Introducción
En septiembre de 2018, el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred), en México, recordaba las afectaciones provocadas 20 años atrás por las precipitaciones pluviales de la que se suponía era una temporada normal de lluvias en el estado de Chiapas, México. Sin embargo, en la primera semana de septiembre de 1998, se conjugaron varios factores ambientales que ocasionaron lo que, según el Cenapred, sería una de las temporadas de lluvias más destructivas del siglo XX, en especial para algunas regiones de Chiapas (Sierra, Soconusco e Istmo-Costa). La persistente y penetrante lluvia, que no cesó en varios días, provocó riadas que ocasionaron múltiples daños1. Si bien las lluvias de esa semana bajaron en intensidad, a fines de septiembre de 1998 ya se habían afectado 31 municipios, de los cuales 11 requerían atención inmediata, nueve de estos ubicados a lo largo de la costa chiapaneca2. Pero ¿cómo se conectan estos desastres con la migración centroamericana?
La zona afectada era parte de la ruta tradicional de migración desde Centroamérica hacia México y Estados Unidos. Lo que sucedería unas semanas después volvería a dar un giro a la historia de la migración desde y por Centroamérica, visibilizando la formación o el establecimiento de un “corredor” migratorio en esta región. Un “corredor” que años más tarde se extendería no sólo para personas de la misma región sino para las de otros países y regiones del mundo. Un “corredor” vigilado y controlado por distintos actores y con distintas encrucijadas -entendida esta palabra en todas sus acepciones-3, y que, por tanto, debería concebirse más como un laberinto que como un pasillo que facilita llegar del punto A al B. En las siguientes dos décadas, lo que hemos evidenciado es que desde Centroamérica, y en años más recientes desde el sur del continente, la trayectoria o el recorrido rectilíneo4 no es lo que caracteriza la movilidad en esta región: “[l]o que a primera vista aparece como una línea recta en un mapa es frecuentemente resultado de trayectorias fragmentadas y circulares que involucran retorno, descanso, movimiento hacia adelante y desvíos” (Basok et al., 2015, p. 5). Además, haciendo referencia a la migración, el llamado tránsito puede tener distintas temporalidades o permanencias y su denominación “enmascara la inestabilidad, la circularidad y la imprevisibilidad de este movimiento transitorio” (Basok et al., 2015, p. 3).
Con este artículo pretendo voltear o volver la mirada a un periodo de veinte años (1998-2018) de las migraciones por y desde Centroamérica, al menos de manera panorámica y, en particular, para los tres países del norte de esta región. El propósito es no-olvidar que estos procesos no son recientes y que miles de personas de estos países se han visto forzadas a huir de los lugares en donde vivían. No sabemos exactamente cuántas personas, en su intento de buscar un lugar para vivir en paz, han enfrentado situaciones iguales o peores de las que huían, pero sí sabemos, por sus relatos -o de quienes han logrado avanzar hacia otros territorios- que la gran mayoría lo ha tenido que hacer en condiciones extremadamente difíciles y con una alta vulnerabilidad a los abusos, a los accidentes, a ser afectados física y emocionalmente y a perder la vida.
Esos veinte años son significativos en muchos sentidos. En especial en la primera década del siglo actual, la movilidad desde Centroamérica transformó en México la noción del sujeto migrante, quien, fundamentalmente, era pensado como el/la emigrante de México que se dirigía a Estados Unidos. Aunque en México se reconocía la presencia de inmigrantes, parecía no representar mayor preocupación en términos de lo que podríamos llamar una política migratoria, aunque la Ley General de Población (LGP) era restrictiva y su ejecución discrecional y selectiva hacia determinadas nacionalidades. No sucedía lo mismo con la llamada migración en tránsito que se fue constituyendo en una preocupación para distintos actores. Por un lado, para el gobierno, que con medidas altamente restrictivas encaminadas a la contención, a no dejar pasar, forzaba a las personas migrantes a buscar vía alternas para no ser visibles y, por el otro, para organizaciones civiles que demandaban la protección a migrantes, quienes se fueron visibilizando a lo largo de todo el territorio mexicano al buscar refugio y protección en los albergues y casas de migrantes5. Esa búsqueda de refugio fue una de las primeras expresiones de la lucha de migrantes y, al mismo tiempo, formó parte del engranaje para la incidencia, mediante la cual se lograron cambios en la legislación, que instaló en el gobierno federal una retórica de derechos humanos, mientras, de manera paradójica, detectaba, detenía y deportaba a migrantes. En esencia, para el gobierno federal mexicano la migración en tránsito ha sido una etiqueta de migración irregular (antes de 2008, ilegal), mientras que para las organizaciones civiles ha sido sinónimo de búsqueda de protección para sujetos de derechos. Una consecuencia de esa concepción que subyace en la política migratoria mexicana es que el número de solicitudes de la condición de refugio en México había sido bajo, hasta que las personas migrantes se hicieron notorias con las “caravanas” de los últimos dos años, como lo veremos más adelante.
En esos veinte años, las personas migrantes desde Centroamérica han cobrado presencia dentro del proceso migratorio global, pero también sus luchas y sus estrategias para poder moverse en distintos territorios, en especial en la última década, han contribuido para visibilizar su movimiento. Según Sandro Mezzadra, la migración se concibe como un movimiento social, por lo que “hay que observar los movimientos y conflictos migratorios desde una pers pectiva que priorice las prácticas subjetivas, los deseos, las expectativas y los comportamientos de los propios migrantes” (Mezzadra, 2012, p. 160). Esto no implica que la migración se considere aislada de las estructuras sociales, culturales y económicas, sino como una fuerza creativa dentro de estas estructuras (Papadopoulos, Stephenson, Tsianos, 2008, p. 203). En estas dos décadas, organizaciones/asociaciones de la sociedad civil, instituciones académicas e incluso instituciones de gobierno y organismos internacionales, hemos realizado cientos de entrevistas que, desde la voz de las personas migrantes, nos han permitido reconstruir relatos de la experiencia de vida de cada persona, de sus condiciones de vida y de trabajo, de los obstáculos que enfrentan, de la discriminación y negación a sus derechos, y de las condiciones de detención y deportación, que sintetizan distintos aspectos de su movimiento como migrantes y las distintas luchas para poder ejercer su derecho a la movilidad y establecerse en un lugar para vivir. Entonces, ¿cómo mirar y entender el presente de las migraciones, si no recordamos al menos esos veinte años de luchas migrantes en un contexto de políticas de contención que han ilegalizado a las personas migrantes?
Volver la mirada
Antes de 1998
Para aludir al periodo 1998-2018, primero es importante recordar que entre los años setenta y el primer lustro de los noventa, con sus propias especificidades por país, en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, los conflictos armados forzaron la emigración, en mayor número hacia Estados Unidos. En el caso de Nicaragua este proceso fue más bien bidireccional: una parte hacia Estados Unidos y otra hacia Costa Rica (Canales, Rojas, 2018; Rojas, Ángeles, 2019). En la década de los noventa, en una combinación de factores, pero con mayor peso de los económicos, la emigración seguiría su curso y, en ese proceso, la salida desde Honduras comenzaría a hacerse notar6. Según Castillo, Toussaint y Vázquez (2006), en esa década, la emigración desde Centroamérica hacia Estados Unidos ya era un hecho social significativo, pero cuando en este último país se impusieron trabas para la obtención de visas, la movilidad se volvió terrestre y sin documentación migratoria. Entre 1990 y 1997, las cifras de “devoluciones”7 de migrantes centroamericanos eran similares a las que se registrarían en las dos siguientes décadas: alrededor de 115 mil deportaciones por año, de las cuales 94% correspondían a los tres países del norte centroamericano: Guatemala (48%), El Salvador (24%) y Honduras (22%)8.
Entre 1998 y 2018
Esta migración por tierra se haría visible después de los desastres ocasionados por el Huracán Mitch que, entre el 22 de octubre y el 2 de noviembre de 1998, afectaría a seis de los siete países de la región centroamericana, y de manera más notoria a Honduras y Nicaragua9. La región apenas se estaba recuperando de los efectos del fenómeno El Niño 97-98 que había ocasionado inundaciones, incendios forestales y sequías y que, en consecuencia, había afectado los suelos para la agricultura y los sistemas productivos. El Huracán Mitch agravaría drásticamente esas condiciones. En diciembre de 1998, se estimaba que el costo total de las pérdidas en la producción agrícola (para exportación y de granos básicos), pecuaria, pesquera y acuícola en los seis países era de un poco más de 2.3 mil millones de dólares (62% correspondían a Honduras) (OPS, 1998).
Los desastres ocasionados por este huracán impulsaron un nuevo éxodo desde Centroamérica que, como ya lo mencionamos, no era el primero, ni sería el último, aunque ubicamos este momento como un punto de quiebre en las migraciones contemporáneas desde esta región. Fue el tiempo de visibilización e hipervisibilización de la movilidad de miles de personas, en especial de Honduras, quienes migraban sin recursos y sin redes. Frente a las condiciones en que habían quedado sus lugares de origen, en los que ya había inseguridad alimentaria, desempleo, violencia, desigualdad y exclusión social10, se vieron obligadas a salir rumbo a Estados Unidos, sumándose a la emigración de muchas otras personas que de manera menos visibilizada (o que solo eran visibles en algunas localidades y para ciertos actores) ya cruzaban territorio mexicano desde lustros atrás.
En 1998, el control de la movilidad en el estado de Chiapas era frecuente, no sólo para detener migrantes sin documentos que comprobaran su estancia en México, también para controlar la movilidad de sus habitantes e inspeccionar todo tipo de vehículos, argumentando la detección de armas y drogas, como parte de la ejecución de la Operación de Sellamiento de la frontera sur, que se comenzó a ejecutar en febrero de ese año. Desde la década de los ochenta, la región ya era controlada por el ejército mexicano, en especial en los municipios fronterizos que acogieron a población guatemalteca que había huido de la guerra de baja intensidad, buscaba refugio y era perseguida por el ejército guatemalteco (Castillo, 2005). Con el movimiento zapatista, en 1994, la vigilancia y presencia del ejército mexicano se volvió cotidiana en las carreteras del estado de Chiapas, en particular en aquéllas que conducían hacia el centro de México11. Argumentos basados en el resguardo de la soberanía nacional y de la seguridad nacional se enfocaron al combate al narcotráfico y a la contención de migrantes como parte del discurso y las acciones no sólo del gobierno federal, también del estatal y municipal. Por eso, en 1993, se había creado el Instituto Nacional de Migración (INM), como órgano técnico desconcentrado de la Segob que hasta esa fecha había operado como una Dirección de dicha secretaría. En el decreto mediante el cual se creó esta dependencia, el entonces presidente de México, Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), refería que “el país ya se había convertido en un país de tránsito para inmigrantes centroamericanos, de origen asiático y de otras nacionalidades” por lo que debían llevarse a cabo “acciones preventivas y operativas para su control” (DOF, 19 de octubre de 1993).
En Chiapas, en particular, esas acciones mencionadas en el decreto eran llevadas a cabo por distintos agentes del gobierno federal, estatal y municipal, que realizaban la llamada “verificación migratoria”, a pesar de que en la Ley General de Población, en 1996, se establecía que esta tarea le correspondía al INM. La policía municipal, el ejército federal, la marina, incluso la Secretaría de Salud estatal, los bomberos, distintas procuradurías, los juzgados municipales, el grupo Beta Sur de protección a migrantes y otras dependencias de gobierno “aseguraban”12 migrantes13. Esta serie de acciones ya era parte de una política de control y contención a nivel federal que en distinto grado operaba en México. Por eso, el daño de la infraestructura vial y, en consecuencia, la menor vigilancia en la región costera de Chiapas, en 1998, alentó a migrantes de Honduras, Guatemala y El Salvador, inmediatamente después del paso del huracán, a cruzar este territorio por la ruta tradicional de migración. A principios de 1999, la designación de Honduras por el gobierno de Bill Clinton para el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), también incidiría en la urgencia de salir de este país, cruzar México y llegar a Estados Unidos. Esa menor vigilancia en Chiapas, mientras se reconstruía la infraestructura vial, no significó cancelación de detenciones ni deportaciones; tanto en Chiapas como en el resto del territorio mexicano, se siguieron registrando. Entre 1998 y 1999, el INM efectuó alrededor de 118 mil deportaciones por año, de las cuales 96% correspondían a los tres países del norte centroamericano: Guatemala (41%), Honduras (33%) y El Salvador (29%)14.
En esa coyuntura, la figura del migrante centroamericano en el tren cobraría notoria presencia. Las vías de ese medio de transporte de carga (no de pasajeros) fueron las primeras en ser reparadas a petición de los productores de la región del Soconusco (donde se ubica la ciudad de Tapachula), por lo que ese tipo de transporte se reactivó en corto tiempo y volvió a ser usado por las personas migrantes. Antes de estas afectaciones, el tren ya era un medio de transporte precario, inseguro y peligroso para personas de Centroamérica que lo usaban para avanzar hacia el centro de México; también ya era un medio controlado por pandillas (maras) establecidas en la región cercana al límite internacional con Guatemala (CNDH, 2008). Este uso, así como la presencia de maras sólo parecía ser visible para agentes estatales, entre estos, el Grupo Beta Sur de protección a migrantes15. Pero, desde 1999, este medio de transporte de carga se constituiría en el vehículo visible o, más precisamente, visibilizado para poder cruzar o intentar cruzar el territorio mexicano. Los medios de comunicación se encargaron de difundir imágenes de migrantes en este tren que, incluso, tenía sus propios adjetivos, y que se constituyó en lo que De Genova denomina un espectáculo fronterizo de exclusión, de “ilegalización” de migrantes (De Genova, 2018, 2013), pero también de vulneración de derechos y de distintas formas de violencia en contra de quienes lo usaban. Las fotografías del tren, los documentales y películas, los testimonios de asaltos, extorsiones, accidentes, secuestros, muertes y detenciones se volvieron algo cotidiano y normalizado. Como diría Blanca Garcés Mascarreñas, refiriéndose a la situación de migrantes que atraviesan el Mediterráneo para llegar a Europa, las muertes, detenciones y deportaciones de migrantes empezaron a formar parte de ese espectáculo al que se refiere De Genova “que no necesariamente apunta a sellar fronteras. Más bien sirve como recordatorio de lo que le puede pasar a las personas que, a pesar de todo, se atreven a cruzarlas” (Garcés Mascarreñas, 2019, p. 1).
Veinte años después, entre el 13 de octubre de 2018 y el 14 de enero de 2019, se emprendería un nuevo éxodo desde Centroamérica mediante las llamadas “caravanas” de migrantes16, integradas por personas que habían decidido desplazarse en grupo para autoprotegerse por el territorio del país del que salían y de los que cruzaban, como el territorio guatemalteco y, en especial, el mexicano que, en más de 20 años, se había constituido en un país-frontera y en el que no sólo enfrentaban múltiples amenazas, también eran víctimas de distintas formas de violencia, desde las sutiles hasta las más graves, algunas de las cuales pueden ser tipificadas como de lesa humanidad17. Las seis “caravanas” de migrantes (dos desde Honduras, tres desde El Salvador y una desde Guatemala) causaron distintas reacciones, de acogida y rechazo, pero en particular se produjo un escalamiento en la contención migratoria con múltiples consecuencias para la vida de cada una de las personas que se movilizaron.
Dos décadas de luchas migrantes
Se ha señalado que “la caravana” es un sujeto migrante colectivo que emerge como una respuesta/reacción a los efectos del control migratorio, generador de distintas formas de violencia, perpetradas por agentes estatales, crimen organizado (maras, traficantes, tratantes) y delincuencia común (ver, por ejemplo, Colectivo de Observación y Monitoreo de Derechos Humanos en el Sureste Mexicano, 2019). Sin embargo, no podría afirmarse que a fines de 2018 era la primera vez que este tipo de movilidad se producía, pues distintas estrategias colectivas ya se habían empleado en años previos, mediante las cuales se salía a las calles o a las carreteras, para desafiar el control migratorio y los distintos dispositivos de poder estatal que, como diría Judith Butler, han obligado a otros tipos de desplazamientos y confinamientos “que no son conceptualizables como actos de un poder soberano, y que ocurren a través de diferentes operaciones del poder del estado” (ver Butler, Spivak, 2009, p. 115). Lo inédito de la primera “caravana” de octubre de 2018 es que ésta se constituyó en un contingente numeroso antes de entrar a México y que en el camino no sólo remontó el cruce fronterizo con Guatemala, también el de México, así como los dispositivos de control al interior de cada país. En ese sentido, se trata de una nueva forma de acción y de resistencia, una práctica de atravesamiento que confronta prácticas de reforzamiento (Mezzadra, Neilson, 2017, p. 21), mediante una movilización colectiva que ya tenía antecedentes, a los que aludiré más adelante.
Como lo hemos enfatizado en otro texto (Rojas, Winton, 2019), las “caravanas” de fines de 2018 y principios de 2019 eran movimientos previsibles, que se podían anticipar, pues las condiciones de violencia extrema, inseguridad y precariedad en Centroamérica se seguían agravando18. En otras ciudades, al norte de México, también ya se habían emprendido recorridos similares y distintas actividades en las que participaban personas migrantes con el mismo fin: buscar el reconocimiento social, dar a conocer las condiciones de vida en sus lugares de origen, visibilizar su presencia como personas de paz enfrentadas a varios tipos de sufrimiento debido a las formas de violencia en su contra, compartir sus razones para emigrar de forma forzada y su temor a ser deportadas, así como expresar la necesidad de contar con algún tipo de documento que les permitiera cruzar territorio mexicano sin que peligrara su vida. “Los migrantes no somos criminales, somos trabajadores internacionales” era una de sus consignas por el reconocimiento y por la visibilización de su movilidad como personas y trabajadores/as.
Demandas similares se han usado en distintos momentos, incluyendo las más recientes de 2019, cuando personas originarias de África varadas en Tapachula se organizaron para manifestarse por las calles de esa ciudad y para emitir un comunicado de prensa para exigir al INM su libre tránsito hacia el norte de México, reconociéndoles su nacionalidad, pues después de semanas de exigencia, dicha institución les había entregado un oficio de salida como apátridas. Igualmente, se pueden mencionar otras estrategias de movilidad usadas para poder ingresar a Estados Unidos, como el movimiento de familias con niños y niñas en 2014, cuando el gobierno estadounidense calificó la situación como una “crisis humanitaria”; otro ejemplo es la movilidad desde Brasil de familias haitianas que, en 2016, buscaban asilo en Estados Unidos, pero que se quedaron varadas, en mayor número, en Tijuana.
Retomando la propuesta de la autonomía de la migración, en esas dos décadas, se han desplegado al menos dos formas de luchas migrantes; por un lado, las de la cotidianeidad, que incluyen prácticas de supervivencia sin expresiones públicas y, por otro, las que sí se presentan de este último modo (Casas-Cortés, Cobarrubias, 2020). En cuanto al primer tipo de luchas, podemos encontrar múltiples formas, considerando que en las jornadas diarias se pueden utilizar distintas estrategias, por ejemplo, para evadir a las autoridades migratorias o para no ser identificados por el crimen organizado. A algunas de estas estrategias aludimos en Basok et al. (2015) y en Rojas y Winton (2019), pero se pueden evidenciar en los informes de diversas organizaciones y redes de organizaciones, así como de asociaciones y organismos internacionales19. En cuanto al segundo tipo de luchas, igualmente, podemos encontrar distintas expresiones. En veinte años quizás algunas se han olvidado, pero otras aún se pueden recordar nítidamente, algunas de éstas organizadas por asociaciones civiles con la decidida participación de migrantes. Por ejemplo, podemos mencionar expresiones de movilización más colectivas o grupales, como los llamados “vía crucis de migrantes” que, desde fines de la década de 2000, comenzaron a organizarse localmente, con recorridos por algunas calles cercanas a los albergues de Tenosique (Tabasco), Arriaga (Chiapas) e Ixtepec (Oaxaca), pero que después se desplazaron en distancias más largas y con un mayor número de participantes20, hasta la llamada “caravana vía crucis migrante” de marzo de 2018, preámbulo más inmediato de las llamadas “caravanas” que se movilizaron a fines de ese mismo año, y en la que también participaron familias y personas LGBTI+ que se autoprotegían en su recorrido21. Otra expresión de luchas migrantes por visibilizar la violencia y la alta vulnerabilidad a ser víctimas en México de secuestro, muerte y desapariciones es la de la caravana de madres centroamericanas que desde 2004, año con año, se moviliza en búsqueda de sus hijos e hijas que han desaparecido en México (ver Varela Huerta, 2013).
Causas profundas de la movilidad
Al preguntar en las distintas entrevistas que se han hecho en estos veinte años por las causas de la emigración desde los países centroamericanos es posible tener una aproximación a los factores de contexto que están interviniendo, pero sobre todo a las razones para salir, o incluso para no hacerlo. En 1998, la movilidad forzada fue impulsada preponderantemente por la acumulación de los efectos de fenómenos naturales en la región. En 2018, fundamentalmente por distintas formas de violencia. Pero, en uno y otro desplazamiento han concurrido, y lo siguen haciendo, diferentes factores, entre los cuales los económicos son significativos. En estos veinte años, en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, no hay un factor único que explique la salida y el grado de urgencia para hacerlo. A las condiciones de desigualdad, pobreza y falta de empleos, se ha sumado el escalamiento de la violencia que se vive en gran parte del territorio de El Salvador, Guatemala y Honduras, y que ha llegado a niveles que se ubican dentro de los más altos del mundo22. De manera particular, la violencia ejercida por las pandillas o maras contra distintos sectores de la población se ha constituido en uno de los principales factores que ha provocado que el desplazamiento interno23 y la emigración aumenten, pero también que las personas se vean forzadas a salir en situaciones de mayor vulnerabilidad de los lugares donde viven. Además, factores de tipo ambiental, geológico y biológico (huracanes, sequías, terremotos, plagas y otros fenómenos), también han contribuido a que las personas en riesgo decidan migrar (Canales, Rojas, 2018; Rojas, Ángeles, 2019)24. Así, los factores económicos, ambientales y la violencia se han conjuntado y constituido en los principales impulsores de la migración y, al mismo tiempo, han conformado un contexto de mayor vulnerabilidad y riesgo para las personas migrantes.
Las cifras pueden dar una idea de ese éxodo, pero es sólo una aproximación. Datos censales25 y de registros migratorios26 pueden servir con este fin. Sin embargo, es importante advertir que el mayor número de detenciones-deportaciones para algunos años varía por distintos factores: 1) hay una mayor afluencia de migrantes y se detiene-deporta a un mayor número (por ejemplo, en 2005, año del Huracán Stan), 2) se implementa un reforzamiento de las medidas de control y, por tanto, mayor vigilancia-control migratorio mediante distintas modalidades (inspecciones móviles o “volantas” y retenes), por lo que hay más detenciones-deportaciones (por ejemplo, en 2014, año del Programa Integral Frontera Sur), o 3) hay una combinación de factores. También hay que decir que no sólo se dispone de cifras oficiales generadas a partir de los registros del INM. La Encuesta sobre Migración en la Frontera Sur (EMIF-Sur) ofrece información sobre migrantes de El Salvador, Honduras y Guatemala que puede ser analizada a partir de las bases que se encuentran disponibles públicamente. La Redodem, igualmente, ha generado información para conocer a la población migrante que ha pasado por sus albergues. Son fuentes que permiten analizar características y experiencias vividas de las personas migrantes en tránsito27. Asimismo, se dispone de información similar para solicitantes de la condición de refugiado o de personas refugiadas reconocidas, mediante la Encuesta sobre la Población Refugiada en México (ENPORE), edición 2017.
Lo que revelan estas cifras y los relatos de migrantes es que la movilidad forzada no se detendrá, ni lo hará mientras subsistan los factores que hemos mencionado, a las que se suman las razones más personales y familiares que contribuyen a configurar sus decisiones, algunas de éstas no tan instrumentales como hacer un análisis económico costo-beneficio, pero no podemos desconocer que existen elementos de este tipo, como cuando una persona de Guatemala pregunta cuánto se gana en Tapachula y decide no quedarse en esa ciudad, porque en su consideración “no coordina”; o como cuando una persona de Honduras o El Salvador piensa en lo que le podrían pagar por hora en algún lugar de Estados Unidos versus lo que le pagarían en México y prefiere tomar el riesgo de seguir (“no es lo mismo ganar 9, 10, 12 dólares por hora en Estados Unidos que cinco dólares en un día en México”). Sí, hay migrantes que hacen estas evaluaciones, y son decisiones que muchas veces se toman en el camino, cuando ya han tenido una experiencia de trabajo en algún localidad, por ejemplo, en Tapachula. Pero, hay otras personas que no hacen este balance, o si lo hacen, prefieren no moverse de la franja fronteriza de México con Guatemala, porque no quieren estar lejos de su familia que aún vive en la comunidad o ciudad de la que salieron. Otras personas, que están “varadas” en Tapachula, no quieren llegar a Estados Unidos, pero tampoco quieren estar en esa ciudad ni en la franja fronteriza ya citada, por temor a ser buscadas y agredidas por quienes les hicieron salir de su comunidad; sólo quieren un lugar en el que no sientan miedo y, por supuesto, tener alguna oportunidad de trabajo. Igualmente, alguien que salió con la firme convicción de llegar a Estados Unidos, en algún punto en el camino, puede decidir no seguir porque fue testigo o víctima de alguna agresión, o escuchó algún relato de horror, y sopesó entre estar viva o proseguir. También, hay personas dispuestas a hacer el trayecto más pausado y trabajar en el camino para poder pagar la “cuota” de cruce a Estados Unidos, por lo que evalúan cuánto tiempo les puede llevar hacerlo. Sí, se hacen análisis de costo-beneficio, pero no necesariamente monetarios. Estos balances también los hacen personas que no se movilizan fuera del país, ya sea porque se ven forzadas a desplazamiento interno, o porque tratan de enfrentar/resistir los posibles acosos hasta que no tienen otra alternativa que salir del país (Rabasa, 2020). En estos veinte años, hemos evidenciado que la movilidad, pero también la inmovilidad, se viven con demasiada frecuencia como luchas prolongadas y contingentes y que se trata de procesos históricos, personales y condicionados (Rojas, Winton, 2019).
Durante estas dos décadas, igualmente, hemos evidenciado la banalización o trivialización de 1) las razones que han forzado a miles de personas de El Salvador, Honduras y Guatemala a movilizarse hacia otros países, y 2) los temores fundados de regresar, en especial si el retorno no es voluntario. A pesar de algunos avances en la legislación migratoria en México, la llamada política integral basada en la protección de derechos es una simulación, pues frente a presiones externas ha privilegiado la ejecución de políticas de contención y expulsión, revelando que los distintos gobiernos no han estado dispuestos a admitir que en los países de donde provienen las personas migrantes hay causas profundas que les obliga a huir y, por tanto, razones de vida o muerte para no regresar (Rojas, Winton, 2019). Los discursos humanitarios se contradicen con las acciones de contención y “ordenamiento de flujos”. Se ha documentado que muchas de las deportaciones desde México se han realizado sin que las personas reciban información adecuada para solicitar la condición de refugio en México, o que teniendo dicha información han sido disuadidas por los mismos oficiales de migración para que desistan de su petición, a pesar de tener un temor fundado de perder la vida (CCINM, 2017).
En el Programa Integral Frontera Sur (PIFS), de julio de 2014, que se ha señalado insistentemente como la expresión de la política de contención, subyacía la idea del gobierno mexicano de “limpiar la imagen” que daba el país al mundo “al permitir el espectáculo del tren” y, para ello, se usó el discurso de los derechos humanos, argumentado la protección a migrantes. Sin embargo, las acciones fueron contra el uso del tren como medio de transporte, por lo que el INM se enfocó en detectar, detener y deportar. Como resultado, las personas migrantes se dispersaron para ser blanco de la violencia perpetrada por otros actores. Esa historia se ha repetido desde hace más de veinte años. Quizás lo nuevo con el multicitado PIFS fue el uso de un discurso “humanitario” para emprender acciones con un presupuesto de gobierno, mientras se posponía la ejecución del Programa Especial de Migración (2014-2018), en el que las organizaciones de la sociedad y la academia habían logrado incidir para que distintas dependencias de gobierno ejecutaran acciones de protección de derechos a personas inmigrantes y en movilidad, así como a solicitantes de protección internacional.
Reflexiones finales
Después de veinte años, lo que se ha revelado es que, en su esencia, la política migratoria no ha cambiado, pues sigue incrustada en un molde extremadamente estrecho. Lo que observamos a principios de 2019 es que las acciones seguirán ancladas a preocupaciones por la seguridad nacional, como lo estuvieron cuando se creó el INM y, si nos vamos más atrás, cuando se aprobó la Ley General de Población en la década de los setenta. El “discurso humanitario” seguirá siendo parte de una retórica, de una mascarada, en la que de un lado se representa a las “buenas” conciencias que buscan proteger y del otro lado a las víctimas, a quienes hay que regresar a sus lugares de origen para protegerlas en el tránsito. De otra manera, no se explica cómo entre 1998 y 2018, el INM llevó a cabo 126 mil deportaciones por año, mientras que las cifras de reconocimiento de personas refugiadas han sido muy bajas, a pesar de que se quiera magnificar el incremento de estos datos en 2019, que han sido más bien resultado de una movilización social desde Centroamérica que clama por el derecho a migrar (no sólo a emigrar o a buscar dónde vivir en su país); además debe reconocerse que este incremento reciente ha sido posible en buena medida por la asistencia de un organismo internacional (ACNUR) y por la participación de organizaciones civiles, que tratan de dar salida a la inmovilidad que ha impuesto el gobierno mexicano.
En los dos últimos años, hemos evidenciado un retroceso en el cumplimiento de los derechos humanos, como resultado de presiones externas, que tampoco son nuevas. Distintos acuerdos de “colaboración” se han firmado y ejecutado en más de veinte años, que incluyen “repatriaciones seguras”, combate a distintos “tráficos”, hasta los más recientes acuerdos de tercer país, a los que no hemos aludido aquí pero que han sido documentados por distintos autores y organizaciones civiles. La llamada externalización de la frontera tampoco es algo nuevo, como tampoco distintas expresiones para referirse a la contención migratoria y al papel de México en su ejecución: cinturones/franjas de contención, frontera elástica, frontera vertical, país tapón, país frontera, por mencionar algunos.
En veinte años, hemos podido evidenciar distintas expresiones de lucha de las personas migrantes, muchas con la participación de organizaciones civiles, incluyendo colectivos de estudiantes. En su mayoría, expresiones que no son visibles. Moverse en contextos de contención en los que se ha criminalizado la migración ha obligado a la invisibilización. Pero, cuando las situaciones se vuelven extremadamente vulnerables a la violencia, tanto en los lugares de origen como en los territorios de movilidad, otras expresiones emergen. La visibilización puede ser un mecanismo de control, por eso la invisibilización ha sido una posibilidad de escapar a mecanismos de dominación (Herzog, 2020); sin embargo, al invisibilizarse para ciertos actores, hay una visibilización para otros. Según Bourdin “nadie puede afirmar que estas personas son invisibles, así esquivemos la mirada” (Bourdin, 2010, p. 24). Entonces, ¿en qué momento la visibilización es una estrategia de lucha para confrontar el poder del estado, como ha sucedido con algunas “caravanas” de migrantes de Centroamérica? Si bien puede ser predecible que ocurran, no necesariamente es previsible en qué momento sucedan. Bourdin diría que “[l]a pregunta por el hacerse visible, de los invisibles, […] pertenece a los invisibles y a las estrategias que éstos inventan, solos o colectivamente” (Bourdin, 2010, p. 31). Pero, también habría que decir como lo hace Bourdin, citando a Ralph Ellison, que los invisibles lo son porque la gente se rehúsa a verlos (Bourdin, 2010, p. 32), o si los ve, lo hace con lentes que rechazan su presencia y los excluye socialmente, en especial en momentos en los que el confinamiento por la pandemia por Covid-19 ha exacerbado las dificultades para acceder a servicios y a protección.
Veinte años pueden ser poco o mucho tiempo, depende de qué es lo que queramos ver. Pero, debemos hacer la pregunta. Por eso, la alusión en el título de este artículo al estribillo del tango “Volver” (1934) de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera. Aquí he querido llamar la atención sobre este periodo de tiempo y destacar que la migración es un movimiento social, histórico, en el que año tras año se lucha por una vida digna. Volver la mirada a estas dos décadas nos obliga a preguntarnos como sociedad cuál es nuestro papel en esta historia.