políticas cuya ontología sea, sin embargo, populista, como sucede en el caso de las propuestas de Barros y Aboy Carlés respecto de los populismos de derecha.

En la sección que sigue abordo, tomando en cuenta lo dicho sobre las perspectivas de Aboy Carlés y Barros, el examen ontológico de la especificidad populista.

4. Esbozo de una propuesta alternativa de salida: significantes vacíos y lo propio del populismo

Como vimos, Laclau sugiere que es en los puntos nodales o significantes vacíos dónde debe buscarse la especificidad de la lógica populista4. No obstante, no mucho más que la mencionada cita puede encontrarse al respecto en la obra laclauiana sobre el populismo. En lo que sigue intentaré formular algunos avances en este sentido5.

Si se acepta que la especificidad (o significado “residual”)6 de los significantes vacíos juega un rol central en la emergencia de una lógica política, el peligro que debe evitarse es el de proponer que una lógica específica (por ejemplo, la populista) se construye alrededor de uno o ciertos puntos nodales, pero sin fundamentar de un modo coherente por qué son tales puntos nodales y no otros.

Un error de este tipo es en el que cae De Cleen (2019). Este autor define al populismo como “[…] una lógica política centrada en torno a los puntos nodales ‘el pueblo’ y ‘la élite’, en la cual el significado de ‘el pueblo’ y ‘la élite’ es construido a través de un antagonismo entre un gran grupo sin poder, ‘el pueblo’, y un pequeño, poderoso e ilegítimo grupo, ‘la élite’” (De Cleen, 2019, p. 29). A pesar del mérito de poner en el centro de la lógica política populista a los puntos nodales y de especificar cuáles son estos, el problema es que, en ningún lugar de su trabajo, De Cleen da las razones por las cuales una lógica populista debe constituirse en torno a estos puntos nodales y no otros ¿Por qué deberían ser “pueblo” y “élite” y no “el nombre de líder” como sostiene Laclau? ¿Por qué no la dupla “nación/imperialismo”, por señalar otros candidatos en principio razonables? ¿Por qué no todos ellos y aún otros más?7.

Lo clave para evitar este error es establecer teóricamente los criterios a partir de los cuales habrá de establecerse la especificidad de un significante vacío en la estructuración de un campo significativo y una identidad hegemónica.

Thomassen (2005) creo que hace una contribución significativa al respecto. Al hablar de la operación hegemónica por la cual se constituyen una cadena equivalencial y la identidad que emerge en este proceso, destaca la importancia de la singularidad del significante vacío respecto de esta operación, pero remarcando el rol que juega el terreno significativo “previamente sedimentado” en la ontología del proceso de constitución de este significante.

One could think about identification along the same lines: it involves citation of an already existing object, which is signified in a particular way. It matters which particular signifier is cited, that is, which signifier takes up the task of representing the whole. While this is ultimately contingent, it is not arbitrary. The particular signifiers are not equally able or likely to take up this task because it takes place in an already partly sedimented terrain permeated by relations of power […] Hence, the particular signifier taking up the task of signifying the totality must not only be available, but must also compete with other particular signifiers. This takes place, not on a level playing field, but in a terrain that is itself the result of prior hegemonic articulation. (Thomassen, 2005, p. 295).

Es decir, en este proceso se desarrolla una lucha ideológica por establecer “cuál de los puntos nodales […] totalizarán, incluirán en su serie de equivalencias, a esos elementos flotantes” (Zizek 2003, p. 126). Un punto nodal u otro distinto no es indiferente en términos de la configuración de lo social, de las identidades que emergen como “momentos” de la misma y de las relaciones de poder-subordinación entre estas identidades. Del resultado de aquella lucha emergerá una lógica política y no otra. Pero esa lucha, además, no se da en un vacío, sino en un campo significativo que condiciona la “competencia” de un significante para, una vez vaciado de significado, representar las (nacientes) identidades políticas.

Entonces ¿qué aspectos de un significante vacío son aquellos que, como resultado del proceso hegemónico, implicarán que sea un tipo de lógica o de identidad la que se imponga y no otra? En otras palabras ¿cuáles son los rasgos variables de un significante vacío que pueden asociarse con la especificidad de una lógica y una identidad política?

Zizek, a pesar de la cita anterior, no es de ayuda en este sentido. Su concepción de punto nodal no deja espacio para ningún rasgo diferenciador como no sea su misma vacuidad

[el point de capiton] no es el punto de densidad suprema de Sentido, una especie de Garantía que, al estar exceptuada de la interacción diferencial de los elementos, serviría como punto de referencia estable y fijo. Al contrario, es el elemento que representa la instancia del significante dentro del campo del significado. En sí no es más que ‘pura diferencia’: su papel es puramente estructural, su naturaleza es puramente performativa – su significación coincide con su propio acto de enunciación; en suma, es un ‘significante sin el significado (Zizek 2003, p. 140).

No hay ninguna característica distintiva de un punto nodal como no sea la de su propia función de anclar significados, en tanto su eficacia en este sentido se deriva de su vacuidad significativa. Sin embargo, esto reduciría al absurdo la caracterización de la constitución de un punto nodal como un proceso que implica una lucha ideológica y hegemónica de las que habla Zizek en la cita anterior. Si hay lucha por la “entronización” de un significante amo, es porque las alternativas en disputa tienen implicancias respecto del orden social que se estructura en torno a ellas. Si fuera indiferente cuál significante amo es impuesto, esto implicaría que no hay opciones de orden social y que no existe conflicto en torno a la institucionalización de cierto orden. En este caso, llamar hegemonía a un proceso tal sería quitar a esta categoría toda utilidad teórica y política.

Es el propio Laclau quien, en otra de sus fértiles antinomias, ofrece argumentos contra esta concepción “vacía” del significante vacío. Polemizando explícitamente con Zizek, Laclau sostiene que el significante vacío no puede concebirse como un “significante sin significado”, “puramente vacío”, ya que en ese caso estaría fuera del sistema de significación. Antes bien, un significante vacío (un punto nodal) es la representación de un vacío, sí, pero un vacío “dentro de la significación” (Laclau 2005, p. 136, énfasis mío).

Esta apreciación de Laclau es, creo, clave. Implica que si hay diferentes sistemas de significación (diferentes lógicas políticas) y que si el vacío constitutivo que debe ser representado para que estos diferentes sistemas se estructuren como tales es un vacío dentro de cada sistema, los significantes vacíos correspondientes habrán de (en algún aspecto sustantivo) ser diferentes. En otras palabras, los significantes vacíos deben registrar la “marca” del vacío que van a representar y, mirando desde atrás del espejo, tal como lo hace Thomassen (2005), registrar también el terreno sedimentado a partir de cuya dislocación se inicia el proceso. Significante vacío y especificidad de la representación no son, entonces, nociones contradictorias. Obviamente, no estamos diciendo que el significante vacío representa sustancialidad alguna, sino a la “forma” del “punto ciego” o “vacío” que debe ser representado si la significación va a ser posible (Laclau 2010, p. 20). El punto, de nuevo, es que si esta significación es la de una formación discursiva que podría haber sido (y, sin embargo, no es) otra, es decir, es hegemónica por la exclusión de otras alternativas, ese “vacío” a representar tiene cierta especificidad que condiciona el nombre con el que debemos/podemos (catacreticamente) nombrarlo8.

Tenemos, entonces, dos principios teóricos (“vacío dentro de la significación” y “terreno significativo sedimentado”) que se inscriben claramente en la ontología laclauiana y a partir de los cuales podemos avanzar respecto del modo en que los significantes vacíos se vinculan con la especificidad de las lógicas políticas. Ensamblando estos principios, la propuesta teórica sobre este vínculo podría resumirse del siguiente modo: las demandas insatisfechas definen los contornos de un vacío dentro de la significación a partir del cual se constituirá una nueva estructura significativa si, y sólo si, un significante del terreno significativo sedimentado y ahora en crisis (esto es, “reactivado”) llena este vacío al despojarse de (casi) todo significado (previo) específico.

En otras palabras, un significante del orden social en crisis habrá de sustituir al significante vacío del cual obtenía su significado subordinado “anterior”, transformándose, así, en la representación catacrética del nuevo ordenamiento emergente. Pero este significante no puede ser cualquiera, sino uno que se “corresponda” con los contornos del vacío que debe llenar. Los contornos de este vacío, sin embargo, no anticipan plenamente los rasgos de un único significante en condiciones de restituir al campo de significación su consistencia. Cuál será ese significante y que características asumirán las nuevas significaciones del campo de significación (re)construido es el resultado de una disputa hegemónica, pero una en la cual los significantes “contendientes” están delimitados por el terreno en el que la disputa tiene lugar. El resultado no está predeterminado (si no, no habría realmente disputa hegemónica), es decir, es contingente. Pero esta contingencia está limitada “estructuralmente” por los elementos constitutivos del propio campo en proceso de disolución. Como dice Laclau,

[…] decir que todo es contingente es algo que sólo puede tener sentido para un habitante de Marte. Que en última instancia ninguna objetividad pueda ser reconducida a un fundamento absoluto es algo verdadero, pero algo de lo que no puede sacarse ninguna conclusión importante, ya que los agentes sociales no actúan nunca en última instancia. […]. Lo que encontramos, por el contrario, es siempre una situación limitada y determinada en la que la objetividad se constituye parcialmente y es también parcialmente amenazada (Laclau, 2000, p. 44; énfasis en el original).

El significante que en la disputa hegemónica se encuentra en trance de ser vacío es, en este sentido, el eslabón que vincula, recurriendo a la metáfora gramsciana, al mundo que no termina de morir con el que no termina de nacer, y como tal, debe, por una parte, resumir conceptualmente la dislocación9 del orden previo y, por la otra, vaciarse de ese contenido específico para dar cuenta del vacío (y, hasta cierto punto “llenarlo”) que aquella dislocación genera.

¿Qué rasgos asume esta ontología del cambio social en el caso del populismo y cuáles son los rasgos del significante vacío alrededor del cual se estructura esta lógica política?

Como vimos, el punto de referencia inicial es el terreno significativo en crisis (sedimentado-reactivado) que modulará todos elementos del proceso. Este terreno es el liberalismo o, más propiamente, la lógica liberal. Al menos desde Canovoan (1999) en adelante (ver Arditi, 2014, Mouffe, 2019, Crouch, 2019, Tushnet, 2019 entre las referencias más actuales) es relativamente común establecer un vínculo constitutivo entre la democracia liberal y el populismo (independientemente del desenlace que se postule de este vínculo y de la valoración que del mismo pueda hacerse). El “momento populista” emerge como una respuesta o reacción a la crisis o fallas del sistema liberal que deja de cumplir sus promesas derivando en una “pos-democracia” o, como en el caso de América Latina en la primera mitad del siglo XX, sin nunca llegar a cumplirlas cabalmente. Conocemos también el “punto de llegada” de este proceso para el caso latinoamericano, esto es, la onticidad de la lógica populista tal como fuera establecida por Aboy Carlés y Barros: una frontera permeable y deslizable que divide la sociedad en dos campos (el pueblo y la élite).

Las demandas populistas, si habrán de consolidar una frontera interna que divide en dos a la comunidad política, sin forzar su completa ruptura, sólo pueden hacerlo por referencia a un aspecto (significante) del orden institucional liberal, que habrá de despojarse de su significado original para convertirse en el fundamento (vacío) de una nueva discursividad y una nueva identidad políticas.

Mi propuesta es que el significante en el que habrá de sedimentar la dislocación institucional liberal, si habrá de dar lugar a una lógica populista, es justicia (social).

Las demandas (que habrán de ser) populistas, reclaman satisfacción en tanto son concebidas con el “derecho” a ser satisfechas por el propio orden sociopolítico que las promovió. Sólo si su no satisfacción es significada como una “falta de justicia” en los propios términos del orden así dislocado, y esta justicia así apelada es luego vaciada de su contenido específico “previo” (el ordenamiento jurídico del viejo orden que involucra la subordinación de la noción de justicia a la del derecho liberal y a través de ella a la de “poder judicial”) la equivalencialidad negativa de las demandas insatisfechas pueden dar lugar a la identidad populista con sus rasgos ónticos de doble frontera. Esto implica, como plantea Aibar Gaete (2007) que el populismo no es una alteridad radical respecto a la democracia liberal, sino una disputa interna en ella y con ella, a través de un modo específico de definición y procesamiento identitario del daño que genera un sistema que reniega de las promesas (del discurso) que el misma instaura.

En el viejo orden liberal, la “justicia” aparece como un significante al mismo tiempo pleno de contenido y, por ello mismo, “condicionado” en su sentido por un significante “amo” (vacío) que “cierra” esta estructura discursiva. Por el contrario, en la lógica populista,

ese significante vacío “justicia social” […] se impone de manera no-condicionada, simplificando el campo social (“un partido de campeonato a favor o en contra de la justicia social”, decía Perón) más allá de determinaciones territoriales, económicas, administrativas que son las limitaciones que, desde la lógica de la diferencia, le oponen los sectores dominantes (Groppo, 2009, p. 82).

“Justicia” pasa ahora a ser la catacresis que permite nombrar un “vacío” cuya nominación es condición para la conformación de una nueva estructura discursiva (populista).

La lógica populista fractura la comunidad en dos campos, y esa fractura es, como vimos, su rasgo óntico más sobresaliente. Pero el énfasis en este rasgo oculta que esa comunidad política fracturada es también preservada como tal. El populismo aparece, entonces, sosteniendo una “doble frontera” y, con ello, una especie de doble identidad al mismo tiempo “nacional-estatal” y “popular”. La cuestión, obviamente, permanece abierta, pero, hasta dónde veo, sólo el significante vacío “justicia” puede dar cuenta de una discursividad que estructure el campo político de esta manera: “justicia” permite, al mismo tiempo, definir el campo adversario en el “campeonato” por su consecución (nunca conceptualmente especificada), de una parte, y sostener la referencia a los límites estatales y comunitarios dentro de los cuales esa justicia puede y debe ser alcanzada. Pueblo, élite, nación, Estado, derecho, ciudadanía, representación, líder, ley, etc. reconfiguran su significado previo para pasar a adquirir otro sentido a la luz de la “justicia social” como significante amo. Por otra parte, ninguno de estos otros significantes liberales puede dar sentido, salvo incorporándose a la discursividad populista como significantes subordinados, a la división de lo social en dos campos que, al mismo tiempo, preserva la unidad de la comunidad política. Uno de los campos “reclama” reparación; el otro, la debe. Ambos se constituyen así, en el discurso populista, en la condición de posibilidad del otro en torno a una falta incancelable que sólo el significante justicia puede, performativamente, representar.

5. Palabras finales

Establecer la especificidad ontológica del populismo tiene un valor teórico que entiendo crucial. Sólo a partir de esta precisión, creo, pueden abordarse adecuadamente los puntos ciegos, ambigüedades y aún contradicciones presentes en la teoría laclauiana respecto a la relación del populismo con la democracia, sus contenidos de izquierda o derecha, el rol del líder, sus posibilidades de perduración e institucionalización, entre otros (abordo algunas de estas cuestiones en trabajos previos (Nazareno, 2023, 2022). No obstante, lo que quiero enfatizar aquí es la importancia política de una adecuada distinción de lo propio del populismo en términos ontológicos.

Como vimos, en términos ónticos el populismo se caracteriza por el establecimiento perdurable, de una doble frontera. Pero, como vimos también, la doble frontera es el rasgo que caracteriza los “momentos” instituyentes de toda lógica política que intenta excluir otras alternativas hegemónicas al tiempo que preserva la comunidad política. Desde mi punto de vista, la mirada concentrada en la onticidad de los procesos políticos, particularmente en momentos de disputa hegemónica entre varias alternativas, es lo que lleva a identificar erróneamente, como sucede en muchos casos, como populistas a fenómenos que están en sus antípodas (como Macri y Milei, en la Argentina, o Bolsonaro en Brasil). Si el discurso (tal como es entendido por Laclau y Mouffe, 2004) populista define su especificidad ontológica en torno al significante justicia social, es claro que estos fenómenos no son populistas más allá de algunos contenidos ónticos que puedan parecer similares.

Estas confusiones no son neutrales en términos políticos. En momentos de dislocación y crisis orgánica, la disputa se da en el nivel de lo político y de constitución de identidades políticas. Desde una perspectiva política comprometida con procesos emancipatorios, es clave la identificación de las lógicas políticas implicadas en estos procesos, no sólo en términos de la correcta estipulación de los enemigos políticos, sino de potenciales aliados cuyo discurso, sin ser populista, adhiera o contenga elementos propios de una perspectiva emancipatoria.

  • 1
    Sin perjuicio de que la propia noción de “demanda” de Laclau presenta problemas sustanciales, en particular ciertos residuos esencialistas (Zicman de Barros, 2020).
  • 2
    Más allá de estos problemas, este argumento presenta otros flancos débiles que no puedo desarrollar aquí. Sólo para mencionar uno: la distinción entre identidades totales y hegemónicas es problemática: toda construcción hegemónica, incluyendo la liberal, se basa en la destrucción o aniquilación (política, no necesariamente física) de identidades que por sí mismas son la negación de la identidad en tránsito de devenir hegemónica (pensemos en los privilegios feudales desde el punto de vista de la institucionalidad liberal), A su vez, toda identidad total, por lejos que llegue en su intento de homogeneización social, alcanza un umbral más allá del cual no es posible seguir eliminando diferencias. Como señala Laclau, el extremo de una equivalencialidad total no es alcanzable (ni siquiera concebible).
  • 3
    Lo anterior no quiere decir que la noción de “intensidad” de las identidades no tenga sentido ni utilidad analítica. Creo que es un concepto útil para pensar diferentes “momentos” o “regiones” de la política dentro de una misma lógica o campo significativo. No lo es, sin embargo, para pensar las diferencias entre lógicas.
  • 4
    El concepto de “significante vacío” en Laclau tiene varios sentidos. Ostiguy (2023) distingue al menos seis significados diferentes, si bien no necesariamente contradictorios. A los fines de este trabajo nos limitaremos a la noción más general y difundida de este concepto: un significado que se ha vaciado (tendencialmente) de su significado particular para representar, performativamente, una cadena equivalencial.
  • 5
    Una postura que, de modo convergente con la de Laclau, enfatiza el rol sustantivo de los puntos nodales es la de Zizek cuándo se pregunta por lo que crea y sostiene la identidad de un espacio ideológico, más allá de todas las formas y variaciones de su contenido explícito. Según el teórico esloveno, lo que interviene para dar lugar a esta identidad es “un determinado ‘punto nodal’” (Zizek, 2003, p. 125, énfasis mío).
  • 6
    Recordemos que, para Laclau (2005, p. 125), los significantes vacíos no son “completamente vacíos”, sino que lo son “tendencialmente”. Implícitamente, entonces, acepta la existencia de un “significado residual”. El problema es que sostener que este significado residual no tiene incidencia en la configuración de una formación hegemónica es, al menos, problemático. Creo que Laclau era consciente de ello y de allí el párrafo que parece un tanto “fuera de lugar” en el que habla de la importancia de los puntos nodales para entender la especificidad populista.
  • 7
    Designar al “pueblo” como el significante vacío alrededor del cual se estructura la articulación populista es no poco frecuente. Es llamativo que nadie parezca percatarse de que Laclau no habla del “pueblo” en este sentido. Creo que de su construcción teórica surge con bastante claridad que “pueblo” es el nombre de la identidad que surge en el proceso performativo posibilitado por un discurso que, a su vez, sólo puede ser tal por su anclaje en un significante vacío. En este sentido, “pueblo” es lo opuesto a significante vacío: es un significante pleno de significado (hegemónico).
  • 8
    En su respuesta a la crítica de Gasché (2008), Laclau (2008, p. 351) reconoce que “[…] existen límites respecto a las particularidades que pueden llenar el lugar de lo universal, pero no porque este ‘lugar’ esté determinado por un contenido conceptual irreductible […] sino por la configuración contextual total dentro de la cual se inscribe lo universal”. Stavrakakis (2007, p. 99) utiliza el ejemplo del meridiano de Greenwich para ilustrar la función “significativa” del significante vacío, pero también para mostrar que la singularidad del significante (cuál meridiano fue elegido para servir de punto de referencia que ordene el sistema significativo de la “longitud” terrestre) es una cuestión central en términos políticos: “Nuestro ejemplo pone en evidencia que el ‘emplazamiento del primer meridiano es una decisión puramente política’ (Sobel, 1996, p. 4). Si el rol del point de capiton es necesario (o universal) en términos estructurales, su contenido particular (el significado producido por su predominio de significación) no es un asunto de reflejo de una realidad objetiva preexistente sino una disputa de hegemonía.”
  • 9
    Uso el término “dislocación” en uno de los sentidos que le da Laclau (2000, p. 66), el de “disrupción” de una estructura o identidad por fuerzas que operan fuera de ella. Sin embargo, si bien el origen de esta disrupción es externo (y por ende no dialéctico), con lo cual la rearticulación será una operación política y no inmanente, esta operación política, si habrá de ser hegemónica y dar lugar a una nueva identidad política, sólo podrá usar los significantes disponibles en el terreno dislocado.
  • Apoyo financiero:
    Ninguno.
  • Aprobación del Comité de Ética:
    Nada que declarar.
  • Disponibilidad de los Datos:
    Ningún dato de investigación fue utilizado.

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Editado por

  • Editor:
    Gabriel Bandeira (UFRGS, Brasil).

Disponibilidad de datos

Ningún dato de investigación fue utilizado.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    20 Jun 2025
  • Fecha del número
    2025

Histórico

  • Recibido
    15 Oct 2024
  • Acepto
    28 Abr 2025
Creative Common - by 4.0
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