Open-access Procesos de aculturación, identidad étnica y menores migrantes

Acculturation process, ethnic identity and migrant minors

Resumen

Este artículo interroga la compleja interacción del proceso de aculturación y la construcción de la identidad étnica en menores con antecedentes migratorios. Después de describir la centralidad del concepto de "etnicidad", se presenta una tipología de cuatro identidades "posibles", a partir del modelo cuádruple de estrategias de aculturación de John Berry. Características, tendencias y riesgos se describen para la posible identidad identificada.

Palabras clave menores de edad; migración; identidad étnica; integración

Abstract

This article examines the complex interaction of the acculturation process and the building of the ethnic identity in minors with a migratory background. After describing the centrality of the concept of “etnicity”, it is presented a typology of four “possible” identities, as from the John Berry four-fold model of acculturation strategies. Features, trends and risks are outlined for the identified possible identity.

Keywords  minors; migration; ethnic identity; integration

El término “desafío” puede representar bien la peculiaridad de algunas tareas de desarrollo que se imponen simultáneamente - y con la misma intensidad y urgencia - al menor extranjero migrante. Y es justo su coexistencia en el mismo marco temporal a determinar su naturaleza de riesgo, con consecuencias que podrían ser incluso infaustas. El desafío hace eco de un incentivo a realizar algo complicado en una situación delicada y peligrosa, recuerda el enfrentamiento con un obstáculo interno o externo, cuyo éxito dependerá sobre todo de cómo tal obstáculo será enfrentado. Entonces los menores extranjeros que se enfrentan a un contexto social diverso al de su origen son llamados a una serie de “desafíos evolutivos”; desafíos cuyo éxito permite llegar a formas más o menos adecuadas de adaptación y que naturalmente sufren adaptaciones incluso relevantes, según la distinta percepción del estrés, de las diversas estrategias de supervivencia y de los cambios de significado atribuidos a las situaciones por los distintos sujetos. El primer, y quizás principal, desafío para un menor migrante está definido por Cesari Lusso (1997) como “la unidad del Sí mismo en las distintas situaciones”, invitando a reflexionar sobre qué terreno se juega el primer partido de la integración: lo del equilibrio psíquico, en términos de percepción de su propia identidad. En este caso, la connotación de integración expresa la “salud psíquica”, frente a una condición de sufrimiento y de patología. El menor migrante se encuentra, de hecho - como todos los que se encuentran a vivir cotidianamente en contextos sociales y culturales distintos de los de origen - a presentar aspectos diferentes de sí mismo, según los contextos y los interlocutores con los que se encuentra. Si bien esta es una condición común a todos los individuos, adquiere significados particularmente relevantes en el caso de sujetos con referencias culturales y sociales múltiples. Al cambiar e intercambiar contextos e interlocutores, no serán solo los comportamientos a sufrir modificaciones, sino también los criterios de clasificación social. Por lo tanto, el desafío de un menor, sobre todo si acaba de llegar al país de acogida, no será únicamente el de conservar un sentimiento de integridad, más aún “ser capaz de alcanzar de manera continua, y entonces compatible, las distintas posibilidades de expresión de sí mismo, realizando traducciones y comparaciones entre códigos culturales distintos” (Bastianoni, 2001, p. 34). Por supuesto la solución positiva de este desafío dependerá tanto de las condiciones de los diversos contextos, es decir la presencia o ausencia de un clima relacional positivo, como de las características individuales, entre las cuales la edad o el género. Los resultados negativos, por el contrario, que pueden abarcar de una patología confirmada hasta formas de rigidez psíquica a la hora de acercarse a la realidad social, conllevan de todas formas unas graves dificultades en la relación con los diversos contextos y acentúan la tendencia a polarizarse en una única dimensión de la propia identidad.

1. Los procesos de formación de la identidad

La centralidad del elemento étnico en la formación de la identidad en los menores con pasado migratorio es sustancial. Aunque desgraciadamente faltan estudios específicos en este ámbito, se podría suponer que el elemento étnico acompaña los individuos desde los primeros momentos de vida. Es cierto que el elemento étnico está presente, en posición central, en todos los procesos relacionados con las modificaciones fisiológicas, que tienen un rol fundamental en la formación de la identidad, porque imponen al menor una reconstrucción de la imagen del propio cuerpo, que se convierte de este modo en el elemento de comparación inequívoco entre las distintas etnicidades. Emblemático es el caso de los niños "de color" que crecen en una población predominantemente blanca y que inevitablemente prestan gran atención, desde los primeros años de vida, a su diferencia respecto a la mayoría de los habitantes y consecuentemente se convierten en los más sensibles a la hora de darse cuenta no sólo de las diferencias somáticas, sino también de las eventuales características que suelen ser asociadas a la cultura de los blancos. Justo por la centralidad del "cuerpo étnico" en la formación de la identidad es posible comprender algunos comportamientos implementados entre adolescentes de piel oscura, como la difusión de prácticas tal como el blanqueamiento de piel o el tratamiento de alisado del pelo encrespado. Muy a menudo es el propio cuerpo el que representa el lugar elegido por las culturas para compararse y afirmarse: si por un lado los padres en ocasiones son propensos a imprimir los signos de una pertenencia étnica que deberían acompañar al hijo durante toda su vida, de forma que se le permita una integración menos dolorosa en el momento del siempre posible regreso al país de origen, por otro lado estos signos corporales pueden ser entendidos en el país de acogida como elementos que amenazan con convertir una relación posiblemente serena en algo difícil, sea con el propio cuerpo sea con los coetáneos.

Un discurso análogo tiene que ver con las modificaciones psicológicas y relacionales que suceden como consecuencia del “descubrimiento” del mundo extrafamiliar, percibido por un lado como un ambiente peligroso y de persecución y, por otro lado, como cargado de fascinación y de atracción. Tal descubrimiento desencadena en general un acalorado conflicto entre ambiente social y familiar. Aunque sobre este tema se tratará más adelante, es útil evidenciar que tal conflicto parece depender también del hecho que la sociedad receptora y la familia se basan en dos diferentes visiones de las fases de la vida; en muchos países del Sur del mundo, por ejemplo, la adolescencia, como momento de pasaje en función de la integración en la “sociedad adulta”, tiene una duración muy corta, mientras que es mucho más larga en la sociedad occidental. Lo mismo se puede decir en referencia al valor temporal de la infancia. Esta distinta concepción de las fases de la vida está estrechamente vinculada con el tipo de organización social, por el cual el menor se encuentra en la obligación de vivir en dos mundos donde su edad está considerada en un modo muy diferente, con la consecuencia que, según el ambiente en el que vive, está obligado a asumir actitudes o a tener expectativas muy diversas y a menudo claramente opuestas. La comparación entre los distintos modelos de organización social se refiere también a la diferencia de género, y en particular al rol de la mujer en la sociedad. Esto supone, para la familia, mayores tensiones y conflictos en relación con la educación y a la planificación “posible” de las niñas y adolescentes extranjeras. Finalmente, también hemos observado a menudo que en la sociedad receptora no es posible practicar los ritos de pasaje que en las sociedades de origen acompañan las modificaciones fisiológicas o psicológicas del muchacho o de la muchacha y el consiguiente problema de pérdida de control por parte de la familia, sobre las fases de la vida de los propios hijos. Incluso la existencia de notables diferencias entre la familia y la comunidad que acoge hace que sea muy difícil la labor de mediación, obligando a menudo el muchacho o la muchacha de origen extranjero a hacer verdaderas fracturas radicales con una de las dos instancias, con todo lo que eso conlleva en términos psicológicos.

Un discurso más elaborado hace referencia a la experiencia escolar: si de un lado puede representar un momento de real socialización, es sin duda que tal socialización pueda desencadenar un proceso de marginación muy peligroso. De hecho, la escuela a menudo es el lugar en donde los menores extranjeros “descubren” que aquello que habían aprendido en familia no tiene un valor respecto al entorno: es emblemática la desvalorización de la lengua de origen como consecuencia de la experiencia escolar. La escuela se transforma entonces en un espacio de sufrimiento que puede generar un curriculum escolar muy desordenado. En muchos casos estos fracasos están vinculados también a la desconfianza de la familia hacia el ambiente escolar, y también, en un extremo opuesto, a las altísimas expectativas que tiene la familia respecto a un éxito escolar excelente del hijo. Pero, sin embargo, es importante destacar que los fracasos y las valoraciones negativas son en general atribuidos, por el ambiente escolar, por la familia e incluso por el mismo menor, al elemento étnico. Consecuencias a menudo negativas, se encuentran vinculadas también a otra actitud, presente sobre todo entre los docentes, basada sin embargo en las expectativas positivas vinculadas al elemento étnicos (como por ejemplo la convicción de la capacidad natural de los niños de origen asiático por las asignaturas lógico-matemáticas), expectativas que generan decepciones, originadas también por los problemas de carácter socioeconómico que encuentra la familia migrante, con la consecuente crisis de relación entre docentes y familia. La escuela actual, por lo tanto, aunque representa el sitio en el cual tiene lugar un momento de socialización fundamental para el proceso de formación de identidad, corre el riesgo muchas veces de ser el lugar en el cual se confirma una especie de “insuficiencia”, de “retraso” del menor migrante, retraso atribuido y percibido como si hubiera una matriz “étnico-cultural”.

Una similar centralidad del elemento étnico, con todas las dificultades ya evidenciadas, está comprobada también en otras situaciones existenciales, significativas para la definición de la identidad; esto ocurre, en particular, en las relaciones con el grupo de coetáneos, en el enamoramiento y en las experiencias laborales. Todo esto hace emerger un cuadro global en el cual parece evidente que los niños extranjeros, incluso con significativas diferencias dependiendo de algunas variantes (lugar de nacimiento, país de origen, grado de integración o planificación de la familia), corren sin embargo el riesgo de compartir una situación de malestar psicológico, que muy a menudo no encuentra origen en la incapacidad de los individuos a integrarse en la sociedad de acogida, sino más bien en las dificultades que encuentran sus familias y en la organización social de la comunidad autóctona.

2. Identidad, etnicidad y procesos migratorios

El proceso de definición de la identidad tiene entonces que ser enfrentado poniendo atención tanto a su componente individual como al social, con la convicción que es imposible la separación entre los dos ámbitos. El individuo, de hecho, forma la propia identidad diferenciándose de los otros (y por tanto a través de la elaboración de la diversidad) y manteniendo una continuidad en relación consigo mismo; pero, al mismo tiempo, existe la exigencia de ser reconocido por los otros sujetos. Es en esta continua comparación entre igualdad y diversidad y entre lo que es percibido como expresión de la propia experiencia individual y aquello que en cambio viene propuesto o impuesto por el ambiente social, que se forma la identidad. Respecto a los factores ambientales, es sin duda la familia quien desempeña un rol fundamental, sobre todo en aquella fase que los sociólogos definen como “socialización primaria”, y que se realiza en los primeros años de vida. En la fase de la “socialización secundaria”, sin embargo, hay agentes activos de socialización muy distintos de los familiares, que imponen valores y roles a menudo diferentes - e incluso opuestos - de aquellos elaborados en la fase precedente. Y en esta situación asume un rol principal la comunidad de pertenencia, término con el cual se designa, en general, una agregación social, cuyos miembros no sólo viven y realizan las actividades principales en un territorio determinado, sino que tienen conciencia de pertenencia a un grupo unitario y de poseer valores comunes. En la historia reciente, se han formulado distintas hipótesis sobre los lazos entre los miembros de una comunidad que refuerzan el sentimiento de pertenencia; sin embargo, desde hace algunas décadas ha obtenido una mayor difusión, tanto en el ámbito científico como en el lenguaje común, el concepto de “etnicidad”, utilizado, no siempre únicamente para indicar precisamente el sentimiento de pertenencia a un grupo étnico o la “condición de ser étnico”. Hoy se asiste a una especie de etnicización generalizada, que involucra las relaciones entre los grupos sociales, las relaciones interpersonales y por tanto también el desarrollo individual. Como más adelante se podrá evidenciar, una de las novedades de esta lectura es que no es solo utilizada para el análisis de movimientos de base étnica entendidos en el sentido tradicional, sino que viene adoptada, con las oportunas modificaciones, también para interpretar todo aquello que hace referencia a los movimientos migratorios: de la integración de las minorías, a la formación de la identidad, a las relaciones con los autóctonos.

La etnicidad no se tiene que confundir, como a menudo sucede, con el etnocentrismo, porque no se centra en actividades de prejuicio a favor de un grupo étnico y en contra de otros, sino que quiere tener un valor más neutral. Incluso con el riesgo de ser criticado, el concepto de “etnicidad” expresa, mejor que otros, tanto una condición biológica, es decir un conjunto de factores que se transmiten por vía hereditaria (rasgos somáticos, pigmentación del epidermis, etc.), como una dimensión social, de valores equivalentes, es decir el complejo de las experiencias vinculadas a la tradición histórica y cultural de una comunidad específica, con una atención particular a la lengua. Pero para que se pueda hablar realmente de etnicidad, es necesario que en el nombre de ésta, sean realizadas prácticas y estructuras sociales, que en general son distintas y diferentes de aquellas de otros grupos étnicos o nacionales, y de los que son reconocidos como tales.

El sujeto descubre la propia identidad étnica sobre todo cuando se encuentra viviendo en situaciones de cambio y transformación de la sociedad, es decir en momentos en los que algunos aspectos determinantes de su cultura tradicional están en peligro por un proceso de erosión cultural. Entre las experiencias más extendidas de “erosión cultural”, figura lo que ocurre en general en los procesos migratorios. Cuando los migrantes se encuentran en un ambiente extranjero y no familiar, caracterizado por la heterogeneidad étnica y por la diversidad cultural, entonces individuos y grupos se ven forzados a nuevas comparaciones con la propia identidad, reforzando a menudo formas de distinción ya fijadas y definidas, favoreciendo de este modo a menudo la aparición de nuevas formas de exclusión y de discriminación. La identidad étnica entonces es una especie de recurso al cual el individuo hace referencia cuando la siente cuestionada, o, más correctamente, cuando siente malestar a la hora de tener que hacer frente a otra propuesta de otra identidad, con valores distintos de aquellos que el individuo ha asimilado en su proceso de socialización. En otros términos: descubre la propia “identidad” cuando se transforma en minoría. Por otro lado, el “descubrimiento” de la propia identidad étnica es una experiencia vivida típicamente por todos los que han vivido, por un tiempo significativo, en un ambiente cultural diferente. Sin embargo, al menos respecto a la primera generación de los que han emigrado, la identidad étnica no constituye sólo la expresión de una actitud defensiva, sino también muy simbólica, dado que desaparece la reivindicación de un territorio específico donde el migrante pide poder vivir y realizar completamente la propia etnicidad. Además, muchas veces no es ni siquiera una etnicidad reconocida (y conocida) por la comunidad de acogida - excepto por lo que concierna aspectos somáticos - suponiendo también muchas dificultades para reproducir prácticas y estructuras sociales de base étnica y comprometiendo significativamente la posibilidad de mantener la identidad étnica originaria. Estos elementos son extremadamente importantes para el análisis de la identidad étnica de los menores de origen extranjero; de hecho, muy a menudo es esta etnicidad sin raíces que, en el curso del proceso de aculturación, los padres proponen como modelo. Sin duda que se trata de una referencia muy ambigua, porque ambigua parece la relación con el país de origen (lugar donde la familia quiere regresar y donde a menudo viven los familiares, pero también de donde los padres han tenido que marcharse) y con el país de acogida (el lugar donde se pasa a ser extranjeros, pero también en el que es posible un proceso de emancipación). De este modo, junto a una identidad étnica originaria, la familia migrante transmite a sus propios hijos estas expectativas, que influencian significativamente la formación de la identidad. Por otro lado, sobre todo en la fase de la socialización secundaria, los muchachos y muchachas entran en contacto con otras propuestas de identidad provenientes de la comunidad de acogida, basadas en el elemento étnico. Una identidad étnica propuesta, en una perspectiva de asimilación, es a menudo aquella dominante en el país de acogida; una segunda es sin embargo una parodia de la identidad étnica originaria, fruto de los prejuicios dominantes en el país de acogida, reforzados también por la ausencia de una verdadera política de integración. En este caso, el menor es a menudo “condenado” a una diversidad, que ya no es aquella originaria, a la cual podría aspirar la familia, sino una diversidad ficticia, simbólica, construida con base en la imagen que la sociedad de acogida tiene de la cultura originaria.

Los menores extranjeros, por tanto, en el transcurso de su socialización, tienen que compararse con distintas hipótesis de identidad étnica: la original, la del país de acogida, la que en el país de acogida es considerada la etnicidad presente en el país de proveniencia, aquella que la familia considera ser la etnicidad del país de acogida. Obviamente estas distintas propuestas se apoyan en distintos vínculos relacionales y esto es importante para comprender los motivos que pueden determinar la filiación o no a las propuestas que puedan encontrar. De hecho, sin embargo, toda elección, si no está adecuadamente mediada y gestionada, corre el riesgo de comprometer seriamente el proceso de integración. La identidad étnica propuesta por los padres migrantes a los hijos, por ejemplo, no aparece realmente reproducible porque son otras sus expectativas, otros sus planes para el futuro, otras las relaciones. Por otro lado, sin embargo, la comunidad de acogida parece proponer a los muchachos y a las muchachas una identidad étnica basada predominantemente o en la discriminación o en unos aspectos folklóricos y ahistóricos. Se deriva de ello una situación con notables riesgos de malestar, que los sujetos a menudo se encuentran a enfrentar solos y donde es difícil encontrar soluciones alternativas. Es quizás por estas constataciones que en general los estudiosos definen la segunda generación de migrantes, como la generación del "sacrificio", es decir aquella que paga la mayor parte de los costes psicológicos de la migración, sin ser capaz de obtener los beneficios, como sin embargo ocurre en la tercera y sobre todo en la cuarta generación.

3. Las identidades “posibles”

Los menores extranjeros migrantes están sometidos a un proceso dual de aculturación y socialización que determina, entre otras cosas, aquella que distintos estudiosos ( Cesari Lusso, 1997 ; Chinosi, 2002 ; Moro, 2002) han definido como “una laceración del Yo”, dividido entre instancias culturales (y afectivas) en conflicto: aquellas de las cuales son portadores los padres y aquellas de las que son portadores los autóctonos. Si una contraposición entre familia y sociedad es análogamente comprobable también en gran parte de los coetáneos italianos, en el caso del menor extranjero tal contraposición se transforma a menudo en un desencuentro entre dos mundos claramente diferenciados - por lengua, cultura y valores -, entre los cuales la comunicación y el intercambio son mínimos, o excesivamente marcados de recíprocos prejuicios. Al menor se le otorga el difícil deber de encontrar - a menudo solo - una solución de mediación entre estos dos universos, que, entre otras cosas, como habíamos ya observado, tienden a proponer modelos de identidad étnica no siempre adecuados respecto a un recorrido de construcción de una personalidad adulta equilibrada y bien integrada en el contexto social en el cual vive.

Algunos estudiosos han legítimamente evidenciado cómo un análisis basado en el contraste entre las distintas instancias culturales, como aquella aquí presentada, corre el peligro de ser excesivamente esquemática, porque es extremadamente difícil de sostener la existencia de una única identidad étnica presente en el país de acogida o en aquel de origen. Si así fuera, sin embargo, se debería también sostener que la identidad es siempre "multicultural" o múltiple y que por tanto el menor extranjero no debería tener excesivas dificultades de adaptación e integración. Sin embargo, también es evidente que hay comparaciones étnicas más significativas que otras, y que esto ocurre sobre todo en los casos en que las distancias geográficas y culturales, o también las diferencias somáticas, son mayores. Por otro lado, el hecho que sólo recientemente se ha puesto el problema de las transformaciones sociales en clave multiétnica no ha permitido todavía una adecuada reorganización cognitiva y sobre todo una ponderada modificación en las actitudes y en las expectativas de los autóctonos. En esta realidad, el menor extranjero intenta entonces recomponer las laceraciones que se encuentra a vivir, adoptando una de las cuatro posibles soluciones propuestas a partir del conocido modelo de Berry (1993); soluciones que dependen de múltiples factores que intervienen en las complejas relaciones que se establecen entre los diversos actores involucrados en los procesos de desarrollo: el menor extranjero, su familia, la sociedad de origen, la sociedad de acogida, la comunidad de connacionales presentes en el país de acogida, los parientes que permanecen en el país de acogida.

3.1 Resistencia cultural o “identidad reactiva”1

La primera solución puede ser definida como resistencia cultural: el término “resistencia” es idóneo para evidenciar la actitud asumida por el menor extranjero hacia la sociedad receptora y su intento de hacer referencia, en su mayor parte o exclusivamente, a la cultura y a la identidad étnica originaria propuesta por los propios padres, aceptando múltiples aspectos, que van de la lengua a la cocina, al vestir y al modo de comportarse en sociedad. Desde este punto de vista, también las amistades tienden a ser reducidas al mínimo hacia sus coetáneos no connacionales; de hecho, esto determina una fuerte propensión a la formación de subgrupos o a la constitución de núcleos familiares que algunos estudiosos han definido “anfibios”, porque reducen al mínimo indispensable los momentos de intercambio y de comparación con respecto al mundo exterior, manteniendo en cambio dentro de la familia roles y comportamientos fuertemente tradicionales. Se trata de verdaderas y propias "comunidades encapsuladas" que a menudo habitan en zonas circunscritas, reproduciendo de algún modo la exigencia ecológica que caracteriza la etnicidad no simbólica. Según algunos estudiosos radicales, la resistencia cultural debería representar un preciso objetivo de las políticas sociales y especialmente de las estrategias pedagógicas, porque pretende reforzar la identidad originaria, permitiendo de este modo al menor desarrollar una mayor autoestima, que es la única garantía para prevenir los procesos de marginación y para desarrollar una identidad adecuada para convivir en una sociedad realmente multiétnica y multicultural. Desde esta perspectiva, la resistencia cultural representa un momento de reforzamiento de la identidad étnica, que sin embargo no debería generar un gueto cerrado, pero sí un pluralismo multicultural que garantice el respeto de las diversidades. Para que esto sea posible, sin embargo, resulta indispensable que la sociedad de acogida permita al menor extranjero poder reforzar su propia etnicidad y esto, en general, significa reconocer iguales en dignidad las muchas culturas presentes en el territorio. De hecho, se propone un replanteamiento y una reestructuración de la sociedad, de modo que pueda ser superada la desconfianza que a menudo distingue el acercamiento de los autóctonos a otras culturas y colme el retraso con que están reconocidos los valores de las minorías étnicas. La etnicidad entendida como valorización de la cultura de origen se considera, en esta perspectiva, un recurso, una respuesta adecuada a las necesidades de identidad difundidas en las sociedades altamente diferenciadas y una alternativa al aplanamiento a menudo inherente a la cultura dominante. Este aspecto reivindicativo, muy difundido entre los adolescentes y los jóvenes de las segundas generaciones en países de antigua tradición migrante, a veces está enfocada en una fuerte revalorización de la experiencia religiosa del país de origen, como es el caso de los jóvenes migrantes de fe islámica (el llamado "Islam de las segundas generaciones"), en cuyo comportamiento no sólo hay connotaciones estrechamente religiosas, sino que también políticas, sobre todo en una clave antioccidental. En otros casos, sin embargo, las reivindicaciones hacen referencias a aspectos somáticos, un uso casi esotérico de la lengua originaria o una marcada valorización de aspectos culturales tradicionales. Sin embargo, son evidentes los riesgos de una solución de este tipo, sobre todo porque, si no son adecuadamente acompañadas, puede acabar por hacer sentir a los menores que son siempre "extranjeros" en el país al que han emigrado, incluso después de haber transcurrido vários años, con las evidentes consecuencias en el nivel de integración: el bajo rendimiento escolar y el alto riesgo de desviación resultan a menudo dos índices significativos de este desquiciamiento.

Relevante es también el riesgo de hacer coincidir la resistencia cultural con formas regresivas y residuales de oposición al cambio, un renacimiento étnico en el cual predomina el elemento folklórico sobre el histórico: la etnicidad reivindicada se remonta, entonces, casi exclusivamente a valores y modelos que ya están en profunda crisis - o de todos modos que ya han sufrido un significativo proceso evolutivo - en los mismos países de origen de los migrantes. Pueden ser muchos los factores que determinan la elección de la resistencia cultural. A menudo se trata de muchachos y adolescentes que tienen una fuerte unión con los padres, o que han vivido algunos años en el país de origen, o que en aquel país tienen todavía personas a las que están muy unidos afectivamente (la importancia del rol de los abuelos, precisamente en relación al desarrollo de la identidad étnica, ha sido muy a menudo evidenciada por los estudiosos). Otro elemento que refuerza la resistencia cultural es la posibilidad de poder hacer referencia, en el país de acogida, a una comunidad de connacionales integrada y sin embargo capaz de valorizar positivamente la pertenencia étnica. Ahora bien, por lo señalado anteriormente, es probable que la resistencia cultural, más que una libre elección, sea una elección "obligada", consecuencia a las muchas dificultades que el menor puede encontrar en las relaciones con los autóctonos, o también a la discriminación o a las violencias xenófobas de las cuales puede ser víctima. Junto a esta lectura bastante tradicional del racismo y de sus consecuencias, es oportuno también tener en cuenta la posibilidad de un reforzamiento de la resistencia cultural por parte de los propios partidarios del llamado “differential/differentialist racism” (racismo cultural) para los cuales la etnicidad es una obligación, dirigida a otra obligación, aquella de volver a realizar esta etnicidad - “por el bien del migrante" - en el país de proveniencia. Tan arriesgada - aunque a menudo se revela fuertemente rentable para el extranjero migrante - puede ser una resistencia cultural aplanada en las expectativas folklóricas de la sociedad de acogida, que obligan al menor a acentuar aspectos no predominantes en la etnicidad originaria, pero fuertemente presentes - en general a través de los medios de comunicación - en la sociedad de llegada.

3.2 Asimilación

La segunda solución está sin embargo vinculada al proceso de asimilación: o sea, el menor extranjero se adhiere plenamente a la propuesta identitaria que le ofrece la sociedad de llegada y rechaza - incluso reniega con vehemencia - todo aquello relacionado con la cultura de origen, como la lengua, la comida, los valores y las costumbres, considerándolas residuales e inadecuadas en la cultura del país de acogida, que sin embargo es sinónimo de cambio, de libertad y de futuro. No son pocos los estudiosos que creen que la asimilación sea la modalidad que subyace en las relaciones entre los pueblos, y que por tanto representa, para un migrante, la obtención de un verdadero equilibrio identitario. Hecho que debería valer sobre todo para los procesos migratorios más recientes, que se ven afectados más por los procesos de homologación global, tanto que en algunos casos los sociólogos hablan de “socialización anticipatoria”, es decir, de un proceso a través del cual los aspirantes migrantes adquieren, gracias también a la enorme incidencia de los medios de comunicación, ya en sus propias tierras los valores y las orientaciones propias de las sociedades de acogida. En este caso el elemento étnico - y el mismo proceso de etnicización - está considerado un residuo provisional que obstaculiza el proceso de acercamiento. Entre los aspectos positivos de la asimilación está el hecho que los jóvenes extranjeros se encuentran en la situación de aprender rápidamente y sin excesivas dificultades la lengua y la cultura del país de acogida y de establecer fácilmente lazos con coetáneos autóctonos. En general, adoptan esta solución los menores nacidos en el país de acogida o que han emigrado en los primeros años de vida, por los cuales el país de origen no representa más un significativo punto de anclaje afectivo. El problema que a menudo acompaña un proceso de asimilación es un intenso conflicto con los padres, percibidos en general por los hijos como derrotados y perdedores. Tal conflicto viene facilitado también por un mayor conocimiento que el menor tiene de la lengua del país de acogida, elemento este que le permite diferenciar considerablemente los dos "mundos" y elegir uno - aquel de los autóctonos - como referente principal.

Sin embargo, también en este caso aparecen diversos riesgos y no sin importancia. Muchos estudiosos, por ejemplo, han evidenciado como este proceso, representa de algún modo una ruptura y una negación del proprio origen, supone sin embargo para el menor una pérdida de “anclaje psíquico”, con el consecuente crecimiento de sentimientos depresivos y de una inseguridad básica. Según otros, sin embargo, la ruptura con la "descendencia", pese a ser dolorosa, es indispensable para construir una “nueva y mejor sociedad”. Pero es muy difícil establecer en qué medida la asimilación es una elección y cuánto una obligación es la condición subordinada - socialmente, psicológicamente, económicamente y jurídicamente - en la cual en general se encuentra el menor extranjero, condición que hace que sea más probable la realización de un proceso de encasillamiento. En las décadas pasadas, la asimilación ha representado el objetivo principal de la política de inmigración propuesta por los gobiernos de distintos países occidentales (sobre todo por los países ex colonizadores), convencidos que de este modo serían reducidos los conflictos sociales y sobre todo seguros que la misma asimilación fuera en los objetivos del extranjero migrante. Hoy el modelo de integración basado en la asimilación sin duda parece desvanecerse cada día más2, en parte por la siempre mayor relevancia que tiene el elemento étnico en el debate actual. De este modo, se ha creado una situación en muchos sentidos paradójica: por un lado, el modelo cultural dominante en el país de acogida está realmente percibido por el menor como el vencedor, sobre todo respecto a aquel propuesto por la familia de origen; por otro lado, han desaparecido sustancialmente - o no han sido nunca realizados - los procedimientos para una asimilación propiamente dicha. Esto ocasiona un desfase entre las expectativas del menor, sobre todo de segunda generación, que pide de integrarse en la sociedad y la efectiva y real disponibilidad de la misma sociedad de acogida. Si la resistencia cultural, descrita previamente, representa una respuesta de oposición tras el cierre de la sociedad autóctona, en el caso en el cual el menor continua tercamente a buscar la asimilación, resultan evidentes los riesgos que se pueden encontrar y que, esquemáticamente, pueden ser atribuidos a dos. Un primer riesgo consiste en el hecho en el que se adopta una asimilación simbólica, en la cual se intenta constantemente demostrar la propia voluntad de integrarse, hasta interiorizar un profundo desprecio por todo lo que está vinculado al propio "origen", puede llegar a querer negar o cancelar incluso los marcadores étnicos más visibles, como aquellos somáticos, y adoptar, hacia otras minorías, las mismas actitudes y comportamientos llenos de prejuicios negativos que una parte de la misma sociedad autóctona realiza. Un segundo riesgo es el llamado “adaptación neofeudal”, en el cual el menor extranjero acepta con resignación la imposibilidad de ser asimilado, renunciando también a las expectativas iniciales y limitándose a alcanzar objetivos menos gratificantes, con la consecuencia de permanecer en un estatus inferior respecto a aquel de los autóctonos; ahora bien, esta forma de adaptación a menudo no es otro que el reflejo de una sociedad autóctona cerrada, que acepta al recién llegado o el étnicamente distinto sólo si demuestra que está dispuesto a aceptar una realidad discriminatoria, hasta al punto de interiorizarla. Bajo esta óptica, la asimilación resulta ser nada más que la aceptación de una condición de sumisión, precio que el menor extranjero se encontraría a pagar para que se le incluya en un sistema social que, más allá de las intenciones, permanece estructuralmente y culturalmente cerrado.

3.3 Marginalidad

La tercera solución es la que se define de marginación, y que en general, incluso fallando datos experimentales suficientes, es presentada como la condición más frecuente entre los menores extranjeros.

Incluso, en muchos estudios es considerada su condición "natural", por el cual el menor extranjero es, de hecho, un “marginal”. Se trata de menores que viven en los márgenes tanto de la cultura de origen, como de la cultura de acogida, incapaces de construir una real propuesta identitaria alternativa. Son ellos los que no se sienten pertenecer en ninguna de las dos culturas y que se sitúan pasivamente entre ambas, incapaces de elegir entre los afectos familiares y la fascinación de emancipación. Contra las propuestas de identidades étnicas tan ambiguas y contradictorias, en el menor parece que predomina la confusión, que a menudo se expresa a través de un bilingüismo imperfecto, a causa del cual, incluso después de muchos años de permanencia, no sabe hablar correctamente ni la lengua de los padres, ni la de sus coetáneos. El país de origen tiene una fascinación obtenida sobre todo por las historias nostálgicas de los padres, y no por una experiencia directa, mientras la sociedad de acogida ejerce una fascinación considerada excesiva y, al mismo tiempo, presenta una disimulada resistencia a su inserción. A menudo, estos menores tienen padres que viven en condiciones de gran incertidumbre de planificación, incapaces de decidir si vivir en el país de acogida o volver definitivamente al país de origen. Tal incertidumbre se produce, en muchos casos, debido al hecho de que los padres son irregulares o clandestinos, pero en muchos casos resulta ser una incertidumbre basada en la propia experiencia del menor. Incluso, se podría afirmar que la condición de marginación está profundamente radicada en esta incertidumbre. Es útil, a efectos de una aclaración no sólo metodológica, distinguir entre la marginación causada por la frustración - entendida en cuanto solución adoptada como consecuencia de una frustración que el menor extranjero ha sufrido en el intento de integrarse en la nueva sociedad, o por el hecho de no ser más reconocido por la propia familia como miembro - y la marginación pasajera, entendida como fase de cambio hacia una nueva identidad. Esta segunda situación parece más fiel al concepto, propuesto por algunos estudiosos, de "hombre marginal", que no la considera necesariamente como una condición existencial negativa, sino más bien simplemente como la señal de no pertenencia tanto a la cultura original como a aquella del país de llegada. Es, por tanto, un sujeto que vive entre dos mundos, dos culturas, y que por esto es doblemente extranjero, hecho que genera modificaciones a nivel identitario, pero con efectos tanto negativos (mayor fragilidad, sentido de no pertenencia), como positivos (mayor objetividad, capacidad de vivir sensaciones extremas). La condición de marginación se transforma en patológica en el momento mismo en el cual perdura en el tiempo, exprimiendo una total incapacidad de mediación entre las culturas. Una particular experiencia de marginación se da en la elección de un modelo identitario que no pertenece ni a la cultura originaria ni a la dominante en el país de acogida. A menudo se trata de una identidad étnica de un tercer país, al cual la cultura del país de acogida llena de prejuicios positivos. Emblemático es el caso de muchos menores africanos o de origen africanos, los cuales, encontrándose aplastados entre una identidad tradicional que encuentra una extrema dificultad a la hora de afirmarse si no fuera mediante la reproducción en una subcultura a menudo marginada y el estigma del “pobre negro” difundido en la sociedad europea de acogida, optan por reivindicar una negritud propia de los afroamericanos estadounidenses, que se manifiesta en códigos específicos de comportamiento, en la manera de vestir, en el tipo de música escuchada. En otros casos, especialmente si el menor proviene de un país involucrado en un conflicto de base étnica, puede suceder que elija - a menudo con motivaciones políticas - una "tercera identidad étnica", una identidad nacional, es decir, inexistente en la realidad.

Los resultados sobre diversos estudios internacionales sobre la marginación parecen indicar que la identidad étnica de muchos menores migrantes se esté convirtiendo cada vez más en "simbólica", aunque es siempre muy difícil establecer si se trata de una libre elección del individuo o de una adaptación forzada debida a la imposibilidad de reconocimiento identitario. Por otro lado, la hipótesis de la posibilidad de una “identidad múltiple”, según muchos estudiosos, representa la solución más apropiada para una sociedad como aquella postmoderna, sujeta a rápidos cambios que la afectan y hacen que sea extremadamente difícil el desarrollo de un real y constante sentimiento de pertenencia, en la cual se tiene sin embargo - por lo menos aparentemente - mayor libertad a la hora de determinar el curso de la propia identidad y vida. La transición de la marginación a la identidad múltiple puede representar una solución muy próxima a la identidad propuesta en la sociedad contemporánea, donde sin embargo la misma elección de la no pertenencia es una posibilidad para eludir sus identidades preconcebidas, con el objetivo de formar otras cuantas nuevas.

3.4 Doble etnicidad

La cuarta solución ha sido definida “doble etnicidad”. En general es el fruto de un lento, pero profundo, trabajo analítico, en el cual la identidad viene modelada por la constante comparación entre los dos "mundos" - la familia y la sociedad -, comparación que no implica resoluciones definitivas o extremistas, sino un constante proceso de selección y ajuste. De tal modo, el menor conseguiría construir una identidad a partir de la armonización y la integración de los valores de las dos distintas culturas, y sobre todo el desarrollo de un sentimiento de pertenencia doble. De alguna manera, siente pertenecer de lleno ambas, conoce los aspectos positivos y negativos. En general, se trata de menores con familiares que han logrado integrarse positivamente en el nuevo contexto social en el cual se encontraban viviendo y han favorecido a sus propios hijos un proceso de desarrollo sin negarles ninguno de los aspectos de la etnicidad original; al mismo tiempo, la “doble etnicidad” resulta ser el fruto de una estrategia relacional que ha resultado perfectamente adecuada en el proceso de integración en la sociedad de acogida, evitando tanto la simplificación folklórica, como la marginación. Los estudiosos evidencian como también la sociedad de acogida juega un rol importante en la creación de esta doble identidad, sin transformarla en una condición esquizofrénica. En general, la doble etnicidad está considerada la solución mejor, porque permite al menor un mayor equilibrio, así como una solida capacidad crítica, una lúcida objetividad y una fina sensibilidad. Una crítica, sin embargo, que se plantea a aquellos que han propuesto esta solución identitaria es que representa más una aspiración difícilmente realizable que una opción real. De hecho, los estudios que han descrito y analizado la posibilidad de una doble etnicidad son aquellos que hacen referencia a situaciones de mestizaje o de todos modos a hijos de parejas "mixtas", en las cuales al menos uno de los padres desarrolla un importante rol de mediación cultural. Sin embargo, es más difícil constatar una solución similar en el caso en el que se enfrentan directamente la etnicidad propuesta por la familia y aquella propuesta por la sociedad de acogida. En efecto el modelo que quizás más se acerca, en la realidad, a esta solución es aquel constituido por las llamadas “identidades con guión” (por ejemplo, los ítalo-americanos, los ítalo-canadienses, etc.), que mantienen un fuerte y equilibrado vínculo entre ambas identidades. Sin embargo, a menudo se trata de sujetos que presentan un componente étnico mayoritario o que reproducen, hacia una determinada pertenencia, una solución que implica los límites y aspectos negativos de la asimilación o de la resistencia cultural. Se trata de un equilibrio muy articulado que, por otro lado, puede ser realizado sólo si la misma sociedad ha desarrollado una organización social y un aparato institucional por lo menos tendencialmente multicultural. En otros términos, la doble pertenencia parece el fruto de una situación en su conjunto basada en la posibilidad real de elegir entre las diversas y válidas propuestas identitarias.

4. Reflexiones finales

En conclusión, se debe enfatizar que el menor extranjero se encuentra construyendo su propia identidad étnica en una sociedad en la que su presencia e intereses apenas son tomados en cuenta y donde las perspectivas de integración no son precisamente explícitas e inequívocas. En otras palabras, el inmigrante extranjero se encuentra en una situación paradójica: una presencia "invisible" desde el punto de vista de los derechos, para después convertirse en un ser "excesivamente visible" por el idioma que habla, por el color de su piel, por los valores que elige. Esta visibilidad diferente es probablemente una de las principales causas de la "laceración de identidad", que hemos mencionado anteriormente, porque obliga al niño a tener una visibilidad deformada, que puede llevar a un comportamiento extremo, de signo diametralmente opuesto: relegarse a sí mismo en una "invisibilidad" más o menos fantaseada, o exagerar la visibilidad excesiva mediante el uso de un comportamiento exhibicionista, antisocial, a menudo lleno de desesperación. De hecho, durante décadas, la figura predominante de los inmigrantes, tanto en lo jurídico como en lo cultural, ha sido la de un trabajador o trabajadora sin hijos. Siguiendo la misma lógica "centrada en el adulto" y "economista", incluso en los casos en que los niños estaban presentes, reunidos o nacieron en el país de inmigración, se llegó a afirmar que cuando el padre trabajador ya no tenía derecho a un permiso de residencia, tenía que ser repatriado junto a los niños. Esta "invisibilidad" histórica de los niños migrantes tiene consecuencias importantes, especialmente al definir su propia identidad étnica. La identidad reactiva, también descrita por Portes y Rumbaut (2001), con su corolario de comportamientos antisociales, y no pocas veces desviados, se hace así más fácilmente comprensible, incluso justificable. Y las otras dos identidades "posibles" - asimilación y marginalidad - parecen ser la consecuencia de una situación paradójica: menores "invisibles" pero al mismo tiempo también "visibles". Solo la doble etnicidad parece ser la solución capaz de cancelar las consecuencias de una situación injusta, que necesita ser reparada adecuadamente.

El involucramiento de los menores en el proceso migrante es hoy cada vez mayor, sea como menores no acompañados, sea como hijos migrantes o reunidos. Esto debería determinar - en las sociedades autóctonas - unas condiciones que tengan en cuenta su particular vulnerabilidad psicológica, no sólo para prevenir y combatir posibles abusos contra ellos, sino también orientadas a prestarles ayuda y recursos para el desarrollo de una personalidad sólida y equilibrada.

Referencias bibliográficas

  • BASTIANONI, Paola (a cura di). Scuola e immigrazione: uno scenario comune per nuove appartenenze. Milano: Unicopli, 2001.
  • BERRY, John W. Immigration, Acculturation, and Adaptation. Applied Psychology: An International Review, v. 46, n. 1, p. 5-68, 1997.
  • CESARI LUSSO, Vittoria. Quando la sfida viene chiamata integrazione. Percorsi di socializzazione e di personalizzazione di giovani "figli di emigrati". Roma: NIS, 1997.
  • CHINOSI, Lia. Sguardi di mamme. Modalità di crescita dell'infanzia straniera. Franco Angeli: Milano, 2002.
  • MORO, Marie Rose. Genitori in esilio. Psicopatologia e migrazioni. Milano: Raffaello Cortina, 2002.
  • PORTES, Alejandro; RUMBAUT, Rubén G. Legacies. The story of the immigrant second generation. Berkeley-New York: University of California Press-Russel Sage Foundation, 2001.
  • ZANFRINI, Laura. Sociologia della convivenza interetnica Roma-Bari: Laterza, 2004.
  • ZANFRINI, Laura. Introduzione alla sociologia delle migrazioni Roma-Bari: Laterza, 2016.
  • 1
    Algunos eminentes estudiosos, como Portes y Rumbaut (2001), han definido así esta solución identitaria.
  • 2
    Para este tema, véanse los interesantes análisis propuestos por Laura Zanfrini (2004; 2016).

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    30 Abr 2019
  • Fecha del número
    Jan-Apr 2019

Histórico

  • Recibido
    15 Ene 2019
  • Acepto
    21 Mar 2019
location_on
Centro Scalabriniano de Estudos Migratórios SRTV/N Edificio Brasília Radio Center , Conj. P - Qd. 702 - Sobrelojas 01/02, CEP 70719-900 Brasília-DF Brasil, Tel./ Fax(55 61) 3327-0669 - Brasília - DF - Brazil
E-mail: remhu@csem.org.br
rss_feed Stay informed of issues for this journal through your RSS reader
Acessibilidade / Reportar erro