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Dignidad, legitimidad, resistencia

PONTOS DE VISTA

Dignidad, legitimidad, resistencia

Raquel Sosa Elízaga

Professora do Departamento de Sociologia da Universidad Nacional Autónoma do México (Unam) e Secretaria de Desarrollo Social del Gobierno del Distrito Federal, México

Hace unos cuantos años, en la época en que nuestras ciencias sociales parecían dominadas por el debate del fin de las ideologías, muchos asumieron que el comportamiento de las colectividades, como el de los individuos, respondería de manera disciplinada a los designios del nuevo orden y se fundiría, como todo lo demás, en el caldero de la única voluntad posible, aceptable, que era la de incorporarse a la modernidad, a la transición democrática, al pensamiento único.

En América Latina, por todas las malas razones posibles, se planteó entonces con insistencia que se habían cerrado los caminos para otra cosa que no fuera la aceptación de los pactos que habían dado lugar al fin de las guerras y las dictaduras. Nadie podía querer algo distinto que participar en procesos electorales y aceptar las decisiones de sus gobernantes, hasta el fin de los tiempos.

Los nuevos Estados de la "seguridad pública" – que no volvería a hablarse de la seguridad, menos de la soberanía nacional – serían Estados armados contra amenazas políticamente indefinidas, o para decirlo con mayor precisión, amenazas a las que no se reconocía contenido u objetivos políticos específicos, salvo por el hecho de que, si se las dejaba avanzar, podrían poner en riesgo la recién conseguida "estabilidad/gobernabilidad democrática".

En todo caso, los enemigos del orden de la "seguridad pública" no serían, como los de los años sesenta y setenta del siglo pasado, revolucionarios. Esos habían desaparecido como potencial organizado y actuante en casi toda la región: las cárceles, las fosas comunes, el mar, países extraños que, por efecto de estancias prolongadas se habían terminado por convertir para algunos en propios, la depresión y hasta el convencimiento habían terminado por disolver a esas masas críticas con más pena que gloria. Después de todo, ¿dónde, además de en México, se siguió hablando en los años ochenta y noventa de exiliados políticos, o conmemorando los onces de septiembre y los cuatros de octubre?

Otros enemigos del Estado habían surgido, en cambio. Siguiendo los cánones norteamericanos – sólo por no variar – ésos eran los migrantes, que se multiplicaron por millones de personas y de dólares que alimentarían nuestras economías, sin dejar de ser perseguidos; los terroristas – fundamentalistas escasos de causas cercanas o lejanas, siempre de piel oscura y usualmente embozados (¿no fueron llamados así los zapatistas? No lo son las FARC colombianas? El MPR chileno? Y hoy tantos otros, árabes de todas las nacionalidades, norcoreanos, chinos, cubanos y quién sabe quiénes más en el futuro?); la delincuencia organizada (narcos, vendedores de armas, secuestradores, traficantes de personas y órganos, contrabandistas y mercenarios?); y, finalmente, los pobres. De todos, indudablemente, éstos serían los más peligrosos (Blechman, 1996).

Una de las cosas en que, por cierto, menos reflexionamos por esos años fue en la descripción con que las agencias internacionales y los políticos de la "seguridad pública" contribuyeron al conocimiento de los nuevos enemigos del Estado, es decir, los pobres de nuestro subcontinente. Ambos partían del reconocimiento de que se había agotado la era del desarrollo: nadie hablaba de fábricas, de obreros, de campesinos, de sindicatos, de organizaciones sociales ni, por supuesto, del papel regulador del Estado.

Los políticos y analistas neoliberales coincidían en señalar que la pobreza, de tanto crecer, se había constituido en una amenaza al orden público y que no tardarían en estallar nuevos focos de violencia. Salvo en México, donde siguió considerándose hasta este año la pobreza como un fenómeno rural, en el resto de la región se convirtió en verdad oficialmente reconocida que los desocupados de la ciudad, los nunca ocupados, los informales o como quiera que se les denominase, constituían/constituyen la mayoría de la población.

Así también, los funcionarios de las agencias de intervención internacional asumían que las formas de supervivencia de semejantes pobres/enemigos del Estado y de la gobernabilidad democrática variaron considerablemente en unos cuantos años para toda América Latina: no más la producción agraria (ni hablar de los alimentos); no más la que nunca dejó de ser incipiente industria nacional. De una u otra manera, los pobres constituyen el nuevo ejército de reserva de sociedades en que se vivía/se vive del tráfico de divisas, de las ganancias que producen los establecimientos financieros, de la deuda externa y de las deudas internas; de la venta de armas y drogas, del cultivo y comercio en pequeño y en grande de mariguana, coca, cocaína, opio y anfetaminas; de la venta de maquilas chatarra (sobre todo textiles y electrónicos) procedentes de Indonesia, Taiwán, Vietnam, Corea; de la venta de alimentos en las calles. De acuerdo con la CEPAL, siete de cada diez nuevos empleos creados durante la década de los noventa corresponde a alguna de estas ocupaciones inestables.

Por nuestra parte, podemos agregar a dichas descripciones el que la reducción de gastos estatales en salud y educación produjo también sus propios pobres. Niños sin primaria, pero sobre todo, sin educación posible después de la secundaria. Para dar sólo algunos ejemplos, en la ciudad de México, por efecto-entre otras cosas – de la reducción de matrícula en el bachillerato y las universidades públicas – 216,000 jóvenes de 15 a 25 años de edad no estudian ni trabajan. Particularmente dramática es la situación de personas con discapacidad. El cierre de las escuelas especiales agudizó la inaccesibilidad de servicios educativos para más del treinta por ciento de ellos. Así también ocurrió con la seguridad social. Para usar el mismo ejemplo, el cuarenta por ciento de los adultos mayores de la ciudad carece de servicios de salud y seguridad social. Los datos de otras ciudades capitales de nuestro subcontinente no son esencialmente distintos a éstos.

En estas condiciones, no es de sorprender que los índices delictivos se incrementaran peligrosamente, lo que pareciera abonar en el sentido asumido por los defensores del Estado de la seguridad pública. El robo patrimonial, con violencia o sin ella, se convirtió no sólo en el delito fundamental, sino el que tiene recluidos, en calidad de habitantes mayoritarios, a menores de treinta años en los reclusorios de la ciudad de México, como en São Paulo.

Procedentes de familias desintegradas, víctimas y a veces responsables de violencia familiar, víctimas ellos o sus familiares de adicciones, acompañados por la vida de sus amigos de la calle, su único espacio posible de socialización: ellos son la síntesis más clara de los males que corroen a la gobernabilidad democrática: el perfil mismo del mal erradicable sin aspavientos: ¿quién podría defenderlos?

Completan el panorama de los enemigos del Estado, de todos los Estados, los migrantes, cientos de los cuales perecen en las fronteras sin poder alcanzar el sueño de cruzarlas, víctimas del hambre, la sed o las policías migratorias. Catorce y medio millones de latinoamericanos y caribeños, cincuenta y un por ciento de la población extranjera en los Estados Unidos constituyen un argumento absolutamente incontestable del peso económico, social, cultural y hasta político que representa el movimiento de una parte importantísima de la población pobre de nuestros campos y ciudades en busca de mejores condiciones de supervivencia (Addiecchi, 2003, p. 17).

Hablar de pobreza, pues, y pobreza extrema en las América Latina quiere decir todas estas cosas para las que las agencias internacionales carecen de otra respuesta que no sea la necesidad de asociación de políticas represivas con elaboración de un sofisticado sistema de presiones y chantajes: los índices de factibilidad de inversión financiera y las políticas que de ellos se desprenden. En un reciente número dedicado a las ciudades latinoamericanas, la revista América Economía da muestras de creatividad insospechada en la calificación de nuestras metrópolis:

En un "ranking" de PIB per cápita "ajustado por violencia" (en el que se "descuentan" pérdidas ocasionadas por violencia y delincuencia), América Economía otorga a Miami un puntaje de 27.053 dólares anuales; a Santiago, de 8,283; a São Paulo, de 7,553, y a la ciudad de México, de 6,355. Todas las ciudades latinoamericanas mencionadas tienen 4 puntos sostenidos en 2002 y 2003, o el equivalente a "peligro máximo", es decir, las peores calificaciones en criminalidad, eficacia de las fuerzas de seguridad pública, disturbios sociales, terrorismo, secuestros e inestabilidad geopolítica. Todo ello las califica con el índice más bajo de "seguridad en ciudades (América Economía, 2003, p. 22-35), mientras que, en contraste, Miami es evaluada como la ciudad de mejor índice de calidad de vida y de "facilidad para emprender" negocios.

La imposición de semejantes "verdades" por los Estados de seguridad pública no requerían mayor comprobación. Bastaba con visibilizar las tasas de homicidios, que en Medellín ascienden a 121.3; en Caracas, a 89.9; en São Paulo, a 64.8 por cien mil habitantes. ¿Quién, si no los pobres, podría ser responsable de un incremento tan sostenido de la violencia? ¿Cuántos estuvieron en condiciones de cuestionar que la pobreza fuera el origen de la delincuencia organizada o señalar las vinculaciones de ésta con el poder público y los grandes intereses privados?

Los caminos de la transición a la democracia fueron surcados, así, lenta e inexorablemente, por la incapacidad de los gobiernos de ofrecer mejores condiciones de vida, a la par del limitado ejercicio de derechos electorales. Entonces fue que se estableció otra forma de hegemonía, de la que nos habló a sus discípulos René Zavaleta hace muchos años: el miedo, el terror. Las más efectivas formas de convencer a la población de resguardarse, en lo posible, en sus espacios privados, de evitar las calles, de paralizarse antes de intentar un movimiento que pudiera volverse sospechoso a los ojos de la policía. Protestar ante medidas gubernamentales había sido infructuoso durante la transición a la democracia. Protestar ante la inseguridad, cuando los delincuentes circulan libremente por las calles, protegidos complicitariamente por los cuerpos de seguridad o superiores a todo intento suyo por controlarlos o diezmarlos, se volvería inútil, absurdo.

El miedo se volvió entre nosotros un territorio inmenso que cercenó toda o casi toda la actividad de masas. Miedo definido e indefinido: a la pérdida de la vida, del patrimonio en manos de la delincuencia, a convertirse en víctima inocente de un atentado en las calles, a caer en manos de secuestradores, a perecer en medio de algún ajuste de cuentas entre bandas o entre policías y ladrones, a que el vecino, asociado a la delincuencia, se convirtiera en verdugo y ajusticiador ante la sospecha de una delación. Miedo, en fin, a que las cosas, de por sí malas, se pusieran peores. Gobiernos derrocados por la corrupción fueron sustituidos por otros gobiernos igualmente corruptos. Bandas delictivas incrustadas en el gobierno y en los aparatos armados, luego de ser descubiertas y exhibidas públicamente, quedaron impunes o fueron perdonadas (¿Aguas Blancas, en Guerrero, o los fraudes de Espinosa Villarreal en la regencia de la ciudad de México; los ostentosos robos al patrimonio nacional de los Salinas, Menem, Fujimori serán ejemplos suficientes?).

Muchos de nuestros colegas consideraron entonces que la violencia se había "despolitizado". Era, efectivamente, difícil identificar de dónde venía, qué provocaba el desorden institucional, quién se benefició, cómo se reorganizó el Estado en los años de la "transición hacia la gobernabilidad basada en la seguridad pública". Poco a poco, sin embargo, el panorama se fue aclarando y creo poder afirmar que vuelve a haber condiciones para observar con claridad qué, quiénes, cómo se ejerce o pretende ejercerse el poder en estos tiempos, pero, lo más importante, qué, cómo puede explotarse el horizonte de visibilidad que nos abre esta época.

En los extremos, el fracaso de las políticas de combate a la pobreza y de las políticas de seguridad pública coloca a nuestras sociedades ante una curiosa situación que podríamos describir como juego de suma cero: no se ha cumplido ninguno de los objetivos básicos que se planteó la gobernabilidad; los aparatos de gobierno han resultado, en el mejor de los casos, ineficaces, en el peor, corruptos cómplices del continuo deterioro de la calidad de vida.

Mas hoy que los extremos se tocan, la pobreza urbana aparece como productora o reproductora posible de la delincuencia organizada, pero también como la única posible creadora de alternativas de vida ajenas, distintas a las de la violencia. Y es precisamente el hecho de que son jóvenes las principales víctimas/responsables de hechos delictivos los que terminan en prisión, vidas anuladas por efecto de la incapacidad de la sociedad de prevenir y combatir las causas y a los verdaderos agentes de la delincuencia organizada, lo que ha comenzado a sensibilizar a nuestras sociedades en el sentido de que criminalizar a los jóvenes, incrementar los gastos en seguridad pública con sofisticados esquemas de inteligencia policial, tecnología de armamentos, efectivos policiacos, etc., no sólo resulta ineficaz, sino objetivamente peligroso para la supervivencia colectiva.

Y es aquí que se plantean nuevos caminos a la resistencia, desde la dignidad de cada uno de los seres humanos, más allá y más acá de la condición de pobreza, en la recuperación de seres humanos complejos, con sentimientos, aspiraciones, capacidades y voluntad para remontar la era del miedo, la presión de los Estados de seguridad pública.

El asunto que ha comenzado a discutirse en medios políticos y académicos no dominados por la política del terror (de Estado, se entiende) se planteó inicialmente como de la dignidad de la vida, y hoy se extiende a lo que tal vez en el futuro llamemos con propiedad el "derecho a la felicidad". Trataré de explicarlo brevemente. Una vez destruidos los esquemas desarrollistas y lejanos o imposibles los esquemas basados en la socialización de los medios y las relaciones de producción, se abrió el camino a consideraciones de diverso tipo, pero que en común tienen la reivindicación de la comunidad, sus vìnculos, formas de organización y tradiciones como elementos esenciales para la reconstitución del tejido social.

La desconfianza hacia la política y los políticos ha comenzado a ser sustituida por la decisión de tomar la política en las propias manos y eestablecer formas de participación, organización y, como se pueda, conducción de la vida social, antes inéditas e insospechadas. He ahí las experiencias pioneras de los autonomistas zapatistas, del Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, de buena parte del movimiento globalifóbico y de los movimientos de masas en Venezuela y Argentina. Algo que le ha permitido, entre otros, a Hernán López Echagüe (2002), afirmar que "la política está en otra parte". Y, efectivamente, vemos hoy cada vez más que las razones y orientaciones de las organizaciones barriales, comunitarias, civiles y sociales no atienden ni se inscriben en las regulaciones establecidas por el Estado de seguridad pública y, por primera vez, lo pone a éste a la defensiva. Y es que, a los ojos de la población en movimiento resulta indudablemente peligroso para la seguridad colectiva dejar tanto la paz como la guerra a los hombres del poder y de las armas.

La exigencia de que el Estado reasuma sus responsabilidades sociales; de rendición de cuentas y transparencia en el uso de los recursos públicos, pero, sobre todo, de participación en el proceso de toma de decisiones y ejecución de programas y la revocación de mandatos que violen estos principios han pasado a ser signos de los tiempos en un mundo y un subcontinente que poco esperan de quienes de todo los han despojado.

La construcción de identidades colectivas atraviesa hoy por un proceso de reconocimiento de la iniquidad, desigualdad, pluralidad, diversidad, conflictividad, que constituyen las formas verdaderas de existencia de toda comunidad. La promoción de consensos, la apertura y la tolerancia se convierten en aprendizajes indispensables para lógicas de supervivencia sólo explicables en el contexto del caos y del empobrecimiento provocados por la era neoliberal, por la continua amenaza de la guerra.

Las rutas trazadas por nuestras sociedades distan mucho de ser de fácil lectura o previsibles. Muchas cosas contradictorias ocurren simultáneamente hoy, y lo harán en el futuro. Lo que no había ocurrido antes, y tenemos elementos para plantear que comienza a ser un fenómeno generalizado, producto de la dictadura y las guerras, de años de agravios colectivos, de fracasos neoliberales, de pobreza agudizada, de desdén de los políticos por sus pueblos, y de muchas otras cosas más, es la pérdida del miedo, la lenta, pero segura recuperación del espacio público, el acotamiento y la exigencia hacia el ejercicio del poder. Los enemigos de los Estados de seguridad pública comienzan a reaccionar fuera/y muchas veces en contra de la lógica que esos Estados impusieron. Será un fenómeno a evaluar con precisión en el futuro cercano. Ya hoy nos llena de esperanza.

Referencias bibliográficas

BLECHMAN, Barry M. Política y seguridad nacional. México: Gernika, 1996.

ADDIECCHI, Florencia. Las fronteras reales de la globalización: la política migratoria de Estados Unidos frente al flujo de origen latinoamericano o caribeño. Tesis de Maestría en Estudios Latinoamericanos, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, 2003.

AMÉRICA ECONOMÍA. Ranking ciudades 2003: edición México. México, 25 abril /8 mayo 2003, p. 22-35.

LÓPEZ ECHAGÜE, Hernán. La política está en otra parte. Viaje al interior de los nuevos movimientos sociales. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, 2002.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    13 Abr 2007
  • Fecha del número
    Jun 2004
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